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Retoñar del irracionalismo o las reencarnaciones de Spengler

Fuentes: Rebelión

«Ármate de una justa desconfianza contra aquellos que se oponen a los progresos de la razón» Barón d’Holbach 0 En los últimos tiempos parece haberse despertado en Occidente, entre otros en nuestro país, un renovado interés por las filosofías del irracionalismo. Nietzsche está en boga, y es citado con profusión por autores de distintos y […]

«Ármate de una justa desconfianza

contra aquellos que se oponen a los progresos de la razón»

Barón d’Holbach

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En los últimos tiempos parece haberse despertado en Occidente, entre otros en nuestro país, un renovado interés por las filosofías del irracionalismo. Nietzsche está en boga, y es citado con profusión por autores de distintos y hasta opuestos campos políticos cuando tratan de las más variopintas materias. En las grandes librerías, los títulos del frenético pensador de Sils-Maria y los estudios acerca de él colman los estantes de las secciones de filosofía, que habitualmente se ubican junto a los volúmenes de ocultismo y religiones exóticas, detalle significativo porque también el espiritismo y la superstición atrapan a un número creciente de personas en las sociedades industrializadas. Nietzsche, junto a Ortega y Gasset, es el filósofo moderno obligatorio en los planes de estudios de enseñanzas medias. Casi se ha convertido en el filósofo por antonomasia. Incluso para los creadores de obras de ficción, literarias o cinematográficas, es de buen tono beber de Nietzsche, de Spengler, de Heidegger, de Vattimo o Baudrillard, dependiendo de la ocasión y la instrucción de cada quien.

No me atrevería a decir si se trata de una moda pasajera o nos encontramos ya por fin en el día después del posmodernismo (el post del post y el círculo que se cierra, Foucault estrechándose la mano con Ignacio de Loyola). Pero se me ha ocurrido que quizá no fuera tiempo perdido tratar de explicarse el por qué de estas nuevas reencarnaciones de Spengler. El resultado del intento tal vez no vaya a ser gran cosa, dado que tampoco alcanza a mucho mi talento.

1

Yo también leí a Nietzsche en mi adolescencia. Durante los veranos, en las horas de la siesta, sin importarme el calor sofocante ni las avispas que sobrevolaban amenazadoras los geranios, me sentaba en el suelo del patio de la casa paterna y leía con el fervor de quien reza, y luego volvía a leer, por las noches, hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, recostado sobre la almohada, rendido pero en tensión. Digerí a grandes bocados, embriagado de emoción, todas las páginas enardecidas de El Anticristo, El crepúsculo de los ídolos, La voluntad de poderío, La gaya ciencia, Humano, demasiado humano, Más allá del bien y del mal… Todo, todo, todo. Cuanto cayó en mis manos escrito por el filósofo alemán o acerca de él lo devoré en las que recuerdo como las horas más dichosas y palpitantes de mi vida de lector. Incluida, naturalmente, aquella esclarecedora biografía que de Nietzsche compuso Lou Andreas Salomé, la mujer de la que el filósofo estuvo angustiosamente enamorado hasta su muerte.

El «filósofo seductor» lo llamó el profesor colombiano Zuleta Cortés en un libro por lo demás tan cargante como todos los textos de la copiosa tribu de los monaguillos de Zaratustra. Sin duda, para mí lo fue, como para muchos otros. Para muchos otros adolescentes, quiero decir. El mismo Zuleta Cortés cuenta en el preámbulo de su obra que descubrió a Nietzsche con diecisiete años, apenas tres años más tarde de lo que lo hice yo.

Con todo, ni siquiera Nietzsche tuvo para mí el efecto electrizante que muy poco después me provocaría La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Me pareció la respuesta prodigiosa a cuantas perplejidades me atormentaban. Dos volúmenes de más de setecientas páginas cada uno. Los leí en menos de semana y media. En aquel entonces no se me antojó insoportablemente vanidosa la afirmación, repetida cada puñado de páginas a lo largo de cada uno de los dos tomos, de que su autor era el primero en darse cuenta de algo y que antes de él la humanidad entera -excluido Goethe, y no siempre- había permanecido en las tinieblas. Ni reparé en la incongruencia de considerar arbitraria la división de la historia en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna e intentar al mismo tiempo enclaustrarla con calzador en las categorías místicas de alma apolínea, fáustica y mágica. Y tampoco advertí, o bien pasé por alto porque eran otras mis preocupaciones más hondas, el desprecio por la democracia y el agresivo autoritarismo que transpiraba en cada párrafo. Sobre todo -he de confesarlo- no me estremeció entonces el pavoroso asco por los seres humanos de carne y hueso que manaba a borbotones en lo que leía.

Nada de ello me importaba. Spengler, igual que antes Nietzsche, acariciaba las fibras más ardientes de mis sentimientos. La pubertad es la época en la que uno empieza a forjar su temperamento, ha dejado de ser un niño pero todavía no es un adulto, y se esfuerza por afirmar su personalidad en un entorno en el que no se siente escuchado ni entendido, por no hablar de la creciente fogosidad sexual que te humedece las madrugadas. Es tan placentero en tal situación entregarse a la tentación de la soledad y la misantropía. Y Spengler y Nietzsche hacen de esa tentación adolescente una gesta heroica. Te hacen sentir miembro de una estirpe selecta, marcado, como Max Demian, el personaje de Hermann Hesse, por el estigma de Caín. Resulta muy romántica y cautivadora la sensación de ser uno un incomprendido por el rebaño de los mediocres; desde luego es bastante más gratificante que reconocer que lo que te sucede no se sale de las frustraciones corrientes de miles de adolescentes en todo el mundo.

Pero, si no te vuelas la tapa de los sesos o te dejas atropellar por un tren, después de la adolescencia irremediablemente creces, maduras, y te das cuenta de que ni tú eres tan extraordinario ni los que te rodean son tan cretinos; al contrario, son poco más o menos como tú o como yo, con padecimientos, anhelos y alegrías no muy distintos a los nuestros. Y si además de seguir viviendo mantienes el gusto por la lectura y dispones de tiempo para cultivar ese gusto y para ampliar levemente tus horizontes mentales, acabas advirtiendo tarde o temprano la trampa de los encantadores irracionalistas. Y puedes, si es que quieres, dejar de engañarte. No hay manera de determinar la excepcionalidad de un ser humano sobre ninguno de sus semejantes. No existen las aristocracias naturales; absolutamente todos los castillos ideológicos que a lo largo de la historia han intentado demostrar la realidad de diferencias de grado entre el espíritu de las personas, todas las teorías elitistas, sea vetusto o posmoderno su lenguaje, persiguen justificar viejos, muy viejos privilegios, incluidas aquellas que adoptan un estilo de sedicente rebeldía y que se declaran enemigas del capitalismo, no por lo que éste tiene de injusto, sino por añoranza de las odiosas jerarquías del Antiguo Régimen. Y la abrumadora erudición que a menudo han exhibido metafísicos irracionalistas, vitalistas o existencialistas de toda laya no es más que un disfraz del antiguo y decrépito oscurantismo.

