Salí de la imprenta Horizonte después de la medianoche del 2 de abril de 1957. Caminé por la calle Lira, en medio de una oscuridad casi total, porque la mayor parte del alumbrado público había pasado a la historia destruido durante disturbios del día anterior. En la esquina de Santa Victoria me topé con una […]
Salí de la imprenta Horizonte después de la medianoche del 2 de abril de 1957. Caminé por la calle Lira, en medio de una oscuridad casi total, porque la mayor parte del alumbrado público había pasado a la historia destruido durante disturbios del día anterior. En la esquina de Santa Victoria me topé con una patrulla militar, compuesta de dos soldados conscriptos armados de fusiles con bayoneta calada, que estaban más aterrados que yo.
Su misión era hacer respetar el toque de queda, establecido unas horas antes por el jefe de plaza, general Horacio Gamboa. El gobierno del general Carlos Ibáñez había decretado estado de emergencia el 31 de marzo, oficialmente para restablecer el orden público, en vista de los desórdenes callejeros cada vez más violentos y generalizados y los saqueos de casas comerciales y armerías ocurridos en la tarde del 1º de abril de 1957.
Los soldados se sobresaltaron al verme caminando por la calle desierta y oscura. Uno de ellos me apuntó con su arma:
-¡Alto ahí! ¿Para dónde va? -preguntó severamente, con una voz aguda de adolescente que quería ser recia.
-Voy a mi casa.
El otro soldado mantenía el arma al brazo, sin apuntarme. El primero se mostró enojado:
-¿Que no sabe que hay toque de queda? No puede andar nadie por las calles a esta hora.
-Sí, señor -le respondí- ya sé, pero resulta que yo vivo aquí cerquita, en la calle Tocornal, ahí no más, a la vuelta, y acabo de desocuparme del trabajo. Mi mamá y mi señora me están esperando en la casa.
El muchacho estaba desconcertado, tironeado entre el deber estricto de hacer respetar el toque de queda y la tendencia a creerle a este vecino de aspecto inofensivo que iba donde su mamá. Miró al otro soldado, quien a su vez lo miró a él. Tenía que tomar una decisión.
-Bueno -dijo por último. Apretó las mandíbulas, frunció el ceño y gritó-: ¡Dispérsese inmediatamente!
Procedí a dispersarme hacia la calle Carmen. Mi objetivo era llegar a la Alameda y caminar hasta mi casa situada en la lejana calle Roberto Pretot, a la entrada de Riquelme. (Por cierto no vivía en Tocornal).
Chile atravesaba un período de crisis, como era frecuente o habitual en aquellos años. Y en otros años. En resumidas cuentas, casi siempre. Crisis económica y social y en alguna medida, política. Era el quinto año del gobierno de Ibáñez, elegido en 1952 con una mayoría arrolladora que derrumbó el tinglado político establecido con la fuerza de un tsunami.
«El Caballo» triunfó haciendo uso de una demagogia delirante, que se basaba, entre otros argumentos primarios, en comparar los precios actuales del pan, la carne, la leche y otros productos básicos con los que tenían en su primer gobierno, la dictadura, que duró desde 1927 hasta 1931. El símbolo de su campaña era la escoba. Con ella prometía barrer la corrupción que habían dejado los gobiernos radicales y, tácitamente, barrer con todos los políticos de la época. Los oradores que proclamaban su mensaje usaban un lenguaje incendiario y populista. Ibáñez hablaba poco. El ibañismo adquirió un sorprendente carácter de masas, a través de una proliferación de grupos políticos surgidos de la noche a la mañana, que se hacían eco de las frustraciones populares y prometían terminar con los abusos patronales y sociales de todo tipo. Sobresalía nítidamente entre los profetas del momento María de la Cruz, una mujer con dotes oratorias e histriónicas excepcionales, organizadora del primer Partido Femenino en la historia de Chile, que denunciaba las alzas que martirizaban a las dueñas de casa así como la discriminación y los abusos contra las mujeres, fuesen empleadas domésticas, campesinas, obreras o profesionales. Esta prédica contribuyó en buena medida a desplazar la votación femenina, tradicionalmente conservadora, hacia el ibañismo.
