No sólo los cuerpos flotaban río abajo, no sólo sus ropas eran encontradas en páramos olvidados, no sólo el sable cortó las gargantas, no sólo las balas mordían llenas de rabia los corazones. No todo se talló en hueso de desaparecidos y asesinados. Déjame que te cuente que había detrás de tanta barricada y barriada. […]
No sólo los cuerpos flotaban río abajo, no sólo sus ropas eran encontradas en páramos olvidados, no sólo el sable cortó las gargantas, no sólo las balas mordían llenas de rabia los corazones. No todo se talló en hueso de desaparecidos y asesinados. Déjame que te cuente que había detrás de tanta barricada y barriada. Déjame que te cuente esa otra parte del naufragio, de esa masa derrotada que se quedó, déjame que te cuente un poco de los sobrevivientes y supervivientes.
Los días era planos, y planos de horizonte inaccesible. A lo lejos se divisaba una línea imaginaria que todos llevábamos dentro pero que nadie podía alcanzar. Los días Lunes duraban semanas, y hasta meses. Había una calma de pelotón de fusilamiento en las plazas, una calma artificial. Desaparecían los vecinos como pájaros momentáneos, como mariposas de una primavera fugaz y nadie se atrevía a preguntar dónde estaban.
En medio de la noche de sus corazones llegaban a romper el plástico que cubría nuestras ventanas, a reventarle los huesos al clavo hermano que oficiaba de cerrojo pobre y popular por aquellos años. Mujeres y niños eran vejados y golpeados. A los hombres los llevaban en calzoncillos y desnudos a las canchas de fútbol.
Tiritaba la noche de miedo sobre nuestros cuerpos vencidos, y cruzábamos las manos sobre la nuca y la idea de la muerte también cruzaba nuestras cabezas. Sollozaban las mujeres a los lejos, los niños no entendían y, mientras tanto ellos jugaban al fútbol con la cabeza de algún ser humano. La sangre iba delineando el contorno polvoriento de aquellas canchas del balompié del abuso.
Más tarde, sobre esa misma noche moribunda, un ejército de caminantes comenzaba la jornada. Solos, o en parejas, tríos ó cuartetos caminaban a paso raudo hacia el trabajo. No había dinero para los buses en sus constantes alzas y los menos afortunados tenían que dejar que el cemento les devorara los únicos zapatos que tenían. Después venían aquellos que mendigarían la aprobación por parte de los chóferes a viajar por la mitad o menos del precio oficial. Y entre polizontes y pagadores los menos, se acomodaban a las circunstancias y a esos asientos minúsculos para que entrara más ganado adentro.
Colgaban seres humanos de esos microbuses azules diminutos, eran apéndices que muchas veces fueron reventados por otros vehículos sin que nadie pudiera hacer nada. Viajaban con las ventanas abiertas, con las puertas abiertas para que entrara un poco de aire, para que se acomodaran como sólo lo sabe hacer un pobre, en este caso, a ese calabozo itinerante que recorría las calles.
En las afueras de las fábricas, de los talleres, de las construcciones, se posaban emprendedores liberales que vendían pan, jugos, tomates y de un cuanto hay para merendar. El emprendedor hombre apuntaba con sumo cuidado a todos aquellos a los cuales les había fiado comida y que raudos, puntuales y seguros pagarían ó en la quincena ó a fin de mes. El arroz en las viandas se repetía una y otra vez en la comida de los obreros. Y muchas veces no había nada que cambiara el color dominante en esa playa blanca de arrozales.
Muchas veces no hubo más merienda que un pan fiado y un jugo de un dudoso polvo que sólo teñía el agua en el cual flotaba. Un pedazo de pan y un vaso de agua a modo de almuerzo, para después ir a masticar toda la tarde la impotencia ante patrones que se enriquecían día a día con nuestra miseria.
Para que algunos cayeran como pájaros enfermos de un desmayo, para que los otros vomitaran el agua y las entrañas de tanto esfuerzo. Y los enfermizos y los débiles eran corridos a patadas, Y a puro corazón, con las tripas echas hilo, se quedaban, se las aguantaban y entre el frío de la noche y entre el calor del día, el tiempo fue cortando a hachazo limpio sus mejores años.
