Nota: Este artículo apareció originalmente en la revista CEPA (año IX, Vol.II, No.19 -Agosto/Diciembre 2014) y fue escrito entre Abril y Juni o del 2014, cuando se conmemoraba el medio siglo de vida de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo (FARC-EP). El objetivo de este artículo no era ni hacer una historia […]
Nota: Este artículo apareció originalmente en la revista CEPA (año IX, Vol.II, No.19 -Agosto/Diciembre 2014) y fue escrito entre Abril y Juni o del 2014, cuando se conmemoraba el medio siglo de vida de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo (FARC-EP). El objetivo de este artículo no era ni hacer una historia exhaustiva de este movimiento insurgente, ni una apología, ni una exposición sistemática de la ideología y la práctica del movimiento guerrillero. El objetivo, en realidad, era mucho más simple: demostrar que la resistencia no ha sido estéril ni en vano. Quería salir al paso a una determinada línea argumentativa en un sector liberal y socialdemócrata de la izquierda, que plantea, de manera simplista, que la lucha armada, en el mejor de los casos, ‘no ha servido para nada’ o, en el peor de los casos, ha sido el principal factor del estancamiento de la izquierda colombiana -a esto último lo he llamado la tesis de la «guerrilla-tapón», que bloquea el aparentemente «inevitable» cauce de la izquierda legal al poder. Ambas tesis, parten de la discutible base de que la resistencia armada fue sencillamente una opción que se asumió dogmáticamente en medio de un abanico de oportunidades que la izquierda tenía a mediados del siglo XX. En este sentido, la gran responsable de la violencia en Colombia sería, en realidad, el movimiento guerrillero y no el Estado. En ese sentido, estas reflexiones deben ser entendidas como una contraparte de una polémica previa, ¿Qué Paz para Colombia?, escrito con un amigo y colaborador que prefirió usar el seudónimo de Uriel Gutiérrez.
Creo que es importante volver a rescatar el significado de la resistencia armada en la historia reciente colombiana de una visión condenatoria a priori, precisamente, porque esa visión sirve para que el Estado oculte su responsabilidad histórica fundamental ante los horrores experimentados en más de medio siglo de violencia «desde arriba», y en consecuencia, se diluya en el imaginario público la urgencia de reformas estructurales para garantizar una superación a las causas que están en la raíz de este ciclo del conflicto social y armado. De paso, se quiere endilgar toda responsabilidad a la insurgencia, como ya se está viendo en la elaboración del discurso post-conflicto -que pudo ser ensayado con ocasión del sincero acto de perdón del comandante de las FARC-EP Pastor Alape en la comunidad de Bojayá-, donde la reconciliación pasa porque la sociedad «perdone» a la insurgencia, precisamente, por el acto de rebelión, no por hechos puntuales. La reconciliación de la oligarquía consiste en que el hijo descarriado vuelve a casa, el padre sacrifica un cordero, y todos felices en la finca. William Ospina lo señalaba en un artículo con su prosa fina y a la vez desgarradora: «la astuta dirigencia de este país una vez más logre su propósito de mostrar al mundo los responsables de la violencia, y pasar inadvertida como causante de los males. A punta de estar siempre allí, en el centro del escenario, no sólo consiguen ser invisibles, sino que hasta consiguen ser inocentes; no sólo resultan absueltos de todas sus responsabilidades, sino que acaban siendo los que absuelven y los que perdonan» [1].
Dentro de esta estrategia de amnesia histórica, es fundamental quitar cualquier piso de legitimidad al accionar de la insurgencia. Ahí es donde el discurso de que la resistencia de décadas fue en vano juega un rol clave, pues resta todo sentido a más de medio siglo de lucha insurgente. Dice el sociólogo Charles Tilly que «el hecho trágico y fundamental, es sencillo: la coerción funciona; aquellos que aplican una fuerza considerable en contra de sus semejantes obtienen obediencia, y gracias a esa obediencia obtienen múltiples ventajas, dinero, bienes, deferencia, acceso a placeres que le son negados a las personas que tienen menos poder» [2]. El consenso que se ha generado en ciertos círculos y el proceso de recomposición gradual de la hegemonía del Estado colombiano, es indisociable del terror paramilitar, del desplazamiento masivo, de los falsos positivos, de las desapariciones en masa de activistas sociales, en fin, de todo el repertorio de violencia física y estructural a disposición del Estado colombiano y fortalecido por el Plan Colombia. El consenso en importantes sectores sociales, que incluye a importantes sectores de izquierda o «progresistas», de que la resistencia armada ha sido inútil o una anomalía histórica, es el resultado de esa coerción. Aunque nos encante la idea de pensar que vivimos en un mundo de leyes, de estado de derecho, de derechos inalienables que portamos todos por igual desde que nacemos, la verdad es que todo esto es una ficción: en el mundo real, la fuerza siempre antecede a la razón. Las ideas dominantes lo son porque reflejan el dominio de la clase en el poder, no por sus cualidades intrínsecas.