Ahora bien, yo, por propia experiencia, puedo entender que la fragilidad de la adolescencia de la que todos hemos estado aquejados se vea seducida por discursos que parecen describir la personal angustia de cada quien. Y cuando me siento en un vagón del metro delante de un quinceañero que lee con ojos ávidos El Anticristo, la mayor parte de las veces pienso con simpatía que por lo menos alguna inquietud sacude su corazón. Ya el mero hecho de encontrar a alguien leyendo algo distinto de El Código Da Vinci me emociona. Después de todo, me digo, también él crecerá.

2

Pero ni Nietzsche era un adolescente cuando escribió sus obras decisivas, ni tampoco lo era Spengler cuando compuso La decadencia de Occidente. Y mucho menos lo era cuando perpetró ese otro libro no menor en su obra total que se tituló Años decisivos. Es curiosa la interpretación que de este panfleto fascista suelen ofrecer en la actualidad los militantes de la fanática secta spengleriana. Produce náuseas leer la afirmación de que se trata de un libro crítico con el nazismo. Aunque quizá esto no sea del todo incierto. En efecto, Spengler reprocha a Hitler que en alguna medida se dejase llevar por trasnochados prejuicios democráticos y no fuese aún más implacable y de una pureza sin fisuras en la imposición de la autoridad. Y comienza la introducción redactada en 1933 proclamando paladinamente su más hondo desprecio por la «sucia revolución de 1918», a la que califica de «traición infligida por la parte inferior de nuestro pueblo», y que en su opinión no se aplastó de forma suficientemente sangrienta. Si Spengler no pudo ser finalmente reclutado para el partido nazi por Goebbels, gran admirador suyo, fue porque Spengler era mucho más salvaje que el mismísimo Hitler. Es triste, pero hasta ese extremo de abyección puede alcanzar la naturaleza humana.

Tanto Nietzsche como Spengler -este último de forma mucho más sistemática- eligieron certeramente el enemigo y taimadamente las palabras, cosa que no oculta, a poco que uno profundice, el aparente desdén por las gastadas tradiciones. El objetivo es siempre el mismo: la razón, la Ilustración, la Revolución francesa y cuanto en torno a ella nace. Ni más ni menos que el mismo adversario que la reacción europea que vio tambalearse sus ancestrales privilegios en 1789. Tanto da que se invoque el derecho divino o que se inventen vacías abstracciones como la virtú, el superhombre, el alma fáustica o el espíritu dionisiaco.

A Nietzsche, a Spengler y a la Santa Alianza les aterraba el mismo mal. Resulta que los ilustrados, y no sólo los franceses (Adam Smith fue por ejemplo un digno representante de la Ilustración escocesa, a pesar de que su pensamiento haya sido obscenamente tergiversado por marginalistas y neoliberales, y a él se refería Marx siempre con profundo respeto, cosa que muchos que se consideran marxistas acostumbran a ignorar), los ilustrados de toda Europa, digo, llegaron a dos conclusiones sencillas pero extraordinarias para su tiempo. Por una parte, la constatación elemental, sugerida por el oscuro pero imaginativo pensador napolitano Giambattista Vico en sus Principios de ciencia nueva, de que la historia es la obra de los seres humanos, de lo que puede inferirse que los propios seres humanos albergan en sus manos la capacidad de cambiarla. Por otro lado, la firme convicción de que todas las personas han sido dotadas por igual de razón y pueden hacer uso de la razón para organizar la sociedad de una manera más justa. En ese empeño es esencial el conocimiento y, tanto como el conocimiento en sí, su difusión sin cortapisas. Aquí residía el motivo fundamental del titánico esfuerzo que los enciclopedistas llevaron a cabo por reunir el conjunto de conocimientos acumulados por la humanidad hasta su época, ordenarlo y exponerlo de la forma más sencilla y comprensible por el pueblo. La Enciclopedia es una de las obras más hermosas y generosas de la historia. Y el odio que por esta obra abrigaron los defensores del Antiguo Régimen, tal vez sólo superado por Nietzsche y sus epígonos, es fácilmente explicable. Se estaba proclamando nada menos que nadie había sido distinguido por Dios ni por la naturaleza para elevarse por encima del resto de los mortales y que tampoco existían verdades esotéricas reservadas a sumos sacerdotes o reyes; todos disponían de razón y todos estaban naturalmente facultados para acceder al conocimiento.

Los herederos decimonónicos del espíritu de la Ilustración de diferentes corrientes y lugares, y entre ellos Marx -porque la Ilustración y el racionalismo constituyen el cimiento principal de la formación de Marx, tal vez no sea ocioso recordarlo- desvelaron el fondo de ingenuidad de que adolecían muchas de las formulaciones de los ilustrados. La mera universalización del conocimiento no impulsa a la ciudadanía a reformar ni mucho menos a transformar la sociedad; existen clases sociales, intereses contrapuestos, existe una realidad material que condiciona la evolución y el cambio de las colectividades humanas. No se puede hacer cualquier cosa en cualquier momento, pero tampoco el destino está escrito en ningún sitio y solamente condena a quien nada hace por evitarlo. De manera que, salvando sus ingenuidades, el tronco primigenio del racionalismo fue y continúa siendo el acicate fundamental para cualquier afán y lucha emancipadora en el mundo. La razón es lo que ningún poderoso puede arrebatarte, el primer arma de defensa ante la injusticia, el fondo de la libertad de cualquier ser humano. Y además ésta es una convicción que no depende de ninguna particularidad cultural; se predica de la totalidad de la especie, sea cual sea su cultura, su nación o su fe religiosa o falta de ella.

Pues bien, quien examine con un poco de cuidado las torrenciales páginas de La decadencia de Occidente, y no se deje trastornar por la retórica ni por la opulenta y sofisticada exhibición de generalizaciones históricas, hallará el plan básico de la obra, que no es otro que derribar paso a paso los pilares de la Ilustración, justamente aquellos que mayor riesgo suponen para el poder, para los privilegios y las injusticias sociales. Citaré sólo algunos ejes de la trama:

a) Se niega la universalidad de todo conocimiento científico. No hay una física, ni siquiera unas solas matemáticas, se dice a la postre, sino tantas matemáticas y tantas físicas como culturas existen sobre la faz de la tierra. Los argumentos de Spengler fueron después repetidos sin grandes variaciones por el gran impostor intelectual Feyerabend, quien sólo fue original en las bufonadas pretendidamente sarcásticas que se le ocurrían.

