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Renacuajos ganadores

Fuentes: Rebelión

El otro dia en el metro vi una muchacha que llevaba una sudadera en donde ponía «Winner 97», era naranja con letras doradas. La chica no tendría ni 16 años e iba con su pandilla haciendo barullo en el vagón. Es probable que ni supiera lo que significa «winner» y seguro casi que no era […]

El otro dia en el metro vi una muchacha que llevaba una sudadera en donde ponía «Winner 97», era naranja con letras doradas. La chica no tendría ni 16 años e iba con su pandilla haciendo barullo en el vagón. Es probable que ni supiera lo que significa «winner» y seguro casi que no era consciente de que al llevar esa prenda estaba reproduciendo una idea bien anclada al mundo actual: ganador-perdedor. Y tanto si ganas como si pierdes no puedes pedirle cuentas a nadie, porque en la libertad posmoderna que habitamos todo es causa y consecuencia del invididuo, apenas hay interacciones con otros causantes excepto tragedias naturales. De esta forma se ha rebajado la idea del anarquismo clásico en que el máximo exponente es el yo y las propias apetencias, sin embargo esas apetencias vienen determinadas por el mercado ya que se están destruyendo premeditadamente los vínculos sociales para que no encontremos motivos para salir de dicha individualidad. Y se convierte la idea promovida por el mercado en una conducta que poco a poco copa todas las realidades y deviene en hábito. Una vez, hace pocos años coincidí en clase con una chica algunos años más joven que yo: era una mujer que permanentemente buscaba la confrontación, incluso en espacios y trabajos colaborativos; estudiábamos integración social, sin embargo ella tenía tan asumido el rol de la prepotencia individualista que no podía evitar intentar siempre ser winner frente a los demás loosers. Tristemente irónico.

Este hábito tan interiorizado ha evolucionado en nuestro cerebro hasta una normativización en que nos permite ser empresas nosotros mismos. De esta forma nuestro rico Estado equipara el NIF al CIF alentándonos a emprender poniendo en riesgo nuestra vida al máximo mientras restringen lo público a una élite determinada por ese mismo patrón moneda que ostentan. Pero antes de poder tener un CIF, gracias a Internet, ya podemos poseer un sinfín de personalidades estancas; con lo cual deviene una pérdida de la identidad humana a favor de una cyberrealidad virtual, virtual en tanto en cuanto está construida mediante los objetos creados desde la mente del hombre otorgándoles categoría de real, por ejemplo: preferimos gastar el dinero en una nueva aplicación para el smartphone a comprender que unos cuantos niños podrían comer con ese mismo dinero.

No negaré que la gran riqueza humana es la creación abstracta que nuestras capacidades cognitivas superiores nos permiten. Por lo tano es lógico que intercambiemos esos saberes, incluso que alguno de ellos – la religión – hayan sido confundidos para usarse como bandera. Sin embargo, en esta posmodernidad donde «hemos vencido la historia» esos saberes se han trivializado por el consumismo: empezamos comerciando con ideas escritas – bendito Gutenberg – y ahora estamos con todo el cuerpo y el espíritu prestos y dispuestos a ser moneda de cambio. No es solo el tiempo dedicado al trabajo el que prestamos para recibir una remuneración: es el tiempo, las relaciones personales, los placeres y sufrimientos… es el todo que nos rodea, todo es susceptible de ser tasado en función de su valor económico y eso logra que perdamos la pureza del intercambio: el detrimento de la mejoría como individuos en un entorno inevitablemente colectivo, a favor de una expansión cyberindividual que colme las pequeñas esferas de realidad donde nos permiten vivir previo pago. De esta forma encajonan y determinan al individuo para disponer de sus pedazos con amoral mercantilista: divide y vencerás. En estos cajones desvinculados del entorno material inmediato nos realizamos plenamente sobrevolando una monotonía que parecía un edén, pero era un oasis que se ha volatilizado en forma de beneficios para el Nuevo Orden Mundial, y a nivel local para las 200 familias españolas que siguen copando las riquezas. Trabajamos no ya para producir – lo dijo Bob Black en 1985 (La abolición del trabajo), porque el objeto producido pertenece a una realidad lejana o no-existente al que perdemos la pista rápidamente. No, trabajamos para sobrevivir, troceados en mil pedazos, como sociedad: primero se destruye el tejido fabril y se centrifica la economía a la urbe y pequeñas periferias (adiós sindicatos…), posteriormente se deslocalizan las pocas fábricas que quedan a regiones cuyos derechos humanos son una utopía: del liberalismo al neoliberalismo hay un paso confundido por varias refracciones de espejos que tergiversan tanto el origen que al final lo descomponen para su total incomprensión. Y centramos la economía en los valores inventados. Hemos violado a Derrida de tanto deconstruir para hallar la esencia de la realidad.

Volviendo al localismo en esta nuestra España, el país del esperpento y la nivola, nihilista, cínico, profundamene descreído de todo con fe terrible de inquisición quemándonos los pies, entregamos hasta nuestro cuerpo (el contingente que nos ata al mundo) al voraz entramado del egoico insuperable capitalismo salido de madre. País de sombra quemada repentinamente bajo el fulgor del sol de mediodía y de pícaros orgullosos de malmeter, difamar y entretener a costa de sus congéneres. Hemos dejado que dichos valores bochornosos nos regurgiten y seguimos entregando la única realidad de la que tenemos conciencia – despreciando la premisa de que se aprende para mejorar – por pequeños destellos inmediatos de «felicidad», elevando el placer de las pequeñas cosas propias y personales a categoría de libro sagrado. Producid en la cadena truncada de bienestar, seguid caminando ante las sombras de la pared, uno tras otro sin tocaros y no se os ocurra sonreír con complicidad. Según J.C. Monedero trabajamos más horas que los esclavos griegos. Si no vivimos peor que ellos es porque las luchas obreras y de derechos humanos dejaron un poso de agua en el desierto donde tenía que estar el edén, aunque fuera oasis. Pero el afán de acumulación de los potentados ha inventado hasta una placa solar (fingen que les interesa el planeta) para secar nuestro pequeño charco.¿Realmente es la avaricia tan ciega? Porque los bichitos revoltosos del fondo comienzan a atacar su olimpo de moneda en bit, algo evidente y lógico – si no tenemos qué beber – el unirse para evitar tanta deshumanización inconscientemente autoimpuesta. No lo digo siquiera en un sentido altruista de ayudar al necesitado, sino más allá: sino en comprender que la Tierra ha llegado al límite de su capacidad de asimilación. Hay una pelicula – Elysium – en que la Tierra es tierra de nadie, destrozada, desatendida y habitada por los pobres mientras los ricos viven en un centro tecnobioespacial desde donde controlan las producciones. Esta película, ciencia ficción cara de buen argumento y exceso de bombas, narra una realidad que anclada al suelo que conocemos ya existe. Para sobrellevarla inventamos pulseras que nos limiten la libertad vacacional al perímetro de un hotel de lujo con spa y masajistas. La inmediatez en que vivimos es la madre de la irreflexión, si frenamos el cohete neoliberal que pretende surcar los espacios, ellos se estrellan y pierden su impulso vital. Ellos se quedan sin su sentido de vida, porque el único sentido que tienen – transmitido generacionalmente – es el de quitarnos el nuestro, atontados mientras producimos con hambre sus beneficios, seguir cercándonos de realidad irreal nombrada por marcas, esas mismas que marcan a fuego nuestra piel calamitosa. La charca empieza a hervir para dinamitar el supuesto fin histórico de las oligarquías e imponer el principio del de los pueblos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.