Recorro lentamente las siete cuadras hasta mi casa… Mientras abrazo sollozando a María Cristina y a mi hijo, nos estremece el estruendo del primer rocket sobre La Moneda.
Iris Largo Farías, quien trabajó en editorial Quimantú y debió salir al exilio junto a su compañero de la vida, el escritor y Premio Nacional de Literatura, José Miguel Varas, y su hermano, René Largo Farías, hombre de radio, locutor y libretista; folclorista, creador del programa Chile Ríe y Canta, hombre que transformó en un polo de desarrollo la música popular chilena, y que una vez de regreso del exilio fue vilmente asesinado, sin que a la fecha haya justicia.
En estas páginas Iris Largo Farías introduce y nos entrega el testimonio de René Largo Farías durante las últimas horas del presidente Salvador Allende en La Moneda.
El impacto de cumplirse 50 años desde el 11 de septiembre de 1973, día del maldito golpe, nos ha hecho recordar lo vivido entonces con una gran intensidad. Recuerdos dolorosos agazapados en algún rincón del cerebro, que esperaban el momento para reaparecer, ahora me doy cuenta de que son imborrables. Siempre están ahí.
Para quienes vivimos el golpe militar, junto con el entorno laboral, militante y familiar reaparecen los rostros, los gestos de consternación, de incredulidad, la oficina, la silla de todos los días. Para cada uno es EL DÍA que marcó o cambió nuestras vidas. En mi caso, todo comenzó cuando antes del amanecer de aquel día llamaron a José Miguel, entonces jefe de prensa de Televisión Nacional, para informarle de las primeras acciones en Valparaíso del golpe ya en desarrollo. Rápidamente, José Miguel hizo unas llamadas (entre otras, a Pablo Neruda que todas las mañanas esperaba su informe de noticias y a quien justo ese día iba a ir a visitar junto con el escritor Fernando Alegría, para hacerle entrega de los primeros ejemplares de Canción de gesta, reeditada por Quimantú) y luego se dirigió al canal 7.
Por mi parte, primero que nada, llamé a mi hermano René Largo Farías, jefe de radio de la OIR, que había pasado gran parte de la noche en La Moneda. En seguida llamé a dos grandes y leales amigos, Alicia Greve y Francisco Rodríguez, que nos habían ofrecido su hogar para refugiarnos en caso de que fuera necesario. Pocos minutos después Alicia y Francisco llegaron a buscarnos. Dejamos en su casa, no lejos de la nuestra, a mi mamá con las dos hijas pequeñas, Anairis y Cristina (Inés apareció años después como regalo). Mariana se había quedado en casa de su abuela Elvira en la avenida Bulnes, frente a La Moneda. En seguida fueron a dejarme a la editorial Quimantú, mi lugar de trabajo.
Por el camino, mientras escuchábamos el discurso del presidente Allende −sus últimas palabras− ya no nos cabía duda de que el temido golpe del que tanto hablábamos en los últimos días y semanas se había desatado. Los sectores más reaccionarios de la sociedad, la sediciosa derecha, los militares golpistas en primer lugar, estaban consiguiendo su miserable objetivo: desestabilizar y derrocar el gobierno de Salvador Allende. Lo que no nos imaginábamos era hasta qué punto de traición, de crueldad, insania, perversidad podían llegar los gestores del abominable golpe.
Al llegar a Quimantú, en avenida Santa María, nos despedimos con cierta emoción, entré al edificio y rápidamente se cerraron las puertas. Simultáneamente se escucharon ráfagas de disparos provenientes, tal vez, de soldados ubicados frente a la editorial. Mientras me revisaban la cartera, indescriptible era el terror por los amigos que acababan de dejarme allí.
Me dirigí rápidamente a la oficina de Joaquín Gutiérrez. Su rostro, un tanto sombrío, denotaba una gran preocupación. Llegaron allí algunos compañeros: Sergio San Martín, presidente del sindicato; Guillermo Gálvez, encargado del comité de empresa del PC; una periodista de la revista Paloma; el encargado de seguridad del PC. Todos querían saber qué hacer. Cuán difícil era contestar las preguntas. En algún momento, poco antes de que comenzara el bombardeo a La Moneda, subimos a la terraza del edificio. El cielo estaba negro y empezaban a caer goterones, como si fueran lágrimas negras que caían de nuestros propios ojos al ver el primer Hacker en acción de muerte y destrucción.
