Shlomo Sand, profesor de Historia en la universidad de Tel Aviv, afirma en el prefacio de la edición inglesa de La invención del pueblo judío (versión española de Akal, 2011, trad. de José María Amoroto Salido) que la obra surgió de un intento desprejuiciado de analizar los grandes conceptos sobre las raíces históricas y la […]
Shlomo Sand, profesor de Historia en la universidad de Tel Aviv, afirma en el prefacio de la edición inglesa de La invención del pueblo judío (versión española de Akal, 2011, trad. de José María Amoroto Salido) que la obra surgió de un intento desprejuiciado de analizar los grandes conceptos sobre las raíces históricas y la identidad del estado de Israel. Esto lo llevó a encontrar piezas de evidencia marginadas por la corriente de pensamiento dominante y que servían para «crear una narrativa radicalmente diferente de la que se me había enseñado en mi juventud». Surge así un libro que su autor no piensa que sea capaz de cambiar el mundo, pero que alienta la esperanza de que pueda ser uno de los que el mundo busque cuando empiece a cambiar.
El texto arranca con una colección de retratos que nos permiten asomarnos al laberinto identitario edificado en torno al judaísmo e Israel, biografías desgarradas que expresan asombrosamente bien el poder del mito para dividir y enfrentar a los hombres. Todos ellos son personas próximas al autor y el primero es su padre, Shulek, un judío polaco nacido en 1910 y que en 1939 consigue escapar de los nazis y es acogido en la URSS; en 1945 regresa a Polonia, pero los judíos son rechazados aún y termina en un campo de refugiados en Baviera, de donde emigra a Palestina; allí morirá consciente de estar despojando de su tierra a otro pueblo y añorando las nieves de su país natal. Bernardo, suegro del autor, era un anarquista catalán que llegó a Israel en 1948 huyendo de Franco y atraído por relatos sobre los kibutz; ateo y anarquista vivió y murió, gentil, pero con mujer e hijas judías.
Siguen dos palestinos llamados Mahmoud. El primero, nacido en Jaffa en 1945, es uno de los pocos a los que se permite permanecer en la ciudad tras la Nakba; fue en su juventud amigo íntimo del autor y acabó dejando la tierra que le habían robado, acogido en Suecia y convirtiéndose, casi, en un sueco. El otro Mahmoud se apellida Darwish y es un gran poeta; nace en 1941 y en 1948 pasa a ser un refugiado; aunque regresa, es sólo para sufrir el dolor del desarraigo y expresarlo en los versos que por entonces comienza a escribir; censurado y perseguido, se exilia en 1968; nunca se le permitirá volver a vivir en su país.
Gisèle, de nacionalidad francesa e hija de padre judío y madre gentil, es una ferviente sionista y está ansiosa por establecerse en Israel hasta que la burocracia del estado hebreo le exige «convertirse al judaísmo» para poder hacerlo; ella, opuesta a los clérigos de cualquier tendencia, se opone y se distancia a partir de entonces del discurso sionista. Larissa, siberiana, con el colapso de la URSS emigra a Israel, donde debe cargar con el estigma de una tarjeta de identidad que la clasifica como «rusa».
El autor del libro, nacido en1946, fue soldado en la guerra de 1967; después se siente culpable de haber derramado sangre inocente y abandona Israel; es profesor en París bastantes años, pero acaba regresando al que a pesar de todo es su país. La invención del pueblo judío surge como un intento de cuestionar el relato mítico en torno al cual se ha forjado el estado de Israel, historia que comienza cuando Moisés recibe en el Sinaí las tablas de la ley y se prolonga luego a través de reinos florecientes y penosos exilios en los que se conserva siempre la misteriosa identidad del «pueblo judío». Shlomo Sand prosigue en este empeño la labor de otros investigadores como Boas Evron o Uri Ram, y se nutre de las lecciones de estudiosos del nacionalismo, como Benedict Anderson o Ernest Gellner.
