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Reforma agraria y democracia

Fuentes: Argenpress

Cuando las revoluciones burguesas han distribuido la tierra entre los campesinos no solo se ha creado un mercado interno dinámico para el capitalismo nacional; también se ha puesto fin a formas primitivas de explotación, a sistemas arcaicos de retención de la mano de obra y sobre todo a relaciones de dominación política y social que […]


Cuando las revoluciones burguesas han distribuido la tierra entre los campesinos no solo se ha creado un mercado interno dinámico para el capitalismo nacional; también se ha puesto fin a formas primitivas de explotación, a sistemas arcaicos de retención de la mano de obra y sobre todo a relaciones de dominación política y social que sometían al campesinado al control de terratenientes, gamonales, comerciantes poco escrupulosos y curas de parroquia.

En América Latina estos procesos de modernización del agro solo han tenido éxito mediante revoluciones y no precisamente de la mano de la burguesía local. En la mayoría de los casos la burguesía criolla ni siquiera lo ha intentado y cuando alguna fracción progresista se lo propuso, a la reacción violenta de los propietarios tradicionales hubo que sumar la participación de las multinacionales gringas. Juntos, con el apoyo de las fuerzas armadas, grupos de mercenarios o directamente de los marines, se encargaron de frustrar tales propósitos renovadores.

La modernización del agro latinoamericano se ha realizado entonces sin un acento particular en el mercado interno, sin el objetivo de generar una capa de pequeños propietarios rurales dinámicos y emprendedores y sin preocuparse por dar fin a las formas primitivas de explotación y contratación de la mano de obra ni menos aún por superar las formas tradicionales de participación política y social del campesinado. Los avances del capitalismo en el campo han sido fruto básicamente de la modernización del latifundio y no de su abolición. El terrateniente es ahora un moderno empresario capitalista, la United Fruit Company se llama Chiquita Brand, en lugar del cura tradicional funciona la televisión y los matones de antes han sido reemplazados por paramilitares y mercenarios denominados «contratistas». El aparcero de antaño es hoy un peón agrícola sin derechos, un paria en su propia tierra que vaga de un latifundio a otro en busca de empleo y el pequeño propietario es una figura condenada a desaparecer ante la avalancha de productos extranjeros con los cuales no puede competir.

La reforma agraria sigue siendo una necesidad de la misma manera que son tareas pendientes la reforma educativa y científica, la reforma política o la reforma urbana -para no mencionar sino las más urgentes- sin las cuales la modernidad de estos países no deja de ser un espejismo.

El capitalismo criollo no podía escoger otro camino para llegar al campo. Dada su naturaleza oligárquica y la debilidad tradicional de sus sectores progresistas lo extraño hubiese sido que las cosas ocurrieran de otra manera. Los reformadores burgueses nunca consiguieron vencer la estrecha alianza entre grandes comerciantes, propietarios rurales y empresas extranjeras. Ni ayer, ni hoy. No sorprende entonces que la exigencia por una reforma agria no encuentre eco y tan solo en Venezuela y Bolivia, donde las oligarquías tradicionales han perdido el gobierno, se adelanten programas ambiciosos de reforma de la propiedad territorial. Y no deja de ser paradójico que hoy como ayer se acuse de «comunistas» a los reformadores cuando en realidad éstas y otras son tareas históricas de la burguesía. Paradójico porque tanto en Venezuela como en Bolivia las reformas no son muy diferentes de la propuesta por Kennedy en la Alianza para el Progreso y resultan menos radicales que la reforma agraria impuesta por los estadounidenses al Japón tras la Segunda Guerra Mundial.

La cuestión agraria en Latinoamérica no solo no ha transcurrido por derroteros democráticos sino que ha sido acompañada con enormes dosis de violencia. Arrebatar la tierra a los indígenas fue política permanente durante la colonia, moderada a medias por las autoridades españolas o portuguesas que temían la total extinción de los aborígenes; fue aún mas cruel en las nacientes repúblicas y así se ha mantenido hasta la actualidad. Pero no solo sufren los indígenas; despojar a los campesinos pobres, blancos, negros o mestizos, también ha sido práctica común de suerte que el cuadro aterrador que proporciona la literatura latinoamericana al respecto nada tiene de mágico o fantástico. Es un pálido reflejo de siglos de opresión, saqueo y violencia.

Habida cuenta del proceso de aguda y desordenada urbanización de estos países cabe entonces interrogarse si a estas alturas sigue siendo necesaria una reforma agraria y si tienen sentido los esfuerzos de algunos gobiernos progresistas en este sentido. ¿Es pertinente una reforma agraria cuando la economía comercial moderna ya es la forma predominante? ¿Tiene sentido distribuir las tierras cuando el tractor domina en los campos? ¿Hay futuro para la pequeña y mediana propiedad cuando la hegemonía la ostenta la gran explotación capitalista?.

