Recomiendo:
0

Entrevista con el escritor Santiago Alba Rico

«Restar es más difícil que sumar»

Fuentes: El Viejo Topo

Santiago Alba Rico estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y entre 1984 y 1991 fue guionista o coguionista de tres programas de la Televisión pública, «La Bola de Cristal» entre ellos. Ha traducido al castellano la obra del poeta egipcio Naguib Surur y la del novelista iraquí Mohammed Jydair. Entre sus obras más […]

Santiago Alba Rico estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y entre 1984 y 1991 fue guionista o coguionista de tres programas de la Televisión pública, «La Bola de Cristal» entre ellos. Ha traducido al castellano la obra del poeta egipcio Naguib Surur y la del novelista iraquí Mohammed Jydair. Entre sus obras más recientes destacan Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos, Leer con niños y Capitalismo y nihilismo, Akal, Madrid, 2007, este último uno de los grandes libros de filosofía publicados en España en los últimos años.

El libro que acabas de publicar en Akal lleva por título Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada. Reúnes en él quince textos orgánicamente emparentados, inscritos, escribes, en el mismo horizonte teórico: el análisis y denuncia de lo que llamas «nihilismo espontáneo de la percepción». ¿Cómo debería entenderse esta noción?

Hay, digamos, dos experiencias extremas en las que la mirada se define a sí misma como afirmación de una distancia objetiva, aunque sólo sea en el muy elemental sentido de «reconocer» la independencia y exterioridad del objeto. Una es eso que Kant llama «juicio», asociada a la posibilidad -frente a la obra de arte- de pensar al margen del concepto, de acceder a una universalidad concreta mediante una mirada interesada tan sólo en la existencia de su objeto. La otra es el amor (incluida la filo-sofía, al menos desde Platón) como voluntad de manutención de un cuerpo separado del nuestro y en cuanto que deseo imposible de unirnos más bien a esa separación en cuyo hueco lo que nos importa es la existencia del otro cuerpo delante de nosotros, lo que nos importa es que dure para seguir mirándolo. Pues bien, quizás conviene medir la catástrofe cultural contemporánea contra estos paradigmas un poco idealizados. El capitalismo ha construido su propia «síntesis» visual, ha «sintetizado» una negación radical, instalada en el ojo, a la medida de ese permanente proceso destituyente (de cosas y de hombres) del que depende su reproducción: mirar es ahora erosionar, degradar, la existencia de los objetos. Este «nihilismo espontáneo de la percepción» se nutre, a mi juicio, de tres fuentes indisociables.

¿Cuáles son esas fuentes?

La primera es eso que Gunther Anders ha llamado «desnivel prometeico» para señalar, en un marco tecnológico fuera de control, la desproporción entre nuestras acciones y nuestras representaciones, entre lo que podemos hacer y lo que podemos imaginar: la incapacidad para establecer la conexión mental -y por lo tanto moral y emocional- entre un pequeño gesto del dedo, a 5.000 metros de altura, y la muerte de 140.000 personas en las calles de Hiroshima. La segunda fuente material de este nihilismo, asociada también a los nuevos formatos tecnológicos, tiene que ver con lo que Bernard Stiegler denomina «miseria simbólica»; es decir, con la generalización de los «objetos temporales» y la sincronización de flujos de conciencia y flujos de imágenes en un tiempo, si se quiere, «estereotipado», industrial, pasivo, con el consiguiente colapso del «principio de individuación». La tercera fuente, matriz a mi juicio de todas las demás, tiene que ver con la forma «mercancía» misma en un mercado universal que desontologiza las cosas a fuerza de imprimirles velocidad, que convierte precisamente todos los objetos espaciales, depósitos de memoria, en objeto temporales sin conexión o, si se prefiere, en puras imágenes sin historia ni consistencia: sólo miramos lo que está ya desapareciendo y para acelerar esa desaparición. Bajo esta triple presión el capitalismo necesita cada vez menos propaganda y manipulación para imponer también subjetivamente su apetito de destrucción generalizada. La mirada se ha convertido en una función más del aparato digestivo y no distingue ya entre una Guerra y una Olimpiada, entre un Campo de Concentración y un Parque Temático, entre Abu Ghraib y el Carrefour. Esta triple presión reduce todos los acontecimientos, invirtiendo el modelo del juicio y el del amor, a puros gags visuales, los homogeneiza en esa satisfacción circense cuya expresión más pura, casi insuperable, es el derribo de las Torres Gemelas, consumible ad libitum gracias a la televisión. Y convierte al mismo tiempo la mirada del consumidor (o del espectador) y la del piloto de bombardero en una misma mirada, por su calidad y su poder destructivo: miradas, en efecto, que sólo miran la desaparición de los objetos y para hacerlos desaparecer. El capitalismo es material y subjetivamente un nihilismo.

