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Los siete capítulos editados en DVD por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC) sobre uno de los episodios más apasionantes y controvertidos de la historia contemporánea: la Revolución cubana

Reseña: Cuba en el corazón. Capítulo 4.- Una isla en la corriente

Fuentes: Rebelión

Esos niños nunca van al limbo.Rosa Irigoyen, de la «Operación Peter Pan» El cuarto capítulo de la serie, Una isla en la corriente, narra las consecuencias a corto y largo plazo, tanto interiores como exteriores, a que ha dado lugar la política de hostilidad de los Estados Unidos hacia la Revolución cubana. Este DVD sólo […]








Esos niños nunca van al limbo.
Rosa Irigoyen, de la «Operación Peter Pan»

El cuarto capítulo de la serie, Una isla en la corriente, narra las consecuencias a corto y largo plazo, tanto interiores como exteriores, a que ha dado lugar la política de hostilidad de los Estados Unidos hacia la Revolución cubana. Este DVD sólo consta de dos films: el documental que Daniel Díaz Torres ha realizado ex profeso para la serie con material de archivo y una impactante película de 1995, Del otro lado del cristal, en la que ocho mujeres cubanas del exilio comentan la amarga experiencia de sus vidas cuando, siendo niñas, se vieron inocentemente atrapadas en el torbellino de la contrarrevolución.

Una isla en la corriente se inicia con las imágenes del huracán Flora, un ciclón que arrasó el oriente de Cuba en 1963 quizá como preludio de lo que a sus habitantes se les venía encima, pues fue justo aquel año cuando los Estados Unidos consolidaron el bloqueo absoluto de la isla y la declararon «nación enemiga» de manera oficial. También, como por ensalmo, fue aquel mismo año cuando nació en el imaginario de las gentes la nueva y menesterosa figura del balsero, emigrante ilegal cubano que se lanza al mar en una embarcación de fortuna para huir de su país y alcanzar la tierra prometida del norte. Establecidas estas premisas, Daniel Díaz Torres da un paso atrás en el calendario y, de manera sistemática, establece los hechos tal como son, no como los cuentan los medios hegemónicos. Así, el espectador se entera de que en 1958, es decir, antes del triunfo revolucionario, Cuba era el segundo país emisor de emigrantes hacia los Estados Unidos, detrás de México. Hoy, sin embargo, es el octavo, y eso que en los Estados Unidos sigue vigente la denominada «Ley de ajuste cubano», aprobada en aquellos años, mediante la cual el gigante admite sin problemas y legaliza a todo cubano llegado ilegalmente a su territorio después del 1 de enero de 1959. El parcialísimo carácter político de una ley redactada en tales términos es notorio -señala ante la cámara Ricardo Alarcón de Quesada, el Jefe de la Delegación Cubana para los Acuerdos Migratorios con los EEUU- y no hace falta ser muy perspicaz para comprender que, si existiese una ley similar aplicable al resto de los países latinoamericanos o del mundo, las oleadas de indigentes que llegarían a las fronteras estadounidenses serían incalculables. Sin embargo, tal como acabamos de ver, pese a esa ley tan aparentemente favorable a sus ciudadanos, hoy en día hay siete países por delante de Cuba en número de emigrantes hacia los Estados Unidos. ¿Dónde está el truco de una paradoja tan incuestionable? Daniel Díaz Torres dedica el resto de su film a la deconstrucción sistemática de la enorme superchería que difunde en los medios occidentales la idea de que Cuba es una inmensa cárcel y los cubanos un pueblo oprimido.