Se narra una historia imaginaria de luchas irreconciliables entre la geometría euclidiana y la no euclidiana o entre la física cuántica y las investigaciones de Newton para acabar sentenciando que no hay criterio de verdad alguno en la ciencia que mantenga la menor fiabilidad, con lo que, en el fondo, no hay gran diferencia apreciable entre los postulados de la física nuclear y las creencias de un chamán. No hay más que diferentes perspectivas o sedimentos culturales o «visiones del cosmos», ninguna de ellas preferible a las otras. La consecuencia salta a la vista. El oscurantismo medieval y las supersticiones que han sido utilizadas para legitimar seculares privilegios no son más que una perspectiva alternativa, tan respetable como otras. El creacionismo es una teoría más, que ha de ser tomada en pie de igualdad con la teoría de la evolución de Darwin.

Y la cosa suele adornarse con una jesuítica denuncia de la «tiranía del racionalismo científico» que desde finales del siglo XVIII oprime cruelmente a cualquier «otra forma de saber». Por supuesto, se pasa por alto la diferencia esencial entre el racionalismo científico y esas otras formas de saber cuyos derechos se reclaman. Que el primero puede ser impugnado por cualquiera que adquiera las herramientas de conocimiento necesarias y que las otras dependen de sentimientos o creencias que nadie tiene la opción de rebatir.

b) En la medida en que se desdeña como tiranía de los nuevos tiempos la razón, no existe ningún terreno en el que dialogar con el autor que no pase por el acuerdo absoluto con cuanto afirma. En el prólogo a la segunda edición alemana de la obra, Spengler realiza una declaración que sólo puede sorprender a quienes no estamos imbuidos, para nuestra desgracia, de su inspiración sobrenatural: «En la Introducción a la edición de 1918 -afirma- hube de decir que, a mi entender, este libro contenía la fórmula de un pensamiento que, una vez expuesto, no podría ser atacado. Pero hubiera debido decir: una vez comprendido». La cosa está meridianamente clara. No es posible el desacuerdo con Spengler; quien no comparta sus puntos de vista es que no le ha comprendido, sin disputa. Jamás me explicaré cuál es el motivo por el que este tipo de muestras de arrogancia pueril, de las que están llenos hasta el hartazgo todos los libros de Spengler y de Nietzsche, no hayan hecho mella en sus fieles seguidores.

Pero es que, además, cuando Spengler habla de comprender no está pensando en una comprensión racional posible para cualquiera que se esfuerce en ello. Se refiere a un sentimiento, una vivencia (las expresiones empleadas son muchas, a cuál más altisonante: «experiencia de la vida», visión o perspectiva «poética» o «fisiognómica», entre otras). Esa vivencia que permite comprender la nueva «morfología» de la historia universal se tiene o no se tiene, y está al alcance en cualquier caso de una ínfima minoría. Quien no pertenezca a esa minoría hará bien en no molestarse en abrir el libro siquiera, porque carece de la condición biológica indispensable para penetrar en la mente del autor. También Nietzsche había proclamado que sólo admitía como lectores suyos a unos pocos, los únicos capaces de entenderle, quienes, desde lo alto de las montañas, puedan contemplar, muy abajo, a la chusma. Y, notable coincidencia, Hitler en el principio del Mein Kampf advertía que éste no estaba escrito para los extraños sino para los adherentes de corazón al movimiento. No hay, pues, posibilidad alguna de diálogo con el pensamiento irracionalista -valga la paradoja de términos-, porque el irracionalismo exige la adhesión antes de empezar a dialogar, en el mejor de los casos, cuando no el reconocimiento de la pertenencia a una elite natural cuyos felices componentes seleccionan, por supuesto, los propios irracionalistas. Spengler llega a asegurar que, a diferencia del científico, el historiador nace, no se hace. Y entiéndase que la historia, o morfología de la historia, que Spengler aspira a edificar no es un relato del pasado (él censura con displicencia la historiografía concebida como relato de hechos pretéritos), sino la predicción del futuro.

Percatarse del significado de este punto de vista hace comprensible la ira con la que los devotos de Zaratustra tienen a bien responder siempre a sus críticos. Ellos no rebaten propiamente argumentos; reaccionan ante quien osa enmendar la plana a almas superiores cuya excelsitud se halla muy por encima del insignificante y mezquino cerebro del crítico. Y no estoy caricaturizando. De otra manera, parecería tan absurda como cómica la exagerada susceptibilidad de quienes exigen un conocimiento perfecto de la obra de Nietzsche para opinar sobre ella -para criticarla, se entiende, porque el conocimiento de Nietzsche de muchos de sus adictos deja bastante que desear-, mientras se encuentra aceptable que el maestro llamara a Schiller el trompetero moral de Säckingen, o motejara de hiena a Dante, o se riese de Kant, o tildara de loco a Víctor Hugo y de vaca lechera a George Sand, o, faltaría más, considerase a Zola un mentecato hediondo y a Sócrates un plebeyo, deforme y criminal, entre otras lindezas (lo que escribió acerca de Rousseau mejor lo omitimos para no ofender la sensibilidad del público impresionable). El maestro podía arremeter contra Darwin en La voluntad de poderío aunque no entendiera ni una palabra de la teoría de la evolución. En fin, que no era rasgo de su temperamento la sutileza al analizar el pensamiento de otros. Y ese escandaloso contraste entre la ignorancia autocomplaciente acerca de los puntos de vista de quienes disienten y la exigencia de reverencia religiosa por el propio cabe sólo en quien se arroga una superioridad congénita que no precisa de explicaciones.

Un caso célebre es la ferocidad con la que siempre han tratado los epígonos del maestro la obra El asalto a la razón, del filósofo marxista Georg Lukács. Es una opinión extendida incluso entre marxistas en la actualidad que Lukács trató con excesiva ligereza y superficialidad a los fundadores del irracionalismo, a autores como el mismo Nietzsche, Schopenhauer o Kierkegaard. Pero, salvo esa acusación general, que los seguidores del irracionalismo suelen adornar con algún que otro insulto y una tonelada de prejuicios, nunca he leído argumentos de verdad convincentes para desarmar el muy sólido trabajo de desenmascaramiento del marxista húngaro. No es mi propósito ahora hacer una reivindicación del ensayo de Lukács, si bien creo que merecería la pena rescatar del olvido un esfuerzo de crítica injustamente menospreciado. Pero nadie puede negar que por lo menos se tomó la molestia de estudiar las obras de los filósofos que criticaba, y eso no se puede decir de ninguna de las diatribas al uso de los irracionalistas contra el marxismo. Se puede dudar seriamente de que Nietzsche leyera una sola página de Marx y Engels, a pesar de lo cual opinaba con sobrada autoridad acerca del marxismo, el socialismo y el movimiento obrero. Es la ventaja que ofrece, imagino, estar dotado de percepción extra sensorial.