Señalas, en el primero de estos ensayos, que la revolución debe ser también un ascetismo. Contra el capitalismo, el ayuno. Debemos seleccionar los objetos de consumo y los objetos de la mirada. ¿Con qué criterios? ¿Qué debe guiar nuestra mirada? ¿Qué normas debemos usar para satisfacer nuestras necesidades?

La elección decisiva siempre es, siempre ha sido, entre mirar y comer, y si decidimos comérnoslo todo, incluso con los ojos, no sólo la supervivencia física de la humanidad sino asimismo su supervivencia cultural -las condiciones mismas a partir de las cuales es posible pensar las diferencias- está seriamente amenazada. Cuando hablo de «ayuno» o de «ascetismo» lo hago, en un contexto de imágenes digestivas, para recordar algo que comprendió muy bien Benjamin y en lo que insiste siempre Eagleton: el hecho de que una revolución contra el capitalismo es en realidad una revolución «conservadora» o, como ellos sugieren, «refrenadora» y tiene que ver con la urgencia de detener un tren sin frenos que aumenta sin cesar la velocidad. En virtud de una asociación más dineraria que matemática, nos hemos acostumbrado a considerar la suma como algo positivo y la resta, en cambio, como algo negativo, y esto hasta el punto de que disfrutamos sumando incluso muertos (es decir, restando vivos). Materialmente, para devolver a los hombres a la humanidad -es decir, a la memoria, la razón y la imaginación finitas- hay que dar sin duda, a un lado del mundo, muchas cosas que faltan, pero hay también que quitar -del otro lado- muchas más cosas que sobran. Para hacer un ser humano, lo sabemos con Levi-Strauss, se precisan pocos objetos y pocas relaciones, pero no se trata de ser tacaños ni puritanos: el criterio debe ser el de proporcionar a los habitantes del planeta todos aquellos bienes generales -pero sólo esos- cuya distribución sea generalizable, en un contexto ecológico y tecnológico dado, sin amenazar la existencia de ese bien universal -la tierra- del que dependen todos los otros bienes. En cuanto a la mirada, engranada en el aparato digestivo del capitalismo, debe recuperar la distancia objetiva a fuerza de restas (según la fórmula: a menos mercancías más cosas) que ella misma debe descontar. La lucha contra el gag visual, síntesis «natural» en nuestro ojo, sólo puede ser «artificial»; para desengancharse de ese flujo de imágenes-mercancía se requiere un esfuerzo y una disciplina que le son completamente exteriores. Restar es mucho más difícil que sumar. Para ver la televisión basta con abrir los ojos; para apagar la televisión -y mantener abiertos los ojos- hace falta una violencia individual inaudita. La violencia, en este sentido, es el único camino; hay que violentar el proceso de desaparición «natural» de las cosas para que reaparezcan. ¿Qué es realmente mirar? Tomar partido por la existencia exterior, tomar partido por la exterioridad e independencia de las cosas. Es lo que llamamos amor, filosofía, ciencia, Derecho, todas esas «distancias» sumergidas en la digestión biológica del capitalismo.

¿No era eso a lo clásicamente se ha llamado materialismo?

Estoy seguro de que es ésa, en todo caso, la definición que puedo compartir con un intelectual de formación científica, como es tu caso. Creo que «materialismo» es sencillamente (¡sencillamente!) el trabajo ininterrumpido, la ininterrumpida violencia ejercida sobre las cosas para mantenerlas a la distancia del conocimiento; la lucha mental y militante contra la inmanencia (lógica, ideo-lógica y mercantil) a fin de abrir paso a -y abrirnos paso hacia- lo real. En definitiva, materialismo es esa trascendencia no religiosa que llamamos «conocer».

Dos de los ensayos están dedicados a los intelectuales y su compromiso político. La pregunta, lo admito, es demasiado general, pero ¿cómo concibes el papel del intelectual en la actual fase del capitalismo?

