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Tres verbos que conjugar

Regular la guerra, dialogar, construir la paz

Fuentes: Rebelión

Antes de iniciar esta reflexión, deseo agradecer a la compañera Piedad Córdoba y a los compañeros Danilo Rueda y Hernando Gómez, quienes estuvieron trabajando en las últimas liberaciones, y a todo el núcleo de Colombianas y Colombianos por la Paz, por su diaria perseverancia, enfrentando el ultraje y la intimidación. También agradecemos a quienes acá […]

Antes de iniciar esta reflexión, deseo agradecer a la compañera Piedad Córdoba y a los compañeros Danilo Rueda y Hernando Gómez, quienes estuvieron trabajando en las últimas liberaciones, y a todo el núcleo de Colombianas y Colombianos por la Paz, por su diaria perseverancia, enfrentando el ultraje y la intimidación. También agradecemos a quienes acá en Argentina han hecho posible este encuentro. Ojalá podamos tener un día un país que haya merecido la pena de tanto sacrificio de mujeres y hombres que hoy luchan a contracorriente por la justicia y la paz; una Colombia que sepa reconocer esta búsqueda como fuente de dignidad.

Víctimas y favorecidos en un país enfermo

Caterina Heyck Puyana nos habló acá de aquella analogía que trabaja Johan Galtung, comparando la construcción de la paz con la medicina. El autor noruego hace efectivamente un planteamiento que comprende el diagnóstico, el pronóstico y la terapia. Es útil hablar en esos términos, porque tenemos un organismo colectivo que está aquejado. Sin lugar a dudas tenemos un país que está enfermo. También se nos ha dicho acertadamente que para la paz no hay una sola fórmula; que habría varias. No obstante, por lo general, y lo hemos escuchado en el análisis de Heyck, se acaba prescribiendo la misma lógica y condenando en consecuencia sólo una práctica, sólo un síntoma. Por eso el guión de la defensa del derecho como ficción se nos repite por encima del derecho como realidad social y política, y también como instrumento de fuerza, y sólo pareciera que lo único que existe es el secuestro y que nada más grave acontece.

Esta analogía de la medicina nos sirve para pensar tratamientos posibles en la política y el derecho. El éxito relativo de procedimientos de curación también dependerá de si nos quedamos en la medicina convencional, que se fija sólo en ciertos síntomas, o si acudimos, junto a parte de ésta, a lo que conocemos como medicina integral. Es decir, con base científica hoy día, a un diagnóstico holístico, a la combinación y al conjunto de intervenciones de diferente tipo, que ve al ser como un todo interconectado, que se vale de conocimientos tradicionales, de experiencias alternativas de regulación y que pueden complementarse entre sí coherentemente, con alcance eficaz, siempre y cuando nuestro objetivo auténtico sea salvar vidas de ese país abatido. De eso se trata como mínimo por ahora. Así podríamos darnos cuenta que no sólo estamos ante un mal, sino ante causas profundas y aparentemente insondables que han hecho crecer esa enfermedad.

Esa labor grandiosa de parar o aminorar una guerra y de forjar un proceso de paz, requiere no obstante que seamos conscientes de la obviedad. Que estamos en orillas opuestas. Eso lo revelan las palabras del presidente Juan Manuel Santos manteniendo cerrada la puerta a los diálogos, cuando el pasado jueves 17 de febrero, antes de este encuentro en Buenos Aires, y apenas unas horas después del gesto de las liberaciones unilaterales producidas por las FARC, dijo que no procede ahora ningún proceso de paz, que existen experiencias tristes porque la guerrilla «nos ha engañado muchas veces». Si esto dice el presidente, qué podrán decir las madres, los sobrevivientes, las familias, de miles de personas asesinadas o desaparecidas por cuerpos estatales o paraestatales, como pasó con la Unión Patriótica, fruto de un acuerdo de paz con el Estado y las clases que lo manejan; o qué podrán decir sindicatos, movimientos agrarios, comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes, que esperaban respeto a sus vidas como respeto al pacto de paz que supone un Estado de Derecho, evidentemente en estado de corrupción.

Esto lo planteo, como invocación de aquello que en su exposición señaló el padre Javier Giraldo, en referencia necesaria a la ética. Y recuerdo también a otro jesuita, a Ignacio Ellacuría, asesinado en El Salvador, quien nos recordaba que no es lo mismo mirar con la lente de los victimarios o favorecidos que con los ojos de las víctimas, que es desde donde, con mayor legitimidad, debemos actualizar las luchas por los derechos humanos, la justicia y la paz.

Si lo que más nos interesa es el futuro de las mayorías y el futuro de un país necesitado de democracia, y no sólo lo que consideran sagrado unos círculos de poder que son anti-democráticos, debemos abocarnos creativamente a ver cómo contribuimos a buscar soluciones. Soluciones que sean capaces de romper muchas cosas turbias, como el esquematismo de las inculpaciones que arroja el presidente Santos, sin ver la viga en el ojo propio. Acusaciones fáciles de erigir como pretexto para no sembrar la paz sino para prolongar la guerra. Soluciones capaces también de quebrar esa perfidia o simulación que consiste en presentar la tesis que no hay más que un derecho para calificar el conflicto y las prácticas que en él despliegan los contendientes, que es el derecho penal del Estado, desconociendo medios del derecho internacional, y afirmando que en último término no hay posibilidades de otras reglas, más que esas desiguales o sinuosas.

La hipócrita sacralización del derecho

Reglas que por cierto son violadas en primer lugar por quien las dicta. De eso existen pruebas diarias, constitutivas del registro no sólo del terrorismo de Estado sino de la corrupción desbordante y la impunidad. Esas reglas, además, en relación con el conflicto armado, han sido suspendidas o sobrepasadas cuando la realidad contundente de los hechos ha aconsejado un tratamiento distinto. Como cuando determinadas personas, literalmente distinguidas, privadas de libertad, han estado en grave riesgo. Porque por ellas sí ha existido posibilidad de un acuerdo. Es decir, existe hipocresía o mentira cuando se dice que no se puede negociar. Por eso la sacralización del derecho estatal es falsa: porque el propio poder lo ha puesto en paréntesis o entre comillas cuando le conviene.

Pasó así cuando el Estado colombiano negoció con el M-19 tras la toma de la embajada de la República Dominicana en 1980, con decenas de diplomáticos dentro, entre ellos el embajador de EEUU; o cuando estaba en manos del ELN el hermano del presidente Belisario Betancur; o cuando este mismo pariente del presidente, quien era Consejero de Estado, quedó atrapado en la toma del Palacio de Justicia en 1985; o cuando fue secuestrado el hermano del ex presidente Cesar Gaviria; o cuando fue retenido Álvaro Gómez Hurtado en 1988, entre muchos casos. No contando los que se han verificado negociando el Estado con rivales ocasionales, los capos narcotraficantes, como en el caso del ex vicepresidente Francisco Santos o del ex presidente Andrés Pastrana, secuestrados por la mafia y liberados mediante arreglos secretos. Insisto: además de que esa absoluta sacralización del derecho estatal puede conducir a la ceguera, no es honesta; es falsa o cuanto menos relativa.

