Las víctimas y su sufrimiento fueron durante mucho tiempo objeto de negligencia, especialmente por parte de una justicia cuyo objetivo era ante todo resolver la suerte del criminal y proteger a la sociedad. Gradualmente, se reconocieron sus derechos y un estatus, que permite una reparación más justa del perjuicio sufrido. Los movimientos feministas y las […]
Las víctimas y su sufrimiento fueron durante mucho tiempo objeto de negligencia, especialmente por parte de una justicia cuyo objetivo era ante todo resolver la suerte del criminal y proteger a la sociedad. Gradualmente, se reconocieron sus derechos y un estatus, que permite una reparación más justa del perjuicio sufrido.
Los movimientos feministas y las asociaciones humanitarias desempeñaron un papel importante en el mejoramiento de la suerte de las víctimas en el curso de la dos últimas décadas. El Consejo de Europa adoptó últimamente varios informes sobre la ayuda a las víctimas y la indemnización que pueden recibir. En Francia es objeto de la ley del 15 de junio de 2000.
La criminología se enriqueció con una nueva rama, la victimología, que estudia las consecuencias de la infracción, la posibilidad de ayudar a las víctimas, pero también, en una perspectiva de prevención, las condiciones que llevaron a que se produjera la infracción. Esta nueva ciencia permitió sobre todo combatir mejor las violencias conyugales, ignoradas durante mucho tiempo.
Sin embargo, junto a estos progresos que todos reconocen, se desarrollaría un fenómeno discutible denominado «victimización». Un predominio victimario lleva según el juez Denis Salas a una puja penal destinada a lograr una compensación imposible del sufrimiento infligido. Las circunstancias atenuantes y el principio de individualización de las penas se borran a favor de sanciones pesadas y automáticas. Una atención mal evaluada hacia la víctima provocaría ciertas disfunciones. También es consecuencia de una sacralización de la supuesta víctima cuyo testimonio no se cuestiona. Pero el debate sobre la victimización desborda el marco judicial. La víctima se convierte en una figura central de la sociedad, una referencia política fundamental en detrimento del personaje del héroe o del militante. En 2006 el proyecto, apoyado por personalidades como el diputado socialista Jack Lang, de transferir las cenizas del capitán Alfred Dreyfus al Panteón suscitó una polémica emblemática. La dramática historia de este oficial, finalmente rehabilitado y promovido, es uno de los síntomas de los estragos del antisemitismo. Sin embargo, Dreyfus es ante todo una víctima triturada por la actuación de los otros. ¿Hay que colocarlo por eso en el templo de los héroes? Si los poderes públicos desean subrayar la importancia de la lucha contra el racismo antijudío, ¿no debieran más bien rendir homenaje al lugarteniente Picquart, que denunció la maquinación y contribuyó a la revelación de la verdad al precio de su carrera militar? El proyecto de colocar a Dreyfus en el Panteón fue abandonado finalmente a favor de una ceremonia presidida por el jefe de Estado de entonces, Jacques Chirac. La víctima parece perturbar el conjunto de los puntos de referencia sociales. Una campaña publicitaria contra el cáncer en Francia calificó últimamente de «héroes corrientes» a las personas que luchan contra la enfermedad. ¿Qué decir entonces de los que sucumbieron a ella? ¿No asistimos a una glorificación de la desdicha y de sus víctimas?
La «irrupción de la víctima en nuestras sociedades» (Denis Salas) tiene efectos perversos según ciertos autores, especialmente porque genera una puja o competencia entre las víctimas (Pierre Hazan). Para ellos las leyes memoriales, así como las demandas de «reparación» para las víctimas «directas o indirectas» de la esclavitud y la colonización entran en este cuadro. La victimización lleva además a una despolitización de los debates, reduciendo todo problema a un enfrentamiento binario entre víctimas y verdugos. Es la consecuencia de la aspereza del debate ideológico sobre el trasfondo de la degradación de las condiciones de vida y de crisis social (Robert Cario), sustituyendo así la carencia de un debate político. Cumpliría también una función conservadora (André Bellon) al impedir que se plantee la cuestión social, el sufrimiento de las categorías populares que no entra en el marco de las reivindicaciones victimistas, que prácticamente ha desaparecido de los debates políticos.
