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Recuperar la memoria del pueblo chileno

Fuentes: Rebelion

La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX, e inicios del XXI. La globalización ha producido así una suerte de pérdida del sentido identidario y […]

La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX, e inicios del XXI.

La globalización ha producido así una suerte de pérdida del sentido identidario y de paulatina disolución de la memoria colectiva y, en cierto sentido, de la apreciación de la historia social reciente.

En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este principio de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven.

Esto otorga a los historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor trascendencia que la que han tenido nunca, en estos años.

Pero por esa misma razón deben ser algo más que simples cronistas, recordadores y compiladores, aunque esta sea también una función necesaria de los historiadores.

Para los intelectuales de mi edad y formación, el pasado es indestructible, no sólo porque pertenecemos a la generación en que muchas de las instituciones centrales tuvieron un carácter formativo, por tanto, nos identificaron, sino también porque los acontecimientos públicos forman parte del entramado de nuestras vidas. No sólo sirven como punto de referencia de nuestra vida privada, sino que han dado forma a nuestra experiencia vital, tanto privada como pública.

Por ello recordar es reconstruir nuestra identidad y forjar nuestro sentido del porvenir.

Hablamos como hombres y mujeres de un tiempo y un lugar concretos, que ha participado en su historia en formas diversas. Y hablamos, también, como actores que han intervenido en sus dramas -por insignificante que haya sido nuestro papel-, como observadores de nuestra época y como individuos cuyas opiniones acerca del siglo XX han sido formadas por lo que consideramos acontecimientos cruciales del mismo. Somos parte de este siglo, que es parte de nosotros. No deberían olvidar este hecho aquellos lectores que pertenecen a otra época, por ejemplo el alumno que ingresa en la universidad en el momento en que escriben estas páginas, para quien incluso los movimientos estudiantiles de los años 60 forman parte de la prehistoria.

Recuperar la memoria debería, sobre todo, comprender el pasado. En muchas ocasiones lo que dificulta la comprensión no son sólo nuestras apasionadas convicciones, sino la propia experiencia histórica que les ha dado forma. Aquellas son más fáciles de superar pues comprenderlo todo no es perdonarlo todo. Comprender lo que ocurrió en Chile a partir de 1973 y encajarlo en su contexto histórico, no significa perdonar los crímenes de la dictadura. En cualquier caso, no parece probable que quien haya vivido los horrores desatados en Chile, a partir del 11 de septiembre de 1973, pueda abstenerse de expresar algún juicio. La dificultad estriba en comprender como una base sólida para atisbar con esperanza y optimismo el futuro.

El golpe militar.

El 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales en Chile, aunque debió esperar ser ratificado por el Congreso. El triunfo de Allende se constituyó en un hito histórico y una lección política que no deben olvidarse. En un sentido muy importante ese triunfo electoral fue resultado de un amplio proceso de unidad en las filas democráticas y de la izquierda, que tuvo como eje una orientación hacia el socialismo, fraguada en las concepciones del Partido Comunista y del Partido Socialista, cuyos orígenes habría que rastrear no sólo en la formación de ambos destacamentos, sino en la construcción de los frentes populares en los años treinta. Aunado a ello, existían graves síntomas de agotamiento del modelo de desarrollo, que larvaba una crisis en la reproducción del mismo, y enfrentaba a dos grandes bloques en el seno de las clases dominantes chilenas: de una parte, un sector productor para el mercado interno de bienes de consumo habitual; y, por otra, un sector productor de bienes de consumo suntuario que aspiraba, además, a retomar una orientación de producción para la exportación. Esta definición se expresó en la postulación de dos candidatos que representaban mutantis mutandi a esos bloques (el ex Presidente y empresario Jorge Alessandri Rodríguez; y, Radomiro Tomic Romero, de la Democracia Cristiana).

Allende impulsó su programa aprovechando la legislación reformista impulsada por la democracia cristiana por el gobierno de Eduardo Frei (1964-1970) al tiempo que se generalizaba la movilización social y subían su punto de mira las demandas sociales. Desde su ratificación por el Congreso, el gobierno de Allende vivió una permanente confrontación legal y extra legal de la oposición. Las acciones ilegales que iniciaron con el asesinato del Comandante del Ejército, General René Schneider, se intensificaron con el paro patronal de octubre de 1972, desembocaron en el levantamiento generalizado de la Marina, el Ejército, la Fuerza Aérea y la policía militarizada de Carabineros, en la madrugada del 11 de septiembre de 1973.