Por doquier aparecían los maestros chasquillas, que era maestros de nada, pero aprendices de todo. No habiendo una educación al alcance de la mano, cientos de hombres las oficiaban de un cuanto hay. Eran albañiles sin saber lo que era un ladrillo, carpinteros, plomeros, pintores, jardineros… Cualquiera cosa era válida para obtener dinero, cualquier cosa. Y valientes ante la ignorancia, se las ingeniaban, se las arreglaban, inventaban, creaban y así se fueron curtiendo un millar de maestros que saben de todo un poco. Sus servicios eran obviamente utilizados por gente de mejor pasar. Porque sus casas estaban construidas de las maneras más inimaginables.
El techo de las casas pobres era cubierto de fonolas. Fonola que era un cartón entintado de asfalto o un aceite negro como las conciencias de algunos. Sobre estos techos yacían viejos neumáticos dormidos que eran los guardianes en contra del viento que caía envuelto en temporales eternos. Y había piedras, palos, hierros, pedazos de ladrillo y lo que fuera para evitar el rapto del viento sobre esas morenas señoritas llamadas fonolas.
Después venía el pizarreño sobre los techos. Cartón momificado con cemento que era frágil ante el clavo, pero combativo y resistente contra el viento. Ese pizarreño heredó la fuerza de aquellos hombres que murieron de cáncer de asbesto al hacerlo. Ó simplemente había bolsas de plástico sobre los techos o latas oxidadas de olvido.
La lluvia se transformaba en puñal de granizo indolente y gotas insensibles que rasgaban la delicada vestidura que cubría la dignidad de esos hogares y, entraba por las casas por hendiduras escondidas que sólo la lluvia conocía. Casi siempre las gotas cansadas de un largo viaje insistían en ir a recostar su cuerpo transparente sobre las camas de aquellos infelices que dormían de a tres en un pequeño regazo, y un festival de baldes, tarros, bacinicas, palanganas y ollas recolectaban la cosecha caída desde el cielo. Las goteras no sólo mojaban las casas por dentro, también humedecían el semblante de los supervivientes de esa tormenta fluvial de la sangre de años atrás, las goteras nos escupían nuestra derrota y de paso nos manchaban la cara con lágrimas de impotencia.
El esqueleto de la casa era palos gruesos comprados con gran esfuerzo. Materiales de construcción desechados y muy raramente se compraba madera nueva. Después se rellenaba con más ganas que materiales, y los cajones de tomates eran paredes, las cajas de cartón eran el tapete interno, vistosos lunares negros eran las tachuelas sobre la amarilla piel del papel capturado. Lo otro vistoso era como marcaban sobre esas pobres casas un triangulo rojo de fondo blanco el cual indicaba que ya había sido revisada por carabineros y que previa anotación de todos los datos personales, los hombres habían sido llevado a los llanos.
Una tabla sobre otra tabla para que el viento no entrara, tabla sobre tabla acostado un canto de la misma contra la otra, y en esa comunión pobre evitar escuchar la voz del viento. Y el viento que aún no privatizaban entraba igual como Pedro por su casa y lamentablemente venía envuelto muchas veces en gas lacrimógeno y balas que asesinaban a sus moradores.
El piso era de tierra, no habían alfombras persas, ni madera de rosas, sólo el agua y una escoba compañera hermoseaban el entorno. La unión entre el agua y la tierra perfumaban de un olor característico aquellas casas.
Afuera, cientos de hombres esperaban una oportunidad en las esquinas. Sin estudios, sin trabajo, sin comida, sin lo mínimo para sobrevivir. Y entre todos compraban una pelota plástica de antología, balón que era prácticamente desechable. Corrían detrás de el desprevenidos. Todos buscando combatir el frío. Todos huyendo de la miseria de sus casas. Allí se fraguaron los mejores robos, las mejores protestas, los mejores sueños, las peores peleas, los peores vicios. Se hizo costumbre huir de las casas para ir a apostarse como un poste de carne y huesos en las esquinas. Allí se pudrió casi toda la cosecha.
Los más pequeños atravesaban un pedazo de lana de lado a lado en algún pasaje y con los restos de su casa o la tabla desprevenida de alguna reja, se esmeraban en practicar el deporte blanco y elegante del tenis. Cuando no había ni tablas ni pelotas, ni nada, tomaban 5 piedras que consideraban aceptables y se entretenían en largas sesiones de un juego llamado La payaya, el cual consistía en realizar osadas, arriesgadas y difíciles pruebas con las piedritas en cuestión.
