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Reflexiones para una comprensión del momento político

Fuentes: Rebelión

Las objeciones presidenciales al proyecto de ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz son la evidencia más contundente de la enorme distancia que hay entre la retórica gubernamental acerca del compromiso con la implementación del Acuerdo de paz y las actuaciones adelantadas en forma mancomunada entre el poder ejecutivo, la bancada del Centro […]

Las objeciones presidenciales al proyecto de ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz son la evidencia más contundente de la enorme distancia que hay entre la retórica gubernamental acerca del compromiso con la implementación del Acuerdo de paz y las actuaciones adelantadas en forma mancomunada entre el poder ejecutivo, la bancada del Centro Democrático y sus aliados más cercanos en el Congreso de la República. A ello se agrega la trama que han montado esos dos poderes públicos con la obligación de incorporar en el Plan Nacional de Desarrollo un capítulo específico de la implementación (PPI) para atender lo ordenado explícitamente por el acto legislativo 01 de 2016, en su artículo 3.º, el Documento CONPES 3932 de 2018 y el Plan Marco de Implementación. En ambos casos se está demostrando que el camino por el que ha optado la facción del bloque de poder que hoy gobierna al país, es el de avanzar hacia la consumación de la perfidia.

Más allá de los debates jurídicos -en buena medida ya resueltos por la Corte Constitucional- y del trecho que aún se debe andar en el Congreso de la República, tanto con las objeciones a la JEP como con el capítulo específico de la implementación en el PND, lo que está en el fondo del asunto es que por cuenta del santanderismo más hirsuto y burdo se le quiere hacer creer a la opinión pública que la derecha más recalcitrante tendría la voluntad de construir el «nuevo consenso» de una paz verdaderamente incluyente, al tiempo que expresaría su disposición de adjudicar en el PND los recursos requeridos para la paz durante el actual cuatrienio presidencial.

En contraposición al carácter en extremo especializado del debate sobre la JEP, aparentemente exclusivo para los doctos, la facción dominante ha optado por la simplificación ramplona, fabricar mensajes directos y jugar con cierta habilidad y holgura en la cancha de las emociones, las pasiones, los odios y las mentiras. Y, además, por continuar cabalgando sobre una polarización construida ⸺en gran medida⸺ en forma mediática, gracias a la cual obtuvo rendimientos, primero, en el plebiscito y, luego, durante las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2018.

La ofensiva contra la JEP y los verdaderos propósitos

Frente a la notoria desinflada del globo del «presidente encargado» Guaidó, con seguridad también -frente a la muerte sin haber nacido- de la falacia de la nueva integración a través de Prosur, o de cara al fracaso de la pretensión de arrinconar a Cuba y mostrarla como país protector del terrorismo (desconociendo los protocolos de la terminación de diálogos acordados con el ELN), el Gobierno de Duque necesita ampliar el espectro de pretextos que le permitan mantener la iniciativa política y mejorar unos cuantos puntos adicionales en las encuestas de imagen. Por ello, convertir a la JEP en blanco de deslegitimación y desprestigio y en instrumento de impunidad ha devenido en la tarea central (y continuada) del momento.

La JEP sería -ni más ni menos- que el nuevo de caballo de Troya de la amenaza comunista que seguiría recorriendo nuestro país, en cuyo interior estaría agazapado un sinnúmero de funcionarios públicos al servicio del narcoterrorismo. Las acciones son combinadas: por un lado, las objeciones presidenciales a la JEP; por el otro, la orquestación mediática de montajes que empezaron con el caso de Jesús Santrich y continúan ahora con falaces sindicaciones a la excomandancia de las FARC-EP, convertida en máquina de depredación sexual y de violación de menores.

Se trata de una jugada a múltiples bandas. Primero, debe producir rendimientos electorales de cara a los comicios departamentales y municipales de octubre del presenta año para apuntalar la continuidad del proyecto político de la ultraderecha en las presidenciales de 2022; segundo, debe fomentar la tesis de que no puede haber paz con impunidad para las FARC, y que la encarnación de dicha impunidad sería el Acuerdo final firmado en La Habana; tercero, debe impedir que el partido de la FARC haga política, al buscar mantener a su dirigencia en una permanente posición defensiva y con disminuida iniciativa política y al sembrar la cizaña de la inseguridad jurídica entre los antiguos mandos guerrilleros y, en general, entre la exguerrillerada, con todas las implicaciones que se pueden derivar de tal propósito; cuarto, debe contribuir a construir una noción extendida del enemigo, al ampliarlo a todos aquellos sectores que se digan amigos del proceso de paz y que asuman posturas de apoyo a la JEP. Y quinto, debe generar todo tipo de obstáculos a fin de que, si no se logra el cometido mayor, esto es, «acabar la JEP», al menos se pueda evitar que cumpla con sus funciones esenciales: aportar al esclarecimiento de la verdad, a la identificación y reconocimiento de las múltiples responsabilidades en el conflicto y a la sanción de los responsables, todo ello, como es sabido, con el propósito de avanzar en la materialización de los derechos integrales de las víctimas.