Si fue posible convenir hallando soluciones para salvar vidas en esas situaciones no regladas por el DIH, ¿cómo no va a poderse tratándose de prisioneros de guerra? Si eso se pudo, esto se puede, convalidándose un instrumento legítimo como es el intercambio humanitario, o acuerdo de canje de prisioneros, que es perfectamente lícito y encomiable. Así pasó en los gobiernos de Samper y Pastrana respecto de las FARC, en los que se efectuaron liberaciones de lado y lado.

Pero esa no es la situación desde el período Uribe, continuado ahora por Santos. Desde mi punto de vista por una sencilla razón: porque quienes permanecen en la selva retenidos por la insurgencia no son los familiares o gente del entorno de quienes ejercen el poder económico y político. Esos militares no son los hijos de Uribe. De lo contrario otra solución se habría buscado. No es la primera vez que quienes mandan en el país dan la espalda y ponen por encima de la vida de otros la sacralización falsa de la ley. Cuando en 1976 el M-19 secuestró o retuvo, y luego ejecutó, a José Raquel Mercado, este dirigente sindical acusado de corrupción y traición por esa guerrilla, escribió: «al Gobierno, o le agrada mi detención, o le interesa muy poco que un ciudadano colombiano viva una tragedia como la mía… si mi caso hubiera ocurrido a alguno de las oligarquías económicas, políticas y sociales, habrían movilizado cielo y tierra, hubieran hecho de todo para lograr su libertad». (1)

Esta referencia debe hacernos reflexionar sobre la falta de honradez de unas decisiones que hoy están conduciendo a mayores cierres, por el sólo hecho de tratarse de personas sacrificables para un sistema vejatorio que ha optado por clausurar las vías no sólo del diálogo político para la paz, sino las básicas posibilidades de acuerdos por razones humanitarias, en tanto quienes sufren diversas prácticas en relación con el conflicto son personas prescindibles o colectivos ajenos a las estancias del poder. Se hace caso omiso de que existen recursos en un amplio abanico legal y político para arribar a soluciones más justas.

Conformar referentes jurídicos desde diversas perspectivas

Por eso no estoy de acuerdo con otra afirmación de Heyck Puyana, vertida acá, que nos traduce lo siguiente: no hay referente normativo para tratar el conflicto colombiano. Lo justificó ella contradictoriamente al señalar posibilidades y vacíos del derecho internacional humanitario (DIH) y la preferencia del derecho estatal, subrayando una y otra vez, como muchos acá lo han hecho, al igual que una amplia opinión manipulada en el país, que el secuestro constituye la categoría preeminente, abarcadora de toda privación de la libertad realizada por la guerrilla. Se nos viene a decir que en ese cajón cabe todo: todos los hechos de privación de libertad, así sean de distinta naturaleza, por el hecho de ser cometidos por la insurgencia. Resultan entonces usados confusamente como «secuestro», y por lo tanto asociados a lo delincuencial, conceptos como la toma de rehenes, que es un crimen, y la toma de prisioneros, que claramente no lo es; y se incluye todo cuanto pueda exhibirse como injusto, muchas veces por ignorancia, otras veces por la avidez de réditos de diferente orden obtenidos con la aplaudida posición contrainsurgente.

No comprendiendo que la toma de prisioneros de guerra no es un delito, sino que puede calificarse legítimamente en el caso de la permanencia de los 16 miembros de la fuerza pública en poder de las FARC y la posibilidad de nuevas capturas, por ser la categoría que sin duda más se ajusta a la realidad de esos hechos. No hay otro concepto jurídico que concuerde más correctamente. Es así, en tanto son partes contendientes titulares del estatuto del combatiente. Razonada su condición a partir del principio de distinción. Partes políticas en confrontación militar a las que se aplican obligaciones y una especie de potestades o autorizaciones que no implican juicio de valor en relación con el conflicto.

Como lo recordaba Javier Giraldo citando a Jean Pictet, existen tres verbos que nos dimensionan la realidad de la guerra: matar, herir y capturar. Así, capturar es neutralizar o impedir, privando de la libertad, que un combatiente permanezca activo en el combate. Es lo que hace el Estado cuando captura guerrilleros. O cuando la guerrilla captura militares, policías o miembros de cuerpos de seguridad del Estado. Corresponde a la propia naturaleza de la guerra, sea ésta irregular o no. Surge del contexto de acciones defensivas y ofensivas, de la lógica de enfrentamientos en los que los combatientes pueden hacer o afectar legítimamente lo que, de igual forma, puede suceder con ellos como afectados. No es irracional, aunque nos choque y desgarre la guerra. Hace parte de la contienda en la esfera bélica o del conjunto de las hostilidades.

Tal situación, por increíble que nos parezca, ya fue reconocida por el Estado colombiano. Por ejemplo mediante la ley 171 de 1994, declarada constitucional, que incorpora el Protocolo II de 1977, adicional a los Convenios de Ginebra de 1949, en la que se admite la posibilidad que la guerrilla, en ese marco, proceda a efectuar privaciones de la libertad. Tanto es así que señala las garantías que deben otorgarse y la responsabilidad que dichas retenciones suponen. No es otro el sentido de los artículos 4º a 6º del Protocolo, que estipulan para las dos partes, sin diferencia, esas obligaciones de trato humano.

Se señalan (veamos algunas líneas): Garantías fundamentales (artículo 4): 1. Todas las personas que no participen directamente en las hostilidades, o que hayan dejado de participar en ellas, estén o no privadas de libertad, tienen derecho a que se respeten su persona, su honor, sus convicciones y sus prácticas religiosas. Serán tratadas con humanidad en toda circunstancia, sin ninguna distinción de carácter desfavorable. Queda prohibido ordenar que no haya supervivientes… y respecto a las Personas privadas de libertad (artículo 5): 1. Además de las disposiciones del artículo 4, se respetarán, como mínimo, en lo que se refiere a las personas privadas de libertad por motivos relacionados con el conflicto armado, ya estén internadas o detenidas, las siguientes disposiciones: a) los heridos y enfermos serán tratados de conformidad con el artículo 7; b) las personas a que se refiere el presente párrafo recibirán, en la misma medida que la población local, alimentos y agua potable y disfrutarán de garantías de salubridad e higiene y de protección contra los rigores del clima y los peligros del conflicto armado; c) serán autorizadas a recibir socorros individuales o colectivos… 2.c) los lugares de internamiento y detención no deberán situarse en la proximidad de la zona de combate. Las personas a que se refiere el párrafo 1 serán evacuadas cuando los lugares de internamiento o detención queden particularmente expuestos a los peligros resultantes del conflicto armado, siempre que su evacuación pueda efectuarse en condiciones suficientes de seguridad; d) dichas personas serán objeto de exámenes médicos; e) no se pondrán en peligro su salud ni su integridad física o mental, mediante ninguna acción u omisión injustificadas. Por consiguiente, se prohíbe someter a las personas a que se refiere el presente artículo a cualquier intervención médica que no esté indicada por su estado de salud y que no esté de acuerdo con las normas médicas generalmente reconocidas que se aplicarían en análogas circunstancias médicas a las personas no privadas de libertad. 3. Las personas que no estén comprendidas en las disposiciones del párrafo 1 pero cuya libertad se encuentre restringida, en cualquier forma que sea, por motivos relacionados con el conflicto armado, serán tratadas humanamente conforme a lo dispuesto en el artículo 4 y en los párrafos 1 a), c) y d) y 2 b) del presente artículo. 4. Si se decide liberar a personas que estén privadas de libertad, quienes lo decidan deberán tomar las medidas necesarias para garantizar la seguridad de tales personas.

