«El único país que tiene un proyecto estratégico para América Latina, lamentablemente, es Estados Unidos, y no es, precisamente, el que necesita nuestro continente.» Adolfo Pérez EsquivelLa región latinoamericana, en tanto bloque, presenta más elementos en común que dispares. Dos, al menos, son los fundamentales: a) todos los países que la componen nacieron como Estado-nación […]
«El único país que tiene un proyecto estratégico para América Latina, lamentablemente, es Estados Unidos, y no es, precisamente, el que necesita nuestro continente.»
Adolfo Pérez Esquivel
La región latinoamericana, en tanto bloque, presenta más elementos en común que dispares. Dos, al menos, son los fundamentales: a) todos los países que la componen nacieron como Estado-nación modernos luego de tres siglos de dominación colonial europea; y b) todos se construyeron integrando a los pueblos originarios en forma forzosa a esos nuevos Estados por parte de las élites criollas. Su historia, en ese sentido, está hecha a base de una monumental y despiadada violencia.
Los países que la conforman nacieron condenados a no ser libres. Primero colonias de España o Portugal; luego, «libres» de estas coronas, colonias económicas del imperio británico, sojuzgadas en lo económico, y desde fines del siglo XIX «patio trasero» del naciente imperio estadounidense, siempre su historia se ha ligado a una potencia externa dominante. Con la tristemente famosa doctrina Monroe («América para los americanos» – del Norte), esa tendencia de dependencia se acreciente en forma exponencial.
«Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la libertad», decía en el año 1829 Simón Bolívar. Los nuevos Estados latinoamericanos, más allá del sueño integracionista del Libertador, nacieron divididos, con clases dirigentes entregadas visceralmente a las potencias extrajeras. Las oligarquías nacionales fueron siempre portavoz del imperio del norte, su gerente, su socio menor. La Gran Patria Latinoamericana hasta ahora no ha pasado de ser una aspiración. Toda vez que se intentó algo en sentido contrario fue brutalmente decapitado.
En términos generales esa fue la matriz que fijó la historia del subcontinente durante cien años. Pero no fue una historia pasiva, donde los dominadores impusieron sus condiciones sin resistencias; fue una historia de luchas feroces, de violencia extrema, de sufrimientos extremos. Historia que, por cierto, lejos está de haber terminado. Las izquierdas políticas han estado siempre presentes en los movimientos del pasado siglo. Incluso, a veces, haciendo gobierno: en Guatemala con la «primavera democrática» entre los 40 y los 50, en Chile en la década del 70 con Salvador Allende, Cuba con su heroica revolución, Nicaragua con los sandinistas. Y ahora la actual Venezuela y su Revolución Bolivariana. Y también con otras experiencias, peleando desde el llano: los movimientos sindicales, las reivindicaciones campesinas, las insurgencias armadas.
Pero vinieron tiempos negros en la década de los 70. En el marco de la Guerra Fría, y con la noción de «enemigo interno», se desataron monstruosos procesos de represión de toda semilla de protesta y de organización popular. Entre los 80 y los 90, sobre los miles de muertos, desaparecidos, torturados, aldeas arrasadas y cementerios clandestinos, se instalaron feroces procesos de políticas ultra privatizadoras, de achicamiento de los Estados y de concentración de la riqueza. La caída del campo socialista para la última década del siglo profundizó la explotación, reafirmando de modo inequívoco que Latinoamérica es y, en la estrategia hemisférica de Washington, seguirá siendo su zona de influencia natural.
Ante este escenario las izquierdas y todo el movimiento popular se replegaron. Entrado ya el nuevo siglo asistimos a un despertar de la reacción. ¿Estamos realmente ante un resurgir de las izquierdas, de nuevos y robustos proyectos de cambio social?
Suele hacerse la diferencia entre izquierdas políticas e izquierdas sociales. Hay, sin dudas, un cierto retraso de las primeras en relación a las segundas. Es decir: los planteos políticos de fuerzas partidarias a veces han quedado cortos en relación a la dinámica que van adquiriendo los movimientos sociales. Estos, por cierto, constituyen un espectro muy amplio: los piqueteros en Argentina, los movimientos campesinos con una importante reivindicación étnica en Bolivia, Ecuador, Perú o Guatemala, el zapatismo en el Sur de México o la movilización de los Sin Tierra en Brasil, así como el vigoroso movimiento de mujeres que denuncia su histórica y silenciosa postergación. Todas ellas son formas de reacción a un sistema injusto que sigue sin dar respuesta efectiva a las grandes masas postergadas, que continúa siendo machista, autoritario, patriarcal, racista y excluyente.
Toda esta izquierda social (o movimiento de protesta, si se quiere ser más correcto) ha tenido impactos diversos: frenar privatizaciones de empresas públicas, organización y movilización de campesinos sin tierra o de habitantes de asentamientos urbanos precarios, cambios a favor de un mejoramiento en la situación de las mujeres, derrocamiento de presidentes antipopulares como en Argentina, en Bolivia o en Ecuador, oposición a políticas dañinas a los intereses populares.
