«Será preciso, más allá de la ideología, sumergirse en las profundidades de la experiencia histórica para tejer los hilos de un debate estratégico enterrado bajo el peso de las derrotas acumuladas. En el umbral de un mundo en el que lo nuevo cabalga sobre lo antiguo, más vale admitir lo que se ignora, para mejor […]
«Será preciso, más allá de la ideología, sumergirse en las profundidades de la experiencia histórica para tejer los hilos de un debate estratégico enterrado bajo el peso de las derrotas acumuladas. En el umbral de un mundo en el que lo nuevo cabalga sobre lo antiguo, más vale admitir lo que se ignora, para mejor hacerse disponible a las experiencias por venir, que teorizar la impotencia cerrando los ojos sobre los obstáculos y peligros». Daniel Bensaid.
«Cambiar el mundo» (Ediciones Viento Sur), un libro recientemente publicado de Daniel Bensaïd, conocido líder de Mayo del 68, filósofo y profesor universitario, merece la atención de la militancia de izquierdas y de las corrientes alternativas. Se trata de un trabajo tan valiente como oportuno que incide en la problemática de la estrategia revolucionaria frente al capitalismo globalizado. La perspectiva revolucionaria ha quedado en cierto modo «en suspenso» durante estos últimos años. La ofensiva neoliberal y los retrocesos sufridos por el movimiento obrero en las grandes metrópolis industriales, combinados con el hundimiento de los regímenes del mal llamado «socialismo real», desdibujaron el horizonte de un cambio histórico. Los desórdenes planetarios inducidos por la mundialización, las guerras imperiales y las amenazas de una hecatombe ecológica, así como la eclosión de resistencias fundadoras de un nuevo internacionalismo, anuncian un giro en la situación que exige de nuevo responder a la pregunta crucial e insoslayable sobre el devenir de la humanidad.
Sin embargo, las mutaciones del capitalismo en las últimas décadas han modificado sustancialmente los parámetros en que se fundaban las viejas previsiones de la izquierda. ¿Sigue siendo el marxismo el instrumento válido para entender el mundo y concebir su transformación? El opúsculo de Bensaïd demuestra justamente que sí, y abre numerosas y prometedoras pistas de la obra – compleja y necesariamente colectiva – de refundación de una estrategia revolucionaria.
La escuela del socialismo científico
Lo primero que hay que decir es que Bensaïd inscribe su proceder en la mejor tradición de los clásicos del marxismo; esa escuela que no da nada por «evidente», que exige rigor científico… y que no teme (como decía un viejo chiste soviético a propósito de un Lenin milagrosamente resucitado bajo el reinado odioso de la burocracia) «marcharse a Suiza para volver a empezar». De hecho, el libro se desarrolla como una polémica, una apasionante discusión con algunos de los pensadores que han alcanzado mayor predicamento en el movimiento contra la globalización, y cuyas elaboraciones se refieren a las perspectivas y a los actores de un futuro cambio mundial: Michael Hardt, Toni Negri, John Holloway…
Según los primeros, el imperialismo como estadio de desarrollo capitalista descrito por Lenin habría quedado atrás, rebasado por una nueva realidad histórica, la del Imperio: un organización mundial, sin centro definido, bajo cuya égida se desvanecerían las viejas fronteras geográficas así como los conocidos antagonismos de clase. Ante un capitalismo difuso y organizado en red, sólo cabría una resistencia global, invertebrada y multiforme. Frente al Imperio, se agita una Multitud cuya fuerza motriz no es ya el proletariado, sino «el precariado». No pocos compañeros y compañeras de movimientos sociales junto a quienes hicimos campaña en el último referéndum constitucional europeo se sorprendieron de ver a Toni Negri militando a favor del Tratado. Sin embargo, se trata de una actitud acorde con el fondo de su razonamiento. En el nuevo escenario mundial, la guerra de Bush en Irak o Afganistán no sería más que un episódico sobresalto imperialista, un reflejo atávico en contradicción con el sentido mismo de la formación del Imperio. Así pues, éste aparece como un fenómeno históricamente progresista. Tanto como lo fue en su época el advenimiento del capitalismo en relación a la sociedad feudal. Y eso justificaría una cierta alianza con las «elites globalizadoras»… como las que representan los «padres» de la Constitución europea. He aquí la primera cuestión planteada: la del sujeto de la Historia, la de la clase revolucionaria.