No obstante, tras el debate sobre el destino de la JEP ⸺por cierto ya maltrecha y distorsionada respecto de lo acordado en La Habana luego de su paso por el Congreso de la República, y evidentemente con una dosis de impunidad pero en relación con los llamados civiles terceros en el conflicto⸺ se esconde, en realidad, un propósito fundamental de mucho más calado del gobierno actual: Superar la anomalía que para la estabilidad del régimen de dominación de clase representó el Acuerdo de paz, al abrir la posibilidad de iniciar un ciclo de reformas básicas (democrático-liberales y modernizantes, con alcance popular) aplazadas históricamente y con un potencial transformador y desencadenante de nuevos cambios, del cual podría derivarse un nuevo régimen de luchas que en perspectiva podría afectar la trayectoria histórica del proceso de acumulación capitalista.

El significado del Acuerdo de paz y las resistencias sistémicas

Entre tanto, desde diversas perspectivas políticas y enfoques teóricos se ha venido construyendo un espacio común de análisis que destaca el significado histórico del Acuerdo final, en el sentido de haber producido, por una parte, la ruptura del consenso político existente en el bloque de poder hasta 2010 respecto de la búsqueda de una solución militar del conflicto (ruptura que aún persiste), y, por la otra, de haber habilitado nuevas condiciones para la acción política de los sectores democráticos, progresistas y de izquierda, y en general del campo popular. Sin proponer un análisis segmentado, es evidente que los efectos políticos y culturales del Acuerdo de paz han ido mucho más allá que el estado precario de la implementación; aunque también es claro que las reformas no adelantadas en los términos previstos (de tiempo y contenido) no han permitido reconocer los mayores alcances del proceso de paz.

Si desde el inicio de los diálogos y negociaciones con las FARC-EP fue evidente la resistencia de los sectores más retrógrados de la sociedad, ella creció todavía más con la firma del Acuerdo y se tornó particularmente agresiva con el inicio del proceso de implementación. Al llegar esas fuerzas a la posición de gobierno tras la elección presidencial, lo que se venía expresando en términos de acumulados, articulaciones y coordinaciones de expresiones de la oposición de derechas asume más abiertamente la forma de una resistencia sistémica contra la reforma mínima contenida en el Acuerdo de paz, y se manifiesta como la posibilidad de restablecer el statu quo presuntamente subvertido por cuenta de la entrega del Estado al terrorismo. Por eso se empezó a hablar de hacer trizas, de restructurar, incluso ⸺no con baja dosis de cinismo⸺ de mejorar el Acuerdo de La Habana.

En esa tarea está el Gobierno de Duque, así afirme lo contrario. En esa misma dirección es notorio el accionar de lo que la investigadora Vilma Franco denominó el bloque de poder contrainsurgente (BPCI) para definir, con ello, un sujeto político no siempre identificable a plenitud, el cual, no obstante poseer una orientación política general (más por consensos implícitos en defensa de la clase, que por directrices, aunque éstas no se descartan), actúa en forma descentrada con estructuras relativamente autónomas de carácter territorial, subsidiarias del Estado en unos casos, sustitutas en otros, pero articuladas y coincidentes en torno a un objetivo común: enfrentar la amenazas (siempre consideradas sistémicas) que provengan de movimientos reivindicativos, reformistas o revolucionarios (lo acordado en La Habana así no se haya implementado a plenitud es una de ellas).

Ese es el poder sobre el cual se soporta el Gobierno de Duque, al que se le agregan los apoyos de la oligarquía financiero-terrateniente, de la mayoría de los grupos económicos, de sectores importantes de los gremios del capital, de los partidos y de las iglesias más a la derecha del espectro político, de sectores de los medios de comunicación y de las fuerzas militares y de policía. Y, junto con ellos, una significativa base social de capas medias y de población en pobreza, beneficiaria de subsidios condicionados de carácter asistencial.

Por otra parte, el asesinato de más de 500 líderes sociales, después de la firma del Acuerdo de paz, no es un dato menor; es por sí solo una fiel demostración de la persistencia de estructuras criminales de contrainsurgencia armada (de brazos armados del BPCI), no necesariamente en el formato de los ya tradicionales grupos paramilitares.