Ya desde el primer día de la Revolución, en enero de 1959, se inició la primera gran salida de emigrantes ilegales, que entonces no escapaban en balsas, sino en aviones o en barcos. Eran criminales, torturadores, oficiales del ejército y corruptos de cualquier pelaje, que sacaron en poco tiempo del país más de 400.000.000 de dólares de aquella época. Además, entre 1959 y 1962 se fueron decenas de miles más, sin que nadie en el gobierno revolucionario les dijese nada: las comunicaciones por mar y aire con los Estados Unidos seguían siendo constantes, como en el pasado. Los viajeros sin billete de regreso eran el núcleo duro de la burguesía cubana, aquellos que nunca aceptaron la nueva sociedad y eligieron la emigración no como refugiados políticos -nadie los perseguía- sino por motivos puramente económicos, para no repartir su trozo de pastel. Pero la sedición buscaba siempre nuevas fórmulas destinadas a hacer daño y poco después, en diciembre de 1960, a consecuencia de una falsa noticia difundida con el fin de aterrorizar a los bienpensantes, se inició la trágica «Operación Peter Pan», de emigración infantil, a la que volveré más adelante al disertar sobre Del otro lado del cristal. Por último, en 1962, tras una escalada continua de agresiones, los Estados Unidos suspendieron todos los vuelos y transportes marítimos con la isla, medida que interrumpió de manera abrupta el éxodo de cubanos. He aquí lo que dejó escrito I. D. Mallory, del Departamento de Estado de los Estados Unidos, con fecha del 6 de abril de 1960: «…Debe utilizarse cualquier medio concebible para debilitar la vida económica de Cuba… a fin de causar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno…». En estas sencillas palabras se halla la clave para entender el porqué del bloqueo y la utilización a posteriori de los balseros como carnaza política para desprestigiar la Revolución. Veamos: a partir de 1962 dejó de existir una forma legal para que los cubanos pudiesen emigrar a los Estados Unidos como habían venido haciendo de manera natural y fluida durante los sesenta primeros años del siglo XX. Al mismo tiempo, el bloqueo causó -y sigue causando- enormes dificultades económicas, que no son vividas con la misma entereza por todos, pues sería ilusorio pensar que la población al completo es revolucionaria y está dispuesta a sacrificarse por un mundo justo en el que se comparte «lo que hay», sea mucho o poco. Es esa franja de la ciudadanía, frustrada en sus sueños de consumo y convencida de que al otro lado del estrecho atan los perros con longaniza, la que quiere irse de Cuba, pero los Estados Unidos no se lo permiten de manera legal. Se trata de una jugada absolutamente perversa: se empieza por cortarle todos los víveres a un país, a continuación se reducen a una cantidad irrisoria las visas para salir de él de manera legal y, al mismo tiempo, se publicita a bombo y platillo que todo cubano que «huya del infierno» recibirá ex oficio el estatuto de refugiado político. En tal sentido, los balseros -emigrantes económicos surgidos como consecuencia directa del bloqueo y utilizados luego a modo de arma arrojadiza- son una creación artificial de los Estados Unidos, fomentada durante más de cuarenta años con enorme éxito propagandístico. El lector avisado debe percatarse de que, con esta esquizofrénica política, aceptan a cualquier cubano que «escape» de Cuba, pero simultáneamente expulsan sin contemplaciones a los balseros haitianos (que también son emigrantes económicos, pero vienen de un país al que no necesitan doblegar, pues ya lo está) y cierran a cal y canto la frontera estadounidense con México, lo que equivale a decir con el resto de América Latina. La contradicción es palmaria y cualquier persona con un mínimo de sentido crítico la detecta enseguida, pero la sociedad de la desinformación en que estamos inmersos hace que casi todo el mundo en Occidente se trague sin rechistar sapos de este calibre, y aún mayores.

En 1965, con el fin de contrarrestar aquella propaganda malsana, Cuba abrió durante un tiempo un puerto en Camarioca (Matanzas) y avisó a la población deseosa de partir para que lo hiciera. Cientos de barcos recogieron a miles de cubanos. Por supuesto, aquello no le interesaba al imperio, que para sus fines necesita prófugos, no pobres, y si los infelices se escapan, vale, pero si Fidel los deja salir, no vale, de manera que los actos espectaculares de sabotaje no hicieron sino aumentar, pues el caso ha sido siempre hacer daño: pronto la CIA hizo estallar un avión de Cubana en el espacio aéreo de Barbados, atentado en el que murieron 73 personas. Con Jimmy Carter hubo una ligera distensión, pero continuaron las malas artes. En 1977 tuvo lugar una de las más sonadas: un autobús con diez individuos se precipitó en el recinto habanero de la embajada peruana y, al hacerlo, atropelló y mató a uno de los guardianes cubanos. Perú respondió a esto de manera provocadora (como si el gobierno cubano fuese el responsable en vez de la víctima de un acto a todas luces preparado para subvertir) y Cuba respondió retirando todos los guardianes. En menos de cuarenta y ocho horas la embajada se llenó a rebosar con más de diez mil insatisfechos, buena parte de ellos marginales y delincuentes. Forzada de nuevo a enfrentarse con un problema que le habían creado desde fuera, Cuba abrió el puerto de Mariel y, a lo largo de seis meses, 125.000 emigrantes económicos en busca de castillos en el aire -los marielitos- se fueron a los Estados Unidos, donde recibieron un trato desigual.

La era de Reagan hizo que el futuro se volviese todavía más incierto. Durante su administración firmó con Cuba unos acuerdos migratorios puramente nominales que preveían la emisión de 20.000 visas por año, pero durante los diez años siguientes, en vez de los 200.000 emigrantes legales que el acuerdo había establecido, los Estados Unidos sólo dieron 11.000, lo cual demuestra hasta qué punto no les interesaba normalizar nada, pues para la política estadounidense el potencial migratorio debía seguir siendo, ante todo, una fuente de desestabilización interna.