A falta de volantines aparecían las chonchas, que eran una hoja de diario en forma de triangulo con dos hoyos a los costados y que volaban enseñando las noticias del día a las nubes y pájaros. Los otros niños, los que faltaban en la cuadra, esos estaban en cosas de adultos, esos no se veían muy seguido en las calles, o estaban trabajando o estaban siendo torturados por los militares. Unos se ofrecían de ayudantes en los supermercados, en las tiendas, en los establos, se ofrecían para llevar las bolsas del mercado, se ofrecían por menos de un dólar en las plazas.
Me imagino que entenderás que no voy nombrando todos los detalles, todas las cosas. Y es que de una u otra manera nos hemos ido olvidando, como que todo ese dolor fue en vano. Como que fue tanta la miseria, el hambre, los problemas, las frustraciones, los traumas que el tiempo ha ido sellando y enterrando testigos y testimonios. Testimonios que son demonios que sólo nos visitan en sueños, y que despiertos de día tratamos de olvidar, tratamos de pensar que no fuimos nosotros, que fueron otros. Que no fue tanta el hambre, que no fue tan duro el invierno.
Quisiera tomar tu mano he ir enseñándote esos caminos, y como a muchos nos pasa, siento como si sólo te mostrara una fotografía vieja que no comprendes, que te es lejana, indiferente. Siento que no puedo llevarte a ese tiempo de tormentos y tormentas. ¿Cómo te explico que la sangre muerta también se queda adentro? Que horrorosos hematomas deambulan callados en nuestros pechos y que los años sólo han ido coagulando el dolor hasta hacerlo a veces insoportable, irreconocible, y otras veces es tan presente que sólo saltando al vacío o en contra de los trenes se nos pasa. Que hasta la palabra «Dictadura» suena rancia, vieja y olvidada, como si accidentalmente ciertas personas han ido moldeando y amasando la palabra hasta hacerla un término extraño y desusado y este accidente idiomático sólo sirve para esconder accidentes intencionales. Esos niños se entretenían buscando tesoros en los basurales, a pesar del ácido que muchas nobles empresas botaban ilegalmente. Y entre basura, calor y entretención se iban a bañar a un canal de regadío, canal que era el hermano pobre de los ríos. Y allí entre agua sucia, mierda y muertos que muchas veces pasaban, los más osados aprendían a nadar, los piqueros eran obligación, y los guatazos sagrados. Después venían los tranques, los zanjones, el hurto obligado de lo que fuera en las cercanías. Una dulce colmena de niños expuestos a cualquier cosa en beneficio de zánganos de cuello, y corbata y capitanes y calabozos y capitalistas conocidos.
Los hombres golpeaban más seguido a sus mujeres, en sus puños iban envueltos la impotencia, la frustración, la rabia y un machismo impuesto por ciertos conocidos modelos. Mezclaban el vino con la mamadera de los lactantes y el biberón dormía plácidos a esos infantes, el hambre estaba engañada. Hombres que pretendían dar el golpe de suerte y ganar alguna buena carrera en las apuestas a los caballos o el infaltable fútbol. Y lo único que traían bajo el brazo era cientos de cartillas informativas que ellos doblaban y arrugaban mil veces para colgarlas como papel higiénico en los pozos sépticos llamados baños.
Pretendo torpemente que veas a través de mis ojos y, si no lo logro muy bien es por el humo que se va filtrando sobre las palabras. Ese humo que tiznaba tantas casas, hogares que no teniendo ni gas, ni luz cocinaban lo que podían con pequeñas fogatas en su interior. En un tambor olvidado y desechado se guardaba la ropa de la casa, pero su función estrella era ser horno popular y hermano. Ingeniosamente se le hacían un par de cortes y añadiduras y se dejaba descansar una arcilla blanca dentro de el, que después sería una estatua de pan poblacional.
Recuerdo que pasaban días y hasta semanas sin que algunos barrios tuvieran luz. Recalentaron el sistema, decían los más entendidos. Yo pensaba que si pasaba lo mismo cuando torturaban con esa misma electricidad a nuestros hermanos. Quizás sería porque no teníamos medidores de la luz y eso hacía que nos cobraran un cargo fijo con o sin luz, motivo por el cual nos olvidaban, ya que la compañía ahorraba luz y nos cobraban lo mismo. Y las velas eran un triste reflector que dibujaba inmensas penurias y llantos atrasados, el reflejo de las caras enjutas y demacradas y las manchas de vela sobre la ropa eran sinónimo de pobreza y escarnio. ¿Cuántas lágrimas transparentes se mezclaron entre rostros y candelas?
