La educación pública en Chile es un cadáver, y su descomposición apesta. En eso todos, Gobierno, oposición, alumnos, profesores, ciudadanos en general, están de acuerdo. Pero hasta hace un par de semanas, nadie pensaba que era el más importante asunto de Estado. Hasta que el eslabón más débil -los estudiantes- decidió romper la cadena de […]
La educación pública en Chile es un cadáver, y su descomposición apesta. En eso todos, Gobierno, oposición, alumnos, profesores, ciudadanos en general, están de acuerdo. Pero hasta hace un par de semanas, nadie pensaba que era el más importante asunto de Estado. Hasta que el eslabón más débil -los estudiantes- decidió romper la cadena de despropósitos desafiando a toda la sociedad a dar una respuesta definitiva. A pesar de que en lo que llevamos de democracia el aporte del Estado se ha multiplicado por cuatro y se ha solucionado la cobertura, esto no ha conseguido detener la agonía de la enseñanza. La forma en que se distribuye el financiamiento y las condiciones en que se hace no permiten que los estudiantes puedan superar las brechas que hacen de Chile uno de los países más desiguales del mundo.
«Nadie ha puesto el corazón en la educación», dice el economista y profesor de la Universidad de Chile, Dante Contreras. Y recuerda cómo el año pasado la desigualdad fue el tema de moda en toda clase de seminarios y discusiones de la elite del país. Todos estaban de acuerdo en que el instrumento para resolverla era la educación. Pero todos la olvidaron, incluso en el debate que se abrió sobre los fabulosos excedentes del cobre. «Yo creo que si los hijos de los que están en el Poder Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial asistieran a colegios del sector público, las cosas habrían cambiado hace mucho tiempo. Es triste, pero es así», añade el profesor Contreras. Lo verdaderamente triste es que encontrar un hijo de ellos en la educación pública sería como clavarse con la aguja del pajar.
Y el caso es que el 92% de los estudiantes (más de tres millones) asiste a colegios financiados con los impuestos de todos los chilenos, vía subvención de 30 mil pesos mensuales por cada alumno que va a clases. Vamos por partes y veamos cómo se reparte esta enorme cantidad de educandos. Un 50% de los estudiantes asiste a los 6.138 colegios municipales y un 42% lo hace a los 4.084 establecimientos privados subvencionados (datos del informe «¿Cómo se financia la educación en Chile?», de Mario Marcel y Carla Tokman, 2005). El resto, el 8%, son los privilegiados que van a los 930 colegios privados que no reciben subvención estatal y que sus padres están en condiciones de pagar los 150 mil pesos, o más, de mensualidad. Ellos son los que consiguen la mejor educación y los otros son los que están condenados a la mediocridad, con honrosas y escasas excepciones.
MÁS POBRES Y MÁS CAROS
Centrémonos en los sentenciados, que son la inmensa mayoría: los más de tres millones de alumnos de la educación municipal y los de los establecimientos particulares subvencionados, que sobreviven a duras penas con los 30 mil pesos por alumno que asiste a clases. Es importante insistir en la asistencia, porque esos 30 mil pesos disminuyen en las grandes epidemias de gripe en invierno o si por cualquier otro motivo el alumno no va regularmente al colegio. «Es muy loco que exista el mismo monto para cualquier tipo de alumno, sea pobre o no, viva en el campo o en una gran ciudad, si no tienen las mismas necesidades», explica el director del Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación (CIDE) de la Universidad Alberto Hurtado, Juan García Huidobro. Y esta subvención no está ligada a la calidad de la enseñanza, sino al simple hecho de tener a los alumnos en las aulas y que ocupen una silla. Como en un parking.
Y como señala García Huidobro, el aporte a los más pobres debe ser mucho mayor en comparación con el resto, ya que ellos parten desde más abajo y hay que invertir mucho para lograr la igualdad. Sin embargo, los más pobres, a pesar de las subvenciones, deben destinar un 15% de sus ingresos a las distintas necesidades educacionales (como transporte y útiles), y en los más ricos, esto baja al 11%, a pesar de que incluye las altas mensualidades de sus exclusivos colegios. Lo cual indica que, proporcionalmente, los pobres pagan más que los ricos por la educación de sus hijos.
LA DISPERSIÓN MUNICIPAL
A los municipios les toca bailar con la más fea. Es decir, ellos se tiene que hacer cargo de la parte más difícil y de los de más bajos recursos económicos. El 71,4% de los niños más pobres de Chile (primer quintil) de la enseñanza básica y el 65,5% de la educación media asisten a colegios municipales, según datos del 2003. Niños difíciles, de hogares desestructurados (dependientes en número considerable de mujeres y abuelas solas. Después de todo, más del 50% de los niños nacen de madres solteras), que viven hacinados en casas mínimas de barrios marginales, y que nadie quiere tener como compañeros de curso. «A los colegios municipales van a parar los que las escuelas privadas expulsan», denuncia García Huidobro.