Si el brutal sectarismo de Nietzsche y Spengler fuese fruto de simple egolatría seguramente no habrían tenido sus textos ni la mitad del predicamento que han alcanzado. Pero el desprecio no es abstracto. Ambos lo profesan hacia partes de la sociedad muy concretas. Ambos abominan, no casualmente, de la emergencia del pueblo llano a la acción política a raíz de la Revolución francesa. Aunque nieguen la identificación de las estirpes superiores -llámenlas como las llamen- con la aristocracia real desalojada del poder por el movimiento revolucionario, es éste el fin último de sus dardos y el merecedor de su odio mayor. El pueblo llano, la parte inferior de la sociedad, debe ser sometido y conformarse con la esclavitud a la que tiene derecho a condenarlo la aristocracia, naturalmente superior. Y la razón de nada sirve, porque el rebaño sencillamente es incapaz de entender. Éste es el verdadero meollo del asunto; el resto es hojarasca, a veces sutil y hasta genial, pero hojarasca. No es preciso aclarar a qué intereses sirve teoría con semejante espinazo.

c) El extremado relativismo cultural de Spengler al que me refería en el punto primero se coordina con un determinismo absoluto; la palabra sino se repite una y otra vez como un obsesivo mantra. Para Spengler las diferentes culturas han de ser vistas como organismos que atraviesan un ciclo vital siempre repetido y predecible de nacimiento, crecimiento, maduración, declinación y muerte. No hay posibilidad de resistirse, el destino es inexorable. Y tampoco parece haber mestizaje alguno entre culturas, ni en el tiempo ni en el espacio. Spengler no niega de forma terminante las relaciones entre las culturas, incluso les dedica un capítulo en el segundo tomo de su obra, pero sí que niega que de verdad se influyan entre sí. Según su opinión, cada cultura posee una naturaleza preexistente que ninguna influencia exterior puede modificar. Y cuando una cultura toma algo de otra, elige consciente o inconscientemente aquello que se ajusta a su sentir originario. Cada cultura en cada fase de desarrollo vital responde a un determinado sentimiento cósmico que modela igual el arte que la ciencia que la política. Para un griego de la época de Aristóteles sería incomprensible la concepción física de Galileo, del mismo modo que lo será para un árabe, lo que no significa en absoluto que sean mas o menos correctas que la occidental la física de la Grecia clásica o la física árabe (ésta no es, en sentido riguroso, la ciencia física que hacen los árabes, sino la inspirada por el alma mágica). Son distintas, sin más, y así han de aceptarse. Según el particular lenguaje del autor de La decadencia de Occidente, cuando una cultura se adentra en su edad decadente se convierte en civilización, y entonces no hay fuerza humana capaz de frenar la caída. Llega a aseverar que en la época en la que él escribía, en los años de la Primera Guerra mundial, la física occidental había agotado todas sus potencialidades internas de desarrollo. O sea que, como profeta, su talento no hubiese sorprendido a la posteridad.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX no ha sido infrecuente que algunos grupos de la izquierda alternativa creyeran descubrir en este relativismo, sin considerar su fusión insoslayable en Spengler con el determinismo, una sólida impugnación del imperialismo cultural. Considero que tal interpretación padece de un funesto espejismo. Para negar que el avance científico -o incluso el político, económico, social o cultural propiciado por revoluciones de vario cariz y profundidad- pueda universalizarse, o cuando menos influir en el cambio de sociedades distintas a aquella en que se produjo; para afirmar que nunca un árabe podrá asimilar la gravitación universal porque contrasta con su íntimo sentimiento cósmico, es preciso negar también todo enriquecimiento mutuo entre culturas. Edward W. Said demostró ya de manera admirable que las culturas son todo lo contrario de compartimentos cerrados e impenetrables. Nos guste o no, la historia de la humanidad es una historia de mezcla más o menos turbulenta de culturas y pueblos. Oponerse a esa realidad es una necedad aparte de reaccionario. Una cosa es resistirse a la imposición de su forma de ver el mundo a sociedades más débiles por las más poderosas, y otra pretender que conquistas objetivas que permiten mejorar las condiciones de vida de todos los seres humanos del orbe queden atesoradas en la reducida sociedad en que se alcanzaron. Parece sugerirse que los beneficios del desarrollo científico que en Occidente se ha logrado gracias antes que nada a la descarnada explotación de los países empobrecidos deben ser negados a éstos.

Si el relativismo cultural lo enlazamos al determinismo, como digo, resultará además que la época fáustica, por naturaleza expansiva e imperialista según afirma el mismo Spengler, ha de ser aceptada como inevitable. Y está claro que quienes habrán de soportarla serán los pueblos y culturas dominados, que deberán consolarse con la mera fe en que aún no son decadentes. Ya les llegará su hora. Todavía peor: las culturas ya en decadencia tienen que aceptar su muerte. Nada pueden hacer las personas por salvarlas.

Y piénsese que sólo una exigua minoría alberga un espíritu con la necesaria «experiencia de la vida» para saber -o sentir- qué culturas renacen, cuáles dominan y cuáles en fin habrán de fenecer. Ellos dictarán el curso de la historia ante el que los demás, sólo dotados de la humilde razón, debemos resignarnos. Cuántos tiranos no habrán soñado en la prodigiosa palanca de avasallamiento de una doctrina así.

3

Lo anterior debería bastar para entender el motivo por el que los movimientos más reaccionarios del siglo XX han encontrado una fuente inagotable de inspiración en los filósofos del irracionalismo. Hasta aquí me he ocupado exclusivamente de dos de los más celebrados, pero creo que es suficiente como exposición del núcleo básico de ideas de que tratamos. Después de todo, Nietzsche es el gran ungido y Spengler su más consecuente evangelista.

El caso sobre el que se ha escrito un volumen inabordable de literatura y se ha hablado hasta la saciedad ha sido el de su influencia sobre el nazismo. Los apologistas de Nietzsche y Spengler casi siempre argumentan que los nazis no comprendieron su pensamiento y que lo adulteraron mezquinamente para sus brutales fines. Creo que se tiende a exagerar la ignorancia y vacuidad de los dirigentes del III Reich. Aparte de que, incluso prescindiendo de la nada desdeñable nómina de autores fascistas, contaron con algunos intelectuales de indiscutible talento, como Carl Schmitt o el divulgador del concepto de espacio vital Karl Haushofer, conviene tener presente que no siempre la crueldad está reñida con la inteligencia. No obstante, hay que reconocer que los dirigentes nazis no se caracterizaban por el refinamiento cultural. Y desde luego convengo en que, por lo que a Nietzsche se refiere, son muy visibles las incompatibilidades entre el filósofo y aquéllos; de manera particular el radical individualismo nietzscheano, su desprecio por las masas y su abominación del antisemitismo tal como ya en las postrimerías del siglo XIX empezaba a infestar a buena parte de las capas media y alta de la sociedad prusiana (claro que el no antisemitismo de Nietzsche no le impidió la vehemente proclamación de una ideología inequívocamente racista). Tampoco se propusieron nunca los nazis aplicar el pensamiento de Nietzsche ni de ningún otro pensador en la realidad como si se tratara de un manual. Sucede en éste lo que en cualquier otro proceso social y político de envergadura similar. Las causas primordiales de la emergencia del nacionalsocialismo y de su ascenso al poder no hay que buscarlas en sistema filosófico alguno, sino en los conflictos de clases sociales en Alemania y en Europa, en los resultados de la Primera Guerra mundial, en el derrumbe de la democracia de Weimar o la descomposición del movimiento socialdemócrata. En suma, en la concreta realidad social y no en el espíritu de los filósofos.