Mi intención con este ensayo era demostrar que Tilly tiene razón, pero que su argumento es incompleto. Así como la coerción de los poderosos funciona, también funciona la resistencia de los de abajo [3]. La acción colectiva, la resistencia, en todas sus vertientes y expresiones, que incluyen la lucha armada, pero que no se agotan ni mucho menos en ella, también han sido creadoras de realidad. Debido a la asimetría de las partes en conflicto, las FARC-EP han tenido un rol limitado, muy limitado, en la dirección de los eventos que han dado forma a Colombia en las últimas décadas. Pero su sola existencia, ha puesto un cierto límite al poder absoluto que la oligarquía colombiana habría tenido de otra manera. La resistencia ha tenido un impacto enorme en ciertos derechos conquistados y en ciertos beneficios que hoy se dan por sentado. Si bien ese impacto ha sido, como es apenas lógico, más fuerte en las zonas rurales donde la influencia insurgente ha sido mucho mayor, incluso hegemónica en algunos casos, la impronta de las reformas que han sido sacadas mediante la resistencia al establecimiento se ha hecho sentir en todo el país.
El tono es polémico y lo prefiero así: hay veces, cuando el contradictor exagera, en que la mesura no es aconsejable. Insisto, este ensayo no pretende ser un balance completo, ni una exposición exhaustiva de los objetivos de la insurgencia, ni un análisis crítico de lo coherente o no que han sido, ni una historia de éstas. Tampoco pretendo acá defender tal o cual acción, o forma de acción, ni una determinada estrategia o falta de ella, ni defender los avances o los silencios en el proceso de paz en La Habana. Mucho menos, pretendo defender todo lo que la insurgencia ha hecho o dejado de hacer. El objetivo, como lo he dicho, es mucho más humilde, pero a la vez más apremiante. Es hacer un ejercicio de memoria histórica y echar por suelo la tesis reaccionaria que se ha incrustado aún en sectores de izquierda, de que medio siglo de luchas ha sido en vano. Es demostrar que la resistencia, nos guste o no, ha sido un motor de la historia colombiana y que ha dado frutos para algunos de los sectores más oprimidos, explotados y marginalizados del país. Ahora que estamos prontos a presenciar el cierre de un ciclo histórico para Colombia, la historia y las ciencias sociales nos pueden servir de brújula para ver por dónde seguir transitando en la larga marcha hacia una sociedad emancipada.
José Antonio Gutiérrez D.
8 de Enero, 2016
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Se cumplen, oficialmente, 50 años de vida de las FARC-EP y del ELN, aunque la historia es más vieja -las primeras autodefensas comunistas, embriones de las FARC-EP se habrían formado en 1949 ante la violencia conservadora que se disparó con el ascenso de Ospina en 1946. ¿Cuál es el significado de estos cincuenta años de lucha guerrillera? La mayoría de los medios oficiales mantienen un silencio sepulcral ante este significativo hecho; algunos han hecho especiales sobre el 50º aniversario de las FARC-EP, en que la mayoría de los análisis son bastante mediocres. ¿Cómo explicar la persistencia del movimiento insurgente en un país que frecuentemente se describe (por algunos opinólogos de oficio) como un país conservador y de derechas? En Colombia se ha intentado manufacturar un «consenso» derechista mediante la supresión violenta para la cual se han utilizado con todas sus fuerzas los aparatos ideológicos y represivos del Estado, amén de los tentáculos paramilitares del Estado profundo. Baste ver cómo, después de decenas de miles de muertos, han logrado «derechizar» a la brava algunas regiones tradicionalmente izquierdistas como Urabá y el Magdalena Medio, donde hoy reina la apatía y el clientelismo, más que una genuina convicción de «derechas».
Una mirada superficial podría concluir, rápidamente, que este medio siglo de guerra no ha servido para nada. Sin embargo, el movimiento guerrillero es uno de los factores políticos más importantes de la realidad nacional y representa un acumulado histórico y de experiencias ineludible en la historia de las luchas populares en Colombia. El movimiento guerrillero ha sido y es aún multifacético, polivalente, significando diferentes cosas en diferentes contextos, teniendo en ciertas regiones una gran fuerza, pero con obvias limitaciones, propias del carácter contradictorio y fragmentado del espacio político-social colombiano.
Aunque hablar del movimiento guerrillero colombiano es casi imposible por su extraordinaria diversidad, me centraré en las FARC-EP, el grupo insurgente con mayor arraigo en el campesinado. Cuando diga insurgencia, o movimiento guerrillero, me estaré refiriendo fundamentalmente a ellos. Desde luego que las FARC-EP no agotan el movimiento guerrillero colombiano. No es mi intención, por cierto, desconocer la importancia histórica que otros grupos guerrilleros han tenido, cada cual expresión de algún sector social o de algún grupo específico de reivindicaciones. Pero son las FARC-EP las que plantean el puente más firme para explicar la continuidad desde la Violencia hasta llegar al conflicto social y armado de nuestros días. Ellas no se implantaron mediante el foquismo, sino que surgieron orgánicamente de la resistencia al despojo y de las autodefensas campesinas. Nunca tuvieron que buscar su identidad en un deambular interminable, sin mapa, por la selva. Su naturaleza, en palabras de Francisco Gutiérrez Sanín, une la biografía con la historia, las mil y una humillaciones y agresiones experimentadas a diario por el campesino con la historia de la Violencia. Actuales agravios, como las fumigaciones en el Putumayo se hermanan con Marquetalia en un relato unificador que le da sentido, historia y proyección, «articulando la experiencia personal en un marco explicativo más amplio, basado en el destino colectivo« [4]. A la vez, son el grupo más demonizado y menos comprendido para la «opinión pública» (ie., clases medias urbanas), quizás precisamente, por haber sido la guerrilla más «exitosa».