Hoy por hoy, diversas expresiones de la izquierda política -la que en estos momentos es posible: moderada y de saco y corbata- tienen en sus manos el aparato de Estado en varios países: Brasil, Chile, Uruguay, Argentina. Eventualmente podría llegar a tenerlo también en Bolivia, con la propuesta del dirigente del Movimiento Al Socialismo Evo Morales (¿también izquierda de «saco y corbata»?), o en Nicaragua, con el retorno de los sandinistas y la ya archi conocida figura de Daniel Ortega ¿más «saco y corbata»? ¿Y será más izquierda de «saco y corbata» también Manuel López Obrador en México con su Partido de la Revolución Democrática, si gana las futuras elecciones presidenciales?
Transformaciones profundas desde las estructuras estatales, tal como están las cosas (deudas externas abultadísimas, creciente presencia militar del imperio en la región), y dada la coyuntura con que arribaron a las administraciones gubernamentales (voto en elecciones de democracias representativas, que no es lo mismo que revoluciones populares), esas expresiones de las izquierdas son limitadas. Son izquierdas que, en todo caso, pueden administrar con rostro más humano situaciones de empobrecimiento sin salida en el corto tiempo. Pero quizá no más que eso (muchas veces sin faltar el doble discurso además).
¿Son «traidores», «vendidos al capitalismo»? Eso es una consigna principista que no pasa de discurso emotivo falto de profundidad analítica. La izquierda constitucional hace lo que puede; y hoy, en los marcos de la post Guerra Fría, con el triunfo de la gran empresa y el unipolarismo vigente -más aún en la región latinoamericana, histórico «patio trasero» de la superpotencia hegemónica- es poco lo que tiene por delante: si deja de pagar la deuda externa, si piensa en plataformas de expropiaciones y poder popular y se atreve a armar a sus pueblos, sus días están contados. Pero Kirchner, Lula, Vásquez o Lagos ¿hablaron en algún momento de revolución socialista en sus campañas proselitistas? ¿Levantó alguno de ellos las mismas consignas que, tres décadas atrás, proponían los movimientos armados que, sin ningún complejo ni temor, hablaban de comunismo y de confiscaciones, y a los que directa o indirectamente ellos pertenecían o apoyaban? Sin ningún lugar a dudas que no.
La feroz represión que vivió toda la región en las décadas pasadas tuvo un efecto fríamente buscado por el imperio -en combinación con los factores de poder locales-, y sin dudas conseguido: amansó al movimiento popular, quebró su resistencia, lo llenó de terror. Si no, no hubiera sido posible implementar las políticas de ajuste estructural impuestas por los organismos financieros del gran capital internacional: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Sobre esos miles de muertos, desaparecidos y torturados se domesticó la protesta; por ello aparece esta izquierda bien presentada, de saco y corbata, que prescinde del incendiario discurso de años atrás viendo en la labor política en el marco de las democracias representativas el campo -a veces el único- de posible trabajo político.
Pero a todo esto habría que sumar otras expresiones de la izquierda, definitivamente mucho más intragables para Washington: Cuba y Venezuela (de las que no caben dudas que abominan del «saco y corbata»).
Debe quedar claro que los sistemas políticos que brindan las democracias representativas constituyen un espacio más, uno de tantos, en una estrategia de construcción revolucionaria, pero no más que eso, y se debería ser muy precavido respecto a los resultados finales que las luchas en esos ámbitos pueden traer para una verdadera transformación estructural. Los movimientos insurgentes que, desmovilizados, pasaron a la arena partidista con su actual nuevo perfil de «presentables con saco y corbata» no han logrado grandes transformaciones reales en las estructuras de poder contra las que luchaban armas en mano tiempo atrás (veamos el caso de las guerrillas salvadoreñas o guatemaltecas, o el movimiento M-19 en Colombia).
Ante la desaceleración del empuje económico de Estados Unidos (el imperio no está muriéndose, pero comienza a ver amenazado su lugar de intocable a partir de nuevos actores más pujantes como la República Popular China o la Unión Europea), el área latinoamericana es una vez más un reaseguro para la potencia del Norte, apareciendo ahora como mercado integrado donde generar negocios, proveedor de mano de obra barata y fuente de recursos naturales (a veces robados). De esa lógica se deriva la nueva estrategia de recolonización conocida como ALCA -Area de Libre Comercio para las Américas-. Los marines, por supuesto, son la garantía final.