El problema de los intelectuales es el de la autoridad -por oposición al «poder»-; es decir, el de la esfera del discurso público, hoy enteramente dominado por el mercado. Intelectuales en este sentido son actualmente Beckham, La Pantoja, Alejandro Sanz, Fernando Alonso (a los que se encomienda, por ejemplo, la campaña de Nike y la de la constitución europea indistintamente). A su lado, siempre bajo una luz menos intensa, están el Beckham de la filosofía, La Pantoja de la novela, el Alejandro Sanz del ensayo, el Fernado Alonso del periodismo. Construir «autoridad pública» a partir de la universidad o de la militancia política es muy difícil allí donde no hay ya ni partidos de izquierda fuertes ni prensa independiente; y en este sentido hay que reconocer que la existencia de la Unión Soviética, paradójicamente, ayudó a mantener durante la Guerra Fría una tradición intelectual, por lo demás siempre minoritaria, que procedía de Castiello y de Voltaire. Del mismo modo que los trabajadores ya no tienen sindicatos que los defiendan, los intelectuales no tienen un cuerpo público desde el que dirigir su voz. Ven peligrar incluso el medio ecológico de su discurso. En estas condiciones, o extraen su autoridad del mercado, como Ronaldinho y David Bisbal, o aceptan ser simplemente «parados» que se dedican al bricolage. Por eso el intelectual, al mismo tiempo que a elaborar discursos cada vez más verdaderos, debe hoy dedicarse, junto a todos los otros ciudadanos conscientes, a la tarea muy militante, organizativa y abiertamente social, de construir las condiciones de su recepción pública.

Argumentas, por tanto, a favor de la militancia política directa del intelectual, no sólo a favor de un compromiso público general. Dicho de otra forma: o el intelectual toma partido o no será. Si es así, cuáles serían esas condiciones que permitirían su recepción pública.

Las mismas que tratan de proteger, o refundar, los movimientos altermundialistas que combaten el TLC, el ALCA, el GATT, el BM, el FMI o la OMC. En el caso de los intelectuales, la difusión de su discurso depende de la colectivización del saber a través de la defensa -o creación- de medios de comunicación verdaderamente públicos, escuelas, bibliotecas, editoriales y universidades públicas y marcos de recepción públicos y abiertos. En este sentido, los intelectuales deben ser los primeros interesados en la batalla por el software libre, el copyleft y el acceso libre y general a internet.

Publicas ensayos de filosofía y también de literatura. En tu opinión, ¿existe alguna frontera nítida, alguna línea de limitación entre ambas?

Debe haber algún pasaje entre las dos, sí, y quedarse en él es sin duda lo más cómodo, pues es lo que he hecho yo. Literato tentativo o fallido, mi modesto acercamiento a la filosofía es el resultado de este fracaso. Así que soy un «agitador político-literario», como a veces me gusta presentarme, o como mucho un «ensayista», esa especie anfibia que respira mal tanto en tierra como en agua. Es verdad que grandes filósofos ya no hay. Se han extinguido, como los dinosaurios. Era gente que madrugaba mucho; que se despertaba al mismo tiempo que las cosas y sistematizaba un mundo al mismo tiempo que se constituía. Ya nadie puede levantarse tan temprano. Y probablemente los grandes novelistas -esos atletas capaces de seguir durante años, sin cansarse, la misma flor o al mismo personaje- también están destinados a la derrota. En todo caso y respondiendo a tu pregunta, creo que filosofía y literatura son dos formas distintas, si se quiere contiguas, de abrirse un hueco, de abrir ese «hueco» imprescindible -al que tan insistentemente se refiere Carlos Fernández Liria- para dejar pasar las cosas, para dejar que pasen cosas. Pero son, sí, dos huecos contiguos. En el hueco Filosofía -por decirlo así- se decide nuestro destino como sujetos de conocimiento mientras que en el hueco Literatura se decide nuestro destino como sujetos de experiencia. En el hueco Poesía, puerta de comunicación entre ambos, se decide nuestro destino como hablantes: la poesía, en efecto, demuestra que las palabras alguna vez -quizás muy lejos, en el tiempo de los helechos- fueron rozadas por las cosas y que las palabras «fuego», «tierra», «aire» y «agua» nos comprometen al mismo tiempo en la conservación del lenguaje y en la del mundo. Sin esos tres «huecos» -y algunos otros adyacentes- los seres humanos no tendríamos propiamente ningún destino.