Obstáculos para una apreciación objetiva de la insurgencia
No es fácil evaluar objetivamente la contribución del movimiento guerrillero en Colombia. Cualquier intento serio de abordar este fenómeno se enfrenta al macartismo dominante, cuando no a la criminalización directa si se consultan las fuentes o se entrevista a los propios actor insurgentes. Las experiencias de Francisco Toloza y Miguel Ángel Beltrán son prueba fehaciente de ello. Las dificultades también se deben a una serie de prejuicios y distorsiones derivados de la escasez de información disponible de primera mano. La inmensa mayoría de la información disponible sobre el movimiento insurgente está tomada de fuentes oficiales o de organizaciones de caridad u ONGs, con las cuales las comunidades tienen una relación de dependencia, por lo cual, dirán lo que la cooperación europea o norteamericana quieren que diga en sus informes. Muchas veces estos testimonios deben ser entendidos más como estrategias discursivas de supervivencia que como recuentos fiables de la realidad del conflicto.
Algunos prejuicios que se derivan de las «anteojeras» con que las que se analiza la realidad colombiana, fueron resumidos por William Ramírez Tobón:
Tirofijo era para la derecha burguesa un depredador rural al servicio del totalitarismo soviético, para buena parte de la extrema izquierda un revisionista del canon revolucionario y, para mí, un tosco campesino a quien alguien le había metido en el morral un breve manual marxista. [5]
A lo que habría que agregarles quienes, con gran dosis de elitismo, hoy confunden guerrilla con crimen organizado. Natalia Herrera, de la Fundación Ideas para la Paz, en un exabrupto nada académico y bastante frívolo, afirma que las FARC-EP «no son más que una congregación de criminales« [6]. Afirmación la cual, por cierto, no sustenta en datos, ni mucho menos entrega una definición conceptual de lo que entiende por «criminales». Son las «verdades» auto-evidentes del paradigma conservador dentro del cual se analiza el conflicto, cuyo valor explicativo es nulo. Con las FARC-EP entre la «intelectualidad» colombiana ocurre lo mismo de lo que se quejaba Bruce Cummings sobre la representación maniquea de países del «eje del mal» en los medios de Estados Unidos «es como una pizarra en blanco (…) donde lo que sea que uno escriba en ella tiene credibilidad -siempre y cuando sea negativo« [7].
La exitosa campaña del gobierno colombiano por vaciar de contenido político a la insurgencia y mostrarla cómo una agrupación de delincuentes no es nueva -ya en la década de 1950 a los guerrilleros se les llamaba bandoleros- y ha ido de la mano, en lo jurídico, del progresivo desmonte del delito político y su equiparación a la delincuencia común. El cuento chino de la «narco-guerrilla», creación original de Lewis Tamb, embajador de EEUU en 1984, se machacó hasta la saciedad por parte de los medios y la oficialidad del ejército, deseosa de recuperar las banderas de la moralidad. Pero la propia intelectualidad tuvo, al finalizar la década de 1990, fundamentos teóricos para dar un barniz «científico» a la propaganda del régimen, cuando pusieron en boga las teorías de la «rebelión por codicia», desarrollada por un analista de Banco Mundial, Paul Collier, según la cual, después de la Guerra Fría ninguna rebelión puede tener sustento ideológico ni puede explicarse por agravios u opresión. Vistas las rebeliones en el espejo del Nuevo Orden Mundial, ahora todo sería debido a la cochina codicia. Todo se reduce, según un modelo utilitarista, al comportamiento predador de los rebeldes que buscan el saqueo y el enriquecimiento privado [8]. Se confunde así de manera deliberada la necesidad de captar fondos para financiar la rebelión, con una rebelión sólo para captar fondos. Esta «teoría económica del conflicto» ha sido cuestionada por su superficialidad, por la confusión deliberada de medios y fines, inconsistencias conceptuales, por la falta de análisis de contexto y la utilización de analogías inadecuadas, pero en Colombia es aceptada de manera axiomática por un número significativo de científicos sociales. Teoría que constituye, en el horizonte ideológico de la oligarquía colombiana, una continuidad entre el campesino salvaje y patirrajado con el guerrillero depredador que se comporta como un carnívoro amenazante, en «guerra contra la sociedad», citando a Daniel Pécaut. De más está decir que la supuesta falta de ideología del movimiento guerrillero no se aplica cuando rutinariamente se arrestan personas acusadas de ser «ideólogos» de la «subversión».
