Que una franja importante de las familias trabajadoras en Chile hayan accedido a consumos novedosos (incluida la educación particular subvencionada, o la salud privada de baja complejidad), no ha sido óbice para que trabajadoras y trabajadores procesen colectivamente tanto sus experiencias de agobio y abusos laborales, como sus nuevas formas de colaboración (transidas de una […]
Que una franja importante de las familias trabajadoras en Chile hayan accedido a consumos novedosos (incluida la educación particular subvencionada, o la salud privada de baja complejidad), no ha sido óbice para que trabajadoras y trabajadores procesen colectivamente tanto sus experiencias de agobio y abusos laborales, como sus nuevas formas de colaboración (transidas de una fragmentariedad neoliberal tan indiscutible, como mal estudiada). Con base en esta evidencia, investigaciones de campo realizadas desde la Universidad de Chile (1) han explicado cómo, a pesar de la herencia dictatorial, el sindicalismo chileno ha logrado sobrevivir, incidiendo en la tímida democratización del país e incluso desplegando ciertos ciclos revitalizadores de sus repertorios de acción.
Hoy, que el proyecto de reforma yacente en el senado chileno es presentada como el fin de la herencia dictatorial en materias laborales, consideramos imprescindible iniciar su análisis cuestionando algunos catecismos ochenteros que vinculan el estallido neoliberal de la estructura social chilena, con el ascenso de unas imprecisas clases medias y la subsecuente inanición político-estructural de los trabajadores y del movimiento popular. Respecto de dicho estallido neoliberal, es necesario distinguir que una faceta fue la orientada a recomponer la acumulación de capital («crecimiento económico»), y otra distinta la del aseguramiento de condiciones para que los lugares de trabajo no estallen en conflictos derivados de la extracción ampliada de excedentes productivos. Así, la herencia de la dictadura no es simplemente nuestra actual sociedad de mercado, sino un dispositivo institucional que, desde el Estado, instaló y reproduce dicho tipo de sociedad. De ahí que ante el aserto de un conductor de televisión explicando que la negociación por rama significa: «que si el almacén de la sra. Juanita entra en huelga, todos los demás almacenes deberán seguirlo», su invitado, el ministro de Hacienda, lo corrigió diciéndole que el problema era más simple: «Chile no está preparado».
En efecto, la reforma laboral de la Nueva Mayoría supone que, en función de asegurar crecimiento económico (constreñido durante décadas por crisis internas al capital), Chile no está preparado, por ejemplo, para terminar sin ambigüedades con el reemplazo de trabajadores en huelga. Públicamente las autoridades han asegurado a los empresarios que sí podrán hacer uso del «reemplazo de funciones», es decir, personal de la misma empresa, pero no sindicalizado, podrá realizar las funciones de los huelguistas, aunque sin «reemplazar sus puesto de trabajo». Con razón los empresarios han respondido perplejos que no entienden entonces la reforma, pues esa modalidad de reemplazo en huelga, es la que han utilizado hasta ahora. Chile tampoco estaría preparado para siquiera discutir alguna forma de negociación que supere el nivel de la empresa, aun cuando es público y notorio que la reciente legislación contra el multirut (fragmentación artificial de las empresas en muchas personalidades jurídicas) es inoperante. La titularidad sindical sin ambages, sería otra medida para la cual Chile no estaría preparado.
Por cierto que, en algunos de estos puntos, el proyecto de reforma laboral insinúa avances, pero al dejar tantos elementos abiertos a la interpretación, promueve la judicialización de los procesos, profundizando las enormes desventajas con que el trabajo negocia actualmente en Chile con el capital. Con sagacidad, el gran empresariado chileno ha interpretado los elementos ambiguos del proyecto de reforma como avances efectivos del poder sindical. Con esto ha logrado que el gobierno incluya disposiciones que son francos retrocesos para el trabajo. Es el caso de los «pactos de adaptabilidad» que, de ser aprobados en el congreso, permitirán transar condiciones precarias a título de una flexibilidad ya extrema en el caso chileno. Lo mismo ocurre con el establecimiento de servicios mínimos obligatorios durante las huelgas. La determinación de estos servicios judicializará el diálogo, favoreciendo los conocidos -no meramente supuestos- mecanismos de desgaste sindical utilizados por los empresarios. Otro notable retroceso es la suspensión de huelgas y dictación de reanudación de faenas por simple determinación de tribunales. Ergo; de no mediar acciones colectivas decididas, como las convocadas por la estratégica Unión Portuaria de Chile: herencia laboral de la dictadura ¡Bienvenida a «un país mejor»!
1/ Dirigidas por los autores de esta columna.
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