Ante la bronca que se desencadenó entre los diputados en el Congreso hace unos días siento que estamos en una etapa desconcertante y peligrosa de la situación política. A raíz de los insultos cruzados por los parlamentarios, he recibido varios mensajes y participado en diversas discusiones que me han preocupado. Desde los grupos que se […]
Ante la bronca que se desencadenó entre los diputados en el Congreso hace unos días siento que estamos en una etapa desconcertante y peligrosa de la situación política. A raíz de los insultos cruzados por los parlamentarios, he recibido varios mensajes y participado en diversas discusiones que me han preocupado. Desde los grupos que se creen más revolucionarios están aplaudiendo los exabruptos e insultos con que sus señorías se obsequian. Por lo que escriben en Facebook, los twiters que se cruzan, los comentarios de los radicales en todos los encuentros, reuniones y conferencias, parece que un sector de esos ultras de izquierda considera que el Congreso es un lugar deleznable, más indigno que una taberna, donde algunos diputados lo han tomado en condición de okupas, y donde únicamente tienen legitimidad aquellos que les gustan.
Por ello escribí en Facebook que el Congreso no está para hacer payasadas. Nos ha costado a los españoles y españolas dos siglos de guerras, de persecuciones, de torturas, de cárceles, de asesinatos, conquistar unas instituciones que garanticen las libertades políticas. Y por tanto hemos no sólo que respetarlas sino que defenderlas. Porque son nuestras, a costa de muchos sacrificios. Cuando quiera ver un espectáculo me iré al teatro.
La respuesta de los ultras izquierdosos fue brutal. Naturalmente, con la ignorancia y la insidia que les caracteriza me llamaron fascista. Ya escribí hace tiempo sobre « la banalización del mal «, parafraseando a Anna Harendt, cuando se ha puesto de moda llamarle fascista a todo aquel que no esté de acuerdo con el que insulta.
El Congreso no se asalta. Ni por Tejero ni por los pensionistas ni por los hooligans ni por los fascistas. El Congreso es tan inviolable como sus señorías. Y hemos de defenderlo toda la ciudadanía, porque es lo único que todavía nos ampara las garantías constitucionales. Porque todas las personas que se sientan en los bancos del Parlamento han sido elegidas por el voto popular. Han entrado allí con un acta de diputado. Ninguna asaltó el Palacio con un fusil. Por tanto tienen la legitimidad de los electores, aunque no nos gusten algunos. Pero la única manera de que respeten a los que nos gustan es que los demás les respetemos a ellos, mientras sean elegidos. Y lo mismo el Senado y los Ayuntamientos y las Diputaciones y los Cabildos y los Parlamentos Autonómicos.
Se ha desencadenado una campaña de desprestigio de las instituciones que únicamente puede beneficiar a los fascismos. Por las redes sociales se difunden continuamente peticiones de rebajar el sueldo a los políticos, considerando que poco menos nos están robando. Piden que no se les pague la jubilación ni las dietas ni las comisiones. Y en una catarata de peticiones que corren por los washaps y los emails, hasta piden firmas para eliminar el Senado, las Diputaciones, los Cabildos, y en el delirio, las Autonomías. La última por Internet es que se ilegalice al Partido Popular.
Si acabamos con todos ellos únicamente nos quedará la autoridad militar como nos pasó durante 40 años.
La inconsciencia que rige el criterio de un sector de los que se creen de izquierda -y no debería utilizarse este término en vano, como el del feminismo- es también producto de la ignorancia. Una ignorancia que han organizado y fomentado los partidos que han gobernado durante estos 40 años. De lo que se enseña en la escuela, en los institutos, en la Universidad, sobre nuestra historia, acerca de la política y sus instituciones, son responsables sin duda alguna los sucesivos gobiernos que hemos tenido y sus planes educativos, así como las campañas de los medios de comunicación. Que, sin duda, han planificado esta ignorancia y desprecio por parte de la ciudadanía, creyendo que con ello la tendrían más domesticada.
Porque ellos, los gobernantes, los partidos políticos sumisos al Capital y al Patriarcado, administradores de los intereses económicos dominantes, lo único que quieren es un cuerpo social y electoral, engañado y amedrentado, para que sigan apoyándoles en sus propósitos.
Pero aunque han conseguido parte ellos, tampoco son conscientes de las nefastas consecuencias que este plan puede tener. Porque un pueblo ignorante, captado por prejuicios y supersticiones y despreciativo de los avances democráticos que se han conseguido después de siglos de lucha, y muy decepcionado con lo que la democracia les ha ofrecido en tiempos de grave crisis económica, puede caer fácilmente deslumbrado por las promesas del fascismo. Y ese fenómeno no es tan lejano como en los años treinta del siglo XX, sino que está hoy floreciente y cada vez más fuerte en toda Europa y América, incluso a las puertas de nuestro país.
Lo que no tiene ninguna explicación es que sectores de la izquierda apoyen esa campaña.
Cuando se desprecian las instituciones que se han creado para garantizar los más elementales derechos de la ciudadanía y se desprestigian diariamente gritando mensajes incendiarios; se agita a colectivos que padecen graves problemas para que se manifiesten iracundos y pretendan asaltar el Congreso; se difunden insultos a diputados y alcaldes y senadores, únicamente se conseguirá destrozar la poca democracia conquistada y que nos gobiernen los generales.
«Estamos divididos en partidos políticos. Los partidos están llenos de inmundicias… Pero llega un momento en que se les dice a los hombres que ni la mentira ni la verdad son categorías absolutas, que todo puede discutirse, que todo puede resolverse por los votos... Los hombres se dividen en bandos, hacen propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan una caja de cristal sobre una mesa y empiezan a echar pedacitos de papel en los cuales se dice si Dios existe o no existe y si la Patria se debe o no se debe suicidar.
Y así se produce eso que culmina en el Congreso de los Diputados.
¿Qué nos importa el Estado corporativo; qué nos importa que se suprima el Parlamento?… Para que el Estado no pueda nunca ser de un partido, hay que acabar con los partidos políticos.
Los partidos políticos se producen como resultado de una organización política falsa: el régimen parlamentario.
En el Parlamento unos cuantos señores dicen representar a quienes los eligen. Pero la mayor parte de los electores no tienen nada de común con los elegidos: ni son de las mismas familias, ni de los mismos municipios, ni del mismo gremio. Unos pedacitos de papel depositados cada dos o tres años en unas urnas, son la única relación entre el pueblo y los que dicen representarle.El mejor destino de las urnas es el de ser destruidas».
Estas frases no las envían hoy por washap ni por Facebook los radicales de izquierda. Pertenecen al discurso fundacional de la Falange de José Antonio Primo de Rivera.
Que esos difusores de las críticas a los políticos, a las instituciones, despreciativos de los votos populares, sigan haciendo campaña, desde fuera y dentro del Parlamento, insultándose en el Congreso y convirtiéndolo en un espectáculo de lenguaje soez y falsario y estarán abriéndole camino a los grupos parafascistas.
Si no se hubiera llevado adelante una ofensiva brutal contra la República de Weimar no se hubiera instalado el nazismo. Si no hubiera calado en algunos sectores del pueblo las críticas de la Falange y la extrema derecha a la II República española no hubiese tenido tantos seguidores el régimen franquista.
Que se tenga mucho cuidado con lo que se dice en el Parlamento y fuera de él, porque quien siembra vientos recoge tempestades.
Fuente: https://blogs.publico.es/lidia-falcon/2018/11/29/respetar-las-instituciones/