La famosa municipalización, que pretendía descentralizar la educación, lo que en verdad hizo fue diseminar el sistema educacional en los más de 300 municipios. Unos opulentos, como Vitacura y Las Condes, que pueden añadir fondos a la cuota estatal, y otros miserables, como los que forman el cordón empobrecido de la capital, las aldeas del desierto y el altiplano y los que pueblan el campo y las islas del fin del mundo, que apenas consiguen pagar los sueldos de los profesores. Distancias físicas, económicas, sociales y culturales que hacen imposible medir con la misma vara. «Hasta hace unos días, todos decían que nada se podía cambiar. Hoy sí. Y se habla de devolver la educación al Estado o establecer otra división, que puede ser la provincial, la regional o la asociación de varios municipios pequeños que les permita unir recursos. Así podrían contratar especialistas, compartir gastos y beneficios», reflexiona García Huidobro
INIMARKETS DE LA EDUCACIÓN
De los colegios privados subvencionados hay mucho que decir. Lo primero que destaca es su gran crecimiento. A principios de los ’80, cuando ya se había desmantelado el sistema estatal de educación, captaban el 19% de la matrícula. Hoy tienen un 42% de la torta estudiantil. Pero no parece ser un gran negocio, a pesar de que pueden cobrar un suplemento a los padres, que puede llegar hasta los 20 mil pesos, además de recibir la subvención. Al contrario de otros sectores económicos, donde la concentración del capital ha sido la norma según el modelo (farmacias, AFP, supermercados), aquí la atomización persiste. No hay grandes cadenas, y el 67% de los colegios particulares subvencionados corresponde a un sostenedor que tiene un solo colegio. Casi como pequeños comerciantes que tienen un minimarket o como los microempresarios de la locomoción colectiva con una sola máquina.
El particular subvencionado funciona casi como un autoempleo o negocio familiar. A modo de ejemplo: una persona hereda un caserón y después de mucho pensar decide que va a abrir una escuela para beneficiarse de la subvención, y a partir de ahí hay que buscar clientes. Después de todo, hasta el 2002 no existían condiciones, ningún requisito, para abrir un colegio. A partir de esa fecha, una reforma obliga a los «empresarios educacionales» a tener cuarto medio y no tener antecedentes penales y se exige que el director esté titulado.
Se defienden a palos
«Hay casos, como en la IX Región, donde hay una proporción enorme de colegios particulares subvencionados que generalmente son iniciativa de profesoras, y existe la figura del ‘marido de sostenedora’, que es el que se encarga de llevar las cuentas y hacer los pequeños arreglos, como clavar clavos, arreglar una puerta y hacer las gestiones administrativas», cuenta García Huidobro. Sobre estos establecimientos de financiamiento compartido no hay ningún control estatal sobre lo que hacen con los fondos públicos que reciben. Esto es algo que no sucede en ningún lugar del mundo.
Y los sostenedores defienden su pan ante las movilizaciones de los alumnos. Con balas, como en algún caso en la Región Metropolitana; cortándoles la luz y el agua, como en Punta Arenas, y propinando palizas como, en Chimbarongo, donde el sostenedor lo justificó diciendo que el colegio es suyo. «Es mi propiedad privada», dijo el dueño. Cero mística, cero vocación, puro negocio.
Ese es uno de los peligros que puede hacer tambalear uno de los proyectos más preciados del Gobierno de Bachelet: la educación preescolar. Si se aplica el mismo criterio de dar subvenciones a privados, los niños de cero a cinco años pueden sufrir las mismas consecuencias que hoy padece el resto de los estudiantes. Y cuando se trata de bebés y niñitos puede ser aún más grave la mediocridad, la precariedad y los recursos insuficientes.
A nivel africano
Ese el tipo de colegio habitual de esta categoría, que se suponía que aumentaría la oferta y la competencia y que, gracias a la sacrosanta ley del mercado, mejoraría la calidad. Pero en este comercio ni siquiera es posible como «cliente» acudir al Sernac para denunciar por «vender un producto malo» o cuando unilateralmente deciden expulsar alumnos. La realidad es que la mayoría se limitan a una casa, un puñado de alumnos y unos cuantos profesores mal pagados y mal formados. «Hay cursos por correspondencia que forman profesores en dos años. Hay que ser más serio y mejorar y ensalzar el rol de los profesores», dice Dante Contreras.