Este punto de la luz es importante, no sé cómo o quién ideó un artefacto llamado anafe eléctrico. Anafe que todo el mundo llamaba anafre. Sobre una base metálica de cuatro patas y un fondo así como de cerámica barata, descansaba un alambre enroscado que al ser enchufado producía un calor de los mil demonios. Allí se cocinaban y hervían penas, porotos y problemas. Ese anafe era un enano ígneo pero un gigante bueno que preparaba la comida. Pero era un pequeño delicado, frágil y mustio. El cordón metálico duraba unos cuantos días unido a los pernos donde llegaba la corriente. Y ahí aparecían expertos de todos los portes a solucionar el inconveniente. Todos los del barrio habían sido mordidos por la corriente eléctrica de este enano cuando la manutención había sido realizada sin un mejor esmerado cuidado. Alambres, clavos, extensiones de cobre, reemplazos del cordón enroscado y mil etcéteras que imagino entenderás.
Eran los cerdos los que repartían las perlas. Eran los cerdos, los que deshojaban las margaritas. Nada se volvió triste, todo era triste. Lloraban callados los hombres. Lloraban los niños a coro como en un concierto de lamentos. Las mujeres, lo de siempre, perennemente estoicas. Un martes era igual que un domingo, Un abril era igual que un agosto.
Es cierto que la gran mayoría eran hombres los que ponían el pecho contra las balas y los muslos y la cara contra los palos en las protestas. Pero no había protesta todos los días, al principio sólo había silencio de impotencia callada. Es más, pasaron diez años antes del primer llamado a una protesta en contra de la Dictadura. Diez años, diez años y no me canso de repetir una y otra vez el número. Fuimos bien poco hombres, nos quedamos callados sin hacer nada. Dejamos pasar dos lustros en que la bota militar se lustraba con las cabezas de seres humanos.
¿Quién responde por nuestra cobardía? ¿Nuestro llanto no nos permitió escuchar el llamado de auxilio de otras gentes?
Me imagino que entenderás que mientras los hombres planificaban eternos y novedosos planes, mientras lloraban y comentaban la derrota a diario, hubo quienes, sostuvieron sobre sus pechos una sociedad prácticamente devastada.
Ella remienda lo mejor que puede los calcetines de la casa, una ampolleta muerta sacrifica su cuerpo para tal mandado. Después ella plancha y acomoda la ropa de los de la casa. Le duelen las manos, la escobilla de lavar le fue friccionando los dedos hasta quemarlos entre agua, pantalones y lavaza. El detergente barato le fue erosionando el jardín de sus manos y estás se han vuelto duras, callosas y resistentes. Y esas manos se vuelven suaves cuando peina a los pájaros más pequeños y se vuelven de acero cuando cubren su rostro de los golpes del marido. Ellas no eran tontas, ni lentas, ni estúpidas es que sólo callaban y callan más de la cuenta.
Mujeres que iban a las carnicerías a comprar huesos y preparaban sabrosos caldos para todos. O estiraban el dinero y compraban extraños bistés equinos. La carne de caballo aparte de ser dura como suela de zapato, era muy popular. Mujeres que iban después que terminaban las ferias ambulantes a recoger lo que los feriantes rechazaban o botaban. Duchas con un cuchillo cortaban la parte herida de un tomate o curaban el pómulo hinchado de un durazno. Mujeres que mendigaban las cabezas de pescado y le insistían a sus hijos que comieran los ojos del pescado muerto pensando y reflexionando que aquello contenía proteínas escondidas.
Mujeres que se unían a otras y unían sus escuálidas monedas para ir a comprar al por mayor y obtener importantes rebajas. Y que cuando llegaban salía un carnaval de niños, hombres y perros a recibirlas.
Y una mujer ofrecía arroz y otra las papas y otra cocinaba y aportaban con leña, tablas y palos y encendían la esperanza y caminaban orgullosas y estoicas con sus ollas por el barrio. Y ella se sentía útil, linda, noble, fuerte y desinteresada. Y la pena se le colaba por entre los parpados y ella se escondía detrás en un, ¡Cómanse eso luego que aún esta caliente!