¿Qué autores consideras tus maestros?

Maestros son los que no podemos citar, los que hemos olvidado. Hace algún tiempo escribí un poemita y luego descubrí que lo había leído años antes en Pessoa. Pessoa es un maestro. De pronto te descubres reescribiendo el Manifiesto Comunista. Marx es un maestro. O te pones a parafrasear espontáneamente La gran transformación. Polanyi es un maestro. O te sale de corrido, incluso antes de haberla leído, La obsolescencia del hombre. Gunther Anders es un maestro. Maestros -es decir- son todos aquellos que nos han plagiado por anticipado. Y esta sucesión de plagios diferenciados en un horizonte común es lo que llamamos tradición.

Conoces Egipto, vives en Túnez si no ando errado, has traducido al castellano al poeta egipcio Naguib Surur y al novelista iraquí Mohammed Jydair. ¿Qué aspectos de la civilización árabe te atraen más?

Viví seis años en El Cairo y hace ya nueve que resido en Túnez. Aprendí el árabe clásico y el dialecto egipcio como un ‘ayami -un bárbaro- y lo estoy olvidando ahora en una sociedad muy desestructurada lingüísticamente, donde el francés, lengua colonial, revela a la luz del sol los problemas lingüísticos del mundo árabe en general: el de una diglosia que contribuye a alimentar la fractura entre la esfera político-cultural y la social, que aquí, más que en ninguna parte, hablan distintos idiomas. En cuanto a mi relación con el mundo árabe, al que llegué de una manera más bien aleatoria, tiene dos vertientes. Una personal asociada al hecho de que, con todas sus diferencias, las sociedades árabes pueden ser descritas como las más pacíficas, tranquilas, integradoras y confortables del mundo, más para los hombres, desde luego, que para las mujeres. Esto, que es inseparable de muchas insatisfacciones, apreturas y alienaciones para los nativos, para mí (con mi culpable ligereza de extranjero) sólo ofrece ventajas, al menos mientras la «confrontación de culturas» no imponga definitivamente sus malentendidos. La otra vertiente es política. Alguna vez he dicho que, mientras que el destino político de la humanidad se decide en Latinoamérica, su supervivencia se decide en el mundo árabo-musulmán.

¿Y por qué la supervivencia de la humanidad se decide en el mundo árabe-musulmán?

Con tres países ocupados militarmente y la permanente intervención desestabilizadora de Israel; con una izquierda laica derrotada brutalmente en los años 60 y 70; con un islamismo rampante creado o robustecido originalmente por los EEUU y sus regímenes ancilares; con Estados absentistas que abandonan a su suerte a los ciudadanos, salvo para reprimirles; con gobiernos dictatoriales -laicos o teocráticos- que maniobran en contra de sus poblaciones y en favor del neocolonialismo globalizador; con los índices más bajos de educación y producción científica del mundo; con los índices más altos de represión económica, social, política, mediática y sexual; con los índices más altos también de pobreza y de antenas parabólicas, de emigración y de televisiones; sometidos a una demencial presión simbólica al consumo, con arreglo a un modelo capitalista occidental que al mismo tiempo excluye de hecho a la mayor parte de sus habitantes; matados y humillados desde fuera, matados y sojuzgados desde dentro, es absurdo buscar en el islam (cuya precoz tradición librepensadora, precozmente malograda, ignoran por igual los islamistas y los occidentales) las causas del «terrorismo»: la causa es, como dice un amigo mío, la ley de la gravedad. Y el verdadero misterio es que esta ley no se cumpla siempre, que sólo se cumpla precisamente como excepción. Hay algo de hipócrita proyección freudiana en la perplejidad moralizante de nuestros periodistas e intelectuales que no aciertan, por ejemplo, a explicarse los atentados suicidas: por qué se matan tanto. La verdadera pregunta, lo que está aún por explicar, es por el contrario por qué se matan tan poco. En las condiciones arriba descritas, hay poquísima violencia, poquísimo terrorismo, poquísima resistencia armada en el mundo árabe, y esto obedece no sólo a la represión sino al espesor social que se ha construido contra ella. Las sociedades árabo-musulmanas están socialmente mucho más estructuradas que las latinoamericanas, lo que explica al mismo tiempo, al menos en parte, la paciencia y la violencia en esta zona del mundo, el paso un poco brusco, y casi inesperado, en todo caso minoritario, de la mansedumbre a la autoinmolación agresiva. Es un «milagro» antropológico, muy poco valorado, el que retrasa el estallido del mundo árabe, pero no hay milagro que resista tantas bombas, tantas presiones, tanta miseria. Y el día en que estalle, obediente por fin a la ley de la gravedad, será para confirmar la «confrontación de culturas» minuciosamente construida por el imperialismo estadounidense e israelí durante las últimas tres décadas. EEUU e Israel (lo mismo que Europa) jamás han estado interesadas en el laicismo y la democracia en el mundo árabe, siempre amenazadoras para sus intereses, y han tenido y han usado una y otra vez todos los medios para impedir ambas. Ni ellos mismos saben lo que han hecho negándose a considerar siquiera la única solución posible: un poco de justicia. La caja de Pandora se puede abrir quizás con un abrelatas; para cerrarla, ¿habrá que utilizar bombas atómicas?