La negación de los postulados del marxismo clásico – ni tampoco el eco que alcanzan las nuevas teorías «imperiales» – constituyen en absoluto algo casual. Son el reflejo ideológico, como muy bien señala Bensaïd, de la «época incierta que atravesamos». La expansión del liberalismo a golpe de desregulaciones y privatizaciones, la destrucción implacable de las conquistas sociales de la posguerra, el notorio desmantelamiento de los bastiones tradicionales de la clase obrera europea y americana – con el consiguiente debilitamiento orgánico de sindicatos y partidos de izquierda, que se sostuvieron durante décadas sobre el sector asalariado industrial… producen la impresión de una desaparición del proletariado. De vez en cuando, una huelga general en Italia, en Austria o en el Estado español pone sordina a esos cánticos fúnebres en honor de la vieja clase obrera. Pero lo cierto es que sus luchas, todavía defensivas, se manifiestan en medio de un abanico de resistencias variadas – y de distintas clases sociales – a la globalización. ¿No sería lógico pues cuestionar su hegemonía?
Hegemonía de clase
La globalización no significa la superación de las leyes y contradicciones propias del capitalismo tal como las descubrió Marx, sino más bien su verificación a escala planetaria y, en ese sentido, inédita. El capitalismo trata de hacer del mundo entero y de la propia naturaleza una mercancía. Pero el motor del desenfreno mercantilista – y de la barbarie que lo acompaña – sigue siendo la lucha incesante del capital contra la tendencia a la caída de la tasa de beneficio, inscrita en su propia composición orgánica. Las innovaciones tecnológicas incrementan sin cesar la productividad; pero la plusvalía sólo puede extraerse del trabajo asalariado no retribuido, del trabajo vivo, por tortuosos que sean los caminos del vampirismo capitalista. El robot no eliminó al obrero. La informática tampoco anuncia la desaparición del proletariado, sino la proletarización masiva del trabajo intelectual. En su acepción marxista, el proletariado – aquellas personas que sólo poseen su fuerza de trabajo y contribuyen a la acumulación del capital – constituye la inmensa mayoría de la ciudadanía de los países desarrollados. Y conviene recordar que, de todos modos, el capitalismo nunca alcanza a realizar sus propias tendencias de un modo lineal, ni aún menos como un absoluto: ni siquiera en las viejas metrópolis, las multinacionales están en condiciones de prescindir de importantes concentraciones productivas, de «deslocalizar» todas las manufacturas. La pauperización de la pequeña burguesía y su proletarización, motivo de sorna recurrente de cuantos profetas han creído poder anunciar el fracaso del marxismo, alcanza su paroxismo en las megápolis del tercer mundo. El desarrollo capitalista en China ha desencadenado uno de los mayores éxodos de la Historia, arrastrando hacia las ciudades una masa ingente de millones de hombres y mujeres del campo. «La novedad de la globalización mercantil – apunta Bensaïd – residiría en que el desarrollo desigual sería «internalizado». Las contradicciones que resultan de ello son aún más explosivas. En vez de ser más armonioso, el desarrollo se hace aún más desigual y peor combinado…»
Por otra parte, la idea de un superimperialismo unificador tampoco es nueva. En términos ciertamente distintos a los de Negri, todo un clásico del socialismo europeo como Kautsky creyó discernir, a principios del siglo XX, esa tendencia como un vector naturalmente inscrito en la dinámica de concentración del capitalismo moderno. La carnicería de 1914-18 se encargó de desmentir semejante teoría. Salvando todas las distancias, la crisis diplomática y política abierta entre Estados Unidos y las principales potencias europeas por el conflicto iraquí, va en el mismo sentido. Por mucho que pretenda renegar de ella, el capitalismo no consigue emanciparse de su matriz nacional. «El imperialismo senil – concluye Bensaïd – no suprime el antiguo orden de las dominaciones interestatales. Se superpone a ellas. (…) El capital y las firmas se transnacionalizan, pero se siguen adosando a la potencia militar, monetaria y comercial de los Estados dominantes».
En otras palabras: como el Capital que una y otra vez vuelve a engendrarla, la clase obrera se globaliza. (Otra cosa es que su organización sindical y política vaya con mucho retraso todavía respecto a una evolución que, necesariamente, acabará por cambiar la faz del movimiento obrero internacional). Pero esa clase, por el lugar que ocupa en relación al capital, por su número y su peso específico, por su comunidad de intereses más allá de las fronteras… no sólo sigue siendo, sino que deviene objetivamente y con mayor fuerza que nunca, el primer actor de la transformación radical del mundo. Un cambio que el imperialismo puso ya plenamente a la orden del día en los albores del siglo XX y que, en su fase globalizadora neoliberal, se plantea en términos de supervivencia de la especie humana… El cambio de las relaciones de propiedad, la colectivización de los medios de producción, intercambio y comunicación – en una palabra: la perspectiva socialista de la que ha sido históricamente portador el proletariado – aparece como el único proyecto capaz de vertebrar las aspiraciones de la multitud de los oprimidos…
La cuestión del poder
John Holloway es autor de un conocido trabajo («Hacer la revolución sin tomar el poder») que resume perfectamente una de las tendencias presentes hoy en día en los movimientos: se trata de la idea de instaurar contrapoderes desde la sociedad civil, evitando la tentación de hacerse con el gobierno, de ocupar el Estado para implementar los cambios necesarios. Aunque se refiere tan abundante como sesgadamente a la experiencia zapatista, el enfoque de Holloway no es demasiado original. De hecho, entronca con la vieja tradición libertaria; una tradición que han revigorizado los fracasos y traiciones de la izquierda reformista, así como la trágica experiencia del estalinismo. (No está de más señalar que el propio EZLN, planteándose hoy su intervención en la arena política y electoral mexicana, ha dejado atrás buena parte de las nociones que Holloway ensalza como si de un fetiche se tratara).
El poder corrompe, enseña el anarquismo. El marxismo nunca ha discutido esta verdad. ¿Alguien se atrevería a poner en duda la existencia de «los riesgos profesionales del poder», como se decía en tiempos de la Internacional Comunista… después de la debacle del PT brasileño? En efecto: la acción de gobierno, por el mismo hecho de ejercerse por definición sobre una base de desigualdad social, constituye, en mayor o menor grado, «una fuente de infección política» (Trotski). Ahora bien, si el poder corrompe, la esclavitud también lo hace. Bensaïd responde con ironía a los neolibertarios que «uno tal vez no quiera tomar el poder, pero el poder acaba tomándolo a uno». Ahí está, sin ir más lejos, la experiencia del anarcosindicalismo español en el gobierno del Frente Popular. El Comité de Milicias Antifascistas, levantado sobre la insurrección victoriosa de julio en Barcelona y con la poderosa CNT de Durruti al frente, vaciló a la hora de instaurar su propio poder revolucionario. Companys no tardó demasiado en transformar el Comité en… el propio gobierno de la Generalitat burguesa. ¿Podría tal vez contentarse el movimiento altermundista con ser un lobby, una red de contrapoderes específicos, sobre los Estados y las multinacionales que dominan el mundo? ¿No representa acaso la cooptación una forma perversa de corrupción? ¿No nos ha enseñado nada la experiencia de tantas y tantas ONG?
Puede decirse que uno de los efectos del neoliberalismo, por cuanto al Estado se refiere, ha sido el de «mostrarnos al rey desnudo». El «Estado social» se desagrega. Pero no como la expresión de una retirada general de la maquinaria burocrática estatal de la vida política, sino – ¡muy al contrario de las pretensiones de los gurús liberales! – concentrándose en sus funciones de control policial sobre la sociedad y reactivando el militarismo. Del «welfare state» a «Big Brother», el Estado aparece cada vez más como ese «destacamento de hombres armados» a que se refería el sabio Engels. Así pues, no bastará con el desarrollo numérico del proletariado a nivel mundial y su conjunción con las resistencias sociales al imperialismo para establecer una nueva hegemonía universal. «La convulsa historia del siglo pasado prueba que no es tan fácil liberarse del mundo encantado de las mercancías, de sus dioses sanguinarios y de su caja de repeticiones». La estrategia emancipadora de los oprimidos tendrá que dar cuenta del «qué» (hacerse con el poder) y del «cómo» (mediante qué instrumentos) del cambio revolucionario.
Reencuentro con Lenin
En su estrepitosa caída, los regímenes burocráticos de Europa del Este arrastraron consigo un buen número de estatuas de Lenin (Esos monumentos constituyeron en su día un auténtico paradigma del estalinismo; pues nada repugnaba tanto al austero líder bolchevique como los fastos del poder que, por el contrario, fascinaron hasta lo indecible a los epígonos). He aquí sin embargo que, cuando muchos creían ver su nombre sumido para siempre en las brumas del pasado, los nuevos tiempos ponen de relieve la actualidad de aquello que es más genuino – e innovador respecto al marxismo – en el pensamiento leninista. Este es sin duda uno de los mayores méritos del libro de Bensaïd: evidenciar, en la era convulsa que vivimos y tras las experiencias acumuladas en estos años de lucha contra el liberalismo, la frescura y pertinencia de lo que cabría designar como las dos aportaciones definitorias del leninismo. Es decir, la idea de la ocasión revolucionaria y la noción del partido.
«La especificidad de la política se expresa en Lenin en el concepto de la crisis revolucionaria, que no es la prolongación lógica de un «movimiento social», sino una crisis general de las relaciones recíprocas entre todas las clases de la sociedad». Es decir, una situación en que, según la célebre fórmula, «los de arriba no pueden ya gobernar como antes; los de abajo no soportan ya ser oprimidos como antes; y esta doble imposibilidad se traduce en una repentina efervescencia de las masas». «La revolución, decía Trotski, es un momento de sublime inspiración de la Historia». Y esa «inspiración» surge de la ruptura, de la discontinuidad. O, volviendo a la terminología acuñada por el propio Lenin, surge de esa crisis nacional que representa «un momento de verdad política y actúa como un revelador de las líneas de frente desdibujadas por las fantasmagorías místicas de la mercancía. Entonces solamente, y no en virtud de una ineluctable maduración histórica, el proletariado puede ser transfigurado y «convertirse en lo que es»…».
El mundo camina hacia nuevas experiencias de las que será necesario aprender, y que pueden revestir incluso un carácter fundador desde el punto de vista de la estrategia revolucionaria para el nuevo siglo. Las décadas de ascenso imparable del neoliberalismo han coincidido con severas decepciones y retrocesos del movimiento obrero. Baste recordar que, en su nacimiento, el PT brasileño que hoy parece desmoronarse sin remedio, fue coetáneo de Solidarnosc. Eso no quiere decir que las futuras crisis revolucionarias vayan a constituir una reedición de cuanto hemos conocido. Las transformaciones habidas bajo la globalización hacen que podamos darlo por sentado… y los rasgos novedosos de los actuales procesos, como el que se desarrolla en la Venezuela bolivariana, así lo confirman. Pero eso tampoco significa – ¡ni mucho menos! – que, en su movimiento secular, el proletariado no haya establecido ciertas verdades universales. O, si se quiere, no haya inscrito, muchas veces con sangre, determinadas conquistas políticas en el acervo colectivo de los oprimidos. «No hay hasta hoy ejemplo – nos recuerda Bensaïd – en el que las relaciones de dominación no se hayan desgarrado ante la prueba de las crisis revolucionarias: el tiempo de la estrategia no es el tiempo liso de la aguja en la esfera del reloj, sino un tiempo roto, ritmado de aceleraciones bruscas y ralentizaciones repentinas. Es en esos momentos críticos, en los que han aparecido a veces formas de dualidad de poder planteando la cuestión de saber «quién ganaría». En fin, la crisis no se ha resuelto jamás a favor de los oprimidos sin la intervención resuelta de una fuerza política (se llame partido o movimiento) portadora de un proyecto, capaz de tomar iniciativas y de llevar la decisión».
¿Un partido? ¿Qué partido?
Con Lenin nos movemos sin cesar en el ámbito de lo político. Pensar el momento del cambio revolucionario en términos de ruptura y de ocasión excepcional, es inseparable de la idea de organización, de la necesidad de «preparar y de estar preparado para los acontecimientos»… En una palabra, es inseparable de la idea de un partido. Más allá del descrédito que sobre esa noción haya sembrado la experiencia histórica del reformismo – hoy en su decadente versión social-liberal – y el estalinismo, los parámetros del razonamiento leninista resurgen con un vigor renovado en las condiciones históricas del enfrentamiento mundializado entre las clases. «El desarrollo espontáneo del movimiento obrero conduce a «subordinarle a la ideología burguesa». La ideología dominante no es una manipulación de las conciencias, sino el efecto objetivo del fetichismo de la mercancía. No se puede escapar al círculo de hierro y a su servidumbre involuntaria más que por la crisis revolucionaria y por la lucha política de los partidos».
En distintos artículos y charlas, Daniel Bensaïd viene insistiendo de un tiempo a esta parte sobre esta tesis: el altermundismo no podrá diferir por más tiempo el salto de la resistencia social, desarrollada fecundamente durante estos últimos años a través de Foros y movilizaciones, a la acción explícitamente política. Se hace difícil imaginar un Foro Social Mundial en Caracas que no se vea profundamente influido por los problemas que aborda la revolución bolivariana. No lo es menos concebir un Foro de Atenas – la próxima cita de los movimientos del viejo continente – que no sienta la imperiosa necesidad de diseñar el proyecto de otra Europa ante la crisis de las instituciones comunitarias desencadenada por el «No» de Francia y Holanda al Tratado Constitucional. Pero la cuestión va mucho más allá de la perspectiva política. Se refiere a la organización y a la forma de partido.
