El último día de mandato de Cristina Kirchner ofreció dos imágenes contrastantes. En primer lugar, una plaza atiborrada por la juventud militante que despedía a su presidenta y juramentaba «defender las conquistas» y preparar el regreso. En esa plaza, los aparatos tradicionales del peronismo (la burocracia sindical, las estructuras territoriales del conurbano) tuvieron un rol […]
El último día de mandato de Cristina Kirchner ofreció dos imágenes contrastantes. En primer lugar, una plaza atiborrada por la juventud militante que despedía a su presidenta y juramentaba «defender las conquistas» y preparar el regreso. En esa plaza, los aparatos tradicionales del peronismo (la burocracia sindical, las estructuras territoriales del conurbano) tuvieron un rol relegado. La pobló principalmente la «juventud maravillosa» que se conformó en el periodo que se extendió entre el conflicto con las entidades agrarias de 2008 y la muerte de Néstor Kirchner en 2010. Por otro lado, los barrios tradicionales de la burguesía (Puerto Madero, Barrio Parque, Palermo) mostraron el exultante festejo callejero de quienes saludaban el fin del «populismo».
No se trata de formular la convencional polarización demagógica del peronismo de izquierda (el pueblo peronista contra las elites antipopulares), sino de tratar de asir los rasgos de un periodo político que está emergiendo. Nunca como ese día escuchamos frases, proferidas por compañeros que conforman la base social y política de la izquierda, del tipo: «nunca estuve tan tentado de convertirme», «se va la mejor presidenta de la historia reciente», «¡cómo la vamos a extrañar!». Si el kirchnerismo (con su tenue reformismo social, con sus políticas de integración y cooptación) dejó poco espacio para la izquierda anticapitalista y revolucionaria, probablemente nunca fue más desfavorable esa relación de fuerzas como hoy, paradójicamente el día de su retirada del poder.
Esta presión puede estabilizarse si los años que vienen, como todo indica, son más desfavorables a las clases populares, a razón de la devaluación del salario y el ajuste a las prestaciones sociales que la acumulación de capital reclama. Más aún luego del último hecho político de masas que protagonizó el kirchnerismo: la campaña electoral popular y autogestionada ante el balotaje, expresada en los carteles escritos a mano y en el activismo individualizado de un sector de la población que no era estrictamente militante, pero estaba horrorizado por la posible victoria de la «nueva derecha». Esto dio lugar a una periferia social que puede conducir a una nueva oleada de politización e inserción militante del kichnerismo. Sin embargo, la situación está sometida a presiones contradictorias. El kirchnerismo, para sobrevivir como fenómeno político con perspectivas de poder, tiene que gestionar una situación compleja: por un lado, la derrota electoral no da lugar a una «retirada ordenada», como hubiese posibilitado imponerse en la provincia de Buenos Aires, sino a un derrumbe de su aparato político fuertemente dependiente del control del Estado. Por otro lado, en contraste, se retira del poder con un nivel de aprobación importante, dejando una situación social (por primera vez en una transición política del periodo post83) con altos niveles de empleo y consumo, con un discurso «de lucha» llamando a «defender las conquistas» y con una nueva periferia social con la que puede ampliar su inserción militante. A su vez, abandonar el gobierno es abandonar una zona de contradicciones (Monsanto, Chevron, Qom, y un largo etcétera) y la oportunidad de rejuvenecerse en la lucha social.