Y es que ellos, los profesores, se quedaron en el limbo tras las reformas de los ’80 y ’90. Los casi 150 mil que enseñan en los colegios municipales y en los privados subvencionados perdieron su estatus de empleados públicos para depender de los municipios o estar a merced del mercado de los privados. Y soportan un número de alumnos por clase -en promedio 33- sólo comparable con países africanos, como el Congo o Camerún. En Argentina no tiene más de 17 por aula, y en Cuba, 11. Y aquí ganan menos que los brasileños y los argentinos. Los resultados que muestran sus alumnos, por ejemplo en matemáticas y ciencias, están por debajo del promedio mundial y se comparan a los de Palestina, Moldavia o Túnez.
Pero no todo es problema de financiamiento en la educación chilena. Quizás el más perverso de todos los mecanismos que han convertido a la educación en una herramienta para perpetuar la desigualdad es la selección de alumnos. Se supone que no debería existir, pero es un hecho y además se financia con el dinero de todos. Una encuesta que se hizo a los padres de los alumnos de segundo medio que rindieron la prueba Simce en 2003 reveló que el 59% de los alumnos de colegios municipales, el 75% de los particulares subvencionados y el 85% de los particulares pagados pasaron por algún tipo de selección.
MACHUCA NO ESTUDIA AQUÍ
El infame mecanismo está detrás de las pretensiones de los colegios para distinguirse e impedir que lleguen a sus aulas estudiantes que no cumplen con las expectativas sociales que buscan los padres. «Buscan prestigio distinguiéndose de los más pobres y separándose de ellos», dice García Huidobro.
«Hay clasismo y racismo. Y asociados a ellos, pasivos y activos culturales derivados de la socialización y el uso del lenguaje», como señala Pablo González, economista, consultor de la Unicef y profesor de la Universidad de Chile. Barrio de procedencia, apellido, rasgos étnicos, antecedentes y aspectos de la vida privada de los familiares, profesión de los padres… son algunos de los filtros que usan los establecimientos para discriminar quién entra y quién no. Y todo disimulado tras exigencias de calificaciones en anteriores colegios, informes sicológicos, certificados médicos para ser considerado «apto» para tener un sitio donde aprender.
La norma que establece que los colegios deben admitir un 15% de alumnos considerados en situación socioeconómica vulnerable promete tener bastante resistencia. Rodrigo Castro, director del programa social de Libertad y Desarrollo, considera que esta medida atenta contra la «libertad de los establecimientos» y que se pretende «forzar a los colegios bajo amenaza de perder la subvención. Esta imposición puede perjudicar el proyecto educativo, ya que habrá casos en que se verán forzados a aceptar alumnos, a pesar de que éstos o sus familias no posean las características requeridas». Y termina por preguntarse que, dado que la composición de las escuelas depende en gran parte de las preferencias de los padres, «¿se puede forzar una mayor integración sin considerar esas preferencias de los padres?». Sin duda, con estos criterios el niño Machuca jamás habría podido estudiar en el Colegio Saint George, cuya historia fue contada en una película que encogió los corazones de los chilenos.
EL SUEÑO DE LA UNIVERSIDAD
Un estudio de 2003 reveló que en promedio el 80% de los padres sueña con que sus hijos lleguen a la enseñanza superior. Pero es sólo un sueño. La realidad es que en el quinto quintil, los más ricos, llegan a estudios superiores casi el 75%, y en el otro extremo, el primer quintil, es de menos del 14,5% (Mideplan, 2003). Aunque ese 14,5% no siempre se refiere a estudios universitarios, sino que incluye institutos profesionales y centros de formación técnica. Y no es banal tener estudios superiores, porque eso permite a quien tuvo esa oportunidad ganar cuatro veces más que el que sólo ha terminado la educación media. Las pruebas Simce y PSU, a pesar de los intentos por justificar los resultados, muestran año a año que los mayores puntajes los acaparan los privados elitistas, con escasas excepciones.
HAY PLATA
«Esta situación no se aguanta más. El 4,6% del PIB destinado a la educación es evidentemente escaso. Y actualmente hay plata», dice el economista Contreras. Y advierte que si no se toman ahora las medidas oportunas, en diez años más no habrá muros ni alarmas ni feroces rottweillers que contengan al lumpen y la delincuencia. Porque la inversión en educación funciona a largo plazo y hay que sembrar dinero, como quien siembra un alerce, que tarda en crecer pero que un vez adulto vale oro.
Las maniobras del Gobierno y la imperturbable sonrisa del ministro Zilic no han podido evitar la sentencia de muerte del sistema educativo. Más bien al contrario, esa agonía alargada permitió que los estudiantes fortalecieran sus argumentos y que toda la sociedad escuchara sus reclamos. Ahora llegan los tiempos de la resurrección o la reinvención de un proyecto de país, por el que corre la savia fresca de unos adolescentes que, entre las muchas cosas que han metido en sus mochilas, está la gran experiencia de haber sido protagonistas de la historia y unas vivencias colectivas que marcarán para siempre sus vidas.