Corresponde a Joe Biden el primer paso para renovar el proceso de normalización detenido.
El lunes 11 de enero, la administración saliente del presidente de los Estados Unidos Donald Trump reintegró a Cuba en la lista de Estados patrocinadores del terrorismo, de la cual había sido removida en 2015 por el gobierno de Barack Obama. El siguiente artículo, publicado el 4 de enero por Cuba News, analiza las relaciones diplomáticas entre Cuba y los EE.UU. en las últimas décadas y anticipa esta posible acción y sus repercusiones.
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El 3 de enero de 1961, la administración de Eisenhower rompió relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba. El Gobierno revolucionario encabezado por Fidel Castro llevaba solamente dos años en el poder.
Esa decisión, basada en un objetivo general supuestamente alcanzable rápidamente por otras vías no diplomáticas —el cambio de régimen— tuvo consecuencias no buscadas. Entre ellas, que Washington siguió conduciendo su política hacia Cuba sin tener contactos normales con La Habana. Muchas decisiones posteriores de Estados Unidos tuvieron resultados fallidos, entre otras causas, por una errónea evaluación sobre lo que estaba pasando en la Isla.
No tener una embajada ante un país significa, en la mayor parte de los casos, que tampoco se cuenta con una apreciación justa de las situaciones ni un instrumento adecuado para proteger los intereses legítimos propios.
Aunque hoy por hoy hay relaciones diplomáticas formales, están lejos de ser normales. La responsabilidad es de la administración Trump, la que, con sus actos unilaterales y arbitrarios, las han llevado al borde de la ruptura.
Se sabe que el proceso de restauración previo fue lento y prolongado. Sus hitos principales fueron el establecimiento de relaciones cuasi diplomáticas en septiembre de 1977, a través de la creación de secciones de intereses, y la reapertura de las embajadas en julio del 2015, después del acuerdo entre Raúl Castro y Barack Obama del 17 de diciembre del 2014, por el cual se decidió reanudar las relaciones diplomáticas.
Debe recordarse que entonces Cuba exigió, como condición previa a la cual Estados Unidos accedió, la retirada del país de la lista de “Estados Promotores del Terrorismo”, en la cual había sido incluida arbitraria e injustamente por la administración Reagan en 1982. La decisión se produjo una vez tramitado el proceso jurídico que guía estos casos, según las regulaciones estadounidenses.
Aunque en 1959 la administración Eisenhower utilizó como excusa una demanda cubana de que se aplicara el principio de reciprocidad en el número de diplomáticos de ambos países en sus respetivas misiones, la evidencia demuestra que, desde mucho antes, la embajada en Cuba no era funcional a la política aprobada desde principios de 1960.
El 17 de marzo de 1960, el Consejo de Seguridad Nacional había aprobado el “Programa de Acciones Encubiertas contra el régimen de Castro” propuesto por la Agencia Central de Inteligencia (CIA). El 28 de octubre, el Departamento de Estado había ordenado el regreso de su embajador, Philip W. Bonsal.1
El rompimiento fue el prólogo de muchas otras acciones agresivas, entre ellas la invasión a Playa Girón en abril de 1961 y el establecimiento del bloqueo económico, comercial y financiero, en febrero de 1962. El cálculo que se hizo en el Departamento de Estado fue que la embajada y las relaciones se reabrirían rápidamente, pues era imposible que el gobierno de Fidel Castro sobreviviera al Programa aprobado, como ha recordado Wayne Smith, tercer secretario de esa misión y uno de los diplomáticos norteamericanos de carrera que mejor llegó a conocer Cuba, en su libro de memorias, The Closest of Enemies: A Personal and Diplomatic History of the Castro Years.2
Aunque a través de los años Washington ha enviado a Cuba a funcionarios con rango de embajador para ponerlos al frente de su misión cuasi diplomática (la sección de intereses entre 1977 y 2015) y diplomática (la embajada, desde su reapertura en el 2015 hasta nuestros días), por una razón u otra se puede afirmar que Philip W. Bonsal, entre 1959 y 1960, fue el último embajador en propiedad.
El rango y comportamiento de los funcionarios diplomáticos norteamericanos en Cuba ha sido un buen termómetro para medir los verdaderos propósitos de las distintas administraciones.
Cuando se restablecieron las relaciones diplomáticas y se reabrieron las embajadas en el 2015, el presidente Barack Obama propuso como embajador al hasta entonces jefe de la sección de intereses, Jeffrey DeLaurentis, un funcionario de carrera que ya había cumplido dos misiones anteriores en Cuba (1991-1993 y 1999-2001), y quien se desempeñó como encargado de negocios desde la apertura de la embajada, en el 2015, hasta el fin de su misión en el verano del 2017. DeLaurentis tenía la ventaja de detentar ya el rango de embajador. Sin embargo, el Senado en manos republicanas no lo aprobó para Cuba, aunque ya lo había aprobado para representante alterno de Estados Unidos ante la ONU en el 2011.