La historia como mito
Basándose sobre todo en los trabajos de los dos últimos autores citados, el capítulo que sigue está dedicado a precisiones terminológicas y un análisis de los conceptos de «pueblo» y «nación». Se comprueba cómo la segunda trata frecuentemente de fundamentarse torticeramente en el primero para constituirse en una religión-espectáculo cultural con su legión de sacerdotes- intelectuales, capaz de proyectar el heroísmo del pasado en un futuro de progreso al servicio del capitalismo. Con el declive del poder de la Iglesia, el mito conserva su misión y engrasará la máquina social para que labore cohesionada y genere dividendos. El nacionalismo queda así perfilado como la religión más exitosa de la modernidad.
Conocemos después los grandes hitos de la historiografía judía. Flavio Josefo, judío helenizado del siglo I, trata de integrar el relato bíblico con fuentes seculares en el discurso laudatorio y misionero de sus Antigüedades de los judíos. Jacques Besnage, un hugonote, escribe una continuación para esta obra a comienzos del XVIII en la que los considera sobre todo una secta perseguida por negarse a aceptar la divinidad de Cristo. Isaak Markus Jost, un judío alemán, publica a partir de 1820 su Historia de los israelitas desde los Macabeos hasta nuestros días, en la que trata de construir un relato que pueda significar un puente para la integración de los judíos en el estado alemán. Los judíos son así una comunidad solamente cultural y religiosa, forjada durante el primer exilio en Babilonia, y cuya patria son los países en los que habitan.
Hay que esperar a la década de 1850 para que los trabajos de Heinrich Graetz aporten una perspectiva radicalmente distinta al problema y el sujeto histórico pase a ser un «pueblo judío» presentado de una forma que lo acerca mucho al moderno concepto de nación. En un momento en que la mitología nacional invade todos los rincones de Europa, los judíos se aprestan así a tener la suya propia, que encuentra su apoyo además en un legendario reino de David descrito en textos considerados sagrados por el cristianismo. Un amigo de Graetz, Moses Hess, incorpora un sesgo racial a este proceso y juzga la judía una de las «razas primarias» del género humano, que ha conservado su pureza a través de los siglos debido a su carácter «indestructible». La oposición a estas ideas fue intensa entre intelectuales e historiadores gentiles (Treitschke, Mommsen), que renegaban de otra nación en suelo alemán, pero también judíos (Lazarus, Bresslau, Cohen), que apostaban por la asimilación.
Simon Dubnow (1860-1941), un judío bielorruso, continúa en la estela de Graetz, sumando datos de la moderna historiografía que trata de encajar con las fuentes bíblicas, y Salo Wittmayer Baron (1895-1989), que ocupó la primera cátedra de historia judía en EEUU, insiste en ella en A social and religious history of the jews, de 1937. El hecho de que este libro no abogara por el regreso a la antigua patria y el logro de la soberanía política provocó una dura crítica de Yitzhak Baer, profesor de historia judía en Jerusalén, para quien la identidad judía reclamaba necesariamente el establecimiento de un estado en Palestina. Un amigo de este, Dinur, también profesor de historia judía, fue ministro de Educación de Israel a partir de 1951 y responsable de los planes pedagógicos que se impusieron. Despojado de su componente teológica y taumatúrgica, el relato del antiguo testamento se convierte en las obras de estos autores en la verdad histórico-nacional. La investigación arqueológica tiene por fin confirmar estas realidades indiscutibles, y personajes esenciales del nuevo estado como David Ben-Gurion o Moshe Dayan se ven a sí mismos como herederos de los héroes bíblicos.
Sin embargo, a partir sobre todo de finales de los 60, las excavaciones plantean serios problemas a este relato dominante. Así, el «tiempo de los patriarcas», la salida de Egipto, la conquista de Canaán o el gran reino unido de David y Salomón resultan ser incoherentes con los datos objetivos disponibles e interpretables sólo como una composición elaborada cientos de años después (probablemente del siglo VI al II a. de C.) con el propósito de crear una comunidad religiosa cohesionada, basada en el monoteísmo.