De ahí para adelante, comenzaría una larga etapa de crímenes de Estado, persecución y muerte, atrocidades sin nombre, violaciones de los derechos humanos de decenas de miles de chilenos. La negra noche de 17 años en que la dictadura sumió a nuestro pueblo.
Luego de intercambiar algunas confusas opiniones y largos silencios, cada cual se fue en busca de sus respectivas tareas. Pasado el mediodía llegó José Miguel caminando desde el canal 7. Joaquín Gutiérrez estuvo por algún rato en las oficinas de gerencia y después de ponernos de acuerdo en algunos detalles aceptó irse no supimos adónde. Fue la última vez que estaría en su oficina de Quimantú, a la que había dedicado tanto quehacer, tanta pasión, tantos sueños. Un periodista amigo nos llevó, a José Miguel y a mí, hasta la casa de unos compañeros que habían ofrecido acogerlo. Allí se quedó y yo partí a casa, antes que comenzara el toque de queda. Sabía que mi mamá e hijas estaban seguras donde las había dejado en la mañana.
Inmensa era mi preocupación por mi hermano René, su compañera María Cristina y mi sobrino René, de 7 años, de quienes todavía no había logrado saber, aunque los teléfonos funcionaban y era más o menos posible comunicarse. Supe ya al anochecer que habían ingresado, por separado, a la embajada de México, país que generosamente ayudó a salvar a cientos de chilenos perseguidos por la dictadura fascista.
Siguieron días de incertidumbre tratando de evadir a los milicos y, al mismo tiempo, cuidando de nuestra familia y ayudando a los compañeros más buscados. En mi caso, pasé un par de días yendo a Quimantú, cuando aún permitían ingresar. Luego, nos juntábamos los más cercanos al frente de la editorial para intercambiar noticias, temores, tareas y, sobre todo, para sentirnos apoyados y un poco útiles. La presencia de milicos se fue haciendo cada vez más densa y dejamos de hacerlo. Yo, un poco antes, porque un compañero del MIR me advirtió que consideraban que yo no debía aparecer por ahí.
Todavía no se desataba la feroz represión contra Quimantú. Después tuvimos que lamentar, hasta el día de hoy, el desaparecimiento y la muerte de varios queridos compañeros y compañeras.
Volvimos a reunirnos todos juntos cuando falleció nuestro poeta Pablo Neruda. Nos movilizamos en torno a su muerte desde el primer instante, a las 22.10 de la noche de ese domingo 23 de septiembre, al saber por Matilde Urrutia la triste noticia. Ella me llamó en cuanto se produjo el deceso para pedirme que avisara a quienes pudiera por temor “a que estos infames pudieran hacer cualquier cosa terrible”. Ya La Chascona, su casa, había sufrido toda clase de asaltos. Desde ese mismo momento hubo compañeros de Quimantú apoyándola hasta el funeral. En el camino al cementerio, la “Internacional” cantada a sollozos se convirtió en la primera demostración de protesta, de congoja y rebeldía. Para cada uno de los que marchamos junto al féretro del Poeta fueron momentos dolorosos e imperecederos.
Entretanto la represión aumentaba, pero había que buscar caminos que nos permitieran seguir adelante. El mayor apoyo para quienes, como yo, teníamos a nuestro cónyuge perseguido, asilado o clandestino era el Colegio de Periodistas. Allí nos reuníamos a diario tratando de saber noticias y qué hacer. Contábamos con la solidaridad, la empatía y comprensión del agregado de prensa de la embajada de Alemania Federal… el señor Von Messinger. Personalmente, para mí fue vital su apoyo, tal como habían sido los compañeros de la embajada de la RDA. Fue él quien me propuso asilar a José Miguel. Después de varias conversaciones, por fin él decidió que, en realidad, tendría que hacerlo. Así también pensaba yo. Pocos días después, lo hicimos y luego de algunos sobresaltos ingresó un mediodía de octubre a dicha embajada.