La probabilidad de que el presidente Biden dé pasos para retomar el proceso de normalización de relaciones ha conducido a la inferencia de que uno de esos pudiera ser nombrar un embajador en La Habana. Así lo ha insinuado en el sitio web del U.S.-Cuba Trade & Economic Council su director, John Kavulich, quien incluso ha sugerido una lista de 15 posibles candidatos, en su mayoría hombres de negocios, excongresistas y senadores. Llama la atención que entre los mencionados no hay ningún funcionario de carrera del Departamento de Estado.
Esta circunstancia indica que el tema merece alguna atención y puede resultar de importancia para encausar las relaciones bilaterales por un carril más positivo.
A diferencia de otros casos anteriores, como los acontecidos entre Estados Unidos y China o Vietnam, el acuerdo alcanzado en el 2014 puso el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, la reapertura de las embajadas y el nombramiento de embajadores en el centro del proceso de normalización y lo priorizó por arriba de otros pasos.
Puede decirse que mantener relaciones diplomáticas con embajadas abiertas y embajadores al frente constituye una suerte de blindaje para garantizar el éxito del camino iniciado.
La designación de embajadores no es un hecho menor en el mundo de la diplomacia. Se trata de un asunto importante no solo para las cancillerías, sino para las oficinas presidenciales.
Un ejemplo que viene al caso fue la designación de Bonsal al frente de la embajada en La Habana, en enero de 1959, la cual no estuvo exenta de cierta controversia.
Durante sus dos mandatos presidenciales, Dwight Eisenhower había preferido ofrecer la embajada en La Habana como premio a hombres de negocios que habían aportado fondos a sus dos campañas. Esos fueron los casos de Arthur Gardner (1952-1957) y Earl Smith (1957-1959). Para los funcionarios de carrera del Departamento de Estado, ambos fueron indiscretos en desplegar abierta y exageradamente su simpatía por la dictadura de Fulgencio Batista, como he escrito en mi libro Crónica de un Fracaso Imperial: la Política de Eisenhower Contra Cuba y el Derrocamiento de la Dictadura de Batista.
Al triunfar la Revolución en 1959, la Cancillería estadounidense se apresuró a proponer un embajador de carrera para sustituir a Smith, a pesar de que Eisenhower quiso mantenerlo en La Habana. Había que reparar el daño causado por embajadores no profesionales y para ello recabaron la intervención personal de John Foster Dulles, hombre de confianza del presidente y secretario de Estado, pese a estar hospitalizado con un cáncer terminal. La opinión de este influyente operador republicano prevaleció y Philip Bonsal fue designado embajador en Cuba.
Pero la misión de Bonsal resultó imposible. Se le había confiado enmendar el daño, alcanzar la confianza de Fidel Castro y los dirigentes cubanos y buscar algo que ya había logrado en su anterior cargo como embajador en Bolivia: morigerar una revolución entonces percibida como nacionalista, pero no radical.
Bonsal tenía el perfil y los hábitos de un diplomático avezado, ducho en conducir negociaciones en escenarios adversos. Aunque el gobierno cubano conocía perfectamente sus propósitos, no rechazó negociar con él los conflictos surgidos. El peor enemigo de Bonsal fue su propio gobierno, quien subvirtió sus esfuerzos conciliadores.
Como se puede comprobar en sus memorias, Cuba, Castro, and the United States, la mayor parte del tiempo el embajador Bonsal estuvo “volando a ciegas”, por así decirlo. Se opuso al corte de la cuota azucarera y a la negativa de las empresas petroleras a refinar el petróleo soviético, dos de los conflictos más relevantes de su tiempo en Cuba, alegando que ello le impediría tener un diálogo fructífero con el gobierno cubano. Confiado en que había posibilidades de negociar, a principios de 1960 viajó a Washington y propuso que el presidente Eisenhower emitiera una declaración pública comprometiéndose a que Estados Unidos respetaría el principio de no intervención en los asuntos internos de Cuba. En sus memorias se quejó de que no fue informado que ya por esos días el programa de la CIA estaba ejecutándose y se preparaban los documentos necesarios para que el propio Eisenhower lo aprobara, como efectivamente hizo el 16 de marzo de ese año.
Nunca supo, por ejemplo, algo que dijo el subsecretario de Estado Livingstone Merchant en una reunión del Consejo de Seguridad Nacional de marzo de 1960: desde el verano de 1959 el Departamento había llegado a la conclusión de que los objetivos de Estados Unidos en América Latina no podrían lograrse con Fidel Castro en el poder. 3
Aunque Bonsal no fue retirado de Cuba en marzo de 1960, a todos los efectos prácticos, su misión diplomática había terminado apenas comenzada.