Esto es en parte lo que acabamos de ver con las liberaciones unilaterales de las FARC, que ya van 20 en este lapso. Incluso dicho Protocolo II se refiere a diligencias penales (artículo 6º) en tanto orienta la aplicación de garantías fundamentales o básicas de derecho para el enjuiciamiento y sanción de infracciones penales cometidas en relación con el conflicto armado. Todo eso está claro y es comprensible en el derecho de los conflictos armados, que incluye el DIH, aunque existan lagunas o ausencias en esta normativa, pues no ha tratado todas las hipótesis y se mantienen ciertamente esas zonas grises u omisiones de las normas. En todo caso, sí provee de algunas concordancias para intentar superarlas; sí existen algunos elementos, no sólo de derecho positivo sino de derecho consuetudinario (2), a los que nos podemos referir, para construir referentes jurídicos capaces de vincular la acción de los contendientes. Siempre y cuando tengamos claro que el bien jurídico a tutelar como supremo es la vida e integridad tanto de los combatientes, en lo posible, y más allá de éstos la vida, integridad y derechos de la población civil, especialmente la más empobrecida, como las comunidades o pueblos vulnerados.

Articular un instrumental o conformar un referente o disponer de varios, convergentes en objetivos, sí puede hacerse, si atendemos a principios de humanidad transversales, que se desprenden de construcciones éticas; si atendemos a la integración normativa y hermenéutica más amplia posible tomando reglas de diversa fuente o perspectiva, incluyendo las de los propios combatientes, sus propios códigos y autolimitaciones constitutivas, que sean consistentes con los principios del DIH, y atreviéndonos a formular una necesaria deconstrucción y reconstrucción del derecho internacional, en aquellos aspectos retrógrados, injustos, o simplemente obtusos. Valga anotar que esa es la sólida crítica que ha realizado desde años el padre Javier Giraldo (3), quien advierte cómo el DIH ha sido pensado para unos modelos de guerra regular o convencional, en desfase o dejando por fuera muchos aspectos de otros modelos de guerra que no por estar reglamentados a medias son ilegítimos, como la guerra de guerrillas. De ahí que paralelamente a la hechura de un referente desde varios puntos de vista o matrices, es importante desarrollar una crítica constructiva al derecho internacional.

Esto lo estamos viviendo de alguna forma a nivel global, con un derecho internacional trucado y de doble rasero, que es heredero del dominante derecho a la conquista, como está debidamente sustentado hace tiempo (por el Tribunal Permanente de los Pueblos en 1992, por ejemplo). Un derecho internacional que se ha vuelto cada vez más funcional a determinados modelos de guerra, con asimetrías y desequilibrios. De ahí que, salvaguardando lo más universal, lo más costoso y fundamental, lo más avanzado de ese derecho, podamos replantear en la práctica algunos componentes, para desarrollar la mayor protección posible de derechos evitando los mayores sufrimientos. No se nos olvide además que esa redirección o quiebre es lo que el poder ya hace para sus intereses, alterando o adulterando el derecho internacional, burlando disposiciones esenciales, como lo atestigua la denominada «guerra contra el terrorismo», negando la existencia de conflictos armados; negando la condición jurídica de los contendientes; negando los derechos y obligaciones más básicas y otros derroteros. Luego sí es realizable, pero desde los derechos de los pueblos, los humanismos y desarrollos emancipadores, en una orientación contraria, recrear éticamente el conjunto de referentes jurídicos para regular el conflicto.

Combatir la perversión del negacionismo

En ese sentido, para reconstruir caminos, lo primero es reconocer la existencia del conflicto. No podemos consentir más que el negacionismo se extienda. Hay que erradicarlo. El negacionismo implantado en Colombia, asociado en experiencias mundiales a totalitarismos y autoritarismos, se ha convertido en credo, a partir de la perversión de estrategas de una guerra sucia, como lo ha diseñado entre otros Álvaro Uribe Vélez y su consejero José Obdulio Gaviria desde el Palacio de Nariño. Como beneficiarios de un negacionismo que oculta a los responsables históricos del conflicto. Ellos, negando la guerra interna, niegan al otro (lo que en términos filosóficos es la negación de la alteridad y su ética), niegan los derechos que deben ser asumidos para limitar la confrontación y terminarla civilizadamente, niegan la participación constructiva de la comunidad internacional para la búsqueda de una salida y niegan los beneficios que, en el marco de la guerra como pretexto, se han obtenido para pocos con el pillaje practicado, despojando por ejemplo a cerca de 5 millones de personas de sus tierras y posibilidades de vida digna. Ese negacionismo es inadmisible y debe ser confrontado radicalmente.

Por eso debe dejar de hablarse sin más de «actos de terror» o de «terrorismo», lo que implica una negación sistemática que es negacionismo puro, cuando a lo que asistimos en la realidad es a expresiones no excepcionales de una confrontación militar que tiene derroteros políticos e históricos para ser mirada, y normas para ser tratada en lo que incumbe a las infracciones de derecho. Debe renunciarse a esa tergiversación y repararse o restituirse en el derecho penal estatal lo que fue conocido hace décadas como delito político, en tanto es lo que corresponde a la realidad de los alzados en armas o grupos rebeldes de oposición. Era así antes, cuando figuraban ideas y valores de un pensamiento liberal ilustrado, que calificaba de tal manera sin renunciar a su juridicidad o legalidad, procurando algunas fórmulas de resolución de conflictos o de negociación con la insurgencia.

Remover obstáculos legales puestos por el Estado

De ahí que tenga que oponerme a otra aseveración trasladada ayer por Natalia Springer, sobre la negativa a eventuales amnistías o indultos. Esto tiene que ver con otra de las afirmaciones expuestas, acerca de la necesidad de tener la mente y las manos limpias, como lo ha referido acertadamente acá el destacado jurista Joan Garcés. Entiendo la tesitura ética, pero debo discutirla, pues ese concepto puede prestarse a graves equívocos en dos sentidos.

Primero, respecto del Estado y su estrategia, pensando que las manos sucias son las del sicario paramilitar y del militar homicida, y no de quien desde despachos civiles, políticos o empresariales da la orden de matar. ¿Quién tiene las manos más sucias: un mando militar o quien desde la Gobernación de Antioquia o el Palacio de Nariño planeó campañas la guerra sucia, paramilitarismo, narcotráfico, impunidad y negacionismo? Hay que dilucidar este problema ético que es ineludible para saber con quién y por qué ha de negociarse.