El retorno recargado de la «seguridad democrática»

Desprestigiar el Acuerdo de paz (así no se esté cumpliendo), deslegitimar la JEP, asfixiar el programa de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, pretender el disciplinamiento del proceso de reincorporación integral, entre otras, son todas puntadas de la misma costura que apuntan a mostrar que la firma de la paz con las FARC-EP no sirvió, que no hay por tanto ningún proceso de paz en curso. Si a ello se le adicionan la nueva intentona de desconocer la existencia histórica del conflicto social y armado y la ruptura de los diálogos con el ELN, es evidente que el cuadro de la dominación de clase en la etapa actual se pretende organizar con base en el regreso a una versión renovada del discurso y las políticas de la «seguridad democrática».

Restablecer el orden (legalidad) y proveer seguridad, vale decir, combatir las persistentes o nuevas expresiones de la amenaza terrorista, se erigen en ese sentido en prioridad de la acción política gubernamental y de sus soportes políticos, económicos y sociales. Ese es el escenario que ofrece mayores garantías a la facción hoy dominante en el bloque de poder. Dialogar, negociar, acordar, son verbos que no hacen parte del diccionario de proyectos autoritarios. Así lo muestra el tratamiento militar y de orden público a las justas reivindicaciones de la Minga indígena, social y popular. La jugada con la JEP es sin duda una maniobra autoritaria arropada de las opciones que brinda la institucionalidad; pero es al mismo tiempo el anuncio de la disposición de las fuerzas de la ultraderecha a ensayar incluso los caminos de un «golpe de Estado constitucional».

Tal y como ocurriera en el pasado, el retorno al discurso y las políticas del orden y la seguridad constituye la garantía para el despliegue pleno del régimen de acumulación de extractivismo financiarizado y de despojo legalizado, aplazado primero por la existencia de la guerrilla y luego amenazado por un Acuerdo de paz, cuya dimensión territorial habla de participación social y ciudadana, pretende concederle protagonismo a los campesinos, a la economía campesina, a la producción de alimentos y, en general, a las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, así como darle vida a la verdadera democracia política, económica y social. Esa «anomalía» tiene que ser superada, pues para el proyecto político que hoy gobierna al país la perspectiva de la dominación de clase descansa sobre la correlación entre guerra y acumulación de capital.

El lugar del Plan Nacional de Desarrollo

El Plan Nacional de Desarrollo es una expresión condensada (nada sintética) de ese cometido. El enrevesado texto de las bases del Plan, que navega en un mar de pactos (3 estructurales, 13 transversales, 9 regionales) nombrados y definidos con precariedad teórica y conceptual, se fundamenta en una fórmula simple: «legalidad más emprendimiento igual a equidad». Una fórmula que por cierto no resiste un análisis riguroso y, menos aún, un test de lógica formal. No obstante, el Plan no deja de tener, por ello, la sustancia propia de los planes nacionales de desarrollo que desde 1990 se han dado a la tarea de desplegar y profundizar, con diferentes énfasis y prioridades, lo que se ha denominado el modelo neoliberal.

Haciendo un ejercicio de abstracción bien puede afirmarse que el Plan descansa sobre los dogmas del libre mercado y de la libre iniciativa (emprendimiento), así como sobre una concepción de Estado, en la que éste debe cumplir una función más que protagónica en la protección de los derechos de la propiedad privada y la provisión de condiciones para la optimización del lucro del gran empresariado corporativo: con nombre propio, la economías de extracción minero-energética, los megaproyectos, el agronegocio, y atravesando todo, el sector financiero. Si a esos negocios les va bien y si se acrecientan los «emprendedores naranja», se estarán generando las condiciones para la «equidad de oportunidades». Es la vieja «teoría del goteo», según la cual cuando el bienestar de los que más tienen rebosa la copa, al conjunto de la sociedad empieza a favorecerse, pero especialmente los pobres.

Si el análisis del mamotreto de más de mil páginas de las bases del Plan pudo servir de distractor y eventualmente engolosinar a los estudiosos, el proyecto de ley presentado al Congreso y la ponencia aprobaba a pupitrazo limpio en las comisiones económicas conjuntas de Senado y Cámara el pasado viernes 22 de marzo, mostró de manera descarnada que la derecha nunca anda con contemplaciones democráticas y que tiene muy clara su tarea en el presente histórico.