El miércoles 12 con toque de queda no se podía salir, y por teléfono nos enteramos de que ya tenían decidido que René se asilaría en la embajada de México. El jueves 13, después del mediodía, René salió de la peña Chile Ríe y Canta caminando hacia la embajada de México con tres leales y arriesgados compañeros: Nano Acevedo, Juan Cornejo y la periodista Ximena González, que lo llevaba tomado del brazo. Horas más tarde hicieron lo mismo María Cristina y Renecito; ambos, al cabo de dos semanas y luego de obtener el salvoconducto, volaron junto a otros asilados a Ciudad de México. Para René fue muy difícil obtener el salvoconducto, pudo salir del país recién a mediados de octubre, aun estando ya en el aeropuerto y con salvoconducto no lo dejaban a él ni a otros “objetados” embarcar. Tuvieron que acudir hasta allí algunos embajadores para protestar e invocar el derecho a asilo para que, al cabo de más de 10 horas, pudieran partir.
A 50 años de aquellos sucesos luctuosos, me parece de gran importancia dar a conocer el testimonio de René, quien presenció directamente -en su puesto de trabajo en La Moneda- las últimas horas del presidente Salvador Allende y de su proyecto revolucionario que había despertado el interés y la simpatía de miles de ciudadanos de todo el mundo. A continuación, dicho testimonio que apareció por primera vez en el libro Fue hermoso vivir contigo, compañera.
“La medianoche del lunes 10 de septiembre de 1973 me sorprendió aún en mi oficina del palacio de La Moneda, después de una tensa jornada de más de 14 horas de trabajo. Estaba cansado, muy cansado. Sin embargo, había que quedarse… La noche, al igual que muchas anteriores, no se anunciaba muy quieta. Insistentes denuncias telefónicas responsables nos indicaban que había extraños movimientos de tropa en diversos puntos del país. Por otra parte, el Partido Comunista había emitido una inquietante declaración, leída por la senadora Julieta Campusano, en la que llamaba al pueblo a mantenerse alerta, vigilante, antes la proximidad del golpe fascista. Esa declaración llegó a los medios informativos cerca de las diez de la noche, de tal manera que tuvo escasa difusión. En ella, la Comisión Política del Partido llamaba a los trabajadores a mantenerse en las fábricas y a tomar sus puestos de combate. Me causó especial impacto el párrafo final en el que se aludía a los recién estructurados Cordones Industriales, englobándolos en un frente de masas junto a los partidos populares y la Central Única de Trabajadores, cuya fuerza y unidad parecían amagadas por esos mismos Cordones.
Acudo a la bitácora de la Dirección de la Oficina de Informaciones y Radiodifusión de la Presidencia de la República (OIR), abierta por mí como jefe de turno, a las cero horas del 11 de septiembre.
0:00 horas. Llamo por teléfono al intendente de Aconcagua para solicitar informes sobre supuestos movimientos de tropas en esa provincia. Me contesta que “algo hay” y que llamará para dar más antecedentes.
0:10 horas. Llamo al intendente de Curicó para que informe sobre supuesto enfrenamiento armado entre pobladores y soldados. Me contesta textualmente: “Eso fue en la madrugada del sábado, compañero. Hubo un enfrentamiento muy serio entre trabajadores y el Ejército, sin víctimas. Pero ahora todo está tranquilo. Ese incidente ya fue superado; ahora hay calma absoluta en toda la provincia”.
0:18. Llamo a la Intendencia de Santiago para averiguar si saben algo concreto sobre estos y otros rumores. Quedaron de preguntar a la Prefectura de Carreteras, encargada de detectar cualquier movimiento anormal en los caminos.
0:25. Llama el intendente de Aconcagua confirmando que han comprobado extraños movimientos de tropa en el Regimiento Guardia Vieja, de Los Andes, y en el Regimiento Aconcagua, de San Felipe, y que muchos soldados estarían movilizándose hacia Santiago.
0:27. El mismo intendente confirma lo anterior, ahora por télex, y agrega que seguirá informando directamente al Ministerio de Interior.
0:29. Llamo a Tomás Moro, la residencia particular del presidente. Me contesta Raúl de la Guardia Personal del doctor Allende. Le señalo mis inquietudes y se compromete a hacerlas llegar al compañero presidente, quien se encuentra reunido en esos momentos con el ministro Briones, de Interior, y el ministro Letelier, de Defensa… (¿A esta hora? Me preocupa).