¿Cuántas ollas comunes hubieron en esos tiempos, quién tiene ese catastro?
Pasaron bastantes años de hambre hasta que los hombres trajeran camiones con pollos y los repartieran entre las barriadas.
Y cuando todo eso fallaba llegaba callada al almacén de la esquina y sacaba su desvencijada libretita de apuntes y pretendiendo una alegría ausente saludaba amable y terminaba con un, Me fía media porción de margarina, tres bolsitas de té, medio kilo de pan, y dos cigarros hasta la quincena. Y la bolsita de té servía para tres tazas después que había sido sabiamente puesta a secar al sol para volverla a usar.
Mujeres que se levantaban a las cuatro de la mañana para obtener un número en el hospital más cercano y ser atendidas entre las nueve y las diez. O también para ir a buscar el «suplemento alimenticio» para sus niños, alimento que era una ceniza con un sabor repugnante a plátano o chocolate y que después tenía nombre fortesan o leche purita. Y el nombre daba lo mismo, el suplemento era vendido a precios ridículos para subsanar otras necesidades más urgentes.
Mujeres que se vendían por un plato de comida para sus hijos y que les importaba bien poco que las llamaran putas. Mi hijo no va ser como yo, el va estudiar y va a ser alguien cuando grande.
Mujeres que le cortaban el pelo a sus hijos sin saber nada de peluquería, por ahorrarse el dinero que no tenían y al rato salían pequeñuelos semi-rapados, semi-mutantes a caminar alegres por las calles. Los militares salían a las calles y cortaban el pelo de los capturados con un yatagán, desperdigados en muchas calles y plazas se encontraban mechones de cabello humano con cuero cabelludo incluido.
Y ella deja que la manoseen lo gendarmes y no baja su vista de la bolsita que le ha traído al marido compañero. Ha lavado más ropa ajena que lo de costumbre, ha juntado sus pesitos y hasta cigarros le ha llevado.
En las noches ella falta a sus compromisos maritales, él piensa que ella esta más vieja y más fea, al rato la cambia por una mejor compañera.
Quizás el peso de mi subjetividad y mis tristezas inconclusas van cargando la pluma de mis propios dolores hacia una sola dirección, quizás mi carta va rompiendo el balance objetivo de la descripción objetiva y es que una fuerza invisible va empujando el eje de ciertos acontecimientos hacia un norte que sólo sabe de padecimientos y sufrimientos postergados.
Y es que un ejército de rostros anónimos va desfilando en mi interior y veo y escucho marchas que gritan libertad. Y te escribo desde un cementerio desconocido, apoyado a una de las tantas tumbas sin nombre. Y es que me pregunto, ¿Quién responde por los daños causados? ¿Cuántas separaciones dolorosas? ¿Cuántas frustraciones, complejos y trancas viven felices en nuestro interior?
Y todos los que no pudieron resistir y se mataron, y todos los que no murieron de cuerpo pero si de adentro y se pasean sin brillo en los ojos y esa bandada de pájaros sin alas que creció truncada que no quiere saber de nada o se rindió o se vendió, y que se vendió pensando en no pasar nunca más lo que pasaron años atrás.
¿Y quién me devuelve a mi vecino muerto de hambre? ¿Y a quién le cobro las noches que no dormimos por esa misma hambre? ¿Y quién nos devuelve los sueños muertos?
Y las calorías que les faltaron a esos niños, que después desembocaron en individuos enfermizos, chicos, de tallas anormales, penosa capacidad física, y un desarrollo intelectual mediocre y deslucido. ¿Quién responde por eso? Y cada vez que alguien tenía un dolor de muelas era más fácil arrancarles uno tras otro los dientes a esos que no tenían dinero suficiente para algún costoso tratamiento. Porque entre comprar una pasta de dientes y medio kilo de pan no había parangón.
Y las humillaciones, y los maltratos, y las tristezas y la degradación diaria en todas partes por un mísero sueldo, por un mísero pedazo de pan. ¿Quién responde por eso? ¿En qué comisión se ha redactado este carnaval de horrores sobre aquellos que no escupieron sangre sino que se la tragaron y aún vive, nada y flota sobre sus ojos, sobre sus entrañas?
