El asesinato de periodistas en Colombia no deja de ser cotidiana. Baste que un interés creado se vea comprometido por una denuncia -e inclusive por una mera referencia- para que el periodista termine muerto, exilado, silenciado. O peor, aconductado. No hay regla fija, habiendo tantas reglas. Una acusación simple puede terminar en un asesinato; una […]
El asesinato de periodistas en Colombia no deja de ser cotidiana. Baste que un interés creado se vea comprometido por una denuncia -e inclusive por una mera referencia- para que el periodista termine muerto, exilado, silenciado. O peor, aconductado. No hay regla fija, habiendo tantas reglas. Una acusación simple puede terminar en un asesinato; una crónica, en un tribunal. El gobierno saca pecho y se ufana mostrando que la cifra de periodistas muertos ha bajado. Obvio, si quedan menos. En Arauca, o en Caldas, por ejemplo, ya no matan porque los que salvaron su vida huyendo o callándose han aprendido a decir las cosas de tal manera que a nadie incomoden. Un logro de la democracia. Han aprendido también a escribir sin menoscabo de la pauta. Saben que hay límites, que hay cosas que no se pueden menear.
Detrás de la tragedia del silencio obligado, de la palabra a medias, está la paranoia creada al efecto. No es difícil: baste dividir una sociedad entre buenos y malos, entre rojos y azules, entre los de acá y los de allá, entre patriotas y apátridas, para tener resultados a mano. Un efecto creciente que falsifica, aplasta, reseña. Y, llegado el caso, mata. A un periodista, como ha sucedido, lo pueden asesinar por «extralimitarse» en una opinión o en una nota, y automáticamente la sentencia flota en el ambiente: «algo debía». Y la investigación queda prácticamente cerrada, así la justicia, cojeando, llegue a otra conclusión.
La paranoia creada por un régimen que impone el maniqueísmo hace de la autocensura un modo de ser, de hablar y de escribir. La palabra pierde su vuelo. La adulación gana lo que la crítica pierde. El silencio se toma las calles, las oficinas; se balbucea por teléfono; toda carta o memorando es susceptible de convertirse en un documento judicial, en una prueba irrebatible. Los celulares son líneas directas con las centrales de inteligencia. O se hace creer en esos hilos. Para hablar claro se hace necesario ir a la esquina donde el viento se lleve la voz.
El gobierno logra así el tan manido consenso social y político. Nadie puede negarlo: aparece en las encuestas y las encuestas aparecen en internet y lo que allí no aparezca, no existe. Después vienen las votaciones que ratifican y consolidan las verdades oficiales nacidas del miedo a ser señalado, a ser puesto contra la pared; una pared que puede volverse un muro de fusilamiento. Lo vemos a diario. La paranoia hace nacer en el ciudadano -y no sólo en el periodista- su propio censor. El enemigo se lleva adentro, comienza a ser parte de su mirada y poco a poco de su palabra.
Una especie de esquizofrenia se generaliza: la gente ve una cosa y dice otra, tiene que decir otra para ser oído y no señalado. A partir de esa locura colectiva, maquinada a conciencia, todo puede pasar. El Príncipe puede hacer o deshacer, todo le está permitido, todo le queda bien. El aplauso es su único interlocutor. Todo funcionario publico -y hasta todo ciudadano- se convierte en su agente.
La única virtud de tan enajenante estado de cosas es que el periodista -y hasta el ciudadano- que decida seguir siéndolo, tiene que apelar a la metáfora, a la hipérbole, a la parábola. La imaginación y, a la larga, hasta la literatura, gana lo que el periodismo pierde.