Pero hasta el más despiadado de los autócratas de la historia -y los ha habido de inaudita bestialidad- ha requerido en uno u otro grado de cierto aparato ideológico que justifique ante la población su poder. Para los fines prácticos de los nazis, toda metafísica que repudie o por lo menos postergue la razón y que sostenga la existencia de elites naturales, entendieran o no Hitler y sus colaboradores en toda su profundidad el concepto de superhombre, ofrecía herramientas impagables de propaganda y hegemonía. Ni la obra de Nietzsche ni la de Spengler, ni siquiera la de Houston Stewart Chamberlain o el conde de Gobineau, los grandes apóstoles del racismo teutónico, tienen por sí mismas, ni aún en conjunto, capacidad para provocar el torrente atroz de acontecimientos que desembocaron en el III Reich. Pero en procesos de honda crisis, como la que en aquellos años se vivió, pueden estimular reacciones sociales agresivas y henchidas de rencor irracional y son susceptibles de ser arteramente empleadas como arma ideológica del poder.

Un ejemplo actual, y muy llamativo, de inspiración del poder político y económico por el irracionalismo sobre el que recientemente también se ha escrito mucho es el del gobierno de George W. Bush en Estados Unidos. Hace tiempo que el legendario reportero de The New Yorker Seymour M. Hersh y sobre todo la canadiense Shadia B. Drury, entre otros, han venido desvelando la influencia ejercida en algunas de las más prominentes personalidades neoconservadoras norteamericanas por un oscuro profesor de filosofía política de la Universidad de Chicago llamado Leo Strauss. El más conocido es el antiguo subsecretario de defensa y presidente del Banco Mundial Paul Wolfowitz, quien se doctoró en ciencia política precisamente en la Universidad de Chicago y con una tesis sobre Strauss. Pero también se cuentan entre los seguidores de su pensamiento Abram Shulsky, director de la Oficina de Planes Especiales a la que Wolfowitz encomendó buscar, o inventar, pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq, el editor jefe del Weekly Standard, William Kristol, y Gary Shmitt, fundador, presidente y director del Proyecto para un Nuevo Siglo Estadounidense, un grupo neoconservador existente desde finales de los años noventa entre cuyos discípulos destacaron Dick Cheney y Donald Rumsfeld. De entre los intelectuales más influyentes que fueron alumnos suyos descuellan el fundador de la teoría del choque de civilizaciones Samuel Huntington, el nuncio del fin de la historia Francis Fukuyama y el recalcitrante conservador Allan Bloom.

Leo Strauss emigró de Alemania a Norteamérica en 1938, huyendo de los nazis por su condición de judío, y enseñó en varias universidades de su país de adopción antes de fallecer en 1973. La materia acerca de la que impartía clases era la obra de los filósofos clásicos. Fue gran admirador de Platón y Maimónides, erudito conocedor de la Biblia y seguidor de las ideas de Martin Heidegger y de Nietzsche. Los textos que se han publicado de Strauss son crípticos y aparentemente poco tienen que ver con la política actual. La trascendencia de su legado estriba en su forma de interpretar la obra de los grandes filósofos de la historia, su diferenciación entre el significado esotérico, u oculto, y el exotérico, o manifiesto, de los clásicos y su idea de la función de la mentira y la manipulación en la política.

Leo Strauss escribió mucho a lo largo de toda su vida y de forma deliberadamente oscura. En su caso, las lecturas divergentes y hasta contradictorias de su obra eran un resultado en cierto modo buscado por el autor, coherente con su convicción de que solamente unos pocos elegidos habían de entenderlo. Las discrepancias que tratan de resolver grupos más o menos herméticos de sus adeptos, accesibles solamente para iniciados, acerca de si le influyó más Heidegger o Franz Rosenzweig o si intentó disputar con el primero basándose en Nietzsche me importan bastante poco. Pero algunas de sus ideas básicas están bastante claras.

Para empezar, ya en sus primeros textos, los que escribe en Alemania, rechaza abiertamente la herencia de la Ilustración y el racionalismo moderno y de forma específica el carácter laico del Estado. Ése es el sentido de su crítica del Tratado teológico-político de Spinoza. Leo Strauss no era un hombre religioso, sino todo lo contrario, pero le parecía fundamental la utilización de la religión como medio de sostenimiento del orden social. De ahí que discípulos suyos como Allam Bloom sean enardecidos defensores del mantenimiento del adoctrinamiento religioso en la enseñanza pública en Estados Unidos. Frente al racionalismo moderno reivindica Strauss lo que él entiende como un racionalismo superior de Las Leyes de Platón, en la medida en que éste consideraría la ley como expresión de un orden global en el que, junto a la política, se incluye la religión y la moral. Por ello piensa Strauss que hay un fondo común entre la filosofía política de Platón y la de Maimónides, a quien rescata de la crítica de Spinoza. Aún más, la lectura de Avicena le convence de que ya en Platón se halla la idea de ley divina como «ley revelada» y la profecía.

Pero, más allá de este erudito revoltijo de filosofía griega y Antiguo Testamento para urdir una nueva justificación de la teocracia, el estudio de Platón le lleva a la formulación por la que se ha hecho más conocido. Strauss concibió de una manera particular al superhombre de Nietzsche, al que llamará simplemente «filósofo». Según él, de la condena a muerte de Sócrates habría aprendido su más ilustre discípulo que el filósofo debe ocultar la parte más sustanciosa de su sabiduría a la inmensa mayoría de los ciudadanos, desvelándosela en exclusiva a una minoría selecta de almas que pudieran encararse sin miedo con la verdad y respetando en público las creencias dominantes. Para Strauss esta manera de actuar, que podría entenderse como mera estratagema del pensador perseguido para evitar la represión del poder, se convierte en el corazón de la filosofía. Pues en el mundo existirían los filósofos, la minoría, los únicos que pueden soportar la verdad, y los vulgares mortales cuya debilidad mental les haría insufrible conocerla. Para evitar la disolución de la sociedad es necesario que los filósofos se comuniquen sus íntimos pensamientos con un lenguaje secreto sólo comprensible por los escogidos. La religión adquiere aquí pleno sentido como instrumento de manipulación de la plebe por los filósofos, que podrán ser en cambio perfectamente ateos.

Esta convicción motivó que Strauss dedicase gran parte de su vida a intentar descubrir los mensajes secretos dejados para la posteridad de los iluminados por los filósofos clásicos, y que para ese fin recurriese a una suerte de interpretación cabalística. Lo más interesante para el profano, sin embargo, es su aplicación en el terreno de la política, que además Strauss concibe, siguiendo al pensador nazi Carl Schimtt, como manifestación en todos los órdenes de la vida del conflicto entre amigo y enemigo.