0:32. Intento por tercera vez en la noche comunicarme con la Intendencia de Valparaíso, pero no lo consigo. Solo puedo averiguar que la Flota salió a alta mar para juntarse con unidades de la Marina yanki y dar comienzo a una nueva Operación Unitas.
0:40. Informe de la Prefectura General de Carabineros: “Nada anormal en carreteras”.
1:10. Me llama Raúl desde la residencia del doctor Allende. Me informa que ya se retiraron los ministros, por lo que no cree necesario que dejemos personal de guardia en nuestra oficina. Pido al camarógrafo, al fotógrafo y a los técnicos del Departamento de Radio que se vayan a sus domicilios. Solo se quedan acompañándonos el periodista Pepe Echeverría, el radioescucha Álex Sarmiento, un compañero chofer y Sergio Jaque. Algo huele mal. Nos quedamos hasta tratar de aclarar bien la situación.
1:20. Insisto con Valparaíso. No logro dar con el paradero de nuestro representante allá, Mario Ramos. pido ayuda a Carabineros para localizar al intendente; llamo por citófono a Cerro Castillo en Viña del Mar. Tampoco está allí.
1:30. Quedan en el aire solo tres o cuatro radiodifusoras. Entre ellas, radio Agricultura, que sigue vomitando injurias contra el gobierno y los personeros de la Unidad Popular. Álex transcribe algunos párrafos para entregarlos a primera hora de la mañana a los ministros y a la Secretaría privada del presidente … (y pienso que en casi tres años de gobierno hemos entregado toneladas de papel con insultos, calumnias, tergiversaciones y carajadas de todo tipo; informes que de poco o nada han servido para frenar por la vía legal la ofensiva publicitaria de la reacción).
1:52. El compañero Sergio Jaque recibe una llamada dando cuenta de un inusitado movimiento de tropas en torno al Regimiento Buin, de Santiago, y que se habrían escuchado algunos disparos. Establece contactos y me dice que “algo raro hay”. Al parecer los soldados dispararon sobre un vehículo que logró huir.
2:00. Nuevas llamadas. Inquieto, localizo a Carlos Jorquera, asesor de prensa del presidente, y le confío mis temores de que algo se está gestando en las sombras de la noche, agregándole que me da la impresión de que nadie me hace caso. Pocas horas más tarde, el Negro me diría que el primer dato “firme” sobre lo que estaba ocurriendo había sido el nuestro… (Pero ya La Moneda estaba rodeada y los proyectiles de tanques y metralletas destruían el viejo edificio que levantara Toesca).
2:10. Llamo a la Prefectura General de Carabineros y a la Dirección General de Investigaciones: “Nada anormal. Todo tranquilo, salvo dos o tres petardos que no causaron daño…”
2:15. (“¿María Cristina? ¿Estás bien, mi amor? Sí, creo que todavía tengo para rato. Espérame con café y algunos sándwiches, seguramente llegaré con tres o cuatro compañeros… Sí, mi amor, me cuidaré… ¿El niño duerme? ¡Qué bueno! ¿Llamaron otra vez? No les hagas caso; échales un par de chuchadas y quédate tranquila… Sí, mi amor. Te llamaré cuando vaya a salir de La Moneda… Yo también te quiero mucho”).
2:30. Me comunico con Alfredo Joignant, director general de Investigaciones: “No te preocupes, hombre. Esas tropas son leales y vienen a defender el poder legalmente constituido ante posibles desmanes en la mañana (a las 10 habrá un desfile de la Juventud del Partido Nacional en apoyo a los camioneros en huelga que encabeza Villarín; y a la misma hora el presidente Allende hablará en la Universidad Técnica del Estado en un gran acto antifascista. Ya están dadas las instrucciones y pedida la línea para transmitir el discurso por cadena de radios).
2:35. Levantamos el puesto. Hay que ir a dejar a los compañeros a sus casas. ¡Ya es muy tarde…!
Aproximadamente a las 3 de la madrugada llegué a mi hogar de Alonso Ovalle. En el primer piso funciona la peña Chile Ríe y Canta, que se prepara para celebrar el fin de semana los diez años de vida de esa institución folclórica a la que mi compañera y yo entregamos tantos esfuerzos.
