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«Revolución pasiva» o inflexión política hacia la democratización real

Fuentes: Rebelión

Si prospera el proceso de diálogos entre la guerrilla de las FARC-EP y el Gobierno y se concreta la negociación con el ELN y con ello la posibilidad de un acuerdo con esta guerrilla, es indiscutible que estaremos en frente de nuevas condiciones para el devenir del proceso político colombiano. Y otro será el análisis […]

Si prospera el proceso de diálogos entre la guerrilla de las FARC-EP y el Gobierno y se concreta la negociación con el ELN y con ello la posibilidad de un acuerdo con esta guerrilla, es indiscutible que estaremos en frente de nuevas condiciones para el devenir del proceso político colombiano. Y otro será el análisis que se puede proyectar sobre el segundo cuatrienio presidencial de Juan Manuel Santos.

Llegar a ese punto no será nada fácil si se considera que la perspectiva de la solución política al conflicto social y armado no se encuentra plenamente consolidada y persiste, además de la oposición abierta de sectores militaristas y de ultraderecha, una política gubernamental que combina la negociación y la retórica de la paz con la presión sobre la Mesa a través del recurso militar y de la ofensiva mediática para intentar imponer lo que no se logra a través del diálogo. A lo cual se agrega, la aún no desplegada capacidad del campo popular para organizar y articular un gran movimiento con la tarea no sólo de defender el proceso sino sobre todo de dotarlo con sus propios contenidos e imprimirle su propia dinámica, que no puede ser otra que la de desatar un proceso constituyente.

La única garantía para que los diálogos y negociaciones con la insurgencia lleguen a un feliz término se encuentra en la apropiación social del proceso en la forma de movimiento con capacidad disuasiva frente a intentos o amenazas de ruptura y con contenidos que tengan como propósito transformaciones para la democratización real en todos los campos de la vida social, más que en apoyos o amplias alianzas pragmáticas y transitorias basadas en el abstracto propósito de la paz, las cuales – dada la correlación de fuerzas existente – podrían convertirse en hecho recurrente. La difícil tarea del campo popular consiste justamente en que al tiempo que logre aislar y derrotar el militarismo y la ultraderecha, construya su propio proyecto demarcado y claramente diferenciado del poder de clase en posiciones de gobierno.

Pese a que en lo relacionado con las negociaciones con las FARC-EP, los temas pendientes de la Agenda representan suma dificultad y tendrán sin duda un muy complejo trámite, y a que no se ha podido dar inicio a los diálogos con el ELN, existen razones, cuya exposición escapa a los propósitos de este texto, para pensar que en medio de las vicisitudes la solución política – entendida como momento y punto de inflexión de la lucha social y clases y expresión de la propia dinámica de la confrontación militar – ha devenido en necesidad histórica para darle nuevos sentidos y contenidos al antagonismo y a la conflictividad social y de clases.

En lo inmediato, concretar un cese bilateral de fuegos se torna acuciante. No se trata solamente de generar un mejor clima para llevar el proceso a buen término, o de reducir la belicosidad y el ánimo de venganza de la derecha neofalangista. El cese de fuegos representa ante todo la posibilidad de generar condiciones favorables para dejar atrás los impactos inmediatos, el dolor y el sufrimiento, que produce la guerra sobre la población.

 

El «postconflicto» como «revolución pasiva»

La facción predominante en el bloque de poder representada por Santos y su gobierno parece tener la lectura de la posibilidad de un acuerdo final. Por ello, pregona desde ya la idea de un gobierno de transición hacia la paz y el «posconflicto», entendida ésta como el fin de la confrontación armada, la reinserción y desmovilización de los combatientes guerrilleros en la vida civil, la paz sin reformas políticas y sociales sustantivas y sin mayores costos fiscales; en suma, la continuidad del régimen de dominación de clase y la profundización y expansión territorial, en esas nuevas condiciones, de la estrategia neoliberal de acumulación que se ha venido adelantando en el país durante la últimas décadas.

Sin que aún se conozcan los contornos del Plan Nacional de Desarrollo, todo indica que su impronta será la del inicio del «posconflicto» definido en los términos ya señalados. En ese contexto, la reedición de la obsoleta retórica de la «tercera vía» está llamada a cumplir la función de un dispositivo lingüístico y comunicacional para posicionar la idea de la reforma y la modernización sin la necesidad del cambio, incluida la «pasteurización» de las demandas sociales hacia productos políticos consumibles por el régimen imperante. La directora del Departamento Nacional de Planeación Tatyana Orozco afirma incluso que el Plan «será una síntesis de capitalismo y socialismo, pero adaptado a Colombia» [1].