Ha habido quien ha querido encontrar en esta teoría de Strauss el ovillo de una nueva conspiración sionista, de la que Strauss sería algo así como el secreto urdidor, y que habría hecho penetrar a sus mercenarios en las más altas esferas de poder de Estados Unidos. Siempre me ha parecido que estas patológicas denuncias de subterráneas conspiraciones nacen de una visión estúpida de la historia y de la realidad, que no pocas veces se ceba con delirios antisemitas o de otra índole. En este caso además se desmiente con la simple constatación de que Leo Strauss es un filósofo muy apreciado en general por la clase dominante de Estados Unidos, y no sólo por los neoconservadores, ni exclusivamente por los judíos de derechas. También intelectuales demócratas de la época de Clinton, como William Galston, engrosan la tropa de sus fieles. En cualquier caso, como decía más arriba refiriéndome al nazismo, las causas de la política del gobierno norteamericano no están en ninguna especulación filosófica, sino en los intereses políticos y económicos de su elite, en la lucha por el acaparamiento de las fuentes energéticas del planeta, el aumento de los beneficios empresariales o el apuntalamiento de la industria militar, entre otras. Es posible que algunos de los discípulos de Strauss se crean de verdad componentes de un selecto club de filósofos, pero ello no es lo determinante. Sin embargo, sí que tiene importancia la legitimación doctrinal del uso de la mentira y la manipulación en la política como una necesidad para la pervivencia del orden social. Y tiene importancia, no para los supuestos filósofos que han de usar la mentira, sino en la medida en que logre convencer a la ciudadanía, a la plebe, de que por su bien debe tolerar ser engañada.

Los elementos irracionalistas extraídos de Nietzsche están claros, en fin. De nuevo el elitismo y la jerarquía social, de nuevo la masa ignorante apartada del poder, de nuevo el ataque a la Ilustración y a la democracia. Mudan las palabras, pero siempre hablamos de lo mismo.

4

Y si es comprensible la querencia de todo poder autoritario por las filosofías del irracionalismo, causa en cambio un extraño sentimiento de perplejidad y amargura contemplar de qué manera han sido asimiladas también por numerosos sectores de la izquierda. Es éste un rasgo notable de la herencia intelectual de Nietzsche, el de haber sido invocada simultáneamente, a menudo con discursos calcados, por radicales situados en puntos opuestos del espectro político. Pero, mientras en la derecha más intransigente saltan a la vista las razones de su atracción por filosofías brutalmente elitistas como la del engendrador del superhombre o su continuador Spengler, en el caso de la izquierda, la contradicción con las aspiraciones de justicia social e igualdad que se le suponen es tan evidente que se requiere una explicación.

Resulta insólito que continúen editándose libros que proponen fundir el marxismo con la obra de un pensador que, como Nietzsche en La voluntad de poderío, define el socialismo como «la tiranía, llevada a sus últimas consecuencias, de los más insignificantes y estúpidos, es decir, de los superficiales, envidiosos y comediantes en un setenta por ciento». Una de las últimas propuestas de hermanamiento imposible se contiene en el ensayo del chileno Hernán Montecinos Nietzsche un siglo después: filosofía y política para un nuevo milenio. Más pavoroso aún es encontrar en formulaciones que se reclaman de una izquierda libre de viejos prejuicios trazas de alguien que, como Spengler, proclamaba sin pudor que a la «hez humana» -la clase trabajadora, en su lírico lenguaje- se le debía obligar a trabajar como mínimo doce horas diarias, como en los primeros tiempos del capitalismo, y que los aumentos de salarios y de impuestos significaban un saqueo de las fuerzas productoras reales (Años decisivos). Entre nosotros, el prolífico articulista de las páginas más alternativas de Internet Jaime Richart reconoce a Spengler como uno de los dos pilares de su pensamiento; el otro es, naturalmente, Nietzsche. Pero éste es un reconocimiento bastante inusual. Es mucho menos frecuente que en círculos de la izquierda inspirada por la larga sombra de Michel Foucault se admita con sinceridad el ascendiente de Spengler que el de Nietzsche, seguramente porque la relación del pensamiento de aquél con el nazismo es mucho más difícil de eludir. Sin embargo, gran parte de las místicas ideas popularizadas por Foucault, Derrida y otros, así como la sustancia del anarquismo epistemológico de Feyerabend, provienen en origen del autor de La decadencia de Occidente, quien al menos tuvo la ventaja de exponerlas con bastante más claridad que sus hijos y nietos filosóficos, reconocidos o no. El profesor Valbuena de la Fuente ha rastreado las ideas de Spengler contenidas en La arqueología del saber y otras obras fundamentales de Michel Foucault y ha expuesto las numerosas y asombrosas coincidencias en su libro Teoría general de la información, editado por Noesis en 1997.

En mi opinión, las razones de esta continuada y sorprendente penetración del irracionalismo en la izquierda radican tanto en ciertas características de la obra de los filósofos irracionalistas como en el estado en que se halla aquella izquierda que se siente seducida por ellos.

De lo primero ya habló en su día Georg Lukács. Cuando se pregunta cómo es posible que hasta marxistas de la talla intelectual de Mehring leyeran a Nietzsche con simpatía e incluso lo considerasen un agudo crítico del capitalismo, adelanta la explicación de que había en él una mezcla de «antisocialismo soez y ordinario y de una refinada, ingeniosa y, a veces, incluso certera crítica de la cultura y del arte» que lo convertía en un filósofo cautivador para la juventud intelectual más inquieta de los primeros años del imperialismo, así como que sus feroces ataques al liberalismo político y económico pudieron confundir a muchos acerca de sus verdaderas creencias.

Creo que es este último rasgo de sus escritos el que mayor influencia ha podido ejercer sobre la izquierda nietzscheana. Toda la obra de Nietzsche y de Spengler está atestada de violentas increpaciones al capitalismo financiero, así como al aborrecible egoísmo de banqueros y burgueses, y adornada con encendidas manifestaciones contra la plutocracia europea. Esta retórica pseudorevolucionaria fue hábilmente explotada en la propaganda fascista de entreguerras, en especial por el III Reich, para disfrazar de digna ira el imperialismo regional alemán. Franz Neumann llevó a cabo en la primera mitad de los años cuarenta, en su excepcional libro Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo -para mí, el mejor estudio escrito hasta ahora acerca del nazismo-, una esclarecedora crítica del uso por los nazis de conceptos como el de nación proletaria enfrentada a las naciones opulentas, la decadencia del sistema social burgués, la fuerza de las clases laboriosas o la corrupción del dinero. El objetivo era, por supuesto, ganar para la causa del imperialismo germano a la gran masa de trabajadores alemanes. Pero, tanto en la propaganda nazi como en los textos de Nietzsche y Spengler, las clases son sustituidas por razas o naciones y la lucha emancipadora contra los propios capitalistas como programa de acción es arrinconada a favor del respaldo a la elite nacional en su política de conquista. No es difícil, sin embargo, que el lector actual confunda el significado real de este apasionado lenguaje si ignora el contexto histórico concreto en el que fue utilizado.