La irrealidad histórica del exilio
Los romanos nunca deportaron a pueblos enteros de los países del este que conquistaron. Lo que probablemente ocurrió en el año 70, con la caída del reino de Judea, fue una destrucción importante, en Jerusalén sobre todo, de la que para el fin del siglo la población se había recuperado bastante. La sublevación de Bar Kokhba en 132 dio lugar a nuevas devastaciones, pero tampoco hay evidencias de una deportación. ¿Cuál fue entonces el origen del mito del exilio de los judíos después de la ruina del templo? Los investigadores que han estudiado esto opinan que se trata de una elaboración tardía por parte de los grupos que vivían fuera de Palestina y buscaban así identificarse con la esencia errante e irredenta de un pueblo que rechazaba la gracia del mesías Jesús y esperaba al «verdadero», que los llevaría de vuelta a Jerusalén.
El hecho es que antes de la pretendida expulsión había ya abundantes comunidades judías por Medio Oriente y las orillas del Mediterráneo, en esta última zona sobre todo a raíz de la expansión comercial durante la época helenística. Hay evidencias además de que el judaísmo, practicado por gentes profundamente helenizadas, era por entonces una religión proselitista que creció con un importante número de conversiones de pueblos foráneos. En este sentido, las obras de Josefo, por ejemplo, tienen una explícita finalidad misionera. Por lo que respecta a las escrituras, en ellas pueden encontrarse fragmentos tanto a favor como en contra de aceptar prosélitos. Este proceso expansivo alcanzó su clímax a la sombra de Roma e inauguró un lento declive a partir del siglo III con el triunfo del cristianismo. En Palestina, es en el siglo IV cuando la población pasa a ser predominantemente cristiana, probablemente debido a conversiones, aunque siguió habiendo una minoría judía. No hay pruebas de que la conquista del país por los musulmanes en el siglo VII provocara el exilio que defienden los historiadores sionistas, pero es cierto que, a pesar de ser tolerados como «pueblo del Libro», el número de judíos en la zona se redujo desde ese momento, y otra vez la causa más probable fueron las conversiones, que en esta caso exoneraban de impuestos.
La narrativa sionista nos pone ante la imagen de un pueblo errante que reivindica el derecho a regresar a su tierra. Los argumentos presentados en el libro permiten constatar que esta se basa en deformaciones de la realidad histórica tan flagrantes como el mito de la expulsión y en obviar el importante crecimiento proselitista de la religión judía. Se repasan en detalle las argucias de las lumbreras israelíes para tratar de defender su posición, y su cúmulo de omisiones, tergiversaciones y cambios de estrategia impuestos por las circunstancias.
Reinos silenciados
El siguiente capítulo nos acerca al judaísmo después del siglo IV, un tiempo en la que la imagen que da la historiografía sionista es la de un pueblo absorto en sí mismo que sólo aguarda el regreso a su patria. Sin embargo, Sand nos recuerda cómo florece por entonces un reino judío proselitizado en el sur de la península Arábiga, el reino de Himyar, que se mantiene hasta el siglo VI. Asimismo, el norte de África es una zona de frecuentes conversiones al judaísmo entre las tribus bereberes, del mismo modo que anteriormente había ocurrido entre los restos de población cartaginesa. Estas comunidades se resistieron fieramente al Islam, con un papel destacado para la misteriosa reina Dihya al-Kahina, y algunas de ellas persistieron hasta los tiempos modernos. Aliados luego a los musulmanes, estos judíos fueron esenciales en la invasión de la península Ibérica, lo que explica su posterior auge allí.
Resulta sorprendente que en el siglo X, la era dorada sefardí, florece en el otro extremo de Europa un reino judío proselitizado por amplias zonas del este de Ucrania y el sur de Rusia. Los jázaros agrupaban clanes de variada composición étnica regidos por un Kan y tuvieron buenas relaciones con Bizancio, pero se opusieron a los musulmanes. Eran pescadores y cultivaban arroz, aunque sacaban su sustento sobre todo de los peajes al transporte por sus grandes ríos, el Volga y el Don. Su conversión al judaísmo, que se inicia en el siglo II y alcanza su clímax en el VIII, es promovida por la llegada de judíos expulsados de otras regiones y motivada por un anhelo de independencia frente a cristianos y mahometanos. Practicaban una envidiable tolerancia con otras confesiones. El rey y su corte eran de religión judía, y el porcentaje de población jázara que profesaba el judaísmo seguramente era alto. El reino nace en el siglo IV y decae a partir del X, pero la emigración masiva de los judíos jázaros hacia el oeste no se producirá hasta la invasión de los mongoles en el siglo XIII.