Y los que capeaban sus problemas aspirando pegamento, aspirando el polvo de extintores, y se hundían en el diluyente,
Y nadie grita nuestros nombres, nadie levanta banderas con el rostro de mujeres marchitadas, de niños traumados de por vida, de hombres fracasados, de perros y gatos hervidos y comidos por un pueblo que pago bien caro el puto y estúpido deseo de soñar con una sociedad mejor.
Y esta carta o misiva o epístola o lo que sea no es más que un montón de palabras apretadas y prensadas de dolor atrasado, de dolor palpitante que unos insisten en anestesiar con olvido y más olvido y quizás nunca entenderás o sentirás como se siente almorzar una taza de té por semanas, este puñado desordenado de acontecimientos, hechos y vivencias tienen por único objetivo que sepas el porque se asesinó a tanta gente, y que no fue más que por instalar e instaurar un sistema de hambre y explotación.
Y esos que apretaron el gatillo desde sus casas, ahora los ves con sus bufandas de grasa adornándoles el cuello que debió estar colgando de alguna plaza. Porque esos que tuvieron que hacer algo lo pensaron por años en la comodidad del exilio algunos y la mediocridad inerte de otros los mantuvo protestando escondidos debajo de sus camas. Y los que sufrieron martirios de lirios muertos se rindieron y lo más penoso es que se vendieron y lo más triste de todo es que esos mismos son los que nos azuzaron por sus propios intereses y de hambre nunca supieron, de carestía nunca entendieron lo que era andar mareado a mediodía sin desayuno vagando por las calles mendigando un trabajo de negreros.
Y que se me note la rabia, y que se me note la bronca parida y gestada año tras año. ¿Acaso no ves la cadera rota de las mujeres entre cada espacio de estás palabras que te escribo? ¿Y es que con qué palabra te describo los fetos muertos y desparramados por doquier? Cuando mitad ignorancia quedaban preñadas las mujeres y mitad miedo sagrado y pobreza inducida, no les quedaba más remedio que arrancarse con detergente, palillos, tijeras y mangueras hileras de niños que no tendrían jamás un mejor destino…
¿Quién paga por esos niños muertos? ¿A quien le exigimos disculpas?
Robarse los cables del tendido eléctrico, hurtar la ropa mojada de los tendederos, las macetas, las tablas, robarles los aros y las cadenas a las mujeres, asaltar a los obreros, desvalijar casas, escuelas, jardines y autos.
Y los embaucadores con sus cuentos y sus patrañas y las mendigos circunstanciales y las madres con sus críos colgando pidiendo limosnas en los restaurantes, y los niños vendiendo llaveros y favores por una moneda, y los estafadores y los farsantes, embusteros, charlatanes todos unidos coludidos y galvanizados con la soldadura embrutecedora de la necesidad.
Y las bofetadas que le dimos a nuestros hijos cuando la frustración apretaba los cuellos, y el pan duro que remojamos con agua para poder comerlo, y la ropa prestada, regalada y de otras tallas, y los platos enanos, y las flores que arrancamos de los pantanos para ir a venderlas a los cementerios, y el paño para limpiarle el auto al patrón…
Y el reflejo de nuestros ojos cansados en el espejo del té que bebimos y comimos a diario. Y el timbre de agua que fueron los años, horadando más profundos y más rápidos de lo usual las zanjas de nuestras caras. Otras, un timbre de tinta anochecida marcándonos los ojos. Insomnio de ojeras vitalicias, surco negro de desgracias, semilla rota y derrochada. Las semanas y los meses eran la marca de una garra sobre nuestros cuerpos, zarpazo de bestia brutal que arañaba las caras, las espaldas y las almas. Una fiera inmensa que estampaba su bota sobre seres humanos derrotados.
Un día era una semana, una semana era un mes y un mes era un año. Y largos era los meses esperando un sueldo mezquino si lo había. Y gorda estaba la muerte, gorda, sana y robusta bebiendo de nuestros cuerpos. Le arrojaban pedazos sanguinolentos de personas sobre sus fauces y de los otros, ella misma se encargaba de hundirles los ojos hasta cerrarlos para siempre.
¿Cuántos muertos innecesarios por un miserable centavo?
Cuántas peleas estúpidas que terminaron en muertos, en miles de divorcios, en miles de viudas que se rompieron diez veces la espalda por criar a sus hijos.