Para la periodista y ensayista Mona Chollet, la crítica de la victimización se dirige especialmente a las mujeres y a las minorías discriminadas cuyas legítimas reivindicaciones se pretende deslegitimar por esta vía. Supone además una negación de los sufrimientos padecidos y la negativa a hacerles justicia.
Mona Chollet Periodista, autora de La tyrannie de la réalité, Calmann-Lévy, París, 2004. Traducción: Patricia Minarrieta
«Victimización»: término inusitado en Francia hasta hace unos años, que designa una tendencia culpable a encerrarse en una identidad de víctima, y que hoy forma parte del lenguaje común, aunque no sepamos muy bien por dónde ha entrado. En la mayoría de los casos, se apunta con él a las minorías que luchan por sus derechos -especialmente a los descendientes de esclavos o colonizados-, o bien a las feministas, pero también se aplica, por extensión, a todas las formas de queja, reivindicación o protesta. Ironizar sobre la «victimización» se ha convertido en un apreciado ejercicio entre los ensayistas y cronistas. Este gesto habilita una posición de superioridad moral de lo más jerarquizante, y permite abusar del adjetivo «compasional», que siempre queda bien en un título de libro o de capítulo. Esta postura puede volverse pronto insoportable para el lector; cualidad que refuerza, además, el estilo misceláneo que inevitablemente tienen los libros sobre el tema: si uno se lo propone, puede presentar prácticamente cualquier situación desde la óptica víctimas-culpables. Entonces se puede poner en duda la validez de una herramienta conceptual que permite por ejemplo a Guillaume Erner repudiar por igual -como a dos representantes del «pensamiento compasional»- a Bernard-Henri Lévy y Pierre Bourdieu. A semejanza de Guillaume Erner, Caroline Eliacheff y Daniel Soulez Larivière ven, en el prestigio y crédito inauditos que se otorga a las víctimas, una consecuencia del lugar que ha ocupado el espectáculo de la política, pero también del fin de la Guerra Fría. Los primeros consideran que, en un mundo complejo, es más fácil apoyar a las víctimas de cualquier flagelo que comprometerse políticamente, ya que así al menos «tenemos la seguridad de no defender la causa equivocada» -o al menos, eso creemos-. «Todo sucede -escribe Guillaume Erner- como si la sacralización de las víctimas fuera lo que ha quedado después de la retirada del marxismo». No obstante, al reunir en un mismo libro temas tan heteróclitos como Lady Di y la causa de los animales, o los que van desde las confesiones televisivas hasta la esclavitud, y al unificarlos bajo una misma etiqueta, él mismo contribuye a esa despolitización. Más aun porque la ejerce también retroactivamente: en su pluma, y pese a ser un período altamente politizado, mayo del ’68 se convierte en una «primavera de las víctimas»…
El eufemismo púdico
La moda de los ensayos sobre la victimización es la prolongación de otra: esa de los años ’90, consistente en críticar lo «políticamente correcto» -asociado ya a una fragmentación de la sociedad en diversos grupos con reivindicaciones tiránicas- y los destrozos que éste causaba en las universidades de Estados Unidos. Hacerlo era tan fácil como divertido: desde las docentes feministas que decidían dar «ovularios» en lugar de seminarios, hasta el nuevo apelativo dado a Pepino el Breve -«Pepino el Verticalmente Desafiado»-, en el que la anécdota original se mezclaba con el rumor fantasioso y la simple broma, las mentes esclarecidas habían encontrado un terreno de juego con posibilidades de entretenimiento ilimitadas (1). El libro Culture of Complaint («La cultura de la queja», Anagrama, Barcelona, 1994), de Robert Hughes, crítico de arte de Times, contribuyó en gran medida a atraer hacia ese filón la atención de los franceses. No obstante, es éste un libro mucho más rico y sólido que las declinaciones a que daría lugar en