No entiendo que una publicación como Rocinante desaparezca, así, simplemente de un día para otro, y se integre al triste inventario de pérdidas que caracteriza al periodismo chileno, sobre todo al periodismo cultural, ese género tan incomprendido como imprescindible. Me gustaba comprar Rocinante en los quioscos, como debe ser, realizando el acto de aproximarse a […]
No entiendo que una publicación como Rocinante desaparezca, así, simplemente de un día para otro, y se integre al triste inventario de pérdidas que caracteriza al periodismo chileno, sobre todo al periodismo cultural, ese género tan incomprendido como imprescindible.
Me gustaba comprar Rocinante en los quioscos, como debe ser, realizando el acto de aproximarse a la diminuta ventana abierta entre toneladas de papel, decir buenos días al quiosquero, deme el Rocinante, y alejarse hacia la plaza de Armas de Santiago hojeando la revista cultural más inteligente de América Latina. Y siempre lo hice incluso desde la distancia: una suerte de «secretario» al que encargo libros, discos y cochayuyo, lo compraba en mi nombre y a continuación me lo enviaba desde el correo de la misma Plaza de Armas. Me faltará, y mucho. Me alegraban ciertos artículos, me enfadé con otros, pero existía como un crisol de opiniones que garantizan la libertad de expresión, porque esa libertad no existe para publicar opiniones diferentes, esa libertad se da , crece y evoluciona desde la discrepancia, desde la imprescindible libertad de opinar y expresarse.
Ignoro las razones por las que Rocinante desaparece de los quioscos y se transforma en un recuerdo. Pero sospecho que tiene que ver con la atroz mercantilización de la cultura y de la misma libertad de expresión. Algún sabio encorbatado y acérrimo defensor del mercado dirá que no era una publicación competitiva y que eso la alejó de la generosidad publicitaria. Tal opinión será sin dudas apoyada por el silencio cómplice de algún burócrata del aparataje cultural chileno, uno de aquellos a los que no han enseñado ni han querido aprender que, si bien es cierto que la misión del estado no es subvencionar la cultura, también lo es el promocionar y defender la calidad cultural. Rocinante, como publicación cultural de calidad, era un puente que interrelacionaba los aspectos más interesantes de la cultura global con la cultura local chilena. Pero estas sutilezas no se ven en Chile, no se advierten, o se declaran no rentables.
Algo sucio y turbio ocurre con la palabra escrita: una pléyade de escritoras y escritores mediocres se dan codazos, patadas, se hacen zancadillas en la carrera por ser nombrados agregados culturales o embajadores, generalmente de sí mismos. Los periódicos, para sobrevivir regalan objetos, comestibles, películas, libros, muebles. En un extremo grotesco, un periódico español llegó a regalar un jamón que pesaba más de dos kilos con cada ejemplar del diario. Las revistas de caracter semanal o mensual se transforman en titulares sin sustancia, y lo más meritorio que contienen es el anuncio de titulares del próximo número. La prensa gratuita se disputa a los lectores, pero sin información, nada más que con titulares, y los periódicos establecidos compiten empobreciendo la información hasta hacerla desaparecer y hoy no se lee más que datos y más datos, pero sin análisis ni desarrollo.
Lo que más me alegraba al abrir cada número de Rocinante era el encuentro con mi idioma, con las palabras bien usadas, con la evidente destreza de los correctores pues se trataba de una publicación moderna que no renunció a la tradición de hacer bien el periodismo, de cuidar el lenguaje, de velar por la supervivencia de las palabras.
Hoy, en el año 2005, el dudoso «auge de la comunicación» que se atribuye a internet, la más que dudosa «ampliación de la libertad de expresión» manifestada en la posibilidad de abrir un «blog» y ser editor de tu propio medio de comunicación, agregado al descuido de las ediciones periodísticas por motivos económicos o de racionalización empresarial, y al abuso de la telefonía móvil como fuente emisora de mensajes escritos, todo esto, ha conseguido que, si hace diez años nuestro idioma se expresaba con la riqueza de ochenta mil palabras de uso común, ahora la expresión en todas sus formas no supera las diez mil palabras. Y este empobrecimiento es progresivo, recién empieza. Pobre gramática, pobre sintáxis, pobre idioma. Los periodistas del año 2010 se expresarán con el diez por ciento del idioma que empleaban los periodistas del año 1990. La estúpida y absurda banalidad del lenguaje televisivo, sobre todo de la TV chilena, será la norma.
Naturalmente que estas reflexiones no son rentables, pero tampoco son apocalípticas. Son reales y se basan en una triste realidad que es todo un desafío. Soy escritor, amo las palabras, y también soy periodista y editor. Hasta mi mesa de trabajo me llegan libros desde Chile, muchos de ellos escritos por personas que no tienen nada que decir ni nada que contar, pero que han descubierto que la escritura puede ser «algo rentable». Muchas veces me conmueve y me aterra la pavorosa pobreza de sustantivos, la incapacidad para describir la pasión que es remplazada por cataratas de adjetivos, el desconocimiento absoluto de las leyes narrativas que son suplantadas copiando el timo estilístico de los betselleristas norteamericanos como Don Brown. Esto debe ser el «Mc Ondo» anunciado por una récua de plumíferos, algunos de los cuales ya son agregados culturales o embajadores.
Rocinante era una revista importante pues se trataba de un baluarte de la inteligencia y de la palabra bien escrita. A mi colección de revistas como «En Viaje» o «Análisis» se agrega ahora Rocinante. Y será triste ver que algún amigo las hojea, murmura «qué buena revista», y yo tendré que decir: era una revista chilena de cultura.
Luis Sepúlveda es escritor, adherente de ATTAC y colaborador de Le Monde Diplomatique