En cualquier caso, la realidad vuelve a desmentir los pronósticos abusivos que, por enésima vez, identificaban el «agotamiento del nacionalismo burgués» o que «la clase obrera saltaba el cerco del peronismo». En contraste, ante un nuevo periodo derechista, la figura de Cristina puede agigantarse en la oposición, como la protagonista de un periodo feliz para las clases populares, no suficientemente valorado. Pueden volver tópicos clásicos de la cultura nacional, como el de la «incomprensión del peronismo» por parte de ciertas capas medias vinculadas a la cultura de izquierdas y reforzarse el liderazgo cristinista sobre un sector muy importante del campo popular. Pienso que desde la izquierda anticapitalista pueden perfilarse tres tácticas para afrontar el periodo que se viene. Es posible que muchos compañeros y organizaciones, ante el estrangulamiento del espacio social y político para la izquierda, decidan «saltar el cerco» e integrarse tardíamente al kirchnerismo. No será la primera vez que corrientes radicales o anticapitalistas intervienen al interior de una fuerza política dirigida por una dirección burguesa, nacionalista o reformista, con fuertes bases populares, como medio para mantenerse en contacto con el movimiento real. No constituye necesariamente una prueba definitiva de degeneración: la mitad de la IV Internacional luego de la muerte de Trotsky decidió insertarse en partidos de masas (socialistas, estalinistas, nacionalistas burgueses como el MNR boliviano), lo que no impidió que años después encabezaran la construcción de organizaciones políticas independientes. Sin embargo, en este contexto sería un grave error. El kirchnerismo sale fuerte del poder y se dispone a reconstruirse para retomar el poder en los próximos años. No hay margen (ni voluntad por parte de las organizaciones militantes) para ninguna «disputa por la dirección» que apueste a radicalizar en un sentido clasista un fenómeno nacional-popular burgués (como sí intentó el peronismo revolucionario de los 60/70). Por medio de una experiencia de «entrismo» se estaría reforzando y embelleciendo una dirección política que ya dio «lo mejor de sí»: un «capitalismo con inclusión social» que no fue otra cosa que la estabilización de niveles de desigualdad y precariedad del empleo que no mejoran los datos de los «diabolizados» años 90, aún en el mejor contexto económico de la historia moderna. Una dirección política que, es central señalarlo, tiene el grueso de la responsabilidad por la derrota actual ante la «nueva derecha». No solo por los groseros errores tácticos durante la campaña electoral, sino por una tendencia de fondo mucho más decisiva: el kirchnerismo logró desmovilizar a la sociedad, articulando lo que Gramsci denominaba «revolución pasiva», al apelar a algunas concesiones sociales y democráticas para verticalizar al movimiento de masas y neutralizar sus rasgos combativos. A diferencia de la Venezuela bolivariana, el kirchnerismo no impulsó un proceso de empoderamiento y organización popular independiente, sino que hizo todo para neutralizarlo. Junto al agotamiento del ciclo económico, ésta es la razón fundamental de la victoria de la derecha: a diferencia de 2001, ahora la burguesía aparece desacomplejada, no le tiene miedo a la movilización social y está dispuesta a asumir, ideológica y económicamente, un neoliberalismo más duro.
Si bien no puede descartarse del todo como recurso de corto plazo en ciertas circunstancias, un «entrismo» como táctica cínica de crecimiento organizativo conlleva riesgos muy grandes. La pérdida de la propia cultura organizativa se refuerza porque los nuevos militantes influenciados por la táctica entrista están apegados a la expectativa en la dirección de la fuerza política de masas, no en la apuesta a la construcción de una pequeña fuerza política independiente. Sumado a que las fracciones que se desprenden de la dirección habitualmente son minoritarios, en comparación a los grandes batallones militantes, las presiones hacia la adaptación y la integración indefinida son muy fuertes, lo mismo que el riesgo hacia una degeneración cualitativa.
Obligados a resistir una posible nueva oleada de kirchnerización del activismo y sectores del movimiento de masas, otra táctica posible sería reforzar el polo político independiente del kirchnerismo «realmente existente»: el FIT. Sin embargo, el «son todo lo mismo» ante el reciente balotaje, cuando los sectores más conscientes de la sociedad se movilizaban para cerrarle el paso a lo que consideraban su peor enemigo, coronó todo un periodo político caracterizado por rasgos sectarios respecto al fenómeno kirchnerista. Esto explica que cuando el mismo kirchnerismo giró a la derecha (con la elección de Scioli como su candidato), esta izquierda no logró capitalizar electoral ni militantemente casi nada. Y esto responde a que tiene su momento de verdad la desconfianza con la que la base social y electoral del kirchnerismo percibe a nuestra izquierda trotskista: en los «momentos decisivos» donde hubo disputas políticas donde se jugaban algo de los intereses populares, las fuerzas del FIT se mostraron neutrales o incluso aparecieron como la «extrema izquierda» del bloque neoliberal: IS ante el conflicto agrario, el PO ante las movilizaciones reaccionarias de Blumberg o todo el FIT ante la Ley de Medios o la expropiación de YPF. Esto se corona con las declaraciones actuales (referidas a Venezuela y Argentina) que sostienen que con el derrumbe de los nacionalismos «la victoria de la derecha puede desatar situaciones revolucionarias» (Altamira). No solo se trata de un pronóstico disparatado sino que nuevamente coloca al FIT en el campo opuesto a lo más consciente y movilizado de los sectores populares. Adaptarse a esta estrategia parece ser funcional al estrangulamiento del espacio social y político para la izquierda anticapitalista y socialista.