lo sucesivo en Europa. Si bien su pluma es filosa, Hughes evidencia también una constante preocupación por la sutileza. Él nos recuerda que la izquierda no tiene la exclusividad del eufemismo púdico, cuando adopta la jerga de los generales (la primera guerra del Golfo y sus «ataques quirúrgicos» siguen frescos en la memoria), o la de los ejecutivos, que convierte una debacle financiera en una «retirada bursátil» y ciertos despidos masivos en «reestructuraciones industriales» -observación que en estos días, en que el análisis del léxico liberal se ha popularizado, puede parecer trivial, pero que en su momento no lo era tanto-. El crítico ridiculiza los clamores de la derecha conservadora, que denuncia una supuesta intervención de los marxistas en la universidad, y nos recuerda que tanto en Berkeley como en Los Ángeles, una aplastante mayoría de docentes se autodefinían como conservadores. Además, personalidades republicanas ocupan allí los puestos decisivos, «y es absurdo sostener que esto es apolítico». Cuando Hughes cuestiona el exceso de fervor de la izquierda intelectual, no es tanto para desacreditarla como para mostrar hasta qué punto la perjudican esos errores. Le reprocha que «se interese más por las cuestiones de raza y de sexo que por las de clase» y que «se preocupe mucho más por teorizar sobre el sexo y la raza que por dar real cuenta de ellos». Teme además que una exclusiva concentración en el lenguaje acabe siendo en ésta un método para conjurar su impotencia a la hora de cambiar la condición global de sus defendidos: «Ganancia neta: en lugar de degradar al marica, los pequeño-burgueses degradan al gay».
Además, este australiano residente en Estados Unidos es un defensor entusiasta del multiculturalismo. Lo que ve con malos ojos, entonces, no es la irrupción dentro de la órbita cultural occidental de autores que hacen tambalear el punto de vista único blanco, macho y emanado de las clases superiores, sino las conclusiones a veces apresuradas que se sacan de éste. Hughes insiste en que es indispensable analizar los presupuestos sociales o culturales que operan en los textos, pero que es un desastre convertir éste en el único modo de aprehenderlos. Nos recuerda que Edward Saïd, uno de los intelectuales que más han hecho por sacar a la luz esos presupuestos (2), ha advertido siempre en contra de ese tipo de desviaciones. Considera lamentable que la izquierda sea más proclive a sospechar, censurar y expurgar -como si determinadas obras contuvieran un virus moral capaz de contaminar al lector- que a sumar y comparar: «El saber es expansivo, no exclusivo.»
Pascal Bruckner, prologuista de la edición francesa del libro de Robert Hughes, se dedica a partir del año siguiente a introducir su discurso. La tesis central de La Tentation de l’innocence (La tentación de la inocencia) es que el hombre occidental se piensa a sí mismo al mismo tiempo como niño eterno y como víctima, que éste conjuga «lo pueril con el lloriqueo». Bruckner enumera entonces algunas citas, en la mayoría de los casos de segunda mano o sacadas de su contexto, de tres o cuatro feministas radicales estadounidenses; esos ogros que todo ensayista de Saint-Germain des Prés debe invocar para conmocionar al lector. En particular, toma de Robert Hughes, que ya la había citado con indignación, una opinión atribuida a Andrea Dworkin, según la cual toda penetración, así sea deseada, es una violación. Por más que la interesada haya refutado una y otra vez esta interpretación de sus escritos (3), Elisabeth Badinter la mencionará en 2003 en Fausse route (Falsa ruta), dedicado a los «excesos» del feminismo; luego Eric Zemmour, poeta galo de un virilismo de bajo vuelo la mencionará a su vez en Le Premier sexe (El primer sexo), atribuyéndola esta vez a «las» feministas en general, y agregando insidiosamente: «Cosa que por otra parte no es falsa» (4).