Segundo, respecto a la insurgencia, pues es claro que a los comandantes guerrilleros se les trata como terroristas, de acuerdo con esa visión, que se estrella frontalmente con la realidad si algún día va a buscar el propio Estado habilitar medios de aproximación. Deberá habilitar a esa comandancia para unos diálogos, teniendo que rectificar buscando los mecanismos legales adecuados, más allá de unos salvoconductos o temporales suspensiones nacionales e internacionales de órdenes de captura. Es decir, deberá recalificar en la práctica para imputarles ya no terrorismo y crímenes comunes similares, sino lo que corresponde desde un punto de vista liberal progresista: los delitos políticos, que suponen conexidad, subsunción, reconocimiento de la entidad rebelde, de los móviles altruistas que hacen parte de la noción substantiva del delito político, elaborada en procesos de lucha a lo largo de la humanidad.

Deberá además comprometerse a la no extradición, a la no inhabilitación para la función pública, para poder participar en la institucionalidad, etc. Para esto, si la voluntad política de construcción de paz es auténtica, existen los medios no sólo legales de forma, sino extralegales, amparados por una tradición humanista que incluso se refleja todavía en parte del derecho internacional y nacional.

Para unos eventuales acercamientos, seguramente no bastan vidriosos salvoconductos y garantías efímeras, sino que paralelamente deba recuperarse un compromiso de inteligibilidad del conflicto y de sus partes contendientes. Que se reconozca no soterrada sino abierta, explícita y públicamente que estamos ante un conflicto armado, que entre otras realidades ha generado miles de presos políticos.

Presos políticos, desaparecidos y prisioneros de guerra (4)

Esta es una de las cuestiones inaplazables, no sólo por razones políticas y jurídicas evidentes, sino por razones éticas o morales, cuando están muriendo varios de ellos, cuando están muchos en estado terminal, inasistidos, perseguidos al interior y por fuera sus familias, objeto de venganza y ensañamiento. Sobre esos miles de presos políticos y de conciencia (se calcula que unos 7.500), existe un aplastante negacionismo, como ha quedado probado en las evasivas, acá mismo reflejadas, al ser preguntadas algunas personas por esa cruda y palpable realidad.

Sólo un nombre: José Albeiro Manjarrés Cupitre, de 30 años. Combatiente guerrillero herido y capturado. Muerto en una cárcel del Estado colombiano el pasado 8 de enero. No es ni más ni menos que una forma de asesinato legalizado. Además su cadáver fue enviado a la morgue como «NN», a pesar de que las autoridades tenían los teléfonos de la familia y de su abogado para avisar el fallecimiento tras una enfermedad de la que no fue asistido. Otras decenas de presos y prisioneras están en ese corredor de la muerte.

Esto se produjo mirando el país sólo hacia un fenómeno, el de los llamados secuestrados. Y hoy ante unas liberaciones realizadas unilateralmente, sigue mirando sólo hacia un lado. Eso hace parte del disciplinamiento social y de la lobotomía efectuada, incluso entre quienes figuran como independientes y críticos, que repiten mecánicamente sólo una condena. Acá en Argentina también pasó. Y por eso fue posible desaparecer a más de 30.000 argentinos y argentinas. En Colombia van al menos 50.000 desaparecidos. Crímenes de lesa humanidad, tal y como en derecho internacional se ha logrado instituir, aunque hoy desde la ignorancia, la insensibilidad, la indiferencia y la uniformidad, se pregone que es mil veces más grave un secuestro.

No significa esto que no nos descompongan y desconcierten hechos que no deberían tener las características que conocemos en esta confrontación, a lo cual debe la insurgencia dar una respuesta ética, con transparencia y sin dilaciones. Y hechos que aunque sean originalmente comprensibles, se hacen insostenibles y dolorosos por sus rasgos, como mantener 13 años retenidos a militares, en las condiciones tan extremas de la selva, mientras la injusticia, la expoliación, la corrupción, la parapolítica, el narcotráfico y los crímenes de cuello blanco siguen incólumes en un país saqueado.

En ese ambiente de alegada degradación de imaginarios y de realidades, se habla intensamente del abandono que la insurgencia debe hacer del denominado secuestro como arma, es decir tratándola implícita o manifiestamente como «secuestradora», cuando en realidad debe estudiarse y distinguirse la toma de prisioneros de guerra, que sabemos es legítima en derecho. Esto lo saben poderosos sectores del propio Establecimiento, y otros gobiernos como el español, que incluso han reconocido en otros momentos razones políticas, económicas, y hasta jurídicas, y evidentemente bélicas, tratando de abordar con racionalidad esa problemática, llegando con propuestas de negociación y disuasión a la mesa de diálogos, para que, por ejemplo, a cambio de subvenciones o de una cesta de donaciones internacionales, aunque en el carril de la desmovilización, la guerrilla deje de practicar lo que en derecho interno se llama secuestro extorsivo.

Lo firmado por Santos en 1998: un ejemplo, un antecedente

Hubo una vez un proceso de debate que pronto se abandonó, causando mayor desolación. En él, se alcanzó a discernir un comienzo y a ilustrarse un conjunto o diversos tipos de privaciones de la libertad en el contexto del conflicto. Ayer se mencionó por Camilo González Posso, en este espacio, el antecedente de los diálogos en Alemania, con el ELN, en julio de 1998. Efectivamente. Acá estamos algunos de los firmantes de ese Acuerdo de Puerta del Cielo, como José Noé Ríos, Víctor Manuel Moncayo, Camilo González, León Valencia. Conocido como Acuerdo de Maguncia, fue suscrito entre ese grupo insurgente y unas treinta personas de la sociedad civil. Se vio como el inicio de un proceso, reconocido como algo dinámico y complejo a intervenir con método y paulatinamente.

Por esa mirada procesual y de mínimos, fue que llegamos a emplazar o requerir al ELN el compromiso asumido por esa organización alzada en armas, de no privar de libertad, bajo ningún concepto, a menores de edad, así como a personas mayores de 65 y a mujeres en embarazo. Se estableció: El ELN se compromete a suspender la retención o privación de la libertad de personas con propósitos financieros, en la mediada en que se resuelva por otros medios la suficiente disponibilidad de recursos del ELN, siempre que -mientras culmina el proceso de paz con esta organización- no se incurra en su debilitamiento estratégico. También, a partir de hoy, cesa la retención de menores de edad y de mayores de 65 años y en ningún caso se privará de la libertad a mujeres embarazadas.