Así, se ha ido reduciendo en el discurso público, y progresivamente en el académico, los márgenes de lo aceptable en los paradigmas para entender el conflicto colombiano. Para ser «serios» hay que aceptar sin cuestionamientos ni críticas las «verdades incuestionables» sobre la insurgencia, que son moneda corriente aun cuando haya escasa evidencia que las sustente ni haya suficientes esfuerzos críticos para falsearlas. Curiosamente, un investigador de la derecha uribista, Alfredo Rangel, ha escrito en el pasado que el movimiento guerrillero «utiliza medios bandoleriles, pero sus objetivos son políticos, no de enriquecimiento personal. El hecho de que la guerrilla trafique con droga [9] no la convierte en una mafia (…) las guerrillas de Mao Zedong en China también traficaron con opio para financiarse.» [10]
Una robusta crítica a esta visión de la insurgencia como mero crimen organizado fue realizada por Francisco Gutiérrez Sanín, quien decía de la insurgencia que…
Sus miles de miembros (…) no reciben pago y participan en un conflicto con una gran probabilidad de morir o recibir una incapacidad permanente. No se benefician del saqueo, enriquecerse no es una perspectiva realista, y esto es de conocimiento común. (…) Viven sin ingresos extraordinarios (ni ordinarios, de hecho) (…) A pesar de esto, los miembros de las Farc generalmente pelean con gran brío. Hay excepciones, pero como regla general, en combate exhiben tanto destreza como motivación contra oponentes dotados de mejores medios técnicos. Cuando están a la defensiva, no desfallecen, y su tasa de deserción es baja. (…) los individuos tienen pocos incentivos económicos para unirse a la organización y jugarse la vida por ella (…) Un trabajo en las Farc no sustituye un empleo legal (…) y tampoco es un sustituto para actividades ilegales menos riesgosas y/o con más recompensas económicas (…) las Farc ofrecen lo mínimo y exigen lo máximo; sin embargo, son los campeones no sólo en términos de crecimiento sino también de supervivencia (…) contrariamente a lo que sucede con soldados codiciosos, los miembros de las Farc pelean y se defienden bien. [11]
Desde luego que hay excepciones a esta tendencia a ver a la insurgencia a través de las anteojeras del «investigador serio», como el trabajo de investigación que en la Universidad Nacional ha conducido Carlos Medina Gallego o el trabajo desarrollado por Alfredo Molano, o hitos en la investigación como «El Orden de la Guerra» de Juan Guillermo Ferro y Graciela Uribe (CEJA, 2002) o «Colonización, Coca y Guerrilla» de Jaime Jaramillo, Leonidas Mora y Fernando Cubides (Alianza, 1989), por nombrar a algunos de los investigadores más destacados, los cuales sí se fundamentan en investigaciones en terreno, en un conocimiento exhaustivo de la problemática y en la capacidad de analizar críticamente la realidad y los discursos sobre ella.
Un último problema de fondo, es que las FARC-EP, como una organización en lo fundamental campesina, no han sido del interés de intelectuales que buscan disquisiciones teóricas. Resulta sorprendente que en uno de los mejores libros que existen sobre las FARC-EP, «El Orden de la Guerra«, escrito con numerosos testimonios y evidencia recogidos de primera mano durante los diálogos del Caguán, se diga que «Las FARC se definen como marxistas leninistas (…) Pero se muestran poco interesadas en los desarrollos de esta ideología (…) [y] de las discusiones más recientes del marxismo occidental desarrolladas en América Latina (por ejemplo, las corrientes neogramscianas)« [12]. Una frase como esta es la prueba más fehaciente del cortocircuito comunicativo entre la insurgencia y los intelectuales colombianos.
Campesinado, rebelión y auto-defensa
Aquella vez, durante los diálogos del Caguán, que Tirofijo protestó por los cinco marranos y las cuatro gallinas que el gobierno le había arrebatado cuando lo de Marquetalia, toda la prensa se mofó del rústico patirrajado y se comprobó este cortocircuito con la «intelectualidad». En esas sencillas palabras, empero, hay más de verdad sobre el conflicto que en los miles de folios escritos por opinólogos de retorcida prosa greco-caldense. Esta anécdota sirve para ilustrar perfectamente el hecho de que, precisamente, la insurgencia se ha encargado de sacar a la luz pública toda esa serie de agravios y pesares de los de abajo, de esas personas irrelevantes para quienes han comido siempre a plato lleno.
Es muy frecuente que personas de clase media urbana, que nunca han tenido contacto de ninguna clase con el movimiento insurgente, pregunten ¿qué ha hecho la guerrilla por el pueblo colombiano? Hay que entender, para responder a esta pregunta, que las FARC-EP no son el gobierno, aunque estos críticos les exijan cosas que su gobierno no ha tenido voluntad política de hacer. Lo que el movimiento guerrillero «ha hecho» por el pueblo colombiano, entonces, no puede ser entendido desde la perspectiva del estado de bienestar ni de dádivas clientelistas. Debe ser entendido, además, desde el punto de vista de la base social del proyecto insurgente, que es, en lo fundamental, el colono, el pequeño campesino y los comuneros. El principal significado de la insurgencia ha sido el de dotar de un sentido de dignidad y de un norte político a un sector importante del campesinado marginalizado.