Ibáñez alcanzó mayoría absoluta en las urnas y formó un gobierno heterogéneo, en el que convivían antiguos nacistas, oficiales de las fuerzas armadas en retiro, políticos desconocidos, derechistas reciclados en su lenguaje, terratenientes y dirigentes gremiales.
A poco andar, el vacío de las promesas formuladas quedó de manifiesto. Cundió la desilusión, que pronto se convirtió en descontento. Se hizo popular «Don Inocencio, el hombre que creyó en promesas electorales», personaje creado por el dibujante Osvaldo Salas que aparecía a diario en la página editorial de El Siglo . Los desengañados ibañistas de base descubrieron que el gobierno del general no se diferenciaba de los anteriores. Los pobres seguían tan pobres como antes. La inflación reducía a diario el valor adquisitivo de los míseros salarios. Los empresarios abusaban como antes o más que antes. Las demandas sindicales no eran atendidas, no se cumplían los acuerdos pactados en las actas de avenimiento después de las huelgas y con frecuencia los trabajadores eran reprimidos con dureza. El gobierno hacía uso de las leyes represivas dictadas bajo el gobierno de González Videla, en especial la Ley de Defensa de la Democracia, que proscribía al Partido Comunista y sometía las elecciones sindicales al control policial. Más y más sectores del ibañismo se convertían en críticos y luego en opositores.
Caminé aquel 2 de abril hacia el poniente por la acera norte de la Alameda. Ningún farol daba luz pero se mantenía cierta vaga luminosidad difusa, con destellos ocasionales. La noche era fría y húmeda. Vi que a lo lejos, en algunas esquinas, ardían fogatas. Pesados camiones militares con sus luces encendidas, repletos de soldados, pasaban roncando uno otras otro, en dirección al centro. Se escucharon de pronto dos detonaciones lejanas. Me detuve y esperé. Sólo silencio y todavía los motores de los camiones alejándose. Era el ambiente de una ciudad ocupada o sacudida por una profunda conmoción. Recordé vagamente escenas de alguna película de la revolución rusa.
Caminando con rapidez, pero mirando todo el tiempo al suelo para no tropezar con algún obstáculo imprevisto, llegué a la esquina de Alameda con Estado. En aquel momento pensé que tal vez sería mejor bajar por Moneda hasta Riquelme, ya que en la Alameda corría más riesgo de toparme con una patrulla militar. Decisión errónea.
Entré por Estado, caminando por el centro de la calzada. La oscuridad era total. A los pocos pasos, tropecé con un objeto metálico de gran tamaño y caí al suelo. Me incorporé. Sentía un fuerte dolor en la pierna derecha. Por suerte llevaba en el bolsillo un caja de fósforos. Encendí uno y a su luz vacilante pude ver que tenía una herida, un profundo rasguño sangrante de unos diez centímetros, desde la rodilla hacia abajo. La pernera del pantalón estaba desgarrada. El fósforo me quemó los dedos y se apagó. Encendí otro y lo levanté para tratar de entender lo sucedido. Pude ver entonces que todos los faroles de la cuadra, ocho o diez, estaban tumbados diagonalmente desde ambas veredas hacia el centro de la calle. Aquellos faroles que daban la impresión de una gran solidez, eran huecos y estaban hechos de metal delgado. No aguantaban un par de quiñazos o algunos tirones con un cordel enlazado en su parte superior. No fui testigo directo de tales operaciones pero me las describieron colegas periodistas. Yo había tropezado con uno de los faroles caídos y quebrados, cuya base tenía puntas de hierro sobresalientes.