Por lo que se ha visto hasta ahora, el espectro de la retórica reformista será de gran amplitud y comprenderá, entre otros, anuncios de propósitos de reforma a la organización del Estado y sus poderes, al sistema político y de representación, a la administración de justicia, incluida la justicia transicional y el reconocimiento de los derechos de las víctimas, a los organismos de control, al rol de las fuerzas militares y de policía, a la vivienda, la educación y la salud, al desarrollo rural y agrario, incluidos los agronegocios y la economía campesina, a la política de extracción de minerales e hidrocarburos y de infraestructura para garantizar su sostenibilidad socioambiental. Tal retórica se acompañará además de un rostro social, cuyos rasgos estarán marcados por los anuncios de combatir la desigualdad y la pobreza imperantes.

Con un programa de estas características, Santos aspira a consolidar el liderazgo en el bloque de poder de la facción que representa, reducir el uribismo -su antiguo consorte- a un sector de oposición en decadencia, y ampliar el ámbito de influencias hacia sectores democráticos y de izquierda mediante estrategias de cooptación. Para ello, buscará contar con el apoyo del «Frente amplio por la paz», decisivo al parecer en la aspiración reeleccionista del Presidente. Algunas de las organizaciones y personalidades que lo conforman tienen la expectativa de un giro de Santos al centroizquierda en reconocimiento a ese apoyo. Las evidentes líneas de continuidad que ya se anuncian y manifiestan muestran la ingenuidad de tal apreciación y recuerdan que para una mejor comprensión del lugar que ocupan las personas en los procesos sociales, siempre es necesario recordar los intereses y las relaciones de clase que personifican.

Todo este parapeto que se ve venir con el segundo mandato de Santos, a presentarse como el «mandato del posconflicto», o de la «unidad nacional para la paz», bien pudiera caracterizarse como un amago de «revolución pasiva». Y debe entenderse como una tentativa de respuesta a la crisis en maduración que viene aflorando por todos los poros de la organización social, a una movilización social y popular, dispersa y relativamente desarticulada, pero en sostenido ascenso político y organizativo y con perspectivas reales de unificación, así como un intento de neutralización y anulación del potencial de transformación social que puede derivarse de un eventual acuerdo final con la insurgencia.

En ese sentido, desde la perspectiva del bloque en el poder se espera que el rendimiento político que debe producir un eventual acuerdo final sea, por una parte, la estabilización de largo plazo del régimen de dominación de clase, en los términos del ciclo de desmovilización y reinserción de las guerrillas derrotadas de fines de la década de 1980 y principios de los noventa. Y por la otra, una revisión de la historia fundada en la exculpación plena de la violencia de sistema y de la predominante responsabilidad del Estado en la ya larga guerra. Más allá de la circunstancia de que la negociación sea con las FARC-EP y el ELN, con cuyos programas y aspiraciones políticas se puede estar de acuerdo o no, lo que se busca dejar para la historia es que la insurgencia en sus variadas formas ha sido un lastre en el devenir de la nación y que ha sido ella la razón por la cual el país no ha logrado más democracia, crecimiento económico y bienestar social.

 

Retos para el campo popular

Dadas esas condiciones, el principal reto que se le plantea al campo popular consiste en demostrar la capacidad de perfilar y consolidar la construcción de un bloque popular que logre erigirse en alternativa real de poder, neutralizando de esa manera las pretensiones de reacomodamiento estable de la dominación de clase, incluidas las estrategias de cooptación de sectores democráticos y de izquierda. En suma, producir una inflexión política hacia la democratización real de la sociedad.

Asunto nada fácil si se considera, entre otros, que los entendimientos en el campo popular acerca de lo político y de la política en la etapa actual se caracterizan por la existencia de diversos enfoques en los que las perspectivas que descansan sobre lógicas movimientistas, que han privilegiado la organización y la movilización de masas, coexisten con otras que consideran más bien la acción política en el marco institucional, haciendo prevalecer la participación electoral y la política de opinión.

Sin pretender derivar de ello una dicotomía o un conflicto insalvable, es evidente que esos enfoques conllevan diferencias acerca de la táctica (y probablemente también de alcance estratégico) para el cambio político y social. Se trata de una reedición, bajo otras condiciones históricas, de la vieja discusión sobre las vías para emprender transformaciones estructurales en la sociedad que permitan avanzar hacia la democracia real, política, económica, social y cultural, y el socialismo. En la Colombia actual, tales diferencias se expresan entre los proyectos cuyo horizonte de cambio se encuentra en desatar un proceso constituyente, que conduzca a una Asamblea Nacional Constituyente como estación necesaria dentro de la continuidad de la transformación, o en lograr por el procedimiento electoral un gobierno de amplia coalición democrática, que desde ahora ya se perfila por algunos para el 2018, con el «intermezzo» de las elecciones locales de 2015.