Y como por arte de magia privada, empezamos a timar y robar lo que fuera. Nos olvidamos de los libros que nunca pudimos leer, de las películas que nunca pudimos ver, de los poemas que nunca tuvimos tiempo para escribir. Y maleducados, arribistas, ambiciosos, traumados, sinvergüenzas, cínicos, mentirosos, sin escrúpulos fuimos olvidando las penurias del pasado. Y los correazos que le dimos a nuestros hijos, siguiendo el modelo impuesto de violencia diaria, y el sálvese quien pueda se nos fue tatuando y la ley de la selva fue creciendo como enredadera adosada a nuestros actos.
Y ahí nos tienes, pirañas consumistas, lobos del hombre, hienas del dolor ajeno, ostras egoístas preocupadas de sus privadas y particulares perlas. Antes éramos callados y humildes, ahora nos mostramos racistas, xenófobos y agrandados. Y se nos olvido las marcas que las pulgas dejaban en esos sacos de harina que usábamos como sábanas y sudarios, se nos olvidaron los callos de tanto zapato ajeno y prestado.
Nuestros nombres no salen en ningún listado, no hay células ni bases que lleven el nombre de la Señora María que calentaba la comida de obreros de las calles en su horno de barro, tampoco ninguna consigna en nombre de don Manuel que siempre hizo la vista gorda con el fiado. Fuimos los sobrevivientes, nos empujaron a un pozo desde donde ni siquiera las estrellas brillaban, derrotados de lo nuestro y de derrotas ajenas. Éxodos de fracasados sin ningún destino cierto, abanicándonos de pobreza en los veranos, arropándonos de inopia en los inviernos.
Como no recordar que los padres que aún estaban vivos y juntos, con el papel plateado que traen las cajetillas recortaban lunas, estrellas y soles y construían sombreros de temibles brujos para sus pequeños, y forraban ramitas de un árbol noble como varita mágica para su pequeña niña. Y él era un brujo que convertía las piedras en pan y ella tocaba el agua y una sopa rica inundaba las casas.
Como el vino nos fue saboreando a tal punto que nos llevo todos los sueños, nos bebió la sangre y nos dejó hiel amarga y lágrimas penitentes. El humo nos fue fumando el corazón hasta cambiarlo por una copa rota de cenizas.
¿Cuántas generaciones rompieron? ¿Cuántas generaciones convertidas en degeneración degradada de valores simples, tiernos y buenos? ¿Cuántos muertos hay detrás de cada verso, de cada palabra? ¿Cuánta sangre va cayendo por entremedio de los renglones de estas líneas adosadas a la espalda del tiempo? ¿Cuánta piel de fantasma prestada para escribir estas líneas infinitas?
Y si no empuño mejor las palabras, y si no me salen bien las oraciones es que se me atragantan las penas y mitad ignorante y mitad mediocre no puedo contarte más, no tengo ni la educación, ni el talento, y además tampoco puedo describir más sacrificios, porque fui uno más de los que trataron de sobrevivir y nos tratamos de aferrar a cualquier tabla con tal de no hundirnos y aquí mediocre de expresiones, tosco de modales, el cemento, la tierra, el agua y el aserrín y el barro se van juntando y van goteando recuerdos que duelen y me hago el valiente y no lloro como no lloraron nunca las mujeres.
Y no seré yo el que escriba el último verso, no seré yo el único que te escriba esta carta, sé que hay de esos que también escriben y se esconden de los más educados. Y cojos de corazón, tuertos de felicidad, pálidos de banderas partidarias, leprosos del sistema, inválidos de educación bonita y elegante, siguen, a pesar de todo, anhelantes.
Creerás tal vez que muchas cosas las invento, que no son ciertas, que miento. Te pido que les preguntes a los más viejos cuanto hay de verdad detrás de este relato atrasado de tiempo. También te pido que observes a tu alrededor si algo de lo que te he contado aún vive y se repite sobre seres indefensos. De ser así, te pido disculpas, no pudimos hacerlo mejor, más de la mitad es nuestra culpa. Ocupados estábamos llorando los hombres, ocupadas estaban las mujeres poniendo el hombro para atender hijos y maridos.
No dejes que te pase lo que ha nosotros nos pasó, levántate, despierta, sueña y lucha por un mundo mejor. No le hagas caso a nadie más que a tu corazón. No quiero que pasen los años y que seas tú la que escriba una carta confesión de derrotas y miserias olvidadas.
(Fragmento)