Pero no puede pasarse por alto que además de corresponder a la lógica de la confrontación política y social del país, esa acción se inscribe en una oleada de asonadas similares desarrolladas a partir de una política global de los Estados Unidos.

Si hasta finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, el enfoque político-militar norteamericano se fundamentaba en el supuesto de una posible amenaza externa por parte del bloque socialista, en el curso de la década de los sesenta esta política tuvo que ser revisada, no sólo porque, al llegar la carrera armamentista a la etapa nuclear, variaban los términos de un posible conflicto entre las dos potencias, sino también porque ahora se debía enfrentar una amenaza mucho más concreta, que provenía del interior de los propios países dependientes, a través de los intentos insurreccionales capaces de subvertir el orden vigente. Así, paulatinamente, la política exterior norteamericana abandonó la estrategia de la «reacción masiva y global» en un enfrentamiento directo con la Unión Soviética, sustituyéndola por otra nueva: la estrategia de la contrainsurgencia, capaz de responder al reto revolucionario donde quiera que éste se presentara.

Estados Unidos definió la estrategia de la contrainsurgencia como el conjunto de medidas militares, paramilitares, políticas, económicas, psicológicas y cívicas tomadas por el gobierno para derrotar la insurgencia subversiva de origen comunista. Dos eran sus objetivos básicos: El primero, promover en el plano económico-social una política reformista y de ayuda a los países dependientes; la Alianza para el Progreso (ALPRO), creada en 1961, tenía por objeto llevar a cabo esa política. El segundo objetivo era realizar, en el plano militar, una política represiva que detuviese el avance del movimiento de masas y que contuviese cualquier amenaza insurreccional.

Si, en el plano económico-social, las metas de la nueva estrategia consistían en estimular determinados tipos de reforma, que sin poner en riesgo el régimen capitalista sirvieran para prevenir -desde la perspectiva norteamericana- la «cubanización» de América Latina, en el plano militar, las metas consistían en capacitar a los ejércitos latinoamericanos para la compleja tarea de enfrentar a un enemigo no siempre bien diferenciable, diluido entre la población, y aplastar los movimientos insurreccionales.

Así, la nueva estrategia militar norteamericana para América Latina se concretó en tres elementos: a) la elaboración de una doctrina antinsurreccional fundada en los principios de la «Seguridad Nacional»; b) la modernización tecnológica de los ejércitos nacionales; y c) los intentos de coordinación de los distintos ejércitos nacionales del continente.

En todo caso, cabe destacar los aspectos centrales de la doctrina de la contrainsurgencia: la concepción de la política, la concepción del enemigo y la concepción acerca del funcionamiento de la democracia representativa.

  1. En la sociedad latinoamericana, «la lucha política tiene como propósito derrotar al contrincante, pero éste sigue existiendo como elemento derrotado y puede, incluso, actuar como fuerza de oposición. La contrainsurgencia (…) ve al contrincante como el enemigo que no sólo debe ser derrotado sino aniquilado, es decir, destruido, lo que implica ver a la lucha de clases como guerra y conlleva, pues, la adopción de una táctica y métodos militares de lucha». Se trata, en efecto, de la aplicación del enfoque militar a la lucha política.

  2. Si el contrincante es visto como parte constitutiva de la sociedad, «la contrainsurgencia considera al movimiento revolucionario como algo ajeno a la sociedad en que se desarrolla; en consecuencia, ve el proceso revolucionario como subversión provocada por una infiltración del enemigo (…) que provoca en el organismo social un tumor, un cáncer, que debe ser extirpado, es decir eliminado, suprimido, aniquilado».

  3. Finalmente, «la contrainsurgencia, al pretender restablecer la salud del organismo social infectado, es decir, de la sociedad burguesa bajo su organización política parlamentaria y liberal, se propone explícitamente el restablecimiento de la democracia burguesa, tras el periodo de excepción que representa el período de guerra «. En ese sentido, «la contrainsurgencia no pone en cuestión en ningún momento la validez de la democracia burguesa, tan sólo plantea su limitación o suspensión durante la campaña de aniquilamiento».