Ante todo, la existencia de la insurgencia, fiel a su origen en las autodefensas campesinas de los ’40, ha sido la de garantizar la existencia misma del pequeño campesino en amplias zonas del país y a frenar el ritmo del despojo violento. Un informe de la Corporación Nuevo Arco Iris, al referirse al despojo en el Guaviare, concluye:
«El representante a la Cámara Ignacio Antonio Javela adquirió 1.250 hectáreas de tierras a los campesinos de esa región, pero otros comienzan a desplazarse ante amenazas e intimidaciones. Mientras, grupos ilegales rearmados han comenzado a posicionarse sobre toda la denominada Trocha Ganadera, donde actualmente ejercen presión contra algunas comunidades campesinas. Las FARC, por su parte, han prohibido a los campesinos vender sus predios y han manifestado que defenderán la zona de otros grupos armados ilegales. Tácitamente se trata de desplazar para concentrar la propiedad de la tierra. Las compras masivas a muy bajo precio o la intimidación armada han llevado a desplazamientos gota a gota en esta región. Paradójicamente, el que garantiza la propiedad a campesinos y colonos es un grupo armado ilegal -las FARC- y no el Estado.« [13]
Desde el punto de vista de su ideología de autodefensa y desde el punto de vista de ese campesinado, la insurgencia ha cumplido [14]. Pero tampoco la insurgencia se ha limitado a la mera supervivencia. Si la cuestión campesina hoy se encuentra en el centro del debate nacional, en gran medida es porque la insurgencia ha planteado una y otra vez este tema. Las negociaciones de La Habana no son el único factor, pero sí uno de los más importantes para generar el clima de movilización y debate nacional que facilitaron la explosión del campesinado en el Paro Agrario de 2013. Lo cual demuestra que los rasgos decisivos de la identidad fariana, siguen siendo su identidad campesina y la ligazón a la tierra.
La rebelión ha superado los límites de la auto-defensa -sin negarla-, impulsada por los mismos cambios en la estructura socio-económica que se vienen desarrollando desde el aperturismo económico de los ’90, acelerado por las locomotoras del desarrollo santista. El campesinado hoy no es solamente un resabio de un modo arcaico de existencia: es un límite a la expansión del Plan de Desarrollo Nacional depredador y extractivista, a la vez que la base de un proyecto social fundado en el respeto a la biodiversidad, la soberanía alimentaria, al medio ambiente, un modelo de organización comunitaria, desde abajo, de democracia participativa y directa, que empalma con la figura constitucional de las Zonas de Reserva Campesinas. Todo lo cual conlleva a un profundo replanteamiento del modelo actualmente imperante en Colombia. No es correcta la visión reduccionista de la insurgencia presente en la tesis de Ramírez Tobón de la «colonización armada», para quien las FARC-EP no buscarían la toma del poder y la sustitución del capitalismo por el socialismo, sino que serían «unos humildes y tenaces individuos empeñados en (…) la conservación de su reducida pero precisa definición existencial en términos de seguridad, tierra y aperos de labranza«, esto, con el fin de «recomponer en otras tierras las condiciones de pequeña propiedad descompuestas en sus lugares de origen« [15]. Esto, sería desconocer la propia evolución ideológica de la organización, sus propias argumentaciones y proyecto político de cara al país, las condiciones concretas en las cuales se desarrolla ese proyecto, así como sus esfuerzos por conectarse con otros sectores de la población colombiana más allá del campesinado.
Orden e insurgencia
Es indudable que son las comunidades rurales de diversos puntos del país donde el movimiento guerrillero ha tenido su más fuerte arraigo. En muchas de estas comunidades, las FARC-EP han sido ante todo, las garantes del orden social. Hasta ahí la tesis de Ramírez Tobón sobre la colonización armada es válida. Pero no lo es si nos quedamos sólo hasta ese punto, pues no se busca, tan sólo, reproducir esas condiciones de pequeña propiedad arcaicas, sino que se busca, efectivamente, el establecimiento de un orden social nuevo, con nuevas dinámicas de poder, en condiciones precarias y de atraso social abismales. La estrategia revolucionaria de las FARC-EP se ha basado en la construcción de poder local, dando un nuevo carácter a relaciones sociales pre-existentes y creando otras nuevas según las circunstancias [16]. Desde una perspectiva dogmática y abstracta, que mire mecánicamente la ecuación «fuerzas productivas/ relaciones sociales de producción» efectivamente las FARC-EP no han desarrollado el «socialismo», según el recetario de los clásicos, en las comunidades donde ha tenido influencia… ¡ni tampoco ha tenido las condiciones materiales para hacerlo! Pero si vemos el problema desde la dialéctica de la lucha de clases, a las claras se revela la inadecuación del análisis que insiste en que las demandas de la insurgencia son posibles de absorber por el capitalismo sin traumas. No existe un capitalismo en abstracto, sino que el sistema adquiere matices particulares en cada país o región, dependiendo de una serie de factores. El hecho objetivo es que el capitalismo realmente existente en Colombia ha sido incapaz de absorber hasta ahora las demandas de las FARC-EP, lo que no puede explicarse solamente por la tozudez de la oligarquía.
La dialéctica del cambio social depende no de las categorías de análisis en abstracto sino desde las condiciones concretas en que se desarrolla la lucha de clases. Es decir, algo que en Dinamarca pueda resultar hasta conservador (por ejemplo, la educación gratuita), en un país con las contradicciones de Colombia, puede resultar revolucionario. Una reforma socialdemócrata en Escandinavia, puede desatar una revolución en nuestros trópicos, no solamente por la cantidad de cambios estructurales que la susodicha reforma requiere, sino además por el impacto que ésta tiene en el equilibrio siempre precario de la estructura de clases colombianas. Esto y no otra cosa es lo que explica que se lleven 80 años de derrame de sangre por una dichosa reforma agraria en Colombia.