Me puse de pie. A la luz de otro fósforo alcancé a ver que la herida sangraba menos. Signo de buena coagulación. Me amarré el pañuelo bajo la rodilla a manera de vendaje y comprobé que podía caminar. Lentamente y con infinitas precauciones para no repetir la experiencia, regresé a la Alameda y seguí el camino hacia mi hogar adonde logré llegar unos veinte minutos más tarde, sin ulteriores novedades.
Las elecciones parlamentarias de marzo de aquel mismo año habían mostrado una alta votación ibañista, pero inferior a la que esperaba el gobierno. La consigna «un Parlamento para Ibáñez» no se había cumplido. La derecha registraba una cierta recuperación. Lo más novedoso era el ascenso de la Izquierda (principalmente los partidos Comunista y Socialista) y de la Democracia Cristiana. Entre los nuevos parlamentarios ibañistas muchos asumían posiciones o a lo menos, un lenguaje de Izquierda.
El régimen se había iniciado aplicando, de hecho, la política económica desarrollista, heredada del Frente Popular, que había impulsado el crecimiento de la producción de energía a través de la construcción de grandes centrales hidroeléctricas y, en general, el desarrollo de la industria nacional con un fuerte apoyo del Estado a través de la Corfo, para lograr la sustitución de importaciones por productos fabricados en el país y, con ello, una menor dependencia del capital extranjero.
Pero, a poco andar, enfrentado a múltiples dificultades económicas, Ibáñez cedió a las presiones de economistas y sectores políticos de derecha vinculados a su gobierno y contrató a la misión Klein-Sacks, del Fondo Monetario Internacional. Estos expertos estudiaron el panorama nacional y recomendaron una serie de recetas que configuraban una política económica de libre mercado (en esos tiempos se decía librecambista, hoy decimos neoliberal): cambio único en lugar del sistema existente de diversos tipos de cambio, que favorecía a sectores industriales y a los trabajadores del cobre y del salitre, entre otros; eliminación de todo tipo de subsidios estatales y de las exenciones de impuestos a la industria nacional, eliminación de barreras aduaneras y arancelarias a los productos importados, devaluación monetaria, congelación de sueldos y salarios.
La consecuencia inmediata de estas medidas fue una serie de alzas de precios y tarifas. Las protestas estudiantiles, en especial contra el alza de la locomoción colectiva, comenzaron en enero y continuaron con manifestaciones callejeras cotidianas hasta fines de febrero. El gobierno retiró temporalmente el decreto de alza de tarifas de la locomoción para efectuar «nuevos estudios». Pero luego de la modorra del verano y las vacaciones, el 25 de marzo puso en vigencia el alza sin más trámites. En su edición del 26 de marzo, el diario El Siglo tituló: «Escandalosa alza de la locomoción rige desde hoy». Las alzas iban del 100 al 150 por ciento. La tarifa escolar de un peso, subía a 5 pesos. El alza de la locomoción se hizo efectiva también en Valparaíso. Las manifestaciones continuaron, crecieron y se hicieron más combativas de hora en hora y de día en día.
Hacia fines de marzo, en la esquina de Estado con Plaza de Armas observé cómo un joven estudiante de filosofía a quien conocía, habitualmente introvertido, saltaba detrás de un trolebús Bilbao, procedía a desconectar con fuertes tirones las dos «plumas» del vehículo y a cortar, con un pequeño cuchillo o instrumento similar, los cordeles que sujetaban los tomacorrientes. Las «plumas» se elevaron verticalmente. El trolebús quedó paralizado.