Luego de concluir el carácter fundamentalmente insensato de las feministas estadounidenses, Bruckner se entrega a un largo alegato a favor de la resistencia de Francia a la tentación de importar ese puritanismo siniestro, y su conservación de ese delicioso clima de divertimento y armonía dentro del cual las damas y los caballeros amalgaman con total tranquilidad los juegos del espíritu y los placeres de la carne. Uno queda perplejo frente a esas extensas páginas de desembozado lirismo, desde las cuales se convoca a Louise Labé, a las Preciosas Ridículas, a los libertinos y los trovadores, a derribar puertas abiertas. De más está decir que, tanto en Estados Unidos como en Francia, y más allá de las distintas modalidades culturales bajo las cuales ellas se organizan socialmente, las relaciones entre los sexos pueden encubrir tanto lo mejor como lo peor. Luchar contra lo peor no significa que se ignore lo mejor, del mismo modo que la existencia de lo mejor no cambia nada en la de lo peor. ¿Y entonces…?
Eludir lo real
Empezamos a asistir en este punto a la mutación del discurso sobre la victimización: lo principal no es producir un análisis constructivo sino ocupar el terreno, divertir, imponer un tema para excluir mejor otros. La mayoría de las veces, este discurso no se opone frontalmente a la legitimidad de una causa -ya sea la de las mujeres, la de los inmigrantes víctimas del racismo, la de los homosexuales o la de los palestinos- sino que se contenta con recoger las opiniones de algunos de sus defensores e indignarse con su exageración que considera indecente y escandalosa. A menos que, poco a poco, esta indignación ocupe todo el espacio: hoy en día, cuando se alude a una situación de dominación u opresión, nunca es la dominación o la opresión en sí misma lo que se discute y constituye un objeto de preocupación unánime, sino el descontrol verbal, real, o supuesto de quienes la combaten.
Entre todos estos cruces de la línea roja, evidentemente el que más facilita el ejercicio es la invocación irreflexiva del genocidio, ya que permite devolver a la nada el tema en cuestión. Cuando estos autores mencionan a los descendientes de esclavos y colonizados que, siguiendo el ejemplo de los descendientes de deportados, reclaman un reconocimiento de ese pasado, Caroline Eliacheff y Daniel Soulez Larivière se limitan a observar secamente que «sería abusivo comparar lo que no tiene comparación».
Esta finalidad opuesta a lo real, se ha difundido hasta el punto de convertirse en un comentario de café. El conductor de un programa cultural de televisión declara, por ejemplo: «Cada año hay cien mujeres víctimas de violencia doméstica en Francia. Esto es algo sin duda terrible, pero de ahí a que los militantes de esta causa se atrevan a compararlo con un genocidio…» (5). El libro de Elisabeth Badinter, que desde las primeras páginas hace referencia a La Tentation de l’innocence de Pascal Bruckner, ha jugado un papel fundamental en la propagación de este lugar común. Durante la promoción de Fausse route, cuando en una entrevista le preguntan «si el concepto de victimización que ella aplica a las mujeres puede aplicarse al tratamiento mediático del conflicto palestino-israelí», la escritora responde: «Es cierto que el pueblo palestino es un pueblo víctima. (…) Pero a mí me llamó mucho la atención el afán de los medios europeos por «cubrir» Jenín. Todo el mundo estaba demasiado contento de hablar de una «masacre» (6). Cuando el dedo señala la luna, el neofilósofo, deseoso de hacer olvidar la luna, invita a escrutar con suspicacia el dedo. La existencia de la luna apenas si roza, por lo demás, la superficie de su conciencia. La producción de Pascal Bruckner, que juega todas sus cartas, encadenando afirmaciones gratuitas con aventuradas exégesis, en un lenguaje como embriagado por su propia elegancia, causa estupefacción por su constante elusión de lo real. Así, en La Tyrannie de la pénitence (La tiranía de la penitencia) el autor recoge los severos calificativos utilizados por Giorgio Agamben y Enzo Traverso al referirse a las zonas de espera y ve en ellos un síntoma más del «masoquismo occidental»; luego lamenta el hecho de que los estudiantes, que en 1968 se consideraban a sí mismos «trabajadores intelectuales», se definan actualmente como «precarios», es decir, según él, como víctimas. En cuanto a saber qué es realmente una zona de espera, y si lo que sucede allí es defendible, o a preguntarse acerca de las transformaciones del trabajo a partir de 1968, parecería que fueran cuestiones demasiado vulgares como para detenerse en ellas.