Y sin embargo, en numerosas comunidades ha habido reforma agraria, realizada muchas veces por la insurgencia, que ha permitido la persistencia del pequeño campesinado en los Llanos y en Tolima, por ejemplo. No solamente la insurgencia ha garantizado que el campesino conserve su tierra, sino que además, ha garantizado la viabilidad de las comunidades al dotarlas de ciertos elementos de orden mediante los «manuales de convivencia» que son la ley en muchos territorios. Las FARC-EP han sido las que ha funcionado como agencia para la distribución de tierras, sirven de jueces y árbitros en diversas disputas, han definido criterios de propiedad y un marco jurídico para las comunidades (lo cual han hecho muchas veces basados en las propias concepciones de las comunidades) [17], han regulado la explotación de recursos, determinado el valor de la mano de obra y controlado precios. Por ejemplo, en zonas de cultivo de coca han regulado la cantidad de hectáreas que pueden dedicarse al cultivo ilícito y cuántas deben dedicarse al pan coger. Organizan junto a las comunidades labores y obras públicas, cobran impuestos que se utilizan para la guerra y para las obras comunitarias, y a veces proveen servicios médicos. Es decir, en muchas comunidades rurales de Colombia, las FARC-EP realizan labores que son propias de un gobierno, en medio del rigor de la guerra, de la precariedad de recursos, y desde una lógica de participación y empoderamiento de la comunidad. Mientras ciertos autores hablan de un orden frágil en constante negociación [18], precisamente esta negociación garantiza el arraigo y la persistencia que este orden tiene en ciertas zonas del país. Pues no se trata de una imposición arbitraria, sino de un proceso de diálogo permanente con las comunidades; diálogo en el cual las normas, instituciones y conductas se desarrollan de manera flexible, adaptándose a la idiosincrasia de cada lugar. En este diálogo, por cierto, está presente la dimensión afectiva: no es casual que en las comunidades se les llame, muchas veces, sencillamente «los muchachos», pues los unen lazos de sangre y afectivos a sus comunidades. Sin embargo, esta dimensión afectiva no desplaza la dimensión eminentemente política y moderna de este diálogo. La ley del monte se respeta siempre y cuando sea vista como racional por la comunidad, como una buena ley que la beneficia, que es justa -si no es así, la insurgencia no tiene posibilidad de echar raíces en una comunidad por la mera fuerza de las armas. Alfredo Molano sintetiza este punto: «El colono se niega a aceptar (…) el despojo; y en esa negación se gesta su reacción contra las instituciones y los hombres que la gobiernan. Por esta razón los colonos aceptan, acatan y defienden a la guerrilla, porque para ellos la acción guerrillera es, simplemente, una acción justiciera. Nada más.« [19]
Proyecto de izquierda e insurgencia
Pese a esta fuerte base social en el campesinado, sería incorrecto plantear que las FARC-EP son, sencillamente, campesinistas. Desde la séptima conferencia guerrillera en 1982, las FARC-EP han venido tomando en cuenta la situación de las ciudades, donde han visto «atisbos revolucionarios» abiertos por el paro cívico de 1977. Esta orientación, así como la negociación política abierta con el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), son claves para entender el desarrollo de una línea política propia por parte de las FARC-EP, desarrollada a partir de la herencia ideológica del Partido Comunista Colombiano. Pero la posibilidad de presentar ante la sociedad su programa, así como las interacciones con amplios sectores sociales durante la experiencia de la Unión Patriótica, llevó a que las FARC-EP no solamente valoraran con ojos nuevos el problema de lo urbano, sino que se nutrieran, en este intercambio con la sociedad, de esta problemática. Sin embargo, el acceso a los sectores urbanos no ha sido nada fácil. Manuel Marulanda describía como el peor enemigo del movimiento guerrillero al «aislamiento de esta lucha (…) Entre ustedes, los de la ciudad, y nosotros los que hemos estado enmontados, hay de por medio una gran montaña« [20].
Pese a estas dificultades, algunos de los cambios más fundamentales en la política colombiana durante la segunda parte del siglo XX hasta la fecha, han ocurrido por influencia del movimiento guerrillero. Una de estas transformaciones, de profundo impacto, fue la elección directa de alcaldes -durante las negociaciones con Belisario Betancur (1986), las FARC-EP plantearon la necesidad de elegir directamente, por voto popular, a los alcaldes y promovieron que el 40% de los ingresos públicos se devolvieran a las municipalidades. La propuesta iba acompañada de fortalecer mecanismos de democracia directa, como la revocatoria de mandatarios, consulta popular y referéndums. Es así como desde 1988 los alcaldes son elegidos por voto popular y desde 1991 lo mismo ocurre con los gobernadores. Hasta ese entonces, los alcaldes eran designados por el gobernador del departamento, y éste era designado por el presidente. Es en este contexto que se crea la Unión Patriótica, cuyo brillante desempeño en las elecciones a nivel local, produjo una reacción histérica en la oligarquía, que se alió con sectores mafiosos en una alianza que perdura hasta nuestros días, ahogando en sangre esta experiencia de democratización del país.