Los filósofos del irracionalismo, y esto es cierto para Nietzsche más que para cualquier otro, no recurren a los nostálgicos lamentos contra la Revolución francesa habituales en los escritores tradicionalistas. Incluso parecen complacerse en dar por muerto el viejo mundo de privilegios. Y, por supuesto, presentan a su nueva estirpe dominante como una tropa de audaces jóvenes que destrozarán a manotazos las telarañas de las convenciones burguesas. Ello, unido a un estilo literario ágil e iracundo, ofrece una apariencia de rebeldía que en ocasiones vela el fondo.

No obstante, si se repara en qué se denuncia de la sociedad liberal, el fondo epidérmicamente reaccionario queda al descubierto. No sólo no se rechazan la injusticia social y la desigualdad de riqueza entre unas clases y otras, sino que se aceptan ambas y hasta se reprocha al liberalismo no ser más enérgico en el aplastamiento de cualquier intento de subversión protagonizado por las capas sociales más desfavorecidas -la «hez humana», según la terminología de Spengler. Lo que a los irracionalistas les repugna es la democracia, de ella fundamentalmente la igualdad ante la ley -siquiera sea formal- de todos los ciudadanos y ciudadanas, y, naturalmente, la razón y la ciencia. Es decir, todo aquello que la revolución liderada por la burguesía tiene de progresista frente al Antiguo Régimen. Y, en este terreno, el odio de los irracionalistas sí es gemelo del expresado desde hace dos siglos por el más rancio tradicionalismo, lo es hasta en los apocalípticos adjetivos que se gasta. La patética queja por la opresión de la razón científica, a la que se identifica burdamente con el capitalismo, y después con el imperialismo, imita el lenguaje del Vaticano para justificar la postura del tribunal de la Inquisición que juzgó a Galileo y de los neoconservadores norteamericanos que, en Estados Unidos, con su presidente a la cabeza, tratan de prohibir la enseñanza de la teoría de la evolución de Darwin. Hace unos años, el popular periodista católico Vittorio Messori llegaba a afirmar que los inquisidores que condenaron a Galileo fueron, en cierto modo, unos adelantados a su tiempo, unos verdaderos visionarios, porque entendieron que el pisano trataba de imponer la razón como una nueva religión totalitaria que excluyera cualquier otra manifestación de conocimiento en el espíritu humano. Digamos que, en defensa propia, los inquisidores se vieron forzados a exigir a Galileo una retractación so pena de ser quemado vivo. La versión del caso Galileo que ha difundido Vittorio Messori en artículos y en libros de enorme éxito editorial resulta ridícula, por supuesto, cuando no una repugnante manipulación de los hechos. Presentar a Galileo como un tirano de la ciencia que pretendía oprimir a los carceleros que tenían en sus manos el poder de ejecutarlo sólo puede ser fruto del delirio, si no se explicara por los intereses del amo bajo cuyo mandato escribe el Jiménez Losantos italiano. Pero, haciendo abstracción de las circunstancias y personajes concretos de los que se encarga, las alusiones al científico como «sinónimo de sacerdote de una nueva fe totalitaria» o a los «mitos» de la modernidad y el progreso podrían haber sido firmadas por Nietzsche, por Spengler, por Feyerabend y desde luego por cualquiera de los ideólogos del posmodernismo.

En términos generales, sólo es posible una lectura marxista de Nietzsche elevándose a alturas de abstracción e irrealidad puras. En ese nivel, también se encontrarán en los escritos de Marx y Engels críticas a la moralidad burguesa y el desenmascaramiento de los grandes principios liberales. Pero, mientras en ellos se trata de descubrir la hipocresía que encierra la invocación a la libertad, la igualdad y la fraternidad en un mundo en el que decenas de miles de seres humanos son condenados de hecho a la miseria, en Nietzsche se desdeña como aspiración del rebaño de los débiles el anhelo de justicia en sí mismo. La óptica de ambos es cabalmente la opuesta. En el principio de toda la obra marxista existe de manera inequívoca la indignación por la injusticia y la solidaridad con los millones de personas que la sufren. Nadie puede ser marxista olvidando ese hecho elemental. Y cuando se ha menospreciado el humanismo que sopla como el aire por todas las páginas del autor de El Capital, calificándolo de vulgar sensiblería, se han gestado monstruosidades estériles, no menos monstruosas porque se consideren a sí mismas hijas del «socialismo científico». Así derivó en una árida teología el estructuralismo de Louis Althusser, tan querido por posmodernistas como Jacques Derrida, por la vía de separarse de la voluntad del ser humano hasta transformar la teoría en un esotérico galimatías comprensible en exclusiva por los fervientes guardianes de la secta.

Y de la misma forma, aunque por razones distintas y salvando cuantas distancias hayan de salvarse, el estalinismo convirtió el materialismo dialéctico en nueva verdad revelada y erigió al Partido en celoso depositario de las esencias y de los secretos del mañana luminoso, ante el que la ciudadanía había de someterse sin posibilidad alguna de duda ni mucho menos de crítica. La estructura profunda del poder estalinista es visiblemente irracional, en la medida que separa a la elite de los burócratas del partido de la masa del pueblo por ellos conducido y niega en la práctica a los ciudadanos la capacidad racional de juzgar por sí mismos el sentido de su destino colectivo. Claro que los miembros de la nomenclatura soviética de los años cuarenta jamás hubiesen admitido inspiración alguna en La voluntad de poderío. Pero no deja de ser llamativa la retórica contra la «ciencia burguesa», tan semejante a la de los irracionalistas, que se utilizó para difundir las novísimas teorías biológicas de Lissenko que provocaron, entre otras cosas, la ruina de la agricultura sobre la que fueron aplicadas. Esta ominosa versión del irracionalismo contemporáneo es la que, por motivos obvios, falta al estudio de Lukács para ser completo.

También es curioso, y seguramente algo más que simple casualidad, que el filósofo ruso Alexander Kojève, gran amigo de Leo Strauss a pesar de sus diferencias ideológicas y hegeliano hasta la médula -para unos pocos incluso marxista-, fuese el primero en teorizar de manera sólida el fin de la historia. Francis Fukuyama partió de la interpretación del pensamiento de Hegel hecha por Kojève para elaborar su propia tesis. Pero, mientras Fukuyama veía el colofón de los tiempos en el capitalismo, a Kojève le parecía encarnado en Stalin. En una de las últimas entrevistas concedidas en vida, explicaba que Hegel ya había creído que la historia propiamente dicha se acababa con Napoleón Bonaparte, pero que se había equivocado en ciento cincuenta años. Era Stalin y no Napoleón quien la clausuraba. Es singular que coincida la relación de Kojève con Strauss y su influencia en Fukuyama y, por éste, en la ideología de los neoconservadores estadounidenses, con el ascendiente filosófico sobre Michel Foucault y los posmodernos por la vía fundamental de Georges Bataille, uno de los más destacados alumnos de los seminarios sobre Hegel que Kojève impartió en París en los años treinta. Estoy convencido de que si alguien con mayor erudición que yo se tomara la molestia de analizar las coincidencias filosóficas del posmodernismo francés con el neoconservadurismo estadounidense haría reveladores descubrimientos que, por ejemplo, permitirían entender mejor el tránsito del radicalismo izquierdista a la extrema derecha de ciertos renombrados filósofos ahora reclutados por Sarkozy. Fenómeno éste de las metamorfosis de los intelectuales radicales que, por lo demás, no se limita a Francia.