Esto fue interpretado turbiamente por algunos, como si se tratara de autorizar el secuestro de quienes no estuvieran dentro de estos tres rangos, cuando lo que se hizo fue comenzar de mínimos, estimando en lo fundamental razones de humanidad frente a esas situaciones. Y el ELN aceptó y suscribió esa base. Para poder avanzar en otros temas, como en ese mismo de las retenciones, según caracterizaciones y fórmulas de solución, pues había conciencia que sí era probable que efectuaran los guerrilleros retenciones, por ejemplo de paramilitares. Es decir fue posible una mirada más equilibrada, más inteligente y ética de cara a las particularidades de prácticas en la confrontación. Eso suponía comprometerse a analizar y a actuar con coherencia.

Hubo otras cuestiones que elaboramos y firmamos como sociedad civil con el ELN. Por ejemplo, se firmó:

Tratar con humanidad a los prisioneros, heridos y a quienes intentan rendirse, ya se trata de civiles o de miembros de las Fuerzas Armadas, no se les debe quitar la vida.
Están prohibidos los homicidios deliberados y arbitrarios de no combatientes en cualquier circunstancia.
No se utilizará a los cautivos como rehenes. Se identificará a las personas detenidas y se garantizará su liberación sanas y salvas.
No se utilizarán minas para matar o mutilar deliberadamente civiles.
Se investigarán los presuntos abusos cometidos por los guerrilleros con el fin de determinar responsabilidades.
Los guerrilleros sospechosos de haber cometido u ordenado abusos, serán apartados de todo cargo de autoridad y de cualquier servicio que los coloque en condiciones de volver a cometer dichos abusos.
Impulsar con todos los actores armados y partes concernientes el respeto a la autonomía, creencias, cultura y derecho a la neutralidad de las comunidades indígenas y demás etnias y de sus territorios.
Reafirmar el compromiso de la Sociedad Civil y el ELN de respetar y hacer respetar cabalmente los Derechos del Niño y esta organización no incorporará menores de 16 años, para la fuerza militar permanente. Hacia el futuro esta edad será de dieciocho años.

Ese importante pacto inicial lo firmó con nosotros y con el ELN el hoy presidente de Colombia Juan Manuel Santos. Lo suscribió con plena lucidez y conciencia. Como apuesta ética y política para explorar y comenzar no sólo caminos de humanización sino de construcción de la paz basada en la justicia y la democracia. Eso significaba una responsabilidad intelectual y sobre todo un compromiso moral con un país en guerra. Una guerra que continúa, con un presidente que podría dar señales de querer no sólo la humanización, sino dialogar para buscar la paz negociada.

¿Qué pasó con ese intento y otros? Los círculos políticos en el poder, no sólo la tradicional oligarquía sino la facción emergente que articula narcotráfico y paramilitarismo, con Uribe Vélez como principal bisagra y cabeza, convinieron abortar ese y otros progresos de conversaciones de paz, como ya está ampliamente documentado con la evaluación del régimen que entronizó el crimen y la impunidad al más alto nivel.

Regular el conflicto no es un atajo: es un camino de reconstrucción ética en la senda de la negociación

Como la guerra no se va a acabar de un mes para otro, y parece puede prolongarse varios años más con campañas ofensivas de lado y lado, es legítimo pensar su limitación, proponer su regulación, o sea abogar por lo que se denomina la humanización del conflicto, que no es su terminación. Para ello debe registrarse que no se parte de cero. Que hubo y hay algunos enunciados y avances.

De parte del Estado

Existe una herramienta que podría recuperar. Supone tomar la decisión de asumir compromisos verificables y renunciar a una tendencia criminal. Es decir se requiere voluntad y coherencia de medios legales y políticos. Me refiero al paso más cualificado que logró tener sobre esta materia, cuando en 1996 el gobierno Samper, precisamente por la incorporación del Protocolo II hoy vigente con plenitud, creó la Comisión Gubernamental para la Humanización del Conflicto Armado Interno y la Aplicación del Derecho Internacional Humanitario en Colombia (ente interinstitucional creado por el decreto 1863 del 11 de octubre de 1996).

Puesta en funcionamiento dicha Comisión en 1997, debía trabajar por la «formulación de políticas y celebración de acuerdos en el marco de la aplicación del Derecho Internacional Humanitario y el respeto de las normas vigentes sobre humanización del conflicto armado interno» (Ley 282 de 1996; Considerando 3º del decreto 1863/96). Esa Comisión, a partir de sus facultades, podía velar por una eficaz coordinación de esfuerzos en el Gobierno y la Administración, «tendientes a la humanización del conflicto armado». Debía diseñar «políticas, estrategias, programas y medidas que conduzcan a la humanización del conflicto armado interno y a la aplicación del Derecho Internacional Humanitario» (literal a, artículo 3º, decreto 1863). Al menos eso puede y debe hacer el gobierno Santos. La juridicidad del Estado, comenzando por la Constitución, le obliga a hacerlo. No significa dejar de hacer la guerra.

De parte de la insurgencia

Respecto a las FARC-EP y al ELN, hay que hacer primero dos aclaraciones. La primera: naturalmente, en tanto organizaciones rebeldes, ni están obligadas a cesar su accionar militar, ni en absoluto a acatar la legislación de su adversario o el régimen jurídico del Estado al que combaten. Es racional esa premisa. La segunda: aunque sea cierto que puedan sostener críticas al DIH por difuso, proclive o ajeno en cuanto no se han consultado los puntos de vista de los movimientos de liberación ni la realidad del modelo de guerra de guerrillas, no obstante deben respetar los principios y las demandas de protección básica estipuladas en reglas de valor universal. La existencia misma del conflicto exige ese reconocimiento de unas normas para limitarlo y la capacidad como fuerza beligerante requiere, como lo ha explicado lucidamente acá Enrique Santiago (6), que la guerrilla conduzca las operaciones militares respetando la normativa de los conflictos armados.

Las otras anotaciones referidas a la insurgencia, las hago desde una concepción que, como lo he explicado desde el principio, no pretende reforzar la hipocresía de la sacralización de la ley dominante ni congraciarse con la opinión mayoritaria de un país enfermo que condena sólo lo que le dicen que es secuestro, pero calla ante hechos todavía más graves como las torturas, las miles de detenciones-desapariciones, los miles de asesinatos políticos o que encumbra a verdaderos responsables de hechos criminales. Repudiando las injustas privaciones a la libertad y todo acto contrario a la dignidad humana cometido por quien sea (7), espero aportar enseguida (ver punto 9) un elemento que si bien indaga en diversas perspectivas o alternativas derivadas de la crítica al derecho dominante, tiene suficiente asidero jurídico y sociológico, en consonancia con algunos avances del derecho internacional, y que plenamente no sólo corresponde a la realidad sino al potencial de regulación que por definición tienen las dos partes contendientes: Estado e insurgencia.

Como ya me he referido al potencial de regulación que de forma intrínseca concierne al Estado como beligerante o parte contendiente, resta puntualizar esa misma ecuación respecto de la insurgencia, en el contexto de las evidentes asimetrías, desventajas y formas de lucha irregular, sin que sean éstas óbice o excusa alguna para no asumir regulaciones o limitaciones al despliegue bélico o coactivo en general que por definición cabe a unas organizaciones político-militares, no sólo que se califican de rebeldes, con lo que esto supone éticamente, sino con vocación constitutiva de poder.