Aunque se reclama frecuentemente que con esta medida las mafias locales pasaron en muchos casos a controlar el Estado a nivel local, mediante el clientelismo, la corrupción y las alianzas non-sanctas, lo cierto es que el clientelismo no surgió en 1988 sino que está en los orígenes mismos de la violencia política. La parapolítica no fue resultado de las elecciones directas, sino del proceso de paramilitarización del Estado en medio de la crisis de hegemonía sin precedente que se vive desde mediados de la década de 1980. Es irrisorio suponer que los personajes designados a dedo por los presidentes anteriormente eran ángeles caídos del cielo. Imaginemos si Uribe Vélez hubiera podido designar alcaldes y gobernadores: la parapolítica se habría desarrollado de manera exponencial. Las elecciones populares han creado un espacio, mínimo, acechado por el paramilitarismo, para la existencia de experiencias de gobierno local de oposición a un Estado central hermético. Y lo que es más importante, mecanismos como la consulta popular, los referéndums o las revocatorias de mandato han sido utilizados de manera ingeniosa por el pueblo para plantear su oposición a las políticas oficiales, como lo demostró el municipio de Piedras en Tolima al rechazar la megaminería mediante consulta popular. Desde luego que el Estado central puede ignorar estas consultas, como lo hizo en este caso, y ha desnaturalizado estos mecanismos de participación popular haciéndolos cada vez más difíciles de implementar (mediante una serie de decretos), pero sin lugar a dudas esta medida ha puesto un cierto freno al centralismo destructivo que ha corroído la mayor parte de la historia republicana colombiana.
La misma constitución de 1991, que santificó el modelo aperturista económico de las últimas décadas pero que también está imbuida de un espíritu garantista de los derechos civiles, si bien no deriva directamente de las propuestas de las guerrillas que siguieron alzadas en armas (ELN y FARC-EP), también es fruto de la presión guerrillera a través de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar que agrupó a todos los movimientos insurgentes a finales de la década de 1980. Sin la fuerza de estas dos guerrillas, es impensable que las propuestas liberales-radicales y garantistas del M-19 (secundadas por una colección de movimientos guerrilleros menores, con poca capacidad militar y de negociación), hubieran podido llegar a entrar en la Carta Magna. No está de más recordar que temas como la autonomía indígena fueron conquistas hechas con las armas en la mano, aunque muchos de esos dirigentes hoy no se quieran acordar de esto.
No cabe ninguna duda que el movimiento insurgente ha sido depositario de una larga tradición de luchas y de resistencias (sintetizadas en las propuestas mínimas de La Habana sobre los diversos puntos agendados) que hay que tener en cuenta para abordar seriamente el desarrollo de un proyecto de izquierda para Colombia. Sin embargo, hay quienes denuncian a la insurgencia como el factor clave que explica la debilidad en el desarrollo de la izquierda legal. Esta tesis ha sido defendida de manera vehemente por Eduardo Pizarro Leongómez (hermano del guerrillero desmovilizado del M-19 Carlos Pizarro, asesinado en la campaña presidencial de 1990), en numerosos trabajos, aún desde antes de haber terminado en las toldas uribistas-santistas, y de ella se han hecho eco en el sector llamado «progresista». Esta explicación se abstrae de dar cuenta de los niveles de represión y del exterminio físico de la izquierda desde 1980, del contexto generalizado de macartismo y persecución política, como si esos factores no tuvieran nada que ver con la debilidad de la izquierda legal (esto, sin contar sus limitaciones propias como el excesivo burocratismo, las alianzas erráticas, su desconexión de las luchas de base, etc.).
Uno podría dar vuelta el argumento, y preguntarse si no ha sido acaso la debilidad endógena de la izquierda legal, urbana, la que ha prolongado el conflicto por su incapacidad de forzar al establecimiento a las concesiones necesarias para superarlo. O bien que el debilitamiento y cierre progresivo de espacios a la izquierda legal ha sido un factor que ha contribuido a fortalecer el proyecto insurgente. Esta tesis de la «guerrilla obstáculo» no valora, por una parte, la capacidad de la insurgencia para plantear ante el debate nacional temas que la izquierda legal no ha sido capaz de plantear. Tampoco valora que la insurgencia ha sido capaz de generar espacios desde los cuales el pueblo ha podido hablar y dar su opinión, esté o no de acuerdo con ella: pocas veces se han dado en la política nacional espacios democráticos de la envergadura de las audiencias públicas en el Caguán o de los foros sobre las distintas problemáticas en el actual proceso de paz, con todas las limitaciones que hayan podido tener. Y tampoco valora el hecho de que en muchos territorios la presión armada de la insurgencia, de hecho, incrementa el margen de maniobra de los movimientos sociales y su poder de negociación, aun cuando estos movimientos no necesariamente tengan lazos orgánicos con la insurgencia [21].
Gústele a quien le guste, en sus propios términos, la insurgencia ha sido más exitosa que toda la izquierda legal junta.
Medio siglo largo y lo que queda en el camino
En este análisis he obviado casi por completo los aspectos específicamente militares de la evolución de medio siglo de las FARC-EP. Este aspecto ameritaría un tratado en derecho propio, y sin embargo, no es ni lo decisivo ni lo más importante en este medio siglo de historia. Más allá de la fuerza variable de las armas, de la transformación de auto-defensas en guerrillas móviles, el impacto del Nuevo Modo de Operar, el repliegue táctico del Plan Colombia y el actual impulso con nuevos bríos de la lucha guerrillera con la re-estructuración propiciada por la comandancia de Alfonso Cano, que hoy ha demostrado dar los golpes más duros al ejército estatal en una guerra «invisible» de desgaste, el movimiento guerrillero sigue siendo un fenómeno fundamentalmente político y es en este aspecto en el cual quise concentrar mis esfuerzos. Claro, lo militar y lo político no pueden ser divorciados del todo; las negociaciones son prueba de los límites de la estrategia militarista del Estado y son una demanda histórica de la insurgencia, conquistada por la fuerza de las armas, pero también por la fuerza de una movilización popular coincidente con la insurgencia en el punto de la solución política al conflicto social y armado. La instalación de una mesa de negociaciones es, pese a lo que digan los sectarios, en sí misma una victoria popular.