Sand analiza la probable contribución de estos jázaros desterrados a los judíos que por esa época comienzan a florecer en el oeste de Ucrania, Polonia y otras regiones de Centroeuropa. Su papel pudo ser decisivo para conformar las extensas poblaciones de lengua yiddish que fueron exterminadas por los nazis. Se repasa en detalle el tratamiento que da la historiografía judía a unos hechos que cuestionan sus mitos esenciales. El capítulo concluye con la constatación de que los reinos que se han descrito aportan una imagen viva y dinámica del judaísmo en aquellos siglos, pero en abierta contradicción con el relato sionista de una nación expulsada y errante que sólo añora regresar a su tierra. Ello explica que episodios tan destacados se hayan desvanecido de la historia que se enseña en Israel.
Política de identidad en Israel
El último capítulo comienza describiendo la efervescencia nacionalista de la segunda mitad del siglo XX, que mostraba un marcado carácter étnico en Europa central y oriental. Cuando crece allí el antisemitismo, se genera como reacción ese otro nacionalismo, también étnico, que es el sionismo. Este buscará su identidad en un relato mítico, al margen de la historia real de las diversas comunidades judías, lo que le permitirá reivindicar el regreso a la patria perdida. La definición «racial» del pueblo judío era muy común entre los primeros dirigentes y militantes sionistas, tanto de derechas como socialistas. Este concepto fue combatido por autores como Maurice Fishberg, que con un estudio antropológico de 3000 inmigrantes judíos que arribaban a Nueva York concluyó en 1911 que tiene tanto sentido hablar de una raza judía como de una raza musulmana o presbiteriana. En los tiempos modernos, la maquinaria científica puesta en marcha por los sionistas para demostrar la peculiaridad genética de los judíos ha fracasado de momento.
La historia del estado de Israel muestra desde su fundación la evolución de un proyecto nacionalista étnico que, incapaz de basarse en otros criterios, se pone progresivamente en manos de la elite rabínica. Laicos y ateos aceptan así ver sus vidas dominadas por la religión, mientras se desarrollan políticas de exclusión y apartheid que violan los estándares democráticos. Resulta evidente que la constitución de un estado para uso y disfrute de todos los judíos del mundo despreciando los derechos más elementales de los que habitaban el país desde hace siglos supone un agravio monstruoso que sólo puede definirse con rigor como «etnocracia judía», pero lo más espeluznante es leer las opiniones de la elite intelectual de Israel, historiadores y juristas condecorados, que defienden con ardor el carácter netamente democrático de todo ello.
El proyecto étnico de un estado judío se ha convertido en un callejón sin salida marcado por una tensión insufrible y ominosa con los árabes que viven marginados dentro de Israel y también con los que son fieramente colonizados en los territorios ocupados. La situación es una bomba de relojería y se ha de tener en cuenta además que el apoyo de Occidente y de los judíos de otros países al proyecto podría no ser eterno. Shlomo Sand cierra el libro apuntando que aunque la cerrazón sionista hace que todas las soluciones razonables parezcan utópicas, los que fueron capaces de inventarse un pasado deberían intentar al menos soñar un futuro que no esté condenado a transformarse en una pesadilla.
La reelaboración y mitificación es una constante en las narrativas nacionalistas, pero La invención del pueblo judío, tan valiente como erudito, pleno de documentación y de argumentos bien hilvanados, nos deja con la sensación de que el sionismo ha batido un penoso record en la manipulación de la historia al servicio de un ideario político. Le extendida veneración del relato bíblico ha sido utilizada para imponer un proyecto colonial que viola cotidianamente los derechos humanos y constituye probablemente la más grave amenaza para la paz mundial. Estamos ante un libro necesario porque arroja luz donde impera la mentira, y sólo extirpando esta nacerá la esperanza de atajar la violencia que genera; una obra para leer, discutir y comentar de todas las formas posibles, porque la presión coordinada y firme de todo el mundo civilizado ha de ser capaz de aportar escenarios de cordura a un territorio que se despeña en una espiral fatídica.
Blog del autor: http://www.jesusaller.com