En resumen, la estrategia de la contrainsurgencia recurre a los militares latinoamericanos y les asigna diversas tareas, según la realidad concreta de cada país: la función tradicional de respaldo represivo a aquellos regímenes donde las fuerzas políticas de la burguesía aún son capaces de mantener y asegurar el sistema capitalista de dominación; o la función de pilares y cabeza del Estado, surgiendo así los Estados militares de excepción, en aquellos países donde las fuerzas dominantes no son capaces de resolver su crisis.

La dictadura militar: Estado de Contrainsurgencia.

En este nuevo marco, el Estado latinoamericano sufre una rápida metamorfosis consistente en que sus elementos de sustentación, los aparatos militares y represivos, emergen desde dentro del Estado para convertirse en la cabeza de éste. Esta situación difiere totalmente del fascismo europeo, en el que el Estado fue tomado por asalto, desde fuera, por el movimiento fascista, y doblegado.

En América Latina, los aparatos militares y represivos se constituyeron, ya no sólo en la columna vertebral del Estado, sino también en su cerebro; es decir, en el centro de articulación y dirección del sistema de dominación en su conjunto. Esto es posible no sólo por el desarrollo del gran capital, que agudiza las pugnas interburguesas y la lucha de clases e general, sino también porque obedece a la estrategia imperialista de mantener bajo su control zonas estratégicas básicas.

Además, a diferencia de la ola contrarrevolucionaria que asoló a los países europeos en el período previo a la segunda guerra, la contrarrevolución latinoamericana no contó con una base de apoyo sustraída de las filas del pueblo. Esta situación se debe a la extrema polarización social que provocó el nuevo modelo de acumulación y la superexplotación del trabajo en que éste se funda. Así, la misión contrarrevolucionaria, confiada a los aparatos represivos, consiste en sustituir a la antigua élite política que dirigía el Estado, a la vez que desarrollar una nueva forma de dominación basada en la llamada doctrina de la Seguridad Nacional. Ésta -como ya se indicó- postula aplicar la concepción de la guerra interna a quienes considera como agentes «externos» a la sociedad nacional; en este caso, los núcleos revolucionarios.

Por ello la dictadura estableció un verdadero régimen de terror: asesinatos, deportaciones, desaparecidos y presos se contaron por millones.

Cimentado sobre esas condiciones reorientó la economía, generando un nuevo modelo agro-minero exportador y golpeando al mercado interno, al punto de desaparecer una amplia franja de la industria doméstica.

Como quiera que sea, la ofensiva contrarrevolucionaria iniciada en marzo de 1964 con el golpe militar que derrocó al régimen populista de Goulart en Brasil, alcanzó su punto culminante en el período 1973-76, cuando los países del cono sur se cubren de dictaduras militares. Con ella, el capital monopólico nacional y el extranjero imponen una derrota que frena el ascenso del movimiento de masas observado en esos países, crean condiciones de facto para superar la crisis política del conjunto de las fuerzas burguesas y establecen las bases para reestructurar el modelo de acumulación y superar la crisis del capitalismo dependiente. Sin embargo, la existencia de las dictaduras militares como forma del Estado de contrainsurgencia no se generalizó al conjunto de los países, pues existieron también otras formas de asegurar una relativa estabilidad del sistema de dominación.

Retorno a la democracia.

Desde su propia instauración la dictadura militar pinochetista confrontó una persistente resistencia en diversos planos: social, política, cultural y militar enmarcada en un creciente aislamiento internacional. Carente de legitimación y con una erosión sostenida de sus bases de sustentación, al igual que otras dictaduras militares de la región, fue perdiendo utilidad para los propósitos de garantizar estabilidad y desarrollo de un nuevo modelo económico. En ello jugó un papel fundamental la reorientación de la política norteamericana.

En efecto, después de haber pregonado el respeto a los derechos humanos y de ejercer presiones para que las dictaduras militares pusieran en camino la institucionalización de la contrarrevolución, el gobierno de Carter no encontró las formas idóneas para participar activamente en la conducción de este proceso. Al dejar en manos de las dictaduras militares y de las fracciones burguesas hegemónicas la tarea de llevar adelante la implementación de las «democracias viables», el imperialismo perdió una parte de los dividendos que se proponía obtener en un principio.