La respuesta es simple: si. La reforma agraria no solo es una necesidad social sino una medida saludable para la economía de los países latinoamericanos.

En unos casos, porque en muchas regiones a pesar del avance del capitalismo en el campo aún persisten el latifundio y el minifundio; porque al lado de millones de hectáreas desaprovechas o insuficientemente explotadas hay millones de familias sin tierras o con propiedades exiguas en un continente con elevados niveles de pobreza y miseria. No todo se puede producir en grandes explotaciones; buena parte de los alimentos resultan del trabajo intensivo de pequeñas y medianas propiedades rurales. No es ni social ni económicamente racional que mientras el ganado ocupa las mejores tierras estos países carezcan de alimentos básicos. Las vacas aquí no son sagradas como en India, pero poco les falta; de hecho su suerte es más valorada que la del campesinado pobre o la del indígena. Como si nada hubiese ocurrido en un siglo, en Latinoamérica aún es necesario distribuir tierras y crear una capa de pequeña burguesía rural y no precisamente colonizando las tierras públicas de la frontera agrícola sino afectando las tierras ociosas cercanas a los mercados de las grandes urbes.

Además, no es tan evidente que la «revolución verde» basada en la gran explotación con sus enormes gastos en energía, fungicidas, aguas, abonos químicos, escaso uso de mano de obra y un impacto sumamente negativo sobre el medio ambiente sea la fórmula salvadora y no un gran negocio que solo deja beneficios al gran capital nacional y extranjero.

En otros casos, se trata de detener la expansión cancerosa de las multinacionales madereras, mineras o de plantación que saquean las reservas forestales y de biodiversidad con la complicidad criminal de las mismas autoridades. La reforma agraria moderna tiene entonces un capítulo de defensa decidida del medio ambiente, de conservación ecológica y de ejercicio de soberanía. Por supuesto, también es necesario regular los procesos de colonización en marcha, provocados en casi todos los casos por el desalojo de los campesinos o el acaparamiento de las tierras disponibles por la gran propiedad.

La reforma agraria sigue siendo válida por los mismos motivos sociales de antes. Hay que llevar la democracia, el desarrollo social y los derechos civiles a los campesinos. Hay que romper definitivamente con los métodos primitivos y violentos que impiden a las masas rurales una participación efectiva en la vida política. En muchos países de Latinoamérica el estado es una realidad lejana y difusa y la autoridad real la ejercen los gamonales, las multinacionales, la gran empresa comercial y en algunos casos, las mafias del narcotráfico y el paramilitarismo. Esta situación solo preocupa a los gobiernos cuando el poder lo ejercen los mismos campesinos que desconocen la autoridad central y desarrollan sus formas propias de organización y gobierno (con mayor motivo cuando este poder local está vinculado a formas de resistencia armada que amenaza al sistema, como ocurre en Colombia). Reforma agraria no es solo distribuir tierra, créditos y asistencia técnica; también es un proceso social y político de emancipación y participación de las masas campesinas.

La reforma agraria es igualmente un acto de justicia con las comunidades indígenas y otras etnias que aún conservan tierras comunales pues el proceso de expropiación forzosa y violenta de tierras adquiere aquí tintes de racismo agudo y genocidio. Países como México y Guatemala, con importantes poblaciones indígenas son escenario de verdaderas guerras contra estas comunidades, siempre y en todo los casos con la finalidad de apropiarse de sus tierras. Contra los indígenas ya no solo actúa la aculturación y la perdida de identidad a que les somete la sociedad global y el abandono de las autoridades; a ello hay que agregar la violencia pura y dura de policías, soldados, bandas armadas de civiles y matones a sueldo. Inclusive un país como Colombia, con un porcentaje pequeño de etnias indígenas y de afrodescendientes, vive hoy una situación dramática de desalojo, expropiación y verdadero genocidio provocado por grupos armados al servicio de oscuros intereses nacionales y extranjeros interesados en la siembra de palma africana, petróleo, explotaciones mineras o sencillamente acaparamiento de tierras para ganadería extensiva y cultivos ilegales.

En este país, con casi cuatro millones de refugiados (alrededor del 10% de su población) una reforma agraria supondría también su retorno a las zonas rurales de las que han sido expulsados. Por el contrario, el gobierno de Uribe Vélez promueve una ley que legaliza esas expropiaciones otorgando titularidad a quien demuestre posesión en los últimos cinco años, es decir, los «narcos», los «paras» y otros beneficiados por la violencia contra los campesinos. En las condiciones de este país, una reforma agraria tendría que empezar por la revisión minuciosa de los títulos de propiedad rural al menos durante el período que va desde la intentona de reforma agraria del presidente López Pumarejo en los años 30 hasta hoy. Habría muchas sorpresas.