A partir de 1994, harto ya de las manipulaciones migratorias, el gobierno cubano tomó la decisión de no obstaculizar nunca más con sus guardacostas las balsas que desearan irse y, así, en este tira y afloja llegó el asunto del niño Elián, sobradamente conocido del público actual, con el que concluye el film. Las imágenes nos muestran lo irracional de aquel episodio y el elevado valor moral de un padre que, tentado por los dólares, se negó a traicionar a su país y regresó con su hijo a La Habana, junto a su pueblo.

Una isla en la corriente es, ante todo, un film didáctico, un artefacto narrativo imprescindible para entender las engañifas de la propaganda política imperial contra Cuba y para asombrarse una vez más de la admirable resistencia del pueblo cubano ante el acoso inacabable a que está sometido.

Por su parte, el documental extra Del otro lado del cristal, dirigido por Guillermo Centeno, Marina Ochoa, Manuel Pérez y Mercedes Arce, es un emotivo film del ICAIC rodado en los Estados Unidos en 1995, que se hace eco de las consecuencias dramáticas que tuvo una de las muchas artimañas desestabilizadoras con que la reacción intentaba minar al gobierno revolucionario desde sus inicios. En 1960, en plena campaña alfabetizadora, miles de escolares cubanos fueron enviados al campo durante cortos periodos de tiempo para enseñar a leer y escribir a una población que nunca antes había tenido acceso al estudio. Aquel acto puramente solidario de la parte de un gobierno que no le tiene miedo a la cultura, sino que muy al contrario la fomenta hasta límites increíbles, dio lugar a que grupos derechistas y católicos de la isla y de los Estados Unidos difundiesen entre la población una falsa ley en la que se afirmaba que el Estado cubano iba a privar a los padres de la patria potestad de sus hijos. El bulo tuvo el efecto de alarmar en grado sumo a buena parte de una burguesía ya contrariada por el cambio, que a partir de 1961 decidió curarse en salud enviando a los Estados Unidos a más de 14.000 niños cubanos de entre seis y dieciséis años de edad, en un viaje que se suponía temporal («Fidel Castro no va a durar más de seis meses», decían) y que pasó a la historia con el nombre de «Operación Peter Pan». Pero un año más tarde los Estados Unidos rompieron sus relaciones diplomáticas con la isla, impidieron la emigración legal y aquellos niños se quedaron en tierra de nadie, sin sus familias y en un ambiente extraño.

La bondad de este film maravilloso radica en que deja hablar a sus anchas a ocho de aquellas niñas cubanas, hoy adultas y residentes en diversos lugares de los Estados Unidos, que fueron víctimas inocentes del enfrentamiento de sus familias burguesas con la Revolución. No hay odio en ellas y sólo una se permite tratar a Fidel Castro de «cacique, macho recontramacho y padre de todos» y a afirmar que tiene miedo a volver a Cuba tras haber expresado abiertamente lo que piensa. Otra, en cambio, cuenta con sorna que uno de sus recuerdos infantiles más persistentes es de cuando su abuelo español -se adivina que lo era, pues la nieta imita el acento- se quedaba estupefacto ante los larguísimos e ininterrumpidos discursos de Fidel y decía: «¿Este hombre no va al baño a orinar?». En todas ellas se vislumbra la huella imborrable que les dejó una situación incomprensible a su corta edad, la represión inconsciente del dolor durante largos años, el desamparo, la extrañeza del reencuentro con sus familias -no todos aquellos niños volvieron a ver a los suyos-, el desbarajuste familiar que la aventura acarreó. Los padres que se desprendieron de sus hijos mientras aguantaban en la isla a la espera de poder vender sus pertenencias no se dieron cuenta de que, al hacerlo, perdieron la patria potestad que tanto defendían y ahora sus hijas les reprochan amargamente que «los ladrillos de la cabrona casa eran más importantes que mi soledad en un país extraño». Lo curioso -la fuerza increíble de la «cubanidad»- es que estas ocho mujeres hayan conservado un español tan perfecto en un medio en que el espanglish hace estragos, pero todavía más curioso y enternecedor es que todas se definan a sí mismas como cubanas y extranjeras en una tierra donde han pasado la mayor parte de sus vidas. De hecho, dice una, ya no son de ningún sitio y la única ventaja de su situación es que los niños que no son de ningún sitio van al limbo, no al infierno. Ojalá que así sea.

Próxima reseña:
Capítulo 5.- Entre al arte y la cultura

Reseñas anteriores:
Capítulo 1.- Che Guevara, donde nunca jamás se lo imaginan 
Capítulo 2.- Antes del 59 
Capítulo 3.- Los 4 años que estremecieron al mundo

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Manuel Talens es escritor español (www.manueltalens.com)