Dese hace al menos treinta años, los sistemas universitarios a nivel mundial se han visto modificados por una serie de transformaciones legales y materiales asociadas a lo que usualmente se denomina neoliberalismo. Una mirada de larga duración nos permitiría destacar otros hitos, por ejemplo el proceso de profesionalización universitaria comenzado luego de la Segunda Guerra […]
Dese hace al menos treinta años, los sistemas universitarios a nivel mundial se han visto modificados por una serie de transformaciones legales y materiales asociadas a lo que usualmente se denomina neoliberalismo. Una mirada de larga duración nos permitiría destacar otros hitos, por ejemplo el proceso de profesionalización universitaria comenzado luego de la Segunda Guerra Mundial, o la enorme expansión de las matrículas universitarias durante los años sesentas y setentas, que modificaron el panorama fundamentalmente aristocrático de los estudios superiores. En el mundo universitario, se podría decir, las reformas neoliberales se proponen mercantilizar y privatizar un sistema cuyo carácter relativamente masivo y en expansión no se pone en discusión: masividad y expansión son características que responden a tendencias profundas del desarrollo capitalista, asentadas en imperativos económicos, pero sobre-determinadas por exigencias de control social, expectativas culturales contradictorias y batallas político-ideológicas.
¿Cómo respondió el mundo universitario a las reformas neoliberales?
Al analizar el campo intelectual inglés, Perry Anderson destacó que, en los años sesenta, desafiados por una revuelta estudiantil desde abajo que puso en discusión las prácticas académicas y su función social, los profesores universitarios adoptaron posiciones mayormente reaccionarias. El fenómeno no fue exclusivamente inglés: el cuerpo de profesores francés, italiano o alemán no se comportó de manera muy diferente. Los intelectuales que pudieron moverse como pez en el agua en el «Mayo francés» o que pudieron hacer propias las revueltas de los campus en los sesentas eran mayormente ajenos al sistema universitario (como Sartre, Marcuse o Simone de Beauvoir), o bien graduados recientes, precariamente instalados en la academia. El desencuentro entre la insurgencia estudiantil y el grueso del profesorado alcanzó incluso extremos patéticos. Tal el caso de Adorno, fundador de la Teoría Crítica y de la Escuela de Francfurt, incapaz de reconocer vínculo alguno entre la practica crítica de sus estudiantes y su propia teoría crítica.
Sin embargo, pasada o aplastada la revuelta juvenil, el centro profesoral se vio desafiado, a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, por reformas desde arriba impulsadas por gobiernos neoliberales como el de Margaret Thatcher. Y ante esta nueva situación, los universitarios reaccionaron, al menos en Inglaterra, como una fuerza de oposición [2].
El proceso en Argentina no siguió esta pauta. El ascenso militante de los años sesenta y setenta, con un componente juvenil muy importante, no tuvo como centro de su accionar a las universidades. La lucha armada o la acción sindical en el movimiento obrero tuvieron un peso mayor que la militancia en las facultades. Por lo demás, como consecuencia de la Reforma Universitaria de 1918, las universidades argentinas tenían un carácter algo más democrático que lo usual en otros países. Por esos años, más que desafíos por abajo, las universidades se vieron acosadas por medidas reaccionarias desde arriba (como la simbolizada por la «noche de los bastones largos», durante el onganiato). Pero, sintomáticamente, cuando las reformas neoliberales desembarcaron plenamente durante los primeros noventa, los profesores universitarios dieron muestra de una muy escasa capacidad de resistencia. Vale la pena citar al respecto lo que Roberto Follari escribía en 2001:
En tiempos menemistas lo vimos ante nuestros propios ojos, y a veces nos costaba creerlo: amigos, compañeros, colegas que habían sido perseguidos, que habían estado silenciados o exilados, que habían sostenido con dignidad el silencio y el oprobio de la dictadura, no soportaban en cambio las seducciones democráticas. De modo que las lacras que la dictadura no había exhibido -al menos en sus casos- ahora se hacían tristemente patentes: a cambio de un contrato, de una asesoría de gobierno, de un cargo a veces nada brillante, se colgaba las convicciones y se trabajaba para cualquiera [3]
¿Cómo operan en la vida universitaria normal, la adaptación a-crítica a un sistema que es cualquier cosa menos democrático y crítico? Permítaseme reproducir una descripción ya publicada. No modificaría un ápice lo escrito hace ya varios años:
Comencemos señalando una paradoja. Una paradoja que está allí, ante nuestras narices; que en buena medida nos constituye a todos los que en mayor o menor medida tenemos alguna pertenencia, como docentes o investigadores, con el mundo académico. Que nos atraviesa a diario y cuya cercanía y familiaridad es, precisamente, lo que dificulta verla, sopesarla, discutirla. Se trata de lo siguiente. El mundo académico se ha convertido en una potente fuerza de «desnaturalización». En sus recintos se enseña, se argumenta, se escribe, se defiende que toda realidad es una construcción social e incluso lingüística, que nada es «natural», que todo puede y debe ser criticado y, llegado el caso, modificado. Sin embargo, las prácticas mismas que estructuran el campo académico casi nunca son objeto de análisis, crítica o modificación. Tales prácticas son curiosamente aceptadas de la manera más «natural». Los grandes desnaturalizadores parecemos ser, en nuestro ámbito específico, naturalmente a-críticos. Los sagaces críticos de prácticas ajenas devenimos en perfectos conservadores de nuestras propias prácticas.
El género, la clase, la raza, el estado o el mercado son objetos de deconstrucción, desustancialización y desnaturalización, mientras se aplaude a los movimientos que luchan contra esas formas de opresión. Pero las disciplinas académicas, las jerarquías profesorales, los criterios de legitimación de los saberes o las prácticas que imperan en las clases, congresos y seminarios son objeto de un piadoso silencio general, a penas roto de tanto en tanto por débiles y anómalos quejidos disidentes. El homus y la mulierem académicus cursa el posgrado como se espera, asiste regularmente a esos congresos, encuentros y coloquios que constituyen su segunda naturaleza, escribe la cantidad de papers estipulada, acepta el trabajo ad honorem como el precio a pagar por «pertenecer», respeta las jerarquías burocráticas con la íntima convicción de que, con «paciencia y con saliva», en unos lustros él o ella estará en la cima de esa cátedra en la que ahora es pinche. Y los académicos que nos hallamos vinculados a organizaciones políticas o movimientos sociales no escapamos plenamente a esta situación.[4]
La pasividad y la escasez de crítica profesorales, con todo, no implicaron ausencia de resistencia colectiva a la Ley de Educación Superior. Los estudiantes plantaron cara a las reformas, y recurrentemente se movilizaron contra el neoliberalismo académico. La Universidad Nacional del Comahue es una muestra cabal de esto. La toma de 1995, el boicot a la Asamblea Universitaria de 1996, el conflicto en unidad con los estudiantes terciarios en 1998, la toma contra las acreditaciones de 2004 y la toma por la democratización en 2006 fueron todas, sustancialmente, obras suyas. Tan sólo en 2001 -cuando el gobierno de la Alianza y su ministro López Murphy impusieron un recorte salarial- un conflicto universitario de gran magnitud tuvo como epicentro a los docentes.
¿Cuáles son las bases de la pasividad observable entre el cuerpo docente? Sin duda la propia estructura etaria que informa la vida universitaria, perspicazmente destacada por Immanuel Wallerstein, juega su rol [5]. Pero la misma explica mejor la resistencia al cambio, antes que la incapacidad para resistir cambios reaccionarios. Quizá la clave pase por comprender los sutiles mecanismos disciplinadores que operan en el mundo académico; sobre-dimensionados en tanto y en cuanto docentes e investigadores se enfrentan individualmente a la maquinaria institucional. El individualismo es la variable fundamental [6]. Es cosa sabida que no es lo mismo la racionalidad individual que la racionalidad colectiva; como no es lo mismo la racionalidad instrumental (los mejores medios para alcanzar fines que no están en discusión) que la racionalidad de los valores (la discusión sustantiva sobre los fines mismos). En la vida cotidiana -excepciones al margen- universitarios y universitarias construyen trabajosamente sus carreras, que son carreras individuales. Se impone así una racionalidad instrumental de corte individualista que premia a quienes respetan las reglas del juego establecido. Si lo que prima es la racionalidad instrumental individual, sólo cabe esperar que la mayoría se integre y sólo una minoría resista. O que los elementos de adaptación sean mayores que los de resistencia. Sólo la emergencia de una racionalidad colectiva puede modificar esta situación. Pero una racionalidad colectiva no puede emerger sin la existencia de un movimiento. Cuando esto sucede -característicamente con el estallido de acciones estudiantiles de resistencia- quien más, quien menos, debe repensar su accionar pasado. Pero, desgraciadamente, los movimientos estudiantiles de resistencia han solido ser fogonazos de gran combatividad, sin demasiada continuidad en el tiempo. Las estructuras conmovidas por sus luchas, se restablecen luego de las mismas… y los/as profesores/as interpelados regresan, mayoritariamente, a la lógica individualista a que los impulsa su carrera. Romper esta dialéctica del diablo implica necesariamente la emergencia y consolidación de un movimiento de resistencia no sólo estudiantil, un movimiento inter-claustros con real capacidad para sobrevivir en el tiempo. En su ausencia, sólo cabe esperar la general integración, el silencio cómplice.
Siendo las cosa como son, todo depende, a largo plazo, de la aparición y vitalidad de un movimiento colectivo, que por fuerza hará eje en los estudiantes. Puedo aquí repetir lo que escribimos colectivamente en El Cascotazo, hace ya una docena de años, en ocasión de la toma de 2006:
En este contexto la única esperanza son los estudiantes y su capacidad para patear el tablero. Entre ellos, siempre los más quilomberos por ser una especie de oprimidos del sistema, esta lucha, aunque no necesariamente, a veces colisiona con la rosca y el acomodo. Y dicho sea esto sin el más mínimo atisbo de acrítica adulación. Como ya vimos, entre los estudiantes también florecen la apatía y ciertamente no faltan los oportunistas. Son fuertes las tendencias dentro del estudiantado a acomodarse al actual modus vivendi universitario o pasar por él sin pena ni gloria, colaborando así en la reproducción de un círculo vicioso. Pero a la corta o a la larga, ellos son los únicos que casi no tienen poderosos intereses creados, y es entre ellos donde florecen pequeños núcleos con ganas de cambiarlo todo. Es verdad que muchas veces actúan apresuradamente, con más pasión que ideas, con menos claridad que ganas, con pedantería y vanguardismo. ¡Pero no nos confundamos! Detrás de la más impropia acción de los estudiantes sobrevive el legítimo anhelo de cambiar un sistema basado en la mediocridad, la rosca y el acomodo. Y detrás del más meditado discurso de los profesores, casi siempre se oculta la defensa de sus privilegios. Por eso El Cascotazo apoya sin reservas (pero sí con críticas) a los estudiantes en lucha contra los Bucaneros del saber. [7]
Para que un movimiento contrario a las dinámicas neoliberales dentro del mundo académico pueda prolongarse en el tiempo, trascendiendo los estallidos intermitentes, es necesario que, a la indispensable voluntad de resistencia se sume un proyecto de transformación. Sin perspectiva de transformación, la resistencia de hoy puede fácilmente devenir en la integración de mañana. Abundan los casos de resistentes de ayer convertidos en dóciles integrados e integradas del hoy.