Esta ceguera llega al colmo cuando se aborda el conflicto palestino-israelí, que da lugar a espectaculares piruetas lógicas. En ese caso, si la opinión mundial tiene algo que decir respecto a las acciones israelíes, esto no sería debido a las acciones en sí (hipótesis realmente muy fantasiosa) sino a que ésta «no soporta que los judíos no se conformen al estereotipo de la víctima», ni que Israel «opte por la fuerza sin escrúpulos»… Bruckner ejercita una argumentación de geometría variable: Pascal Boniface ya había señalado que, por ejemplo, su alegato en defensa de los chechenos podría aplicarse palabra por palabra al de los palestinos (7). Cuando se ríe de los izquierdistas que se engañan al ver en el palestino «al último buen salvaje», podríamos rebatirlo con lo que él mismo escribió durante el conflicto de los balcanes, sobre los croatas y los bosnios: «¿Por qué habríamos de pretender que las víctimas sean irreprochables? (…) Nadie auxiliaría a nadie si buscáramos en el sometido la pureza del cordero». Es un diálogo de sordos el que se instaura entre los que luchan en nombre de las mujeres o las minorías y los fustigadores de la «victimización». Los segundos acusan a los primeros de vulnerar el universalismo, e insisten en que lo que constituye el valor de un individuo no son sus orígenes ni su sexo -argumento no carente de picardía-, cuando procede de autores que, como Bruckner, parecen identificarse en lo personal cada vez más estrechamente con un Occidente concebido en su acepción más lavada y arrogante. Y si para algo se organizan las minorías, es precisamente para combatir la visión «esencializante» o francamente hostil que les devuelve su entorno. Al reconstruir el surgimiento de esta controversia, François Cusset hace notar que, por ejemplo, la identidad homosexual en los tiempos del sida «no es un origen, sino la convergencia de situaciones: en este caso, la enfermedad, la homofobia y la solidaridad».
Para acceder a la existencia en tanto individuo, hace falta además poder escapar a la red de los prejuicios, sobre todo cuando a éstos se añade un escaso poder económico. Pero nuestros autores no ven estas desventajas iniciales, o bien las minimizan constantemente. «La posibilidad que se brinda a todos de ir a estudiar a Londres, Amsterdam, Barcelona, Bolonia, Cracovia, Praga, Budapest, constituye un extraordinario crecimiento espiritual, junto al cual el apego exclusivo a una identidad minoritaria es visto como un patético encogimiento», escribe Bruckner en La Tyrannie de la pénitence, olvidando que esta posibilidad no se brinda precisamente a todos. Esa desventaja puede residir también en una falta de confianza en uno mismo: las mujeres sometidas a violencia doméstica se dejan convencer por su compañero de que la culpa de lo que les sucede es de ellas. Es decir que para llegar a ser algo distinto a una víctima, necesitan primero imperativamente ser reconocidas como tales (9).
«Reivindicación de privilegios»
Y es ese postulado ingenuo de una igualdad inicial el que explica que cada vez que las mujeres o las minorías reclaman la igualdad efectiva, o el acceso a derechos que no existen para ellas más que en el papel, nuestros autores lo interpreten como un despotismo, o como la reivindicación de un privilegio: «La colectividad me debe todo y yo no le debo nada», esa sería su máxima según Eliacheff y Soulez Larivière, que además califican como «tratamiento preferencial» las leyes aprobadas en España u otras partes para castigar la violencia contra las mujeres.
