Cullen Murphy, un escritor estadounidense con gusto por la historia antigua, publicó hace unos meses un pequeño libro donde analiza algunas características de la Roma imperial que pudieran tener semejanzas con la actual hegemonía mundial de Estados Unidos. La vieja Roma nació a orillas del río Tíber y la actual creció muchos siglos después en […]
Cullen Murphy, un escritor estadounidense con gusto por la historia antigua, publicó hace unos meses un pequeño libro donde analiza algunas características de la Roma imperial que pudieran tener semejanzas con la actual hegemonía mundial de Estados Unidos.
La vieja Roma nació a orillas del río Tíber y la actual creció muchos siglos después en uno de los márgenes del Potomac. Las diferencias entre una y otra son muchas, pero ambas tienen una similitud fundamental: su voluntad de mandar con autoridad, de ser la cabeza imperial de sus respectivos sistemas de dominación.
Aunque no es original, en «¿Somos Roma? La caída de un imperio y el destino de América» (2008), Murphy aborda un tema por largo tiempo soslayado: la calidad imperial de Estados Unidos.
Durante todo el siglo XX, la posición oficial de Washington fue que Estados Unidos no era una potencia imperialista, sino que a diferencia de otras naciones expansionistas y colonialistas del pasado, su energía exterior la dedicaba a fomentar la libertad.
Ello, pese a su entusiasmo por la doctrina del «Destino Manifiesto», que llevó a Washington a hacer de América Latina su zona de influencia exclusiva («patio trasero»), y a su disposición para adquirir territorios por la fuerza, de lo cual México fue su principal víctima.
Si el presidente Woodrow Wilson justificó la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial en nombre de la democracia y el antimperialismo, la participación en la segunda gran conflagración se hizo en nombre de la libertad y en contra de la voluntad imperial de El Eje. Y durante la Guerra Fría, las invasiones a Guatