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Regímenes de luz

Fuentes: Rebelión

«Debemos, por tanto, convertirnos nosotros mismos —en retirada del reino y de la gloria, en la brecha abierta entre el pasado y el futuro— en luciérnagas y volver a formar, así, una comunidad del deseo, una comunidad de fulgores emitidos, de danzas a pesar de todo, de pensamientos que transmitir. Decir sí en la noche surcada de fulgores y no contentarse con describir el no de la luz que nos ciega.»

(George Didi-Huberman, Supervivencia de las luciérnagas, 2012)

1. Los filtros simbólicos del mundo moderno

La modernidad no es solo un periodo histórico ni un proyecto filosófico: es, ante todo, una estructura simbólica y política de percepción, una forma de ordenar el mundo y de dotarlo de sentido desde categorías específicas —razón, progreso, ciencia, tecnología, dinero, libertad individual— que se imponen como universales. Pero esta arquitectura simbólica, pese a sus enormes potencialidades y posibles trayectorias, está íntimamente ligada al despliegue histórico del capitalismo, al que ha servido como legitimación cultural, marco de desarrollo material, horizonte civilizatorio y dispositivo de naturalización ideológica.

La modernidad y el capitalismo se han retroalimentado mutuamente. La primera ha ofrecido el relato legendario del progreso y la promesa de emancipación (el mito); el segundo lo ha reinterpretado e instrumentalizado para legitimar la desposesión, la explotación y la expansión ilimitada (la praxis). Danzando entrelazados en torno al constructo —potencialmente totalitario— del Estado-nación, que ha actuado como eje facilitador indispensable, ambos han constituido una maquinaria de producción de sentido capaz de organizar lo visible y lo decible, lo pensable y lo posible. Mientras su alianza ilumina ciertos valores —desarrollo, innovación, crecimiento, libertad económica—, mantiene en la sombra sus brutales fundamentos materiales: el colonialismo, el extractivismo, el patriarcado, la devastación ecológica y la desigualdad estructural, la producción deliberada de colapsos regionales. No obstante, sería injusto no reconocer los valores emancipadores y liberadores de la modernidad en sí misma; el problema es que, en su versión hegemónica capitalista, dichos valores han sido paradójicamente pervertidos o incluso perseguidos.

A lo largo de su evolución, esta modernidad hegemónica capitalista ha generado distintos filtros simbólicos que median la percepción colectiva del mundo. Cada filtro —blanco, dorado, rojo, amarillo, gris— representa, como seguidamente expondremos, una forma de ver y de no ver, de hacer y de dejar de hacer, de narrar y de ocultar. Los filtros simbólicos son capas ideológicas, estéticas, afectivas, perceptivas y psicopolíticas que configuran el clima cultural, el zeitgeist de cada época.

El concepto de filtro simbólico se inspira en lo qué Keneth Burke (1968) denominó terministic screens, un conjunto de términos, símbolos o narrativas —y aquí habría qué añadir prácticas, paisajes y ambientes— a través de los cuales percibimos e interpretamos la realidad. En la práctica, un filtro simbólico actúa como una lente lingüística y cultural que modela lo experimentable y lo inteligible. Algunas de sus funciones principales son: seleccionar ciertos aspectos del mundo y resaltarlos sobre otros, enfocar la atención colectiva en significados específicos dentro del discurso dominante e invisibilizar interpretaciones alternativas o marginales al excluirlas del marco simbólico aceptado. Burke utiliza una analogía sencilla: compara estos filtros simbólicos con filtros de color en una fotografía. Dicha metáfora ilustra que un filtro simbólico no es mera retórica, sino una herramienta cognitiva que condiciona lo visible, lo pensable y lo decible en una cultura determinada. Pero vamos incluso más allá, ya que los filtros simbólicos no son solo normativos e informativos, sino también performativos y conformativos de todo un modelo de mundo que se juzga como deseable, inevitable y perdurable. Constituyen, en realidad, auténticos regímenes de luz, en la medida en que operan —en tanto «estados de la luz» (Didi-Huberman, 2012)— como estructuras de visibilidad que fijan qué puede ser iluminado y qué debe permanecer en la sombra, qué se admite como real y qué se excluye del marco de lo pensable.

Un régimen de luz no es solo un dispositivo retórico o epistemológico, sino una auténtica tecnología política de la percepción que distribuye el sentido común, jerarquiza los discursos, invisibiliza lo marginal y modula emocionalmente lo visible. Por eso, entender la modernidad exige desvelar los regímenes lumínicos que han hecho parecer inevitables, naturales o deseables ciertas formas de vida, a costa de ocultar, silenciar o destruir otras. Son cosmovisiones perceptivas y preceptivas de posibilidad, dispositivos simbólicos que organizan, tamizan y delinean el mundo visible, definiendo sus centros de gravedad y generando lentes cognitivas que imponen un determinado horizonte de sentido: una gramática de lo real que excluye otras posibilidades y las relega al ámbito de lo «no visto», lo «no reconocido», lo «imposible» o lo «irracional».

Lo que proponemos aquí es, tomando como referencia la propuesta de Burke, una genealogía tentativa de los filtros simbólicos de la modernidad — como plasmaciones de los diversos regímenes de luz a través del uso de los colores, para comprender cómo hemos llegado a este momento histórico en el que el colapso es negado incluso cuando resulta evidente, y en el que la disociación colectiva —realidad/simulacro de realidad— ha sustituido a la imaginación política. Como sabemos, los colores no existen por sí mismos: son, en realidad, una manifestación de la luz. Lo que percibimos como color es el resultado de cómo la materia refleja, absorbe o transmite determinadas longitudes de onda del espectro luminoso. Sin luz, no hay color. La luz, entonces, no solo ilumina, sino que revela, construye y confiere sentido. De modo que cada color es, en el fondo, una expresión de cómo la realidad se nos aparece bajo ciertas condiciones de visibilidad.

Como manifestación de la actual hipernormalización del colapso —esa extraña forma de vivir como si todo siguiera igual, aun cuando todo se está desmoronando—, ha emergido el filtro gris, que alude a la existencia de una capa difusa, casi invisible, que se interpone entre nosotros y la realidad del mundo. Ese filtro gris, que hoy impregna el presente con la atmósfera opaca de la hipernormalización del colapso, no es una anomalía, es la forma terminal de un régimen perceptivo que, tras siglos de expansión a base de inducir colapsos en sus periferias, ya no puede ocultar su propio agotamiento, el colapso en su centro. El filtro gris es una capa simbólica que oculta, conforma y al mismo tiempo revela el deterioro sistémico en el que vivimos. Una atmósfera que embota la sensibilidad e inhabilita la capacidad de imaginar alternativas, y que coincide en gran medida con los contornos de lo que Mark Fisher (2022) formula como «realismo capitalista». De hecho, este autor lo define como una «especie de ambiente penetrante que condiciona no solo la producción de cultura, sino también la regulación del trabajo y la educación, una especie de barrera invisible que constriñe el pensamiento y la acción» (Fisher, 2022:43). Pero este filtro gris, qué constituye nuestra presente civilización actual, no surge de la nada. Es el resultado de una sedimentación y mutación histórica de filtros anteriores, como los ya enumerados, de capas simbólicas performativas y conformativas que han estructurado la forma cultural y política en que Occidente ha comprendido —y ha ocultado— su propia evolución, exportándola de paso la resto del planeta.

Desde esta perspectiva, los filtros simbólicos de la modernidad —blanco, dorado, rojo, amarillo, gris— no son solo metáforas culturales o históricas, sino también modos de percepción, construcción y reproducción de lo «real» condicionados por los distintos regímenes de luz. El filtro blanco de la Ilustración y del racionalismo moderno, por ejemplo, quiso ser una luz pura y total, que desvelara todo con su claridad cegadora, pero acabó ocultando las sombras profundas de la colonización, el extractivismo y la violencia sistémica. El filtro dorado de la posguerra capitalista ofreció un resplandor de prosperidad que encandiló a las sociedades occidentales, mientras otras regiones quedaban sumidas en la penumbra. El filtro rojo del socialismo real proyectó una luz alternativa, pero rígida, que con el tiempo se volvió desvaída y débil. El filtro amarillo simbolizó esa luz crepuscular neoliberal que emerge cuando el brillo del dorado se agota, anunciando el declive del esplendor capitalista y revelando ya fisuras internas que prefiguran el colapso. Y el filtro gris del presente no es tanto oscuridad como una niebla perenne: una luz sucia, filtrada, que, de tan reiterada y asumida, alimenta la sensación de normalidad en medio del colapso ya en curso, que crecientes manchas oscuras manifiestan con crudeza.

2. Auge y caída de la luz: brillos antiguos y sombras medievales

Esta genealogía simbólica comienza con los radiantes brillos de la Antigüedad clásica, donde Atenas, Alejandría y Roma emergen como centros fundacionales y referentes míticos. Atenas, idealizada como cuna de la filosofía, el arte y la democracia deliberativa; Alejandría, como magno depósito del saber en su legendaria biblioteca; Roma, como paradigma de derecho, poder y arquitectura imperial. En estas ciudades se consolida una concepción de civilización asentada sobre la tríada de armonía, ley y razón. Ese luz originaria se transforma en canon cultural, y su brillo se proyecta, siglos después, como criterio definidor de toda cultura refinada al estilo occidental.

Sin embargo, la decadencia y caída del Imperio Romano supusieron, en el relato histórico de Occidente, el triste declive de esa luz fundacional y el tenebroso ingreso en una época de sombras. Catherine Nixey (2018) ha definido este cambio como la «edad de la penumbra»: una tumultuosa etapa de tensión y degradación, marcada por la violenta irrupción del cristianismo, la destrucción traumática del mundo antiguo y la pérdida —parcial y simbólica— de la herencia clásica a manos de las fuerzas bárbaras. Por su parte, Bryan Ward-Perkins (2007) interpreta la caída de Roma como un colapso civilizatorio, brusco y traumático. Esta colapso, que el registro arqueológico parece confirmar, habría dado paso a la Edad Media, concebida habitualmente como un largo periodo de oscurantismo, superstición, estancamiento e irracionalidad, encajado entre dos luces: la primigenia de la Antigüedad y la rescatada por el Renacimiento. En ese tiempo siniestro, el resplandor de la razón parece extinguirse bajo el peso de la fe, el dogma y la fragmentación del saber. Esta lectura binaria —luces antiguas, tinieblas medievales y luces renacidas— no solo ha consolidado una determinada cronología del progreso, sino que también ha operado como un sesgo marcadamente eurocéntrico.

Durante siglos, esta cosmovisión de alternancia trascendental entre luces (positivas) y sombras (negativas) ha estructurado la lógica de la memoria cultural de Occidente, desde la alta cultura hasta la cultura popular, trazando una línea entre civilización y barbarie, entre razón y superstición, entre ciencia y mito. Pese a que en la Antigüedad grecolatina dominara el más cruel esclavismo, pese a que en la Edad Media fueran posibles amplias experiencias comunales en medio del feudalismo, y pese a que el Renacimiento coincidiera con los inicios del destructivo sistema‑mundo capitalista, en los albores de la modernidad ya se había consolidado una concepción rígida —alimentada por el imaginario escatológico cristiano—, sin contradicciones, singularidades ni matices, según la cual la luz expulsaría todas las sombras en un blanco y deslumbrante amanecer tras la larga noche del mundo.

3. El filtro blanco: la luz de la razón moderna

Con el Renacimiento, y más aún con la Ilustración, la oscuridad medieval es desplazada por un resplandor que promete claridad y emancipación. Vuelve la luz, y con ella se impone un nuevo filtro que podríamos denominar el filtro blanco: la luz de la razón, de la ciencia, del redescubrimiento del mundo clásico. Esta luz renacida inaugura una nueva etapa en la historia occidental: la racionalidad científica, el pensamiento filosófico moderno, el Estado secular, el contrato social, el individuo propietario. También el capitalismo, auténtico monstruo prometeico que lo acaba procesando y reciclando todo a su favor. Las revoluciones burguesas e industriales, que marcan el tránsito del siglo XVI al XIX, se justifican bajo este relato fundacional de la modernidad del capital, según el cual el mundo, ancho, vasto y lleno de riquezas, puede conocerse, ordenarse y dominarse. El futuro se presenta teleológicamente —y teológicamente— como progreso inevitable; el pasado, como error o superstición.

Esta luz blanca fue vivida como deslumbrante: portadora de revolución, de liberación, de movimiento, de expansión sin límites, de ruptura con la ignorancia y la opresión. Celebrada como emancipadora, inaugura la era de la racionalidad moderna, de las revoluciones científicas, filosóficas e industriales, y del ideal de desarrollo ilimitado. Pero también fue una luz tan potente, tan absoluta y tan distorsionada por el poder del capital, que acabó ocultando bajo su fulgor los crímenes y las violencias estructurales sobre los que se edificó el sistema-mundo moderno.

El filtro blanco encubrió el carácter extractivista, colonial, patriarcal y ecocida del sistema que proclamaba representar la razón y el progreso. Proyectó su luz salvífica sobre Europa y Norteamérica, pero también su sombra genocida sobre el Sur global. La ciencia, la técnica, el derecho y el mercado sirvieron como instrumentos de hegemonía, utilizadas por el orden capitalista para legitimar una realidad basada en el saqueo, la esclavitud, la cosificación de la naturaleza, en la subordinación de vastos territorios y poblaciones, en la agresión permanente a la trama de la vida, en la gestión cartesiana planetaria, «civilizadora» y «universalista» (Moore, 2025). El filtro blanco, en su promesa de claridad, también operó como un velo: reveló solo una parte del mundo —la que podía ser nombrada, medida, explotada— y dejó en la penumbra todo aquello que cuestionara su hegemonía. El luminoso capitalismo se presentó como un proyecto racional y civilizatorio, pero se sustentó históricamente en zonas de sombra que debían quedar fuera del marco iluminado.

Ese filtro blanco, tras tres siglos de intenso fulgor, empezó a resquebrajarse con las crisis imperialistas de finales del siglo XIX y se hizo definitivamente añicos en el primer tercio del siglo XX, con las contradicciones capitalistas estallando brutalmente, con la irrupción de un verdadero torbellino histórico en el que se amalgamaron las vanguardias, las revoluciones, dos guerras mundiales, los fascismos, los totalitarismos, el Holocausto y la bomba atómica. La promesa ilustrada institucionalizada se desmoronó con rapidez, en solo cincuenta años, y ya nada volvería a ser igual. Un gran y siniestro aviso para el futuro. Como certificó con lúcida precisión Günther Anders (2011), se constataba la «extinción del futuro», una situación en la que la humanidad, a través de su dependencia tecnológica y su incapacidad para prever y manejar las consecuencias de sus acciones, se dirigía hacia su propia destrucción. Pero el capital, que tiene siete vidas y no puede descansar, supo recomponerse y generar nuevos filtros simbólicos, a modo de relatos estabilizadores, que en realidad se revelaron como deslumbrantes espejismos, efímeros, hipnóticos y traicioneros.

4. El filtro dorado: la edad de oro del capitalismo maduro

Tras los horrores del primer tercio del siglo XX, el relato hegemónico se reconfiguró a través de dos nuevos filtros simbólicos, de dos regímenes de luz que compartían la matriz desarrollista, basada en el crecimiento a toda costa: el filtro dorado del capitalismo «democrático» occidental y el filtro rojo del denominado «socialismo real». Ambos filtros, el dorado y el rojo, que se consideran herederos del filtro blanco secular, funcionaron como grandes ficciones estabilizadoras, cada uno con su estética, sus mitologías, sus zonas ciegas y miserias inconfesables.

El filtro dorado define la denominada «época dorada» del capitalismo maduro: los Treinta Gloriosos (1945-1975), la reconstrucción de Europa, el auge de la sociedad de consumo occidental, la instauración de los grandes organismos internacionales y de la narrativa de los derechos humanos y sociales. Fue también el tiempo de la descolonización, del avance en la igualdad de género, del milagro económico alemán, japonés y coreano, de la carrera espacial y la llegada a la Luna, del crecimiento ligado a los combustibles fósiles y de la expansión del Estado del bienestar, donde el desarrollo se presentaba como una panacea universal. Fue la época del Plan Marshall, del pacto provisional entre capital y trabajo para contener la revolución obrera, de los años en que cada hogar aspiraba a su propio automóvil, del petróleo barato, del turismo de masas, de las industrias culturales, del hogar nuclear, de la promesa del ascensor social, de las prósperas clases medias, del consenso antifascista, del proyecto socialdemócrata y de la consagración de un Primer Mundo en cuyo espejo de privilegio y abundancia se miraba el resto del planeta.

Este filtro brillaba con especial intensidad como emblema de la supuesta compatibilidad entre democracia liberal y capitalismo responsable. Sin embargo, también ocultaba —bajo su fulgor— tanto las viejas como las nuevas formas de alienación, dependencia energética, explotación global, desigualdad social y una crisis ecológica incipiente. El filtro dorado se mostraba brillante, resplandeciente, reconfortante: proyectaba una visión optimista del mundo, pero a costa de invisibilizar y externalizar hacia la periferia global las estructuras profundas de desigualdad, el colonialismo persistente y las relaciones de dependencia (Lessenich, 2019). Su lógica implicaba concentrar jerárquicamente el bienestar en los centros del sistema —vivir relativamente bien— a cambio de desplazar el malestar hacia las periferias empobrecidas —vivir mucho peor—. Un auténtico modo de vida imperial, en el que el bienestar de Occidente dependía de forma estructural del malestar del Sur global (Brand y Wissen, 2020).

A finales de los años sesenta ya se evidenciaba que el filtro dorado proyectaba sombras cada vez más densas. Así lo pusieron de manifiesto el Mayo francés de 1968, el inconformismo artístico, la crisis moral provocada por las guerras de Vietnam y Argelia, los golpes de Estado en el Sur global que sofocaban la promesa de democracia e igualdad, así como la nueva trama de insurgencias ecologistas, feministas, antirracistas, anticoloniales, pacifistas, espirituales, obreras y por la liberación sexual. El malestar crecía tras unos decorados dorados cada vez más deteriorados. Fue entonces, cuando las promesas del filtro dorado comenzaron a mostrar sus múltiples costuras, que la luz cambió y adquirió tonalidades crepusculares.

5. El filtro rojo: la utopía hipernormalizada

En el imaginario del bloque soviético, el llamado filtro rojo se presentó como la gran promesa de una alternativa sistémica al capitalismo. Era la imagen de un mundo donde la producción se organizaba mediante una economía centralizada, la desigualdad de clases quedaba abolida por decreto y el protagonismo de la clase obrera se situaba en el centro del relato histórico. Durante décadas, esta visión alimentó la esperanza de que otro futuro era posible, sostenida por la retórica de la revolución y por la convicción de que el bienestar colectivo podía librarse de las lógicas del mercado y de la explotación colonial. El filtro rojo proyectaba, además, un horizonte moral, un sentido de pertenencia y una narrativa épica de lucha contra la opresión capitalista.

Pero, a medida que avanzaba el siglo XX, las grietas en ese filtro comenzaron a hacerse visibles. Lo que se había concebido como una maquinaria al servicio de la igualdad revolucionaria se convirtió en un capitalismo de Estado totalitario, en un entramado burocrático cada vez más rígido, donde la gestión centralizada degeneraba en dictadura, el dogma sofocaba la comunidad y la asfixiante vigilancia política ahogaba cualquier disidencia. La industrialización acelerada trajo consigo un coste humano y ecológico que la retórica oficial se empeñaba en ocultar, mientras la promesa de igualdad se esfumaba bajo jerarquías absurdas, privilegios de partido, redes de poder opacas, purgas interminables y siniestros gulags. Un régimen de luz terriblemente cegadora.

En su estudio sobre la Unión Soviética tardía, Alexei Yurchak (2024) describió cómo, hacia el final, incluso quienes vivían dentro de aquel universo sabían que gran parte de la narrativa oficial era ilusoria, desmentida por la realidad. Una farsa en toda regla. Sin embargo, la seguían representando porque no había un horizonte alternativo visible: se habitaba el simulacro por inercia, por conveniencia o por falta de opciones creíbles. Esta hipernormalización transformaba la vida cotidiana en una representación continua, una performance cuidadosamente simulada, una obra en la que todos actuaban como si creyeran en el guion, aun sabiendo que nadie lo tomaba realmente en serio. Por eso, cuando el tinglado se derrumbó bajo el peso de sus propias contradicciones y falacias, apenas causó sorpresa en una población habituada a fingir. Como sostiene Yurchak, «todo era para siempre hasta que dejó de existir».

Así, lo que había nacido como un proyecto emancipador degeneró en un régimen de gestos vaciados de contenido, una arquitectura simbólica que funcionaba más por repetición que por convicción. El filtro rojo, que en su día iluminó el mundo como el faro de una justicia y fraternidad por venir, fue apagándose hasta convertirse en una luz tenue, incapaz de inspirar siquiera a sus propios defensores. Y cuando finalmente este régimen de luz colapsó, no fue solo por presiones externas, sino también por la implosión interna de una ficción que había dejado de seducir incluso a sus creyentes.

6. El filtro amarillo: el crepúsculo neoliberal de la modernidad

A partir de los años setenta, los dos grandes filtros simbólicos de la modernidad —el dorado y el rojo— entran en crisis. La irrupción de los límites ecológicos al crecimiento, las crisis del petróleo, el agotamiento del keynesianismo, el hundimiento del bloque soviético, la emergencia ambiental global y el desencanto postmoderno marcaron el fin de una era. Ambas promesas —la del progreso capitalista y la de la emancipación socialista— comenzaron a resquebrajarse, incapaces de responder a las exigencias de un mundo altamente globalizado, interdependiente, finito y radicalmente desigual. De este desgaste surge un nuevo velo simbólico: el filtro amarillo, que prolonga su acción hasta los inicios del siglo XXI. Un amarillo otoñal, como el de las hojas que anuncian un tono crepuscular que evidencia el ocaso de los grandes relatos, la atomización social y la pérdida de fe en un futuro común.

En Occidente, el neoliberalismo salvaje reemplaza al Estado social con la promesa de una eficiencia liberadora que pronto se manifiesta como un programa de desposesión y saqueo, orientado a una nueva ronda de acumulación de beneficios para sostener a un sistema-mundo capitalista que multiplica sus crisis: privatización de lo público, mercantilización integral de la vida, concentración de riqueza, represión estatal creciente, precarización laboral y erosión de derechos. La economía se convierte en un fin en sí misma, con la lógica del mercado erigiéndose en árbitro supremo de lo posible y lo legítimo. Bajo los grandes y cegadores reflectores que todavía aspiran a proyectar la mítica luz blanca de la modernidad, se extiende una cultura de la competencia implacable que disuelve los vínculos comunitarios y erosiona los cimientos de la frágil democracia. La guerra por los recursos declinantes se disfraza de lucha contra el terror, aunque ella misma recurre al terror, extendiendo el caos geopolítico a gran escala, especialmente en el ya maltrecho Sur global, que pasa a ser exprimido sin contemplaciones por el complejo corporativo-estatal transnacional. Se constata, entonces, que detrás de la modernidad luminosa siempre acechó una modernidad oscura, y que una posible modernidad alternativa, aunque lo intentó, nunca pudo desplegarse por completo.

Con el paso del tiempo, este neoliberalismo, que se hace mundial, deriva hacia el necroliberalismo: un sistema que, lejos de limitarse a gestionar la desigualdad, la administra activamente hasta el extremo de convertirla en una herramienta de gobierno. La vida se gestiona según criterios de rentabilidad, y todo aquello que no genera beneficio —personas, territorios, culturas, especies— se considera prescindible. La austeridad se convierte en una forma de violencia estructural, y la precariedad, en una condición permanente que disciplina y silencia. El derecho a existir se subordina al valor de mercado. Tanto en el espacio exsocialista como en el occidental, el horizonte colectivo se desvanece: el futuro deja de presentarse ya como deseable para insinuarse como clara amenaza, un complejo paisaje de múltiples riesgos. Este inquietante régimen de luz crepuscular, que ni el fulgor digital de todas los cámaras y pantallas del capitalismo de la vigilancia pueden disimular, no augura un estallido inmediato, sino la lenta erosión de las estructuras de sentido modernas. En su interior fermenta un ocaso prolongado que allana el camino a un colapso ya visible, aunque el mundo —salvo contadas minorías conscientes— aún rehúya nombrarlo.

7. El filtro gris y las manchas negras: la irrupción del colapso

Es en este contexto crepuscular donde comienza a imponerse el filtro gris, nuestra manera de nombrar la hipernormalización del sistema-mundo capitalista ante el colapso civilizacional. Una cuestión que hemos abordado en detalle en otro lugar (Hernàndez, 2025), disponible en: https://www.15-15-15.org/webzine/2025/06/01/la-hipernormalizacion-ante-el-colapso/. La lógica de esta hipernormalización replica, a escala global, la que describió Yurchak (2024) para el caso soviético: sabemos que el sistema está roto, pero seguimos actuando como si aún funcionara.

El filtro gris se manifiesta como atmósfera generalizada de hipernormalización: la percepción colectiva de que el sistema no funciona, acompañada por la indiferencia masiva, la fatiga afectiva, la disociación emocional, por una incapacidad o desinterés activo en imaginar alternativas. Se vive la catástrofe como continuidad, se gestionan las crisis como si fueran meras anomalías coyunturales, se disimula la emergencia con espectáculo, consumo o productividad. Este filtro no es uniforme: a veces se espesa con eventos traumáticos —guerras, pandemias, catástrofes climáticas—; otras veces parece diluirse, permitiendo que la ficción de normalidad vuelva a afirmarse. Pero nunca desaparece. Se ha convertido en la atmósfera dominante ante el colapso contemporáneo: un gris que no termina de ser noche, pero que ya no es día.

Alude a una forma de anestesia colectiva: una conciencia disociada que conoce la catástrofe, pero la metaboliza como bien de consumo o la niega como irrealidad. Pero la imaginación, la sensibilidad y lo onírico lo perciben como un silencio sobrecogedor, como una vibración de fondo, una presencia muda pero persistente que las emociones, los sueños o el arte son capaces de expresar, incluso inconscientemente. El filtro gris se hace más denso cuanto más empeño ponemos en simular que nada ocurre. Es un filtro difuso, que no brilla ni reluce. Es una niebla simbólica que cubre todo con una capa de desgaste y normalización de la catástrofe. Implica una rutina emocional amortiguada, donde nada sorprende ni conmueve del todo.

En las últimas décadas, especialmente desde los inicios del siglo XXI, el filtro gris emerge de forma cada vez más palpable. No solo sugiere decadencia o estancamiento, sino también descomposición activa, un deterioro sistemático que se intenta negar a toda costa mediante ficciones de continuidad. Este impresionante poema de Jesús Olmo (2025) https://www.15-15-15.org/webzine/2025/06/14/colapso/ resume a la perfección la esencia de la hipernormalización que expresa el filtro gris ante el colapso en curso.

Pero conforme el filtro gris se adensa, comienzan a emerger manchas negras: zonas donde el colapso ya no es potencial ni futuro, sino presente, tangible y brutal. Son territorios arrasados por guerras interminables, hambrunas silenciadas, desastres climáticos agravados por la negligencia global o el extractivismo depredador de corporaciones y Estados. No se trata únicamente del Sur Global —aunque allí se concentra buena parte del dolor—, sino también de las periferias invisibilizadas del Norte, sometidas al imperativo del beneficio de las distantes élites capitalistas.

Estas regiones se convierten en agujeros negros del sistema, donde las estructuras mínimas de vida han sido desmanteladas y la existencia se reduce a la ruina o la mera supervivencia. Gaza como anticipo. África como zona cero. El Mediterráneo como fosa común. Los infames centros de internamiento para migrantes y refugiados. Los barrios pobres degradados. Las islas y costas engullidas por el agua. El desierto que avanza. Las zonas de sacrificio energéticas o mineras. En todos esos lugares, la distopía del colapso ya es una realidad cotidiana.

Lo que allí sucede no es excepción, sino la advertencia lúgubre de un destino que se expande por grietas apenas contenidas. Sin embargo, el relato dominante sigue aferrado irresponsablemente al filtro gris: niega la sombra en expansión, estetiza la catástrofe, convierte el dolor en espectáculo o estadística, naturaliza la barbarie bajo lenguajes tecnocráticos o presuntamente humanitarios. Se silencia el carácter sistémico del derrumbe, su lógica estructural, y se encubre bajo narrativas de excepcionalidad o fatalidad local.

Estas áreas gangrenadas actúan como avanzadillas del abismo, como fragmentos dispersos de un colapso ya extendido. Allí solo hay vacío, violencia y pérdida. Constituyen el umbral de un posible filtro negro que se perfila como amenaza latente, como catástrofe total, como destino compartido si no se articula con urgencia un horizonte radicalmente distinto. No debería sorprendernos: lo que está ocurriendo es que la presunción capitalista de un mundo sin fin —que se impone a partir del siglo XVI y define el filtro blanco— deriva ahora en el fin del mundo conocido, que el amenazante filtro negro podría certificar.

8. Luciérnagas: luces modestas en la creciente oscuridad

Pero tampoco vamos a engañarnos. El colapso de una civilización verdaderamente global, como la capitalista, tiene muchas probabilidades de ser brutal, violento y catastrófico, especialmente si atendemos a la respuesta que se está dando ante los problemas acuciantes que acosan al mundo actual: una huida hacia adelante, tan desesperada como suicida. Lejos de una transición ordenada o consciente, lo que predomina es la negación activa, la inercia destructiva, el capitalismo catabólico, que se alimenta de su propia descomposición. Ciertamente, el panorama se asemeja más al caos oscuro y desintegrador que marcó la caída de la civilización romana y el declive de la Alta Edad Media (Sacristán de Lima, 2008), que a cualquier narrativa de colapso controlado, dirigido o reconducido.

Y, sin embargo, en esa noche crecientemente tenebrosa aparecen las luciérnagas: luces modestas, locales, intermitentes. No pretenden sustituir el filtro gris por otro nuevo, sino trazar una cartografía de alternativas humildes que permita orientarse sin cegar. Son prácticas concretas de autogestión y redes de apoyo mutuo; saberes arraigados, brotes verdes culturales que rehacen vínculos, recuperan memoria y regeneran vida. No prometen el paraíso: sostienen el presente con esperanza activa y cambio prefigurativo. Ver, entonces, exige atravesar ese filtro gris para mirar con otros ojos, para iluminar con otras luces: pequeñas, cercanas, rebeldes. De hecho, estas ya representaron un papel de resistencia, resiliencia y oasis en tiempos medievales (monasterios, comunas, aldeas, prácticas sagradas).

Georges Didi-Huberman (2012) plantea la metáfora de las luciérnagas a partir del pesimismo radical de Pasolini. En un texto suyo de 1975, conocido como «El artículo de las luciérnagas», recogido en sus Escritos corsarios, Passolini (2009) afirmaba que aquellas luces, aquellas lucioles —símbolo de formas de vida frágiles, comunitarias y resistentes— habían desaparecido, arrasadas por el nuevo fascismo de consumo y uniformidad del capitalismo tardío. Didi-Huberman no niega la gravedad del diagnóstico, pero rechaza su cierre apocalíptico: las luciérnagas no se extinguieron del todo, dice, sobrevivieron a pesar de todo, ocultas, dispersas, intermitentes. Ello implica «decir sí en la noche surcada de fulgores y no contentarse con describir el no de la luz que nos ciega» (Didi-Huberman, 2012: 120). No hay que mirar al cielo ni a los focos del poder, sino al suelo, a las grietas donde todavía titila una luz débil y persistente. Esa luz no es hegemónica ni espectacular, pero sí poética y política a la vez.

La metáfora de las luciérnagas nombra, así, una esperanza crítica: mínima, encarnada en gestos, cuerpos, imágenes y comunidades que se sustraen a la lógica dominante. Remite a luchas minoritarias, saberes silenciados y potencias de vida que insisten incluso en medio del colapso. No iluminan todo, ni lo pretenden, pero permiten orientarse; no instauran un gran relato, pero dibujan una constelación de caminos posibles. Y funcionan mediante la acción.

Quizá el desafío ya no sea recuperar una gran luz que guíe a la humanidad —ese mito moderno—, sino aprender a orientarnos con destellos discontinuos y vínculos frágiles pero reales. En un mundo donde los grandes filtros han dejado de funcionar o se han vuelto opresivos, la emancipación puede consistir en disolver esas atmósferas y reencantar el mundo desde abajo: desde lo común y lo cercano. Mirar desde otras memorias para recomponer la vida en un mundo fracturado. Luces de luciérnaga: lo suficiente para no perdernos, lo justo para seguir. Como señalaba Fisher (2022: 157-158): «Debemos tomarnos la larga y negra noche del fin de la historia como una gran oportunidad. En efecto, la omnipresencia opresiva del realismo capitalista hace que incluso el más mínimo indicio de surgimiento de alternativas políticas y económicas tenga un potencial enorme. Cualquier pequeño acontecimiento es capaz de abrir un agujero en el telón gris de la reacción que ha marcado los horizontes de posibilidad bajo el realismo capitalista.».

La metáfora de las luciérnagas, que evoca esos «pequeños acontecimientos», expresa una forma de resiliencia singular: ni ingenua ni grandilocuente, sino mínima, persistente, encarnada en gestos, cuerpos, imágenes, comunidades o actos que se sustraen a la lógica dominante. Didi-Huberman (2012) las concibe como «maravillosas señales intermitentes» frente a los «reflectores feroces» del poder, una «novedad reminiscente» vinculada a luchas siempre activas y a saberes silenciados. Desde nuestro punto de vista, encarnan las múltiples potencias de la vida que no se rinden pese a las tinieblas del colapso civilizacional. Las luciérnagas representan otra relación con la luz y con la política: evocan una luz intermitente y singular, una supervivencia de las resistencias, una bioluminiscencia política que permite ver de otro modo, sostener la mirada y activar la imaginación en medio del colapso, para intentar atravesarlo como buenamente se pueda.

Bibliografía

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Brand, Ulrich y Wissen, Markus (2020): Modo de vida imperial. Sobre la explotación del hombre y de la naturaleza en el capitalismo global, Ciudad de México, Friedrich Ebert Stiftung.

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