En su notable libro sobre la «violencia política popular»1, el historiador Gabriel Salazar relata este hecho y lo que ocurrió a continuación:
«Al instante comenzó el apedreo. Los grandes vidrios frontales y laterales del trolebús volaron hechos trizas. Tras el estrépito los hechores huyeron. Fue la señal: la violencia estalló simultáneamente en diversos puntos del centro de la capital. Buses y trolebuses comenzaron a recibir sistemáticas andanadas de piedras. Los manifestantes atacaban en todas partes, sosteniendo el ataque aun en presencia de la policía, por más de una hora. A las 23:00, en Compañía con Bandera, una turba de manifestantes detuvo un microbús Pila-Cementerio, conminó a los pasajeros a que se bajaran, tras lo cual comenzó a volcar la máquina, con gran algazara del público que observaba. A la carrera llegó entonces un fuerte contingente policial, que impidió el volcamiento y dispersó a la muchedumbre. Pero, un poco más allá, otros grupos desprendían tablones de los andamios de edificios en construcción, empujaban automóviles estacionados y construían grandes barricadas para obstaculizar el tráfico y atrapar, inmovilizados, a buses y góndolas. La policía debía correr de un lado a otro, retrasándose cada vez más, respecto de cada luctuoso acontecimiento. El descontrol de la situación fue convocando a nuevos actores. Según algunos observadores, a medianoche el número de ‘elementos obreros’ superaba en las acciones callejeras al número de ‘elementos estudiantiles'».
En los días siguientes, las manifestaciones se hicieron cada vez más masivas y violentas. Las fuerzas de Carabineros salieron a la calle armadas de carabinas y fusiles-ametralladoras, pero los manifestantes no se mostraron intimidados. Las acciones de protesta desbordaron del centro y se extendieron a todos los barrios. Continuaban los apedreos de los vehículos del transporte público.
El 1º de abril a eso de las seis de la tarde, hice una breve pasada por la calle Ahumada. La ciudad había amanecido resguardada por tanques del ejército pero, al parecer, eso no producía ningún cambio en el estado de ánimo imperante. Una multitud cubría las veredas y la calzada. Había gritos, pero aquella gente más que gritar quería hacer algo. Yo miraba las caras y, a diferencia de lo que ocurría habitualmente en cualquiera manifestación callejera, no encontraba ningún conocido. Eran en su mayor parte hombres jóvenes, vi muy pocas mujeres, pobremente vestidos, algunos francamente tirillentos. Un periodista de Las Ultimas Noticias , a quien conocía, pasó a mi lado casi corriendo y me dijo al pasar:
-Estos son los de las poblaciones. La cosa va para peor.
Comenzó a escucharse un estrépito de vidrios rotos desde diferentes direcciones. No vi ningún carabinero. Tampoco patrullas militares. La masa ondulaba sin un objetivo claro. Ninguna organización política, gremial o estudiantil había citado a desfiles o concentraciones ni existían consignas que definieran objetivos.
Decidí volver al diario.
En aquel tiempo, la redacción de El Siglo estaba en una vieja casa de dos pisos, en la calle Catedral casi esquina de Amunátegui. El diario se imprimía en la Imprenta Horizonte, calle Lira 363. Orlando Millas era el director y el suscrito, el subdirector.
Nos reunimos en la oficina de la dirección. Uno tras otro llegaban, sudorosos y excitados, los reporteros que patrullaban las calles. Todos daban cuenta de apedreos a buses, trolebuses y tranvías (que todavía circulaban), de un estado de ánimo combativo y casi febril en la gente. Extrañamente, ni los carabineros ni los efectivos del ejército que estaban en diferentes puntos de la ciudad actuaban para tratar de restablecer el orden o para reprimir a los manifestantes. Las noticias que recibíamos de los periodistas y las que escuchábamos en la radio iban conformando la imagen de un alzamiento espontáneo generalizado, una especie de explosión de la ira popular acumulada. Y no sólo en la capital. Manifestaciones similares se producían en Valparaíso y Concepción.
Millas, que además de director del diario era miembro de la comisión política del Partido Comunista, había salido para asistir a una reunión.
Elmo Catalán, uno de los reporteros del diario, llegó agotado e indignado. Se dejó caer en una silla y bebió, atragantándose, un vaso de agua.
-La gente quiere pelea pero no hay orientación ni nada -dijo rabioso, cuando recuperó el aliento-. ¿Qué pasa con el partido?