María Cristina me nota preocupado. A una pregunta suya contesto casi mecánicamente mientras me descalza con cariño: “Creo que no alcanzaremos a celebrar las Fiestas Patrias”.
¿Dormí…? No sé. Tal vez a ratitos. Estoy muy inquieto. Pienso muchas cosas. Recuerdo lo que nos costó conseguir que se dictara la Circular Número Uno de la Secretaría General de Gobierno. En ella se disponía que a partir del 1 de enero de 1971, todas las radiodifusoras del país estaban obligadas a transmitir un 15% de música folclórica chilena y un 25% de música de autores nacionales de cualquier ritmo. Ninguna radio cumplió. Ni las nuestras. Y nunca fuimos capaces de aplicar sanciones.
Si en mi muy reducida esfera habíamos sido débiles… ¿habrá operado igual debilidad en el complejo mundo de nuestro proceso? Pienso en la larga cadena de radios para el paro de octubre y recuerdo a los “interventores militares” encabezados por el coronel Domic, mutilando nuestras programaciones musicales… «Fuera los Parra; saquen a Patricio Manns, a Víctor Jara. No pongan nada del Temucano, menos de Rolando Alarcón y de Héctor Pavez…” Se demoraban horas y horas en revisar nuestros boletines informativos. Ellos daban visto bueno a todo lo que iba al aire, podaban a su antojo… Pero, eran tan caballeros, tan gentiles; además estaban ahí como el “aval” de nuestro proceso para respetar y hacer respetar la Constitución.
Repaso situaciones. Un desfile de rostros avanza por mi sueño a medio venir… Se esfuman, regresan, se van…
A las 6 de la madrugada me despierta una llamada de mi hermana Iris, esposa de José Miguel Varas, jefe de prensa de Televisión Nacional, para decirme que están cortados los contactos con Valparaíso y que se ha sublevado la Marina. Inmediatamente después me llama Iván Fernández desde La Moneda para confirmar lo anterior y para decirme que hacía un par de horas un comando desconocido, con máscaras, ametralló e inutilizó los estudios de radio Universidad Técnica del Estado… “Sí, tengo una camioneta. Voy a buscarte enseguida”.
Nos vamos por Alonso Ovalle y salimos por avenida Bulnes hacia la Alameda. Hay un gran atochamiento de vehículos y notamos un fuerte despliegue de uniformados frente al Ministerio de Defensa. Tenemos que dejar ahí el vehículo y seguir caminando hasta La Moneda… El palacio de gobierno está rodeado de tanquetas de Carabineros y mucha tropa, destinada, supuse, a reforzar la Guardia Presidencial… Avanzamos lentamente por Morandé, doblamos por Moneda… en la puerta principal hay varios funcionarios a quienes se les impide la entrada. El oficial de guardia, teniente Ferreto, me reconoce y me hace pasar, dando instrucciones que solo debe permitirse el acceso al personal de OIR.
Son las 7:35 de la mañana y el presidente ya se encuentra en su despacho. Las radios “democráticas” están en cadena. Escuchamos incrédulos el Bando número 1 de la Junta Militar que “se hace cargo del gobierno y conmina al presidente a presentar la renuncia…” Luego viene la amenaza de bombardear La Moneda.
(“¿María Cristina…? No te asustes, mi amor… Esto va a ser como el Tanquetazo de junio. Cierra bien todas las ventanas y pon tranca a la puerta. Deja entrar solo a los compañeros de entera confianza, ¿quién está contigo? ¿Juan Cornejo y Nano Acevedo? ¡Qué bueno! Que te ayuden… Averigua qué pasa con Enrique Norambuena… No se asusten… No te puedo hablar más… Sí, cuida a Renecito. Que no salga al patio. ¡Chao, mi amor!”)
Las nueve de la mañana y unos minutos. Con mucha serenidad, casi bromeando, reúno al personal de OIR y les informo de la situación, pidiéndoles que se retiren del Palacio; muchos se resisten… pero no hay alternativa.
Ya está en La Moneda el subdirector de OIR, Jorge Uribe, quien sube a hablar con el edecán de servicio, comandante Grez… (“¿el director? No, Juan Ibáñez no está… llámenlo a su casa”).