Es por eso que, si bien el proceso de institucionalización se generalizó y entró en marcha -con avances y retrocesos-, no ha logrado plasmarse en un proyecto político con límites precisos. Asimismo, el proyecto norteamericano debió enfrentar propuestas alternativas que presentan una mejor definición de la transición a las «democracias viables» en algunos países. Es el caso de la socialdemocracia internacional. En efecto, al plantear ésta el desarrollo de un sistema de dominación consensual, a través de una serie de concesiones económicas y políticas a las clases dominadas, la subordinación de la pequeña burguesía y la clase obrera a la dirección burguesa, el debilitamiento político de las posibilidades de conformación de un bloque social revolucionario y la aplicación de una política represiva más selectiva, las tendencias socialdemócratas han avanzado significativamente en el juego político latinoamericano. Y ello tanto más en la medida en que sus banderas liberales han sido capaces de arrastrar a fuerzas de la oposición burguesa y a sectores vacilantes de la izquierda latinoamericana, a la vez que quebrar la unidad política del movimiento de masas y abrir un cierto espacio político para la institucionalización de las dictaduras.

Como quiera que sea, la puesta en marcha o el simple anuncio de reformas en los diferentes países, abrió campo a las contradicciones que subyacían en el seno de la sociedad. Lejos de ser un proceso idílico, la institucionalización de la contrarrevolución se ha convertido en una lucha encarnizada entre los distintos sectores, fracciones y clases sociales. Así, mientras las tensiones y pugnas entre las fracciones burguesas han crecido aceleradamente, la represión al movimiento de masas se ha extendido, con medidas legales o sin ellas, en tanto única vía de contención de las luchas populares. Es por eso que las ilusiones formadas en torno a una supuesta política de respeto a los derechos humanos y de un viraje a la democracia burguesa se han desvanecido con la misma premura que fueron creadas e impulsadas por las burguesías imperialistas y locales.

Las perspectivas populares.

Una parte importante para abrir paso a la nueva institucionalización fue el desarrollo de la resistencia popular, de variado tipo, y la movilización social.

Los avances del movimiento de masas no estuvieron, sin embargo, exentos de dificultades y contradicciones, por lo cual, tampoco presentaron un carácter homólogo; su desarrollo expresa saltos y retrocesos. Sin embargo, pese a esas tendencias, deben ser precisadas dos cuestiones. Por una parte, el avance de las posiciones revolucionarias, que se expresa en el campo de las organizaciones políticas como una mayor capacidad de definiciones estratégicas y tácticas acompañada de una progresiva inserción de la izquierda revolucionaria en el movimiento de masas. Y, por otra, el paulatino debilitamiento de la izquierda tradicional -que, en la mayoría de los casos, sigue fuertemente ligada a sus concepciones reformistas- para convocar, articular y dirigir el movimiento de masas.

En suma, pues, la coyuntura política de mitad de los noventa confrontó nuevas características. No se trató solamente de un proceso de institucionalización, sino de una institucionalización burguesa que no controló íntegramente la misma burguesía; y ello porque las presiones de las masas comienzan a transitar de las formas reivindicativas -económicas y democráticas- a nuevas formas de organización y lucha, que expresan en el nivel político-ideológico una creciente autonomización con respecto de la burguesía. Así, pues, no hay ninguna razón para suponer que la lucha democrática que libran hoy los sectores populares chilenos no pueda extenderse indefinidamente, permitiendo que, a cierta altura, se produzca el paso natural y pacífico a una mayor democracia y cambio de régimen. Todo indica más bien que la lucha democrática y popular se entrelazarán para los trabajadores en un solo proceso, un proceso de duro y decidido enfrentamiento con la burguesía y el Estado que dejó la dictadura.

En tal perspectiva, la alternativa real que se avizora, es el enfrentamiento de dos proyectos: Por una parte, desde la perspectiva de los intereses de las clases dominantes, su proyecto busca consolidar la existencia del legado dictatorial, en un modelo excluyente. Y por otra parte, desde la perspectiva de los intereses de la clase obrera y el pueblo, el proyecto plantea como objetivo fundamental la lucha social y política, como base para la transformación del Estado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.