La impertinencia del «sólo se trata» -«sólo se trata de florecer como individuo»; «sólo se trata de viajar»; «sólo se trata de hacerse cargo de uno mismo»; y para las mujeres golpeadas, «sólo se trata de hacer las valijas», según Elisabeth Badinter- expresa una considerable dosis de arrogancia social. La autora recuerda el «sólo se trata» que se dirige a los trabajadores: las luchas sociales se califican como «victimización» del mismo modo que la protección social se rebautiza como «asistencialismo». Por otra parte, durante la última campaña presidencial, Nicolas Sarkozy relacionó explícitamente ambos conceptos, cuando arremetió contra «los que en lugar de esforzarse por ganarse la vida prefieren buscar en los repliegues de la historia una deuda imaginaria que Francia habría contraído con ellos» (10). La misma mentalidad de padre severo preside ambos señalamientos. Francia se deja ganar por un «‘dolorismo’ de niño mimado», una «desesperación holgazana» (Bruckner), dentro de una Europa caracterizada en sí misma por «la incertidumbre y la indolencia» -en oposición al orgullo y el espíritu de conquista estadounidense (recordemos que nos estamos ocupando de uno de los pocos franceses partidarios de la invasión a Irak). Inmediatamente resuena el viejo dicho familiar sobre un país que «desalienta la iniciativa y el esfuerzo» y rechaza las reformas. Eliacheff y Soulez Larivière lamentan, por su parte, que el proyecto de Constitución europea ha ya estado en peligro a causa de las… ¡»víctimas potenciales del plomero polaco» (11)!
El desdén que manifiestan los autores invita a analizar cuidadosamente el argumento de Robert Hughes según el cual la preocupación por la discriminación sexual o «étnica» iría en detrimento de la cuestión social: éste es acertado, pero a quienes lo utilizan no les importa necesariamente la cuestión social. Como escribe en su prólogo, Pascal Bruckner vio en la descripción que da Hughes de Estados Unidos la prueba de que «el mundo político francés tiene razón en seguir pensando en términos de clases». Cosa que no le impide echar pestes en sus libros contra esa ultraizquierda que desearía «castigar a los ricos», o estimar que no hay «nada llamativo en que las personas ricas o famosas dediquen parte de su tiempo a los indigentes, como una forma de agradecer la suerte por las ventajas con que los han gratificados». Esto en cuanto a «pensar en términos de clases». El tema de la «victimización» brinda una nueva oportunidad de preguntarse seriamente sobre los «excesos» de la democracia (¿adónde vamos a parar, si todo el mundo reclama su lugar en la mesa?) y sobre el desastroso error que se comete al preferir el igualitarismo -deslucido, mediocre, y en una palabra: encubiertamente soviético- antes que la resplandeciente «libertad». Una larga década después de haber empezado a denunciar la victimización, Pascal Bruckner fustiga a una izquierda radical «que nunca hizo su duelo del comunismo» y «cuya verdadera pasión no es la libertad, sino el servilismo, en nombre de la justicia». ¿Debería asombrarnos esto realmente?
1 Philippe Mangeot, «Petite histoire du politiquement correct», Vacarme N° 1, invierno boreal de 1997: www.vacarme.eu.org/article77.html
2 En particular, en Culture et impérialisme, Fayard/Le Monde diplomatique, París, 2000.
3 Charles Johnson, «Andrea Dworkin ne croit pas que tout rapport hétéro est un viol», Chiennesdegarde.org, 10-8-06. En : www.chiennesdegarde.org/article.php3?id_article=450
4 Eric Zemmour, Le Premier sexe, Denoël, París, 2006.
5 Retrato de Frédéric Taddeï, Libération, 16-2-07.
6 L’Arche, N° 549-550, noviembre-diciembre de 2003.
7 Pascal Boniface, Vers la quatrième guerre mondiale?, Armand Colin, París, 2005.
8 François Cusset, La Décennie – Le grand cauchemar des années ’80, La Découverte, París, 2006.
9 Mona Chollet, «Los crímenes contra mujeres», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2005.
10 Serge Halimi, «Las recetas ideológicas del presidente Sarkozy», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2007.
11 En 2005, la figura del «plomero polaco», que gracias a la «directiva Bolkestein» habría podido competir con sus homólogos franceses al trabajar en territorio francés con el salario y la protección social de su país, jugó supuestamente -según los partidarios del tratado- un papel determinante en el rechazo a la Constitución Europea.