La gente se retira, sin pánico… ¡Qué más podíamos hacer! Las armas de la oficina eran 360 discos folclóricos míos, 2.200 cintas grabadas con discursos, declaraciones y conferencias de prensa del presidente, micrófonos y papeles, muchos papeles… Insuficiente para defenderse de los Hawkers Hunters y de los tanques de los golpistas…
El último en irse es un oficial mayor de Carabineros que estaba en comisión de servicio en OIR, como muchos otros uniformados… me abraza sollozando. Intenta decir algo. Lo ahogan las lágrimas y la impotencia de rebelarse ante la traición, supongo… “Váyase, Juanito. Después no va a ser posible… Ya nos volveremos a ver…”
Me quedo solo… Las oficinas pequeñas, estrechas para nuestro trabajo, me parecen ahora enormes. Están vacías… la cadena radial de los cuatro generales repite el Bando nº1.
Tomo el citófono y marco el 204. Me contesta el mismo doctor Allende; pido instrucciones. Con voz entera exclama: “Bueno, los que quieran luchar conmigo que suban…”
Hay gran agitación en el patio de invierno. La guardia personal está armada… Augusto Olivares encabeza a un grupo de civiles que se enfrenta a los tres edecanes cuando abandonan el palacio, por calle Morandé. El comandante Badiola está aparentemente tranquilo; el comandante Grez, nervioso y huidizo… (horas más tarde lo veríamos en la televisión como edecán de José Toribio Merino). El único que habla es el comandante Sánchez de la Fuerza Aérea: “Vamos al Ministerio de Defensa…, a ver si podemos parar esta locura”.
Ya habían sido bombardeadas las plantas transmisoras de las radios amigas del gobierno y silenciadas sus voces en un operativo criminal sin precedentes en la historia del continente americano. Solo se mantiene en el aire radio Magallanes. Escucho a Guillermo Ravest llamando al pueblo a defenderse. Se oye la canción “No nos moverán”. Se interrumpe bruscamente… Los Hawkers Hunters empiezan a silbar sobre el cielo de Santiago.
Subo lentamente la vieja escala de piedra que conduce al segundo piso. El compañero presidente, enhiesto como un roble, firme, sereno, con casco militar y metralleta al brazo, reúne a unos 50 o 60 civiles y nos dice:
“Las mujeres y los hombres que no tengan cómo defenderse deben irse… Ordeno a las compañeras que abandonen La Moneda. Quiero que se vayan… Yo no me voy a rendir, pero no quiero que el de ustedes sea un sacrificio estéril. ¡Ellos tienen la fuerza! Las revoluciones no se hacen con cobardes a la cabeza, por eso me quedo. ¡Los demás deben irse! Yo no voy a renunciar. A todos les agradezco su adhesión. Los hombres que quieran ayudarme que se queden; los que no tengan armas deben irse”.
Allá estaban casi todos sus ministros, gran parte de la guardia personal, algunos médicos, funcionarios, y un muchacho veinteañero, Osvaldo Puccio, hijo del secretario privado del presidente, al que vimos nacer y crecer durante cuatro campañas presidenciales del doctor Allende. Solo atino a estrechar fuertemente su mano y a desordenarle su cabello rubio.
La guardia reparte algunas armas, mientras los tanques atacan fieramente La Moneda. Se responde desde las ventanas del segundo piso con evidente desventaja en poder de fuego… Alguien me ofrece una metralleta. La rehúso. Jamás he tenido en mis manos ni un miserable “matagatos”, no sé usarla. Me avergüenzo, pero soy de los ingenuos que pensamos que podíamos llegar al socialismo sin “costo social”.
Allende pide una tregua para que las mujeres puedan salir del palacio… Diez o más personas sin armas nos reunimos en un estrecho sótano de cuya existencia ninguno de nosotros sabía; no hay ventilación.
Son ya las 11 de la mañana. Se vence el plazo en el Bando nº2. Nos resistimos a creer que La Moneda pueda ser bombardeada… Allí están Isabel y Beatriz, dos de las hijas del presidente.
−¡Ahí viene el doctor! −exclama alguien.
Y asisto luego a un diálogo tenso, dramático, inolvidable:
−Tengo la palabra del comandante Baeza de que cesará el fuego por cinco minutos para que las mujeres puedan irse.