Pero ahí está la fuerza de las izquierdas, políticas y sociales: unirse como bloque regional. Y esa unión, incipiente, le ha resultado un primer obstáculo al imperio. Los tibios movimientos integracionistas habidos a la fecha, pero más aún que eso: las movilizaciones populares anti ALCA impidieron hasta ahora la entrada en funcionamiento de ese nuevo mecanismo de dominación continental, que debía estar vigente desde enero del 2005. Ante ello la estrategia del gobierno estadounidense se concentró en la búsqueda de acuerdos bilaterales, preparatorios de la iniciativa general latinoamericana que, por ahora, deberá esperar. En esa perspectiva de «divide y reinarás» se inscribe la aprobación contra viento y marea del Tratado de Libre Comercio para Centroamérica -RD-CAFTA-, «un voto de seguridad nacional» según declarara el actual Secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld. Lo que llevó a Washington a presionar fuertemente a los gobiernos centroamericanos y a efectuar un intenso cabildeo en su legislativo para garantizar la aprobación de este Tratado consiste no en el volumen comercial en juego en este acuerdo específico (apenas el 1 % del comercio externo estadounidense) sino en la importancia política de establecer un freno a un modelo de integración solidaria propuesto por algunos gobiernos del área. Según publica The Economist el 1 de agosto del 2005, tanta prisa radica «en los temores que Venezuela obtuviera utilidades del rechazo para aumentar su presencia en los países de la región, ya que las naciones centroamericanas podrían inclinarse, de no suscribirse el tratado, por la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) que propician Venezuela y Cuba».
Con esta propuesta asistimos al intento de una integración latinoamericana y caribeña basada en la justicia y en la solidaridad entre los pueblos. Tal como lo anuncia su nombre, el ALBA pretende ser un amanecer, un nuevo amanecer radiante Uno de sus primeros movimientos es, justamente, el proyecto Petrocaribe, que prevé el suministro de crudo venezolano a precios preferenciales y con facilidades financieras para la región centroamericana. Las luces de alarma se encendieron inmediatamente en Washington.
Según expresara con la más total naturalidad Colin Powell, ex Secretario de Estado de la administración Bush: «Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas americanas el control de un territorio que va del Artico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio.»
¿Pueden, o quieren, los gobiernos latinoamericanos y las oligarquías a quienes representan negociar con dignidad, como países autónomos, y rechazar las imposiciones de Washington? Sin dudas que no. ¿Pueden las actuales izquierdas en el poder fijar nuevas perspectivas? Eso es, justamente, lo que abre un nuevo escenario.
A las imposiciones de «libre» comercio impulsadas por el gobierno de Estados Unidos se unen las iniciativas militares de la gran potencia y los nuevos demonios que circulan la región preparando el escenario para eventuales futuras intervenciones bélicas: la lucha contra el narcotráfico y contra el terrorismo internacional. Y para recordárnoslo, ahí está el Plan Colombia, la enorme base -con capacidad para 16.000 soldados- recién creada en Paraguay (que asegura el acuífero guaraní, principal reserva de agua dulce del mundo, y el gas boliviano), las bases en Ecuador, los ejercicios provocativos en aguas del Caribe (léase: demostración contra Cuba y Venezuela), las bases en la Patagonia argentina, el Plan Balboa, ya listo y a la espera de ser efectivizado en algún momento para acometer contra la Revolución Bolivariana . y contra las reservas de petróleo más grandes del planeta. Es decir: la doctrina Monroe sigue vivita y coleando, incluso fortalecida. Una nueva izquierda remozada, que dejó atrás las armas de la guerrilla, que no habla de confiscaciones y poder popular (porque no puede, porque se quebró, por ambas cosas, etc.) es tolerable. Incluso, como parte de las dinámicas del interjuego político, hasta deseable en la lógica de dominación imperial; es una manera de demostrar que aquellos «sueños juveniles» del socialismo eran irrealizables, y ahora, sin barba y bien peinados, estos nuevos funcionarios ratifican «el fin de la historia». Mientras sigan pagando la deuda externa y no toquen a las multinacionales, bienvenidas esas izquierdas. Lo que sí preocupa a Washington, ahora tanto como en todo el transcurso del siglo XX, es el movimiento popular, la organización de base (todas sus estrategias contra las «amenazas a la estabilidad regional», como puede leerse en documentos oficiales -de la CIA, del Ejército, de los think tanks neoconservadores- están enfocadas contra «organizaciones sociales, pueblos indígenas y organi smos no gubernamentales de derechos humanos y ambientalistas»).
Las izquierdas que ocupan aparatos de gobiernos pueden ser más manejables; las masas, no tanto. Las actuales izquierdas gubernamentales -fuera de Cuba y Venezuela- no son la principal preocupación de la Casa Blanca si continúan con su perfil de «saco y corbata»; pero sí lo es la idea de unión que entre ellas se podría dar. El fantasma de la integración latinoamericana sí inquieta. De ahí que el sueño de Patria Grande de Simón Bolívar -que hoy intenta materializarse con el ALBA- sigue siendo un camino, quizá el más recomendable camino -¿el único?- para forjar unas nuevas relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica. Una integración popular, de base, no de cúpulas. Ese es el camino.