La polémica con los detractores del leninismo, prestos a exaltar la democracia de redes y movimientos, está servida. «Una cierta forma de centralización, lejos de oponerse a la democracia, es su condición misma. (…) La delimitación del partido es un medio de resistir en cierta medida a los efectos disolventes de la ideología dominante y de aspirar a una cierta igualdad entre miembros, a contracorriente de las desigualdades inevitablemente generadas por las relaciones sociales dominantes y por la división del trabajo. (…) La democracia de un partido produce decisiones colectivas que pretenden actuar sobre las relaciones de fuerza para modificarlas. Cuando los detractores impacientes de la «forma partido» pretenden liberarse de una disciplina asfixiante, vacían en realidad toda discusión de sus contenidos, la reducen a un forum de opiniones que no compromete ya a nadie…». Corresponderá a una nueva generación revolucionaria poner esas conquistas teóricas y políticas en relación viva y creativa con la nueva realidad mundial.
Sería vano pretender resolver intelectualmente y de antemano la cuestión de saber cuales serán los contornos de los nuevos partidos de la clase obrera en el siglo XXI. Serán sin duda el resultado de la confluencia de diversos factores, en un orden y proporción del todo impredecibles. Hará falta combinar la lucha ideológica con la acción de masas, única capaz de liberar las energías necesarias a una nueva construcción política. Bensaïd apunta distintos niveles de la acción política: «Una gran alianza social que apunte a reunir las fuerzas en movimiento contra el despotismo del capital y el militarismo imperial. Un reagrupamiento estratégico de las fuerzas anticapitalistas y alternativas dispuestas a cambiar de izquierda para cambiar el mundo. Un frente táctico de las izquierdas cuando es necesario para combatir las políticas de la derecha y de la extrema derecha». Y es que, como subraya el autor, no hay desarrollos objetivos automáticos que zanjen por sí solos aquello que debe dirimir – ciertamente en relación dialéctica con los propios acontecimientos, pero con una especificidad que rompe con lo espontáneo -, la lucha consciente, política, de partido y entre distintos partidos. Valga como ejemplo la fundada advertencia hacia quienes esperarían un ineluctable declive de la influencia del social-liberalismo, como resultado de los estragos provocados por la irrefrenable codicia del Capital. «El diagnóstico sobre el agotamiento de las vías reformistas es peligrosamente unilateral. Corre el riesgo, como en ciertas izquierdas comunistas de los años veinte, de confundir en una visión catastrofista tendencias históricas a medio plazo y fenómenos coyunturales. (…) La lógica especulativa y financiera, característica de las orientaciones ultraliberales, es un factor de desorden cada vez más inquietante para el propio capital.»
Desde luego, el «estado del bienestar», los dispositivos institucionales y las relaciones sociales que se basaban en él, han quedado irremediablemente socavados. «Esto no significa que todo compromiso social esté definitivamente descartado, ni que los socialdemócratas abandonen sin reaccionar el terreno perdido a lo que Bourdieu llamaba «la izquierda de izquierdas». Nuevas derrotas infligidas a los movimientos sociales podrían dar de nuevo algún margen de maniobra a políticas neoreformistas.» En definitiva, el pensamiento marxista no se remite a la fatalidad histórica («No hay situación sin salida para la burguesía», decía la célebre fórmula de Lenin), sino que se sumerge en las incertidumbres de la lucha.
He aquí algunas de las cuestiones evocadas por el libro de Daniel Bensaïd. Una lectura no siempre ligera: nuestro autor es un erudito que maneja con soltura desde las nociones clásicas del marxismo hasta los conceptos acuñados por los pensadores más destacados del último siglo, desde Hannah Arendt hasta el recientemente desaparecido Pierre Bourdieu, pasando por Foucault, Jean-Marie Vincent o Jacques Derrida. Sin embargo, el lector verá recompensado con creces su esfuerzo. ¿No comparaba Marx el acceso al saber con el arduo ascenso de una escarpada montaña? No basta a los oprimidos revolverse contra la injusticia. Deben aprender a luchar y luchar por aprender. «Cambiar el mundo» constituye una valiosa contribución a esa ingente tarea.
LLuís Rabell es miembro del Consell Nacional de Esquerra Unida i Alternativa