¿Las utilizarán? No es extravío mental. Se hablo de ello cuando se habla ahora de Irán y de su programa nuclear.

No se trata, por desgracia, de una simple hipérbole literaria. En el marco de la Guerra Fría, el «equilibrio del terror» y la doctrina de la «eliminación recíproca» reprimieron las amenazas siempre vivas de la destrucción nuclear en una especie de inconsciente institucional y social. Hoy ya no es así. En el año 2004 el gobierno Bush levantó la prohibición que impedía la investigación y desarrollo de las armas nucleares y desde hace unos meses se empieza a hablar con toda naturalidad de la posibilidad de que un hipotético ataque militar contra Irán emplee las llamadas «bombas atómicas de bolsillo», más pequeñas y más destructivas que el Little Boy de Hiroshima. El pasado mes de marzo la Asociación de Científicos Atómicos, de la que forman parte 18 premios Nobel, se tomaba en serio esta amenaza y advertían de las consecuencias: «Las radiaciones se difundirían a más de 2.000 kilómetros. Si los EEUU utilizasen una sola cabeza nuclear de 1 megatón, por ejemplo contra la central nuclear de Isfahan, en Irán, el fallout radioactivo alcanzaría en poco tiempo Pakistán, Afganistán y la India. En esta simulación, basada en un modelo desarrollado por el Pentágono, más de tres millones de personas morirían a continuación del ataque nuclear. Otros 35 millones de civiles serían expuestos a una cantidad de radiación tal que desarrollarían tumores y otras enfermedades letales». El solo hecho de que políticos y científicos hablen en público de esta posibilidad nos vuelve vulnerables.

En varios países latinoamericanos, especialmente en estos países, han irrumpido movimientos y partidos que apuestan por un cambio de civilización. La palabra «socialismo» no es ya una utopía derrotada. ¿Qué opinas de lo sucedido en Venezuela o en Bolivia? ¿Crees que allí se está intentado construir realmente algo nuevo, una sociedad alternativa a la civilización capitalista?