Cuando el presidente Jimmy Carter hizo esfuerzos por normalizar las relaciones y negociar con Cuba las diferencias utilizó a un diplomático de carrera, Wayne Smith, poniéndolo al frente del Buró Cuba en el Departamento de Estado y enviándolo posteriormente a La Habana en 1979. Hay numerosas evidencias de que Smith mantuvo diálogos con los más altos funcionarios cubanos, incluyendo al propio Fidel Castro. Personalmente soy testigo de sus impresiones favorables a Raúl Castro después de conocerlo en una recepción en el Palacio de la Revolución en 1982. En el 2014 se le ofreció un homenaje en el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos debido a sus esfuerzos por normalizar las relaciones.
Como se sabe, Donald Trump, en su interés de contentar a Marco Rubio, dañó enormemente las relaciones diplomáticas. Entre los pasos más perniciosos en esta esfera estuvieron las falsas acusaciones de que el gobierno cubano no había protegido adecuadamente a sus diplomáticos de unos ficticios “ataques acústicos” y el cierre de la sección consular de la embajada en el 2017, utilizando esa mentira como pretexto. Aún hoy, tres años después, ni se ha aclarado qué sucedió ni Estados Unidos ha aceptado la cooperación con el gobierno cubano para hacerlo.
A pesar de todas las falsas acusaciones, la administración Trump no ha dado un paso similar al que dio la administración Eisenhower el 3 de enero de 1961.
Sí se ha informado que el secretario de Estado, Mike Pompeo, busca incluir a Cuba nuevamente en la lista de “Estados promotores del terrorismo”, una acción provocadora sin ningún asidero y un recurso de última hora para seguir poniéndole trabas a la administración Biden, aun antes de su inauguración el 21 de enero.
Aunque no se han producido anuncios medidas concretas con respecto a Cuba, Joe Biden ha asegurado que revertirá las sanciones impuestas a Cuba por Donald Trump. También ha afirmado que restablecerá el otorgamiento de visas a demandantes cubanos, tal y como estuvo previsto en los Acuerdos Migratorios de 1994-1995. Ambas medidas presuponen un retorno a la política de Obama, que buscó un proceso de normalización en el centro del cual estuvo el restablecimiento de relaciones diplomáticas, la reapertura de embajadas y el nombramiento de embajadores.
Ante los actos agresivos y provocadores de la administración Trump y sus diplomáticos en La Habana, el gobierno cubano ha mantenido los acuerdos en este y otros terrenos. No rompió relaciones, a pesar de que pudo hacerlo.
Sin embargo, no es un asunto que le quite el sueño a Cuba, como aclaró el embajador Carlos Fernández de Cossío, director general de Estados Unidos de la Cancillería cubana, en declaraciones a la prensa en diciembre de 2019.
Por el contrario, el gobierno cubano no cerró su embajada ni retiró a su embajador, José R. Cabañas, durante todos estos años. Por añadidura, ha preparado las condiciones para mantener el diálogo diplomático anunciando el traslado a Washington, de su embajadora en Vietnam, Lianys Torres, una funcionaria que ya tiene experiencias anteriores en negociaciones diplomáticas con Estados Unidos.
Así que, como dicen en deportes: la pelota está claramente del lado estadounidense. Corresponde a Joe Biden el primer paso para renovar el proceso de normalización detenido. Y nada más propicio que darlo en el terreno diplomático.
Notas
- Está en proceso de edición por la editorial Nuevo Milenio mi obra Diplomacia Imperial y Revolución, en la cual intento relatar y analizar las maniobras diplomáticas de la administración Eisenhower con respecto a Cuba entre el 1ro de enero de 1959 y el 3 de enero de 1961. Inicialmente se publicará en forma digital en el 2021. Posteriormente saldrá la edición impresa. En ese texto, que fue finalista del Premio de Ensayo Casa de las Américas 2013, narro, entre otras cosas, los avatares de la Misión de Bonsal en Cuba.
- Smith mantuvo siempre la secreta aspiración de ser el primer embajador de Estados Unidos en la Habana cuando se reiniciaran las relaciones. Se opuso tradicionalmente a las medidas de cambio de régimen de su gobierno. Durante la administración de Jimmy Carter, ocupó cargos clave como jefe de la Oficina Cuba del Departamento de Estado y Jefe de la Sección de Intereses en la Habana. Renunció a este último cargo y abandonó el Servicio Exterior de Estados Unidos en protesta por la creación de la llamada “Radio Martí” por la administración de Ronald Reagan en 1982.
- Véase la colección documental Foreign Relations of the United States, 1958–1960 Volume VI Cuba, página 742.