−¡Pero, papá! −exclama Isabel serenamente−. ¿Todavía crees en la palabra de un militar?
−¡Todavía creo! −responde Allende.
−¡Nos tomarán como rehenes…! −afirma Beatriz−, nos matarán.
−Mejor… que las maten. Así la historia los juzgará no solo como traidores, sino también como asesinos de mujeres.
−Yo no me voy, papá −dice Beatriz con firmeza−. Entiéndelo. No se trata de un asunto familiar, de una relación padre-hija, sino de un problema de militancia.
−Por favor váyanse… Tienen una madre que cuidar. Ella está sola en Tomás Moro. Ustedes tienen hijos… Tú, Tati, tienes a tu marido en la embajada de Cuba, que está siendo atacada. Tu debes estar junto a él…
Ambas se resisten. También Frida Modak, Cecilia Tormo, Verónica Ahumada, Nancy Barrios y dos o tres compañeras que no conozco… Isabel se quiebra y llora. Besa a su padre y sale del sótano. Tati duda unos segundos, se levanta con cierta dificultad por sus ocho meses de embarazo, abraza estrechamente al doctor y se va. Se van todas… Los hombres también salen.
Quedo solo en el sótano. (¡Mierda!, no hay ni un teléfono cerca para llamar a María Cristina. Renecito y ella deben estar muy asustados… Menos mal que Nano y Cornejo están ahí. Seguramente llegarán otros compañeros, como en junio, durante el Tanquetazo… No temas, mi amor. ¡Saldremos de esta!)
Busco un papel cualquiera y escribo las últimas palabras de Allende en el Salón Toesca y parte del diálogo con sus hijas… En una esquina al reverso me despido de mi mujer y de mi hijo, que va a cumplir recién sus siete años… No siento miedo, estoy como suspendido en el tiempo. Entran algunas personas, baja el Negro Jorquera con una botella de whisky y un vaso. Exclama con risa nerviosa:
−Pucha, Gordo, si tuvieras un conjunto de tu Chile Ríe y Canta, bailaría aquí mismo una cueca… Pero no hay guitarras. Vamos a tomarnos el último trago de nuestras vidas en el vaso del doctor… −y sirve.
Cesa el fuego desde la calle. Jorquera y yo quedamos envueltos en un silencio aplastante.
De pronto aparece la Payita, con un arma en la mano, y se esconde en un rincón del sótano pidiéndonos no decir nada a nadie de su sorpresiva presencia ahí, cuando la imaginábamos a salvo… escoltada por el comandante Baeza.
Eran aproximadamente las once y media de la mañana. En ese instante escuché lejana, y por última vez, la voz del hombre que dos horas más tarde iba a ser asesinado defendiendo su mandato constitucional:
−Paya, ¿dónde te has metido? ¡Dónde estás, Paya!
Salí del sótano. Apestaba a humo, a encierro asfixiante. Los compañeros habían quemado ahí muchos documentos que pudieran comprometer a quienes deberán continuar la lucha clandestina, a quienes deberán organizar la resistencia.
Recorro la Galería de los Presidentes. Bajo al Patio de Invierno… Allí me encuentra Augusto Olivares:
−¿Qué haces aquí todavía, huevón? Ándate a tu casa. Vas a servir más afuera que metido en esta ratonera. Aquí nos van a volar la raja a todos. ¡Ándate, por favor!
El mismo Augusto me empuja casi con violencia hacia la puerta de Morandé 80.
−Tiene que salir con las manos en alto −me dice un carabinero todavía leal.
La calle está extrañamente vacía. Camino lentamente hacia la esquina de la Intendencia, donde veo dos o tres reporteros gráficos… Nadie más. Solo silencio, silencio letal. Ni un soldado, ni un tanque… ¡Nada!
Sigo con los brazos en alto por Moneda hacia calle Bandera. Siento que las lágrimas que había intentado retener me bañan la cara… Me siento como un traidor que abandona a los suyos en la misma orilla de la muerte.
Recorro lentamente las siete cuadras hasta mi casa… Mientras abrazo sollozando a María Cristina y a mi hijo, nos estremece el estruendo del primer rocket sobre La Moneda.
René Largo Farías.
Lom Ediciones
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