Tras medio siglo de lucha guerrillera, las FARC-EP, nos sintamos o no cercanos a ellas, son un factor fundamental en la política nacional, y un proyecto político de izquierda no puede desarrollarse mediante maniqueísmos y señalamientos, desconociendo la contribución histórica que desde las filas insurgentes se ha generado tanto en el plano de las propuestas políticas de país, como en el plano de la experiencia acumulada en la práctica de creación de poder local como estrategia de disputa a la hegemonía burguesa. Hoy Colombia cruza una encrucijada en la cual se articulan las negociaciones en La Habana con las movilizaciones populares crecientes en las calles. Superar la barbarie de medio siglo dependerá, en gran medida, de la capacidad que los sectores populares tengan de identificar ese espacio en el cual puedan unirse las aspiraciones populares con su propia capacidad de lucha, donde lo que definirá no será lo militar.
José Antonio Gutiérrez D.
4 de Junio, 2014
Notas
[1] William Ospina, «Los Invisibles», El Espectador, 26 de Septiembre, 2015.
[2] Charles Tilly, «Coercion, Capital and European States. AD. 990-1992», Blackwell (Oxford), 2002, p.70. Traducción del autor de este ensayo.
[3] En honor a la verdad, más adelante en este mismo libro, Tilly explora también el rol que han tenido los movimientos de resistencia en contra del poder en la creación del sistema de derechos sociales y humanos, de la creación de sistemas de control del poder, en el desarrollo de la democracia, etc. Sin embargo, su posición fundamental es que a lo más pueden jugar un rol moderador, pero no un rol creador. Es precisamente en este punto en donde los revolucionarios se dividen de los reformistas, no en si es necesario hacer reformas o no, asunto en el que todos están de acuerdo.
[4] «Criminal Rebels? A Discussion of War and Criminality from the Colombian Experience», p.18, 2003 (London School of Economics)
[5] «Estado, Violencia y Democracia», 1990, p.10 (Ed. Tercer Mundo/IEPRI)
[6] Natalia Herrera y Douglas Porch, ‘»Like going to a Fiesta» -the Role of Female Fighters in Colombia’s FARC-EP’, Small Wars & Insurgencies, 19(4): 609-634, 2008
[7] «North Korea, Another Country», 2004, p.50 (The New Press)
[8] Ver por ejemplo, Paul Collier, ‘Rebellion as a Quasi-Criminal Activity’, Journal of Conflict Resolution, 44(6):839-853, 2000. Ver también Paul Collier & Anke Hoeffler, ‘Greed and Grievance in Civil War’, 1999 http://elibrary.worldbank.org/
[9] Hecho cuestionable, pero que se repite con frecuencia, ya que escasamente las FARC-EP llegan más allá del gramaje e impuesto sobre las transacciones en sus territorios.
[10] «Los límites de la extradición«, El Tiempo, 31 de Diciembre, 2004.
[11] «Criminales y rebeldes: una discusión de la economía política del conflicto armado desde el caso colombiano», Estudios Políticos, 24: enero-junio 2004
[12] p.168.
[13] «La Guerra contra y de las FARC», en «Revista Arcanos», Número 15, Abril del 2010, p.9.
[14] Lo que no significa que haya podido erradicar el despojo, acelerado con la unificación y cualificación del aparato paramilitar desde mediados de la década de 1980
[15] Ramírez Tobón, op.cit., p.10
[16] Lo cual ya es reconocido por Eduardo Pizarro Leongómez, «Las FARC, de la Autodefensa a la Combinación de Todas las Formas de Lucha, 1949-1966», 1991 (Tercer Mundo)
[17] Ver por ejemplo los trabajos de Mario Aguilera P. «Justicia Guerrillera y Población Civil: 1964-1999», Bulletin de l’Institut Francais d’Études Andines, 29(3): 435-461, 2000, y Nicolás Espinosa «Entre la Justicia Guerrillera y la Justicia Campesina ¿Un Nuevo Modelo de Justicia Comunitaria?», Revista Colombiana de Sociología, 20:117-145, 2003, el cual analiza La Macarena en El Meta, para demostrar que el modelo de justicia comunitario se base en la interacción de la tradición con la «ley del monte». Ver también de Espinosa «El justo comunitario, las leyes y la justicia en una región con fuerte presencia del conflicto armado. Etnografía del pluralismo jurídico en la Sierra de La Macarena», Diálogo de Derecho y Política (U. de A.), 3, 2010.
[18] Marco Palacios «Violencia Pública en Colombia 1958-2010», 2012 (Fondo de Cultura Económica)
[19] Ponencia presentada al 46 Congreso Internacional de Americanistas, Julio 4-8 de 1988, Ámsterdam, Holanda. Tomado de la publicación Reencuentro Ideas No.5, Junio 2012, Bogotá, Colombia.
[20] Arturo Alape, «Las vidas de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo», p.19, 1989 (Planeta)
[21] Ver María Teresa Uribe «Nación, Ciudadano y Soberano», 2001, pp.262-263 (Corporación Región)
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