Así es: las esperanzas políticas, como he dicho, proceden de Latinoamérica. El libro de Luis Suárez Un siglo de terror en latinoamérica detalla muy bien cómo aplicó el capitalismo en la pasada centuria eso que yo he llamado «la pedagogía del millón de muertos» y que puede resumirse en la siguiente fórmula: «cada veinte años se mata a todo el mundo y después se deja votar a los supervivientes». A finales de los 80 el imperialismo estadounidense creyó que ya había aterrorizado lo suficiente a la población como para poder concederle instituciones formalmente democráticas, pero hete aquí que, en condiciones sociales invariables o incluso agravadas por la globalización, una nueva generación de latinoamericanos ha perdido el miedo y se ha atrevido a votar a Chávez en Venezuela, a Evo Morales en Bolivia, a Rafael Correa en Ecuador, a Lula (después decepcionante) en Brasil, a López Obrador (escandalosamente descartado) en México, contra el TLC en Costa Rica. El valor se contagia no menos que el miedo y esta epidemia de conciencia, así como los movimientos y organizaciones en que cristaliza, ha ido acompañada de una rehabilitación de conceptos que, incluso si todavía no están cargados de un contenido claro, ya no evocan errores y experiencias fallidas del pasado sino estimulantes promesas de futuro. Entre ellos, señeramente, el «socialismo». Al contrario de lo que ocurre en el mundo árabe, la conciencia de un peligro inmediato en Latinoamérica se corresponde con la certidumbre de que la solución sólo puede ser anticapitalista. Y como la tradición anticapitalista es muy larga y fecunda y es sobre todo marxista, nada tiene de raro esta recuperación de un legado más vivo que nunca, al que se incorporan necesariamente -y de ahí su nuevo formato- elementos emancipatorios hasta ahora marginales o acallados: ecologismo, indigenismo, feminismo, republicanismo democrático, panamericanismo. Cuanto mayores son las esperanzas mayor es el peligro. Pero, a diferencia de lo que ocurrió con Allende en 1973, el nuevo marco internacional y la nueva relación de fuerzas que lo acompaña, hacen abrigar la razonable esperanza de que Venezuela no será sólo una tregua entre dos invasiones o dos golpes de Estado sino el trabajoso principio, como bien dices, de una alternativa civilizatoria o sencillamente civilizada.

Cuba sigue siendo motivo de controversia entre algunos intelectuales y organizaciones de izquierda. Tú has visitado la isla en varias ocasiones, conoces sus intentos, sus éxitos, sus errores. ¿Crees que son justas las críticas a Cuba y a su dirección política que arguyen la falta de flexibilidad, su dogmatismo, su marxismo cerrado, la falta de libertades, aspectos negativos de su política exterior, la existencia de la pena muerte, su victimismo, la no renovación de sus dirigentes políticos?

Desde hace 50 años Cuba es el rompeolas del capitalismo y es lógico que esté un poco descascarillada (y la imagen visible de este descascarillamiento es el hermosísimo malecón de La Habana). Algunas de las críticas que recibe la revolución cubana desde la izquierda están fundamentadas (problemas de transporte, de vivienda, pésimos medios de comunicación, las contradicciones de la doble economía, la insatisfacción de la juventud), aunque la mayor parte de ellas -me da la impresión- no sólo operan objetivamente a favor de su liquidación, y no de su reforma, sino que repiten sumisamente, en un ejercicio paradójico de «independencia», las medias verdades propagandísticas de la derecha. En Cuba la transición ya se hizo, entre 1956 y 1959, y lo que generó fue una sociedad todavía incompleta que, bajo una agresión ininterrumpida, se funda en relaciones económicas y políticas donde los seres humanos cuentan, en el doble sentido de que constituyen el centro de la vida social y de que, para bien y para mal, sus acciones también la determinan. Precisamente porque Cuba hizo una revolución hoy es el único país del mundo «reformable», y esto al contrario de lo que ocurre bajo el capitalismo, cuya «revolución permanente» lo que no admite son precisamente «reformas». Pero además, por esto mismo y por su proyección internacional, Cuba es mucho más que una simple reserva de «decoro» (término muy martiano), varada en la historia como una muestra polvorienta de lo que pudo ser y no fue. Hoy, cuando nuevos procesos emancipatorios despiertan en Latinoamérica, descubrimos que Cuba estaba por delante, esperando, y que era más bien la vanguardia de todo lo que aún no había ocurrido y estaba a punto de ocurrir. Lo que olvidan los que critican a Cuba es que sin ella ni Venezuela ni Bolivia -ni todos los otros bocetos incoados en todo el continente- serían posibles, ni ideológica ni materialmente. Con todos sus defectos y limitaciones, de Cuba los europeos sólo podemos recibir lecciones.

Tu libro sobre capitalismo y nihilismo lleva como subtítulo: «Dialéctica del hambre y la mirada«. ¿Crees que podemos seguir usando esta categoría? ¿Qué significado tiene para ti esa noción?