 

Diálogos de La Habana y campo popular

Sin desconocer el papel del espacio y de los tiempos de la acción política institucional, que amerita una reflexión particular, o el lugar que tendrán la movilización social y las luchas populares en medio de una conflictividad social y de clase, con altísima probabilidad se acentuarse durante el segundo gobierno de Santos, en este ensayo quiero hacer énfasis en el significado de los diálogos de La Habana al considerar -en un ejercicio de prospección política- las posibilidades del campo popular.

En la mayoría de análisis que se hacen acerca de los impactos del proceso de diálogos y negociación entre el Gobierno y la guerrilla sobre el proceso político general, prevalecen tendencias de valoración en términos de sus influjos para la pacificación del país y, con ello, para dar fin al desangre que por décadas ha cubierto el territorio nacional. Siendo ello de gran significado, en esos enfoques no se alcanza aún a reconocer -por razones de diversa índole [2] – la potencia de transformación social que ellos contienen, más allá de los alcances reales y materiales que pueda tener la letra de un eventual Acuerdo final. Tampoco se avizora el impacto de la incursión de la guerrilla, devenida en movimiento político, en la política abierta. Mucho menos, la apreciación de esa fuerza política, en esas nuevas condiciones, como parte del complejo panorama de construcción de la unidad de campo popular.

El proceso de diálogos y negociación puede conducir a una recomposición y consolidación de largo plazo del poder de clase, en cuanto los acuerdos pactados no estremezcan estructuralmente las relaciones de poder imperantes y produzcan la simple absorción de la fuerza guerrillera y su inclusión en la dinámica política existente. Pero también es posible que los acuerdos contribuyan a desatar un ciclo hacia la real democratización política, económica, social y cultural del país, lo cual resultaría de que un Acuerdo final introduce una cierta provisionalidad en las relaciones de poder existentes, al interpelarlas en lo esencial por dos vías. En primer lugar, lo acordado impone -como se infiere desde ahora de los acuerdos parciales – un conjunto de reformas que comprometen el ordenamiento jurídico vigente, demandan nuevos diseños institucionales así como (re)definiciones en el campo de la política pública. La letra de los acuerdos apropiada socialmente, constituida en demanda social, puede desatar dinámicas con alcances transformadores aún no predecibles [3] .

En segundo lugar, la cuestión de la refrendación de un eventual Acuerdo final, aunque se presenta como un asunto ya resuelto con la aprobación del referendo constitucional, se encuentra aún abierta. Teniendo en cuenta que ese es un tema a definir por las partes, no debe descartarse la consideración de otras opciones, dentro de las cuales se encuentra la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Y es en este punto en el que podrían coincidir hacia un proceso constituyente las pretensiones guerrilleras de una Asamblea con las dinámicas constituyentes promovidas desde el campo popular que también incorporan la idea de la Constituyente, generándose condiciones para una inflexión política hacia la democratización real.

En ese contexto, la posibilidad de conformar un bloque popular que sintetice a través definiciones programáticas las aspiraciones de los de abajo es real, pero debe ser producida socialmente. Ello tiene como requisito la unificación previa del campo popular, en un proceso nada fácil, que de concretarse generaría solidez y consistencia para pensar en espectros más amplios de la política de alianzas, por ejemplo, en lógicas de frente. El camino a recorrer no está definitivamente en la estructuración de un proyecto alternativo cuya amplitud se soporte en el ablandamiento del programa político o en la desidelogización de la política. Ello conduciría a un indeseado disciplinamiento estructural, sistémico, en la forma de sempiterna oposición; a desaprovechar una oportunidad histórica para ser alternativa real de poder y de gobierno.

NOTAS:

[1] El Tiempo, 3 de agosto de 2014.

[2] Tales razones abarcan un amplio espectro que comprende, entre otras: 1) El escepticismo de quienes consideran que la solución política representa una nueva forma del «pactismo» de clase y una nueva cooptación para darle rienda suelta al modelo de acumulación; 2) El menosprecio de quienes estiman que el proceso de paz es apenas una tema más de la agenda política, equiparable con muchos otros; 3) La subvaloración de quienes afirman que lo acordado (o a acordar) será reformismo nimio, apenas un parapeto, que no afectará en nada el régimen de dominación de clase; 4) El temor por la pérdida de los liderazgos actuales, muchos desgastados o rezagados y sin perspectiva política, dada la posibilidad de ingreso de otros, los comandantes guerrilleros, a la política abierta.

 [3] No debe olvidarse que lo acordado compromete aspectos sensibles para abrir un ciclo de democratización de la tierra y el territorio y del desarrollo rural y agrario integral; también del sistema político y de representación; o de solución a la problemática de los cultivos de uso ilícito. Y con seguridad representará un avance en el reconocimiento y materialización de los derechos de los millones de víctimas que ha dejado el conflicto.

(*) Jairo Estrada Álvarez es Profesor del Departamento de Ciencia Política en la Universidad Nacional de Colombia


 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.