Y decía antes que también determinados estados de crisis de la izquierda pueden hacerla más propensa a sentirse atraída por el irracionalismo. Ha habido varios momentos y lugares en la historia en que esto ha sido así. En la primera mitad del siglo XIX, la intelectualidad pequeño burguesa alemana, al tiempo que admiraba la Revolución francesa, se veía incapaz de liderar ningún proceso de cambio real similar en un país en el que no existía una vigorosa clase revolucionaria equiparable a los sansculottes. Por lo que se encerró en sí misma y, aislada de la gran mayoría de la población, enclaustrada en los círculos universitarios, sublimó su frustración con teorías que subvertían la cultura dominante, pero sólo en el mundo de las ideas. En este entorno nació el grupo de los llamados jóvenes hegelianos en el que se formaron, antes de romper el cordón umbilical del idealismo, Marx y Engels. De entre ellos destacó Max Stirner, autor del libro El único y su propiedad, en el que propugnaba un individualismo exacerbado y del que fue tributaria en gran medida la obra de Nietzsche, aunque éste jamás llegara a reconocerlo. Tras la demoledora crítica a la que fue sometido por Marx, Engels y otros autores del mismo grupo, el pensamiento de Max Stirner cayó en el olvido, siendo rehabilitado muchos años después por el norteamericano Benjamín Tucker, fundador del anarquismo individualista, partidario, en aras de la libertad absoluta, de la privatización de la policía y los tribunales para poder dictar y ejecutar condenas de todo tipo, incluida la pena de muerte, en calidad de prestaciones de servicios contratadas por quien lo solicite. En Rusia, entre finales del siglo XIX y principios del XX, la opresión de la tiranía zarista y la apatía de las masas campesinas precipitó a los populistas de La Voluntad del Pueblo en el nihilismo y los abocó a tratar de atizar las conciencias por medio del terrorismo. Antes de éstos, el terrorista Serguei Nechaev, colaborador de Bakunin, dejó testimonio en su Catecismo revolucionario de una visión de la lucha por el cambio social estremecedoramente despiadada, en la que se despreciaba cualquier consideración ética y se justificaba incluso el asesinato de los propios camaradas. La difusión del catecismo, después de que fuese descubierto por la policía, ocasionó un inmenso desprestigio para el conjunto del movimiento revolucionario e inspiró la novela de Dostoievski Los demonios. Nechaev declaró, según noticia que nos ofrece Koz’min, que «realmente, no tiene sentido ir a la escuela, porque toda la gente educada se convierte inevitablemente en explotadora, y el proceso de educación es, en sí mismo, una forma de explotación». Una manifestación de fervor por la ignorancia que entusiasmaría, sin duda, a ciertos posmodernos y anarquistas epistemológicos tanto como a los talibanes.

En la actualidad, se diría que este mismo estado de ánimo aquí descrito invade a numerosos círculos de la izquierda, que actúan en diversos movimientos sociales opuestos a la globalización capitalista, y hasta a algunos desgajados a fuerza de hastío de partidos políticos de raíz marxista. Tras el hundimiento de la Unión Soviética, y acomodada al estado de cosas existente gran parte de la izquierda tradicional de Europa occidental, cuando no erosionada por la corrupción, ciertos sectores tratan de escapar de los escombros y buscan nuevas respuestas escarbando en vetustas ideologías del irracionalismo. Aunque no siempre admiten a Nietzsche de manera expresa como ascendiente de su prédica; en ocasiones se ofrecen a la muchedumbre de descarriados como intérpretes del «marxismo auténtico». Pero es en su caso un marxismo transformado en credo mítico, dogmático e infalible, es decir, lo contrario del marxismo en realidad.

El aislamiento respecto de la mayoría de la clase trabajadora de estos grupos, más pequeños cuanto más radicalmente revolucionarios se proclaman, hace fácilmente que miren a aquélla con desconfianza, reprochándole que se haya dejado adocenar por el consumismo reinante. Y esa misma desconfianza propende al sectarismo, buen caldo de cultivo para todo tipo de filosofías elitistas, espiritualismo disfrazado de crítica cultural y erótico regodeo en la propia soledad. Se piensa que los demás son instrumentos del imperialismo, y aún si pertenecen a quienes en teoría comparten con nosotros aspiraciones a la transformación social, unos traidores o unos simples necios. Por el contrario, se ensalzan movimientos nacionalistas que son envidiados como los únicos hoy capaces de plantar cara al poder imperial e incluso se aplauden teocracias como la iraní. Porque toda toma de postura acaba viviéndose con una especie de ansiedad trágica, casi religiosa, sin lugar para los matices, olvidando que es posible denunciar el imperialismo norteamericano y la guerra sin respaldar regímenes que ahorcan a homosexuales o lapidan a mujeres por adulterio. Del mismo modo que es posible desvelar la indecencia de grandes medios de comunicación y gobiernos que se escandalizan por las lapidaciones en Irán pero tratan con cuidadoso respeto a la tiranía de Arabia Saudita, y que para ello no hace falta cerrar los ojos ante ninguna atrocidad, la cometan aliados o enemigos del Pentágono.

Es como si en la periferia de la izquierda descompuesta refluyese la edad de la adolescencia, proclive a las tentaciones románticas y hostil a la vulgaridad del mundo material, rebelde, pero tan llena de amargura como de exaltación. Creo que la tarea que tenemos por delante, en cambio, es la de reagrupar a una izquierda honesta, consecuente y racional, que solamente puede ser tal entroncándose en la herencia de la Ilustración. Una izquierda que denuncie la corrupción de las burocracias que se acomodan en el sistema, pero que no se enajene de la realidad. Ésta, sin embargo, es materia de otro ensayo; quizá dentro de no demasiado tiempo me aventure a escribirlo.

Entre tanto, sería conveniente que quienes se vuelven a dejar seducir por las filosofías del irracionalismo, muchos de ellos militantes de izquierdas que atesoran una rica y larga experiencia, tuvieran en cuenta que el regreso a la adolescencia después de los cuarenta es síntoma de cierto desequilibrio mental, y una vez cumplidos los sesenta, de decrepitud.