En mi libro la uso en un sentido muy rutinario, para describir la oposición binaria entre dos términos que se contestan, se entrelazan y forcejean y en la que uno de los dos -el hambre- acaba por subsumir y poner a su servicio al otro -la mirada. Pero una de las cosas que aún aprecio de Althusser es su esfuerzo teórico por desinfectar El Capital de todos los residuos diurnos de la dialéctica hegeliana. No creo, en este sentido, que la oposición capital/trabajo se resuelva por sí sola mediante la profundización inmanente de sus contradicciones ni que el socialismo sea algo así como el cierre natural de una historia coherente de oposiciones internas (en la que todos los cadáveres habrían cumplido su función emancipatoria). Por lo demás, como todo lo que sé de Marx lo he aprendido de ellos, tengo una enorme confianza en el grueso volumen que vienen preparando desde hace años Carlos Fernández Liria y Luis Alegre, donde se demuestra de un modo incontestable, a mi juicio, la raíz antidialéctica e ilustrada de la teoría del valor.

En un reciente artículo, sugerías un experimento mental, esos que tanto gustaban a Einstein. Un extraterrestre que visitase el País Vasco sólo una vez cada diez años podría llegar a la conclusión de que los terrícolas habían alcanzado la abolición del tiempo, tema como sabes netamente einsteiniano. Un demócrata que despertase del coma cada diez años en un hospital, por su parte, llegaría a la conclusión que también España ha estado muerta al mismo tiempo. Ante la última ofensiva contra la izquierda abertzale, extraías algunas lecciones que, señalabas, sin duda también inferirían ese extraterrestre asombrado o ese demócrata malherido. Déjame preguntarte por una de esas lecciones, por un paso de la tercera que tú mismo extraes. Escribías: «Los que verdaderamente queremos que ETA deje de existir (a algunos de los cuales no se les permite votar ni presentarse a las elecciones) no debemos dejar de insistir en la negociación política como única vía posible para salir de esta atmósfera opresiva en la que las víctimas de uno y otro lado caen por su propio peso». ¿En qué términos concibes esa negociación? ¿De qué debería hablarse? ¿Debería garantizarse el derecho de autodeterminación, la salida de los presos de ETA, la integración de Nafarroa en la consulta?

Si recuerdas, la primera de estas lecciones a las que aludes era la de que, por parte del Estado español, la democracia y el derecho son negociables, pero la unidad de España no. Y permíteme una pequeña digresión antes de llegar a tus preguntas. El gran historiador árabe Ibn Khaldun, predecesor de Maquiavelo y de Marx, se preguntaba por qué Dios había tenido a los judíos vagando precisamente 40 años por el desierto y respondía diciendo que ese era el número de años necesario para suprimir generacionalmente el recuerdo de la esclavitud, obstáculo para la nueva vida en la tierra prometida. La historia reciente de España invierte esta secuencia. La dictadura de Franco duró también 40 años, y el efecto que tuvo fue el de borrar en los españoles el recuerdo de la libertad, obstáculo subjetivo para la restauración monárquica. En medio de este lubricante olvido general, sólo el País Vasco (y de otra manera Cataluña) ha mantenido la historia de España bajo nuestros ojos, nos ha impedido olvidar por completo la travesía del desierto, ha obstaculizado la ilegítima y fraudulenta ecuación Unidad de España/Democracia/Derecho. Sólo la cuestión vasca ha iluminado sin cesar el pecado original de la llamada Transición. Sólo la cuestión vasca nos ha recordado la cuestión española. Y esto, que la izquierda del Estado debería tener muy presente, revela al mismo tiempo toda la dificultad de una solución política. El triunfo mediático e institucional de la derecha es incontestable y no cabe esperar ninguna presión negociadora por parte de una UE a la que le parecen cada vez más aceptables las leyes de excepción en la guerra global contra el «terrorismo». Pero si se volviese a la mesa de negociaciones, no se podría excluir ningún tema, tampoco el de Nafarroa, respecto del cual la izquierda independentista, por cierto, ha flexibilizado notablemente sus posiciones históricas. La legalización de Batasuna y el acercamiento de los presos parecen presupuestos de normalización democrática sin los cuales ninguna negociación podría llegar demasiado lejos. Y el principio de autodeterminación debería ser el compromiso final aceptado por todas las partes como única salida democrática a un conflicto que tantas víctimas, de un lado y de otro, ha ocasionado ya. Pero es casi imposible llegar hasta ahí sin resolver la cuestión española; es decir, sin un nuevo proceso constituyente, el cuestionamiento de la monarquía y el establecimiento de un verdadero Estado de Derecho. Es decir, sin la autodeterminación también del resto de España.

Esta entrevista ha sido publicada en El Viejo Topo, enero de 2008.