En lo relacionado con el capítulo específico de la implementación del Acuerdo de paz, el cinismo es extremo y pretende erigirse en burla mediante la inclusión obligada y amañada de un capítulo de inversiones para la paz, cuyo contenido en absoluto se acerca a los propósitos de la implementación establecidos en los acuerdos de La Habana y, menos aún, a la asignación de recursos requeridos para ello. En su lugar, lo que hay es en gran medida un renombramiento de recursos existentes, particularmente del Sistema General de Participaciones, a los que se les pone el sello de la paz, y una asignación de usos a buscar con la linterna de Diógenes a lo largo de los numerosos e innombrables pactos que conforman el PND.

Una trayectoria histórica en disputa

En ese marco, la cuestión de fondo es si la configuración actual del campo político le alcanza al Gobierno de Duque y a las fuerzas que le sirven de soporte para hacer realidad sus propósitos. La trayectoria de las diversas expresiones del conflicto social y de clase indica que el camino al que se pretende llevar a la sociedad colombiana no es llano.

Lo primero que debe afirmarse es que no vivimos tiempos de fortaleza de los proyectos de la derecha, así parezca lo contrario. Las evidentes debilidades, inconsistencias y las alianzas políticas a las que tienen que recurrir, los hacen frágiles en perspectiva histórica, y al mismo tiempo más agresivos, por lo que la tentación autoritaria y el camino de las prácticas fascistas representan un peligro que siempre acecha.

A ello, se agrega que la firma del Acuerdo de paz no es un hecho más en la historia reciente de nuestro país. Además del accionar intenso del bloque de poder contrainsurgente, también ha producido un cambio en la correlación social y política de fuerzas. Es evidente que hoy tenemos una sociedad más deliberante; con una agenda política que amplifica y trasciende los propios contenidos de los acuerdos de La Habana. La del presente es una sociedad más cualificada para el debate político en temas gruesos como la democracia verdadera; la crítica al modelo económico; la lucha contra la corrupción; la defensa del territorio, del medio ambiente y de los derechos humanos integrales; la defensa de lo público y de lo común. Y en la que se advierte el fresco que produce la mayor intervención de las nuevas generaciones en política. Si arrecia la ofensiva contra los contenidos del Acuerdo de paz no es descartable un ascenso de la movilización social y popular; una mayor escenificación de la política en la calle.

Si se consideran los escenarios de la acción política institucionalizada, por ejemplo, a través de la acción parlamentaria, se advierte que el Gobierno no la tiene fácil para la configuración de una mayoría estable y consistente en el Congreso, salvo que por las prácticas clientelistas la pueda construir, como ocurrió con dificultad con la aprobación de la ponencia del PND. Hasta ahora, importantes partidos y sectores políticos del establecimiento han manifestado su rechazo a las objeciones presidenciales a la JEP y su apoyo a la continuidad del proceso de paz. En ese escenario se prevé un debate político intenso.

Igualmente deben valorarse las coincidencias y alianzas políticas entre diversos partidos y fuerzas democráticas, progresistas y de izquierda, en algunos casos con tendencia a la conformación de un bloque unitario y opositor, así sus alcances sean limitados, transitorios, con una relativa indefinición programática y estén, en ocasiones, atrapados por la política erigida en pragmatismo. Eso sí, congregados en torno a la defensa del Acuerdo y la construcción de la paz.

Por otra parte, se aprecia la tendencia a la mayor articulación de las luchas sociales, como lo fue en el caso de la movilización estudiantil en defensa de la educación pública, o lo es ahora en la magnífica movilización de la Minga indígena, campesina y popular, en el departamento del Cauca, extendida a otros territorios. Junto con la defensa del proceso de paz, en los pliegos son evidentes reivindicaciones que van más allá de los necesarios debates por los recursos del presupuesto público, e incorporan la lucha por la vida, contra el modelo económico de extractivismo neoliberal, en defensa del territorio y del reconocimiento del gobierno y las economías propias, entre otros. La dinámica de la acumulación nos ha enseñado que las luchas y resistencias sociales siempre cuentan con altibajos y atajos, fugas, cercos por romper, limitaciones por superar, alternativas por construir. Pero de manera reiterada, ponen en evidencia que la disputa por el poder no transcurre exclusivamente en los espacios institucionales, que, desde luego, también tienen que ser disputados.

En suma, no estamos frente a un destino manifiesto, con trazos ya concluidos. El presente que nos ha tocado vivir se debate entre la continuidad de la solución política no concluida, y de la apertura del camino de la paz completa con justicia social; o de la resistencia sistémica contra la reforma y la retrotracción a la confrontación en un contexto en el que siguen sin superarse las causas que en Colombia han generado la rebelión armada.

Notas

Artículo publicado en la Revista Izquierda, No. 78, Bogotá: Espacio crítico – Centro de Estudios, 2019. Consultar en: http://www.espaciocritico.com

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.