Pienso que es posible una tercera orientación política para la izquierda, aunque tiene que justificar su derecho a la existencia en una cultura política polarizada entre las tradiciones populistas vinculadas al peronismo y las corrientes sectarias del trotskismo local. Debemos comenzar por permanecer lúcidos, resistir a las presiones y a los impresionismos y a la vez mostrar audacia para conectar con los mejores elementos del proceso popular. Todavía existe un espectro de organizaciones, herencia desgastada de 2001, proveniente de la izquierda social, que puede ser embrión de una izquierda política que hoy no existe. Esta izquierda debe, en primer lugar, impulsar con radicalidad la táctica que los revolucionarios de los años 20 denominaron «frente único obrero». Desde 1848 los comunistas hemos declarado no tener «intereses propios que nos separen de los intereses generales». Los revolucionarios no solo somos el ala más radical del movimiento obrero, sino el mejor garante de la unidad contra los enemigos comunes. Solo sobre el fondo de la mayor unidad es que la «lucha por la dirección» no se vuelve un faccionalismo de secta hostil a los intereses populares. En el periodo que se abre, el interés supremo de las clases populares es hacer fracasar el intento de producir una recomposición derechista de la hegemonía de las clases dominantes que intentará el gobierno de Macri. Si este gobierno tuviera éxito, y derrotara a las clases populares, lograría cerrar el ciclo político y social abierto en 2001 y cambiaría decisivamente, para peor, nuestro paisaje social y político.
En segundo lugar, es impostergable la construcción de una alternativa organizativa que pueda ofrecer un campo político diferenciado de la derecha gobernante y el kirchnerismo opositor. El 2001 no tuvo una expresión unitaria que proyectara en el plano político la contestación social que se desarrollaba en amplios sectores de la sociedad y eso allanó el terreno para ese «hijo distorsionado» de 2001 que fue el kirchnerismo. Paradójicamente, el macrismo es también hijo político de 2001: interpretación derechista del derrumbe del bipartidismo y de la crítica a «los políticos», «nueva derecha», con suaves rasgos populistas, caracterizada por una ideología tecnocrática y post-política. La construcción de una alternativa política es irreductible al simple crecimiento lineal de alguna organización del campo de la izquierda revolucionaria. Requiere procesos amplios de fusión con fenómenos populares, donde las experiencias unitarias de las corrientes radicales y anticapitalistas cumplen un rol fundamental. A su vez, exige superar tanto los rasgos basistas y movimientistas de buena parte de la militancia social, como las lógicas de auto-construcción sectaria, hostil a experiencias genuinas de reagrupamiento, de las fuerzas dominantes de la izquierda política. El FIT podría contribuir en la construcción de esta alternativa solo si se decide a superar su auto-limitación sectaria y se resuelve a confluir con el carácter plural del movimiento popular de nuestro país. De ello depende que cumpla el rol de catalizador o de freno sectario de la emergencia de esta alternativa política.
Para construir una nueva experiencia política en nuestro país es necesario comenzar por estructurar políticamente ese espectro de organizaciones sociales que podrían ser el embrión de una izquierda anticapitalista no sectaria, democrática, abierta a dialogar con las tradiciones plebeyas y populares. Esta «nueva izquierda» no debería regalarle al kirchnerismo el nuevo clima de «deliberación social» que produjo el balotaje y que ahora puede transformarse en resistencia social contra el ajuste. Y tampoco puede conformarse con su auto-construcción como tendencia política, sino que debe apostar a ser parte de un referente político amplio para el nuevo ciclo de luchas que se avecina. Un frente social y político que sea una referencia para los luchadores y los movimientos sociales, que aglutine a los dirigentes sindicales combativos, a la intelectualidad de izquierda, a las corrientes políticas revolucionarias favorables a las confluencias unitarias, y a todos los sectores sociales, sindicales y políticos dispuestos a construir un canal de oposición a las políticas de ajuste que preparan las clases dominantes. Debemos demostrar que existe un espacio entre la adaptación y el sectarismo para que la izquierda enfrente el próximo periodo político.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.