Alguien le dijo que la dirección estaba reunida y que Millas seguramente iba a traer novedades.
En ese momento apareció un dirigente del Comité Regional de Santiago. Lo rodeamos inmediatamente. Surgió una andanada de preguntas:
-¿Cuál es la línea? ¿Qué dice el partido? ¿Para dónde va todo esto?
El camarada pestañeó confuso y abrió los brazos:
-Bueno -dijo vacilante- yo creo que ahora están dadas las condiciones para organizar los Comités contra las Alzas. (La consigna de los Comités contra las Alzas había sido lanzada semanas o tal vez meses antes por el partido, con escasos efectos prácticos).
Se produjo un silencio. Nos mirábamos mudos y asombrados.
-¡Por favor! -dijo Elmo-, ¿qué tiene que ver eso con lo que está pasando en la calle?
Alguien que llegó en ese momento trajo otra noticia alarmante
-Los milicos mataron a una compañera cerca del Mercado.
Poco más tarde, se supieron más detalles. Alicia Ramírez, estudiante de la Escuela de Enfermería y delegada a la Fech, había recibido dos disparos de fusil. Una bala le atravesó el abdomen y la otra, un muslo. Se desangró y murió rápidamente, en la calle, sin alcanzar a recibir atención médica.
Al día siguiente, 2 de abril, estudiantes del Instituto Nacional iniciaron una marcha de protesta por la muerte de Alicia. Dejemos otra vez la palabra a Gabriel Salazar:
«A las 11.00 horas, grupos espontáneos venidos de cualquier parte se habían unido a los jóvenes institutanos. Improvisadamente emergió en las calles céntricas un desfile compuesto de unos cuatro mil ciudadanos. Un grueso pelotón de Carabineros se encargó de disolverlos. Entonces, las masas entraron, confiadas, en su rutina. Esta vez el perímetro de la protesta se ensanchó más que de costumbre, abarcando desde Mapocho hasta la Alameda, y desde la calle Teatinos hasta la de San Antonio. Las masas ejecutaron con rapidez la primera parte de su programa y entraron de lleno a la construcción de barricadas, no sólo para emboscar a buses y trolebuses, sino también para bloquear el avance de los vehículos policiales y militares. De modo que se recurrió a todo. Se arrancaron los consabidos tablones de andamios y las tapias de madera de los edificios en construcción; se desplazaron los vehículos estacionados; y también se recurrió esta vez a los bancos de las plazas, los postes de luz, de señalización, en fin, a todo lo que sirviera para barricar la red vial del centro. Se desató un movimiento de ‘metódica destrucción’ que avanzó de todas direcciones, dejando tras de sí un reguero de barricadas hasta que, tras un par de horas, ‘nada quedó entero’.
Del apedreo a destajo se pasó al apedreo concentrado y, ante la protesta de los comerciantes que veían con indignación como se destruía la estructura vial del barrio del comercio, se llegó al apedreo de vitrinas. Por los boquerones producidos, se inició el saqueo».2
La represión posterior, sumada a la de los días anteriores, dejó 12 a 18 muertos. Nunca hubo una información oficial al respecto. En la noche del 2 al 3 de abril una unidad militar rodeó la manzana donde estaba la Imprenta Horizonte y bajo su protección, un equipo de agentes de Investigaciones, provistos de combos, chuzos y otras herramientas procedieron a destruir metódicamente las máquinas de la imprenta, con lo que dejaron de aparecer los diarios El Siglo, Ultima Hora y otras publicaciones.
En aquellos días, Chile estuvo al borde del golpe militar.
Pero eso, como decía el camarada Rudyard Kipling, es otra historia
Notas
1. Gabriel Salazar. La violencia política popular en «las Grandes Alamedas». La violencia en Chile 1947-1987. (Una perspectiva histórico-popular) . LOM ediciones, Santiago, 2006, pps. 213 y siguientes.
2. Salazar, op. cit. Pps. 216-217.