Un movimiento de transformación universitaria, es claro, debe pensarse como parte de un proyecto global de transformación social. Hoy estamos lejos de un movimiento de transformación. Pero ese debe ser el norte. Entre tanto, debemos afianzarnos en la resistencia, estoica, terca, tenaz. Una resistencia que, como toda resistencia, como toda lucha, tiene sus riesgos.
Me parece apropiado terminar estas reflexiones con otra nota colectiva, escrita esta vez en el año 2004, en la que se expone clara, pero contextualmente, la diferencia entre racionalidad valorativa y racionalidad instrumental. No es poca cosa el contexto: una enorme lucha estudiantil desafiaba las acreditaciones ante la CONEAU (el organismo acreditador cuya naturaleza misma viola la autonomía universiaria de la que siempre se enorgullecieron las universidades argentinas) y, en ese marco, el Secretario Académico de la Facultad de Ingeniería -quién en otros tiempos fuera militante estudiantil y partícipe de otra luchas- publicó en el Diario Río Negro una nota en contra de los revoltosos estudiantes apelando a argumentos pragmáticos. Luego de rebatir los argumentos del funcionario en cuestión, cerrábamos nuestra crítica con las siguientes palabras que hoy, 14 años después, sigo haciendo mías:
Como toda lucha, claro, la lucha por la derogación de la LES es de resultado incierto. Y como en toda lucha, cuando uno se embarca en ella se arriesga a las consecuencias y puede equivocarse. Nuestra diferencia con Cares reside en que, arriesgando equivocarnos, nosotros preferimos equivocarnos con los estudiantes, a tener razón con Bohoslavski y la Pechén.
Notas
1) El presente texto es una versión escrita de la intervención en el debate sobre las acreditaciones y las políticas neo-liberales que tuvo lugar en la facultad de Humanidades de la UNCo a fines de abril de 2018; y en el que también participaron Rolando Bonato y Verónica Trpin.
2) Anderson, Perry, «Una cultura a contracorriente», Zona Abierta, Nro. 57/58, 1991, pp. 51-192.
3) Follari, Roberto, «La claudicación de los intelectuales», El Rodaballo, Nro. 16, 2006, p. 81.
4) Petruccelli, Ariel, «Esbozos críticos para investigadores militantes», Debates Urgentes, Nro. 1, 2012, p. 12.
5) Ver Wallerstein, Immanuel, «La antropología, la sociología y otras disciplinas dudosas», en su Las incertidumbres del saber, Barcelona, Gedisa, 2005, pp. 147-148.
6) Vale la pena reflexionar sobre las siguientes palabras de Emmanuel Todd en una entrevista reciente: » La enseñanza superior es sociológicamente disfuncional. Nuestro sistema universitario ha perdido su función emancipadora. Ya no se encuentra suficiente gente que tenga un espíritu libre y abierto. Se ha convertido en una máquina de clasificar y la selección se realiza de acuerdo con criterios de sumisión, de disciplina, de conformismo. Su función consiste en reclutar buenos soldados.
Hay una experiencia que he vivido a menudo en las universidades. Soy un investigador heterodoxo, que dice cosas que no están en el programa. Con frecuencia, los estudiantes son el peor de los públicos, con una buenísima justificación: saben que no podrán utilizarme. Peor, notan instintivamente que citándome en un concurso o en un examen correrían un riesgo. Hay un pequeño cariz represivo en la educación superior.
Periodista: ¿Represivo o normativo?
Para mí es la misma palabra. Pero normativo, por qué no…Tiene usted razón, es mejor, es más sobrio y, como sucede a menudo, lo que es más sobrio es más duro». Declaraciones al semanario francés Mariannerecogidas por Bertrand Rothé y Hervé Nathan, reproducidas en el Portal Sin Permiso: http://www.sinpermiso.info/textos/nuestro-sistema-universitario-ha-perdido-su-capacidad-emancipatoria-entrevista
7) Brutus Botnia, «Clientelismo de papel», El Cascotazo, Nro. 19, 2006, p. 8.
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