Por esas razones expuestas, no es dable esperar que se adhieran al derecho estatal. Pero sí deben desarrollar el ELN y las FARC-EP alguna juridicidad que les auto-limite tanto en sus relaciones con la población como frente al enemigo que combaten. Quede el tiempo que quede en el desarrollo de la prolongada rebelión que desde hace 47 años enarbolan, y visto que el actual gobierno no está dispuesto a una justa salida política negociada, deben en consecuencia definir de modo más directo y explícito sus compromisos de regulación de la guerra o de contención de la degradación que supondrán nuevas fases de la confrontación. Esto no significa abandonar una perspectiva de conversaciones, y por supuesto la aspiración de construir la paz debe mantenerse en alto, cultivándose con espacios de diálogo, resolución y respeto con expresiones del pueblo colombiano, como Colombianas y Colombianos por la Paz.

Un viejo mandato de la insurgencia. De octubre de 1988 a la Colombia del presente

De ser para algunos algo arcaico, hay un factor que pasa a ser absolutamente fundamental, racional, vigente y apremiante en 2011. Tiene que ver con lo que desde finales de los años ochenta fue un mandato no desarrollado por la guerrilla: establecer más claramente sus códigos, sus justificaciones. No sólo en tanto códigos de guerra sino en tanto reglas éticas o morales.

Decir códigos no es pensar en abultadas compilaciones normativas, sino en los preceptos que orientan en este caso la existencia y el proceder de las organizaciones rebeldes colombianas, en particular su caracterización del conflicto armado y los compromisos de respeto y de humanidad con la población y con el enemigo.

No se trata de una excéntrica textura jurídica inventada por grupos que ejercen la violencia, como superficialmente puede pensarse y perversamente se homologa, comparando la insurgencia con la criminalidad común. Sino que se trata de la obligación ética y legal derivada del derecho internacional y del propio contenido de la rebelión y del derecho a la resistencia que reconoce el derecho internacional, demandando que organizaciones que ejercen un poder militar se autolimiten desde sus valores de cara a los valores de una normativa de propósito universal.

En este encuentro de Buenos Aires tenemos a dos personas del El Salvador, que, como importantes combatientes y negociadores del FMLN, nos han compartido las lecciones de sus experiencias. Quisiera sin comparaciones exhaustivas, porque cada conflicto tiene sus propias realidades, tomar como ejemplo lo que en su día elaboró el FMLN. Fue un 10 de octubre de 1988, cuando se expidió el documento conocido como «La legitimidad de nuestros métodos de lucha», por parte de la Secretaría de Promoción y Protección de los Derechos Humanos del FMLN, en el que explicaban en esa época cuál era su posición sobre «las normas humanitarias de la guerra y a partir de lo establecido por ellas, justificar sus métodos de lucha, estudiando sobre todo aquellos que han sido calificados como violaciones a los Convenios de Ginebra».

El FMLN manifestaba cómo había «tomado medidas concretas para proteger a la población civil». «Algunas de estas medidas son: 1. Urgir el cumplimiento de un normativo militar interno sobre cómo deben comportarse los combatientes con la población civil. Este normativo: – Incluye medidas preventivas para evitar que la tropa tome actitudes de bandolerismo contra la población civil o se comporte con ella de una manera semejante a la del ejército gubernamental; – Da orientaciones para que cada combatiente, por convicción, inspire respeto, proteja la vida y los bienes del pueblo; defienda especialmente a los ancianos, mujeres y niños; respete las creencias y costumbres populares».

Esta declaración con alcances jurídicos y otras, como las que también ha hecho la insurgencia en Filipinas, no sólo derivadas del poder de facto sino de la diferenciada construcción reguladora de la guerrilla y su reconocimiento, fue muy importante ante el pueblo salvadoreño y la denominada comunidad internacional. Lo fue también frente al propio régimen dominante y su pretensión totalizadora, combatida legítimamente por los alzados en armas. Además, hizo parte este elemento de la comprobación de un poder emergente, que a efectos del esclarecimiento histórico hizo la Comisión de la Verdad:

«Es cierto que, en principio, el derecho internacional de los derechos humanos sólo es aplicable a los gobiernos, mientras que en determinados conflictos armados, el derecho internacional humanitario es vinculante para ambos lados. Es decir, tanto para los insurgentes como para las fuerzas del gobierno. Sin embargo, hay que reconocer que cuando se da el caso de insurgentes que ejercen poderes gubernamentales en territorios bajo su control, también se les puede exigir que cumplan con ciertas obligaciones en materia de derechos humanos, vinculantes para el Estado, según el derecho internacional; por ende, resultarían responsables en caso de un incumplimiento… El FMLN sostuvo oficialmente que tenía determinados territorios bajo su control y efectivamente ejerció ese control» (8).

A miles de kilómetros de El Salvador, una semana antes de ser emitido públicamente ese documento, la guerrilla colombiana declaraba: «En las dos conferencias de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar hemos insistido en nuestro compromiso de acogernos al Derecho de Gentes. Así se los dijimos a la Comisión de Convivencia Democrática en reciente reunión. Prueba de tal disposición es la liberación sanos y salvos de los 22 soldados y policías capturados en los combates de Saiza… Hoy lo ratificamos: la confrontación que se desarrolla en el país impone el respeto a los convenios de Ginebra sobre el derecho de Gentes y la aplicación del Derecho Internacional Humanitario, ellos son patrimonio de la humanidad y son de obligatorio cumplimiento para la comunidad internacional. El gobierno debería dar los pasos conducentes a ratificar el II Protocolo Adicional de 1977 de los convenios de Ginebra de 1949, que en su ocasión suscribiera. Se trata de todo lo concerniente a la actitud de las fuerzas en conflicto frente a la población civil y el trato a los prisioneros de guerra» (Comunicado de la Comisión Ejecutiva de la CGSB, del 3 de octubre de 1988, corroborado su contenido en las Conclusiones Políticas de la Tercera Cumbre de la CGSB, del 27 de octubre de 1988).

Si bien muchísimas violaciones graves han frustrado o refutado la voluntad expresada de aplicar los principios básicos del derecho internacional humanitario, es absolutamente cierto que al menos desde hace 23 años las organizaciones insurgentes colombianas, entonces integradas en la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, formularon ese compromiso, que deberían hoy honrar de modo inaplazable e inexcusable. Deberían despejar dudas, a través no sólo de confirmaciones formales o expresas, que son importantes, sino sobre todo en las acciones mismas, no dejando para después la demostración de una ética que la propia rebelión impone, sin que deje de ser cierto, por otro lado, que es necesario debatir, caracterizar, acordar y verificar muchas cuestiones en el contexto del conflicto armado asimétrico, tal y como es en la realidad, no sólo mirando los métodos y medios de la guerrilla, sino también las operaciones oficiales, que últimamente han recurrido de forma sistemática a los bombardeos de descargas de toneladas de explosivos. Un primordial y objetivo contraste de prácticas es por lo tanto ineludible.

Esa línea de compromiso de la insurgencia existe, aunque durante muchos años y en numerosas ocasiones, se haya contradicho. Si nos atenemos a las declaraciones recientes del comandante Alfonso Cano de las FARC-EP en 2010 y 2011, en los vídeos que aparecen en varias páginas Web, este será un tema para dialogar y tomar medidas. Es un avance respecto de la posición que esta organización expresó en algunos momentos hace años, diciendo con énfasis que lo importante era terminar la guerra y no humanizarla, erróneamente oponiendo guerra y humanismo (9), entendiendo algunos entonces, de esas palabras, que la ética es ajena al sujeto rebelde o que puede aplazarse o ponerse en marcha después, cuando se supone la propia rebelión en su definición es ética y está movida o motivada por razones morales frente a la injusticia. Eso ya está despejado y no es al día de hoy un problema.

Tenemos la convicción de que las FARC están en disposición de encarar discusiones y compromisos derivados del DIH, como igualmente lo ha expresado el comandante Nicolás Rodríguez Bautista y el Comando Central del ELN, que sabemos tiene una posición construida desde los años ochenta de afirmación manifiesta y directa de respeto a los principios del DIH, abogando eso sí por una caracterización del conflicto para proceder a su regulación, alcanzando acuerdos, firmándolos y cumpliéndolos. Nos los han ratificado en el vídeo o mensaje que el comandante «Gabino» ha dirigido a este encuentro.

Por ende, es su obligación dar a conocer lo que es su juridicidad o normas, ante el pueblo colombiano en primer lugar, para seguir desarrollando acuerdos humanitarios con las comunidades, con la población urbana o campesina en zonas de incidencia, con los pueblos indígenas y afrodescendientes, a fin de que nunca más ocurran hechos que han sido vergonzosos. Recordemos que en el caso salvadoreño, que la insurgencia haya sido directa en las justificaciones o explicaciones de su accionar, ayudó a recobrar inteligibilidad del conflicto y a dilucidar responsabilidades, como luego la Comisión de la Verdad lo reflejó en su informe. Y sería un paso muy importante en el diálogo con espacios de la comunidad internacional, y por supuesto en la hipótesis de que el gobierno colombiano se resuelva a dialogar.

Insisto que la autorregulación de los contendientes es parte de la búsqueda de la humanización del conflicto, independientemente del cálculo de cuánto queda para que termine, sin que esto suponga reciprocidad ni renunciar a espacios de construcción de la paz con el empoderamiento de sectores sociales, ni abandonar la perspectiva del diálogo para la solución negociada, para la cual indefectiblemente sí se necesita de las dos partes: Estado e insurgencia.

Respecto de esta última, la insurgencia, es frente a la cual para algunos caben dudas teóricas, que deben ser definitivamente aclaradas. De ahí que deba recordarse que es el propio derecho internacional de los conflictos armados, dentro del cual está el DIH, el que no sólo admite sino que exige que exista una lógica de autocontención y de responsabilización, de limitación del accionar, así éste sea irregular, es decir de no actuar indiscriminadamente y de comportarse con humanidad. En segundo lugar, porque en su trasfondo histórico y acumulado social, político y jurídico (recordemos que tienen unos códigos de guerra y han hecho a su manera unas normas), las organizaciones guerrilleras se desenvuelven a partir de regulaciones internas y externamente en la relación con la población, como se comprueba desde aproximaciones sociológicas más simples o más complejas. Tercero, porque cumplen requisitos demarcados objetivamente para la aplicabilidad del DIH. Cuarto, por las citadas declaraciones expresas de acogerlo o respetarlo.

En Colombianas y Colombianos por la Paz seguiremos abogando por acuerdos de respeto de la insurgencia con comunidades que han sido vulneradas en sus derechos, sabiendo que falta en ese campo mucho camino por recorrer, pues es imprescindible que la guerrilla garantice que graves violaciones de derechos jamás vuelvan a ocurrir. También es muy importante el hecho ya mencionado por Enrique Santiago, que no obstante no ha sido suficientemente valorado en el país, sobre la Declaración de noviembre de 2009 de las FARC-EP y del ELN con la que, después de enfrentamientos entre ambas organizaciones rebeldes, asumen el compromiso de «habilitar los espacios y mecanismos que permitan esclarecer y encontrar las verdaderas causas que nos han llevado a esta absurda confrontación en algunas regiones del país, superarlas y trabajar por resarcir los daños causados», y además donde ratifican «la vigencia de las normas de comportamiento con las masas acordadas y aprobadas en la Cumbre de Comandantes de 1990» (10).

Colombia en el 2011: no estamos en el final del final. La paz con justicia ha de abrirse camino

Aunque es cierto que no es novedosa la posición de la guerrilla admitiendo posibilidades de pactar la solución política, pues lo viene sosteniendo desde los años ochenta, no cabe duda de signos fehacientes producidos a finales de 2010 y en estos meses de 2011, que nos indican claramente estar encaminada en esa dirección. Haber pasado de la histórica consigna de la toma del poder a la búsqueda de una negociación basada en una agenda de cambios sociales urgentes y esenciales, no significa que deban pasar ahora los rebeldes a una dejación o renuncia de un ideario político, como si buscaran postrarse y humillarse. Eso no será posible. Ni por razones distintivas del conflicto colombiano, ni por razones del ámbito regional y mundial.

A los insurgentes se les pide aceptar reglas de sometimiento y reinsertarse en la sociedad. ¿En cuál? ¿En la de la insolidaridad, en el carrusel de lo anti-social y en la descomposición o corrupción galopante de un sistema? Podríamos volver a pensar un paso previo: es el Estado el que debe reinsertarse en las necesidades y aspiraciones de futuro, paz y justicia de una sociedad que se desvertebra.

La propia realidad de una guerra interna que se internacionaliza en gran medida como lo comprueba el establecimiento de bases militares de EEUU y los intereses de perpetuación del conflicto en función de beneficios privados, esa guerra que vive Colombia, se actualiza en sus diferentes causas, expresiones y efectos, y pone en su lugar de mentira el triunfalismo y el embuste del post-conflicto, sofismas que vienen de ese pasado escabroso simbolizado en Uribe y que el gobierno de Santos sigue vendiendo como imagen para el desarrollo de un modelo económico de indudable impronta neoliberal, es decir de capitalismo sin límites.

Contra la evidencia, se nos dice que estamos a las puertas del auge generalizado y del progreso nacional, y en el final del conflicto, deducido éste de lo que algunos interpretan como el final de la insurgencia. No encarando la verdad sino maquillándola, el panorama es de más razones para el pesimismo. No estamos ante un horizonte prometedor, ni por las ascendentes acciones de guerra ni por las adversidades y exclusiones económicas y sociales que sufren a diario las mayorías.

Aunque fuera cierto que puede el Estado acabar militarmente con la guerrilla y destruir al movimiento social mediante la guerra sucia o fragmentarlo y neutralizarlo a través del ardid, las componendas y la captación de esta etapa de «apertura» que Santos sabe sugerir, no habrá en consecuencia ningún escenario de contrapeso real para mínimas reformas democráticas, es decir esa pacificación no solucionará la violencia estructural que es la que más condiciones de muerte y no futuro genera para las mayorías empobrecidas. Esa pacificación sólo será temporal y al servicio de la injusticia.

Por el contrario, la paz digna basada en mínimos de justicia y democracia cuesta reformas comprensivas de derechos y sus efectivas garantías, y ha de edificarse tomando en cuenta los profundos desafíos políticos y culturales surtidos nacional e internacionalmente. Cambios sufridos en dos décadas vertiginosas, que, así como desaconsejan mantener la guerra, imponen del mismo modo nuevos y complementarios sentidos a las luchas políticas por la emancipación, las cuales no cesan ni en el continente suramericano ni en otras partes del mundo, pues resurgen las resistencias colectivas por la vida y los derechos de todos/as.

Las desfavorables correlaciones de fuerzas indicaron en muchos casos de otros conflictos, en diferentes continentes, que era mejor negociar que permanecer perdiendo el aliento poco a poco. Vinieron los descalabros junto a las promesas de soluciones sociales a graves opresiones. Las alianzas configuradas que victoriosas mostraron hace años como paradigmático el modelo de negociaciones desmovilizadoras en otras experiencias, en las cuales no transfirieron poder a los de abajo, ya no son capaces de guiar, de atraer y de disuadir a movimientos que se producen en los pueblos buscando el más elemental bienestar.

Un motivo no menor es saber que el mundo no está quieto. Las revueltas por la espantosa falta de justicia y democracia no son cosa del pasado. Está demostrado, aparte del acumulado que todavía conserva la rebelión, que las nuevas oleadas o flujos de lucha popular frente a estructuras opresivas, y en ello Colombia no es una excepción, pueden marcar no derrotas sino derroteros de continuidad, nuevos impulsos de procesos de emancipación, con o sin medios de resistencia violenta.

Las crisis de civilización, económicas, éticas y medioambientales, de sostenimiento y dignificación de la vida humana en el planeta, y las exigencias de nuevos retos de construcción de paz duradera basada en esos mínimos de justicia a través de compromisos concertados, y no la pacificación vitoreada en sucesivos ultimátum de sometimiento, es lo que nos hace plantear con coherencia, precisamente, que la salida política negociada en Colombia debe ser un aporte a la obra más general de un humanismo social, que es la búsqueda esperanzadora emprendida hace años en América Latina.

Esa paz acordada es tan posible como necesaria. Estamos a las puertas de una histórica encrucijada para que sea viable como proyecto que convoque al país entero. En esa realización serán determinantes los más cualificados oficios de la comunidad internacional, a través de personas de gran compromiso moral e intelectual, como las que acá nos han acompañado en este esfuerzo: Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nóbel de la Paz, acusado absurdamente por el degradado Uribe Vélez; Las Madres de la Plaza de Mayo, con su testimonio de lucha; Federico Mayor Zaragoza, ex Director General de la UNESCO; Atilio Borón y otros académicos. Además de gobiernos amigos de la paz en Colombia, como Argentina, Uruguay, Venezuela, Cuba y otros. Sin olvidar UNASUR, la instancia cuyo papel puede ser rotundamente positivo, de darse una voluntad política de sus componentes. Es por esa vía y no por medio de la imposición o injerencia cínica de gobiernos y empresas poderosas que sólo piensan en expoliar, como puede reivindicarse un respetable y equitativo compromiso internacional.

Es no sólo una oportunidad histórica para la guerrilla, que ha expresado su decisión de conversar para pactar, como lo han hecho saber en este encuentro las máximas comandancias de las FARC-EP y del ELN. Es también sin duda una oportunidad histórica para el Estado y los círculos que lo controlan. Para Juan Manuel Santos, quien se rehúsa a dialogar por ahora, a la espera de más muertos del otro lado o de señales de rendición, que probablemente no lleguen. Lo es también para la sociedad en general, sobre todo para quienes aspiran sembrar un mejor futuro para sus hijos, sin las sombras del despojo, del hambre y el desarraigo.

Eso no vendrá gratuitamente. Significará luchar por los derechos, es decir por condiciones materiales de ejercicio de las garantías sociales de democracia política, económica y cultural, sin que pasé lo que ante nuestros ojos ha venido sucediendo hace más de treinta años con impunidad: que les acaben matando a quienes sueñan y hacen las alternativas.

(∗) Carlos Alberto Ruiz es Doctor en Derecho. Ponencia revisada y ampliada, presentada el 23 de febrero de 2011 en el marco del encuentro internacional «Haciendo Paz en Colombia», en Buenos Aires, República Argentina.

Notas del autor:

(1) Última carta de José Raquel Mercado. Dirigida al presidente Alfonso López Michelsen. Abril de 1976. Anexa en: «Siembra vientos y recogerás tempestades». Patricia Lara. 5ª edición, Editorial Punto de partida. Bogotá, 1982, pág. 187.
(2) «El derecho internacional humanitario consuetudinario». Volumen I: Normas. Jean-Marie Henckaerts y Louise Doswald-Beck. Comité Internacional de la Cruz Roja, Ginebra, 2007.
(3) Ver entre sus obras: «Guerra o democracia», Edit. FICA, Bogotá, 2003; su ponencia en el Seminario que organizamos en España bajo el título «Colombia: Conflicto y Derecho Internacional Humanitario», en marzo de 2009, disponible en http://www.justiciaporcolombia.org/node/50, y en la ponencia de este encuentro de Buenos Aires.
(4) Para una mayor caracterización y apertura polémica de estas categorías y otras como la toma de rehenes, las detenciones por razones de derecho y/o dentro de un conflicto armado, los acuerdos humanitarios y la beligerancia, puede consultarse «La rebelión de los límites (Quimeras y porvenir de derechos y resistencias ante la opresión)». Carlos Alberto Ruiz Socha. Editorial Desde abajo, Bogotá, 2008, págs. 296 a 354.

(5) Ver texto completo en http://www.ideaspaz.org/proyecto03/boletines/boletin03.htm, o en http://luisdallanegra.bravehost.com/Tratados/puerciel.htm
(6) http://www.rebelion.org/noticia.php?id=123089&titular=utilizar-el-derecho-regulador-de-la-guerra-para-construir-la-paz-
(7) «La rebelión de los límites (Quimeras y porvenir de derechos y resistencias ante la opresión)». Cit.
(8) «De la locura a la esperanza. La guerra de doce años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad», en ECA, Estudios Centroamericanos, Año XLVIII, 533, Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas», San Salvador, marzo de 1993, pág. 171.
(9) Por ejemplo en el mensaje de las FARC-EP del 6 de junio de 1995, dirigido al Comité de Búsqueda de la Paz y a la Red Nacional de Iniciativas por la Paz y contra la Guerra.
(10) Ver http://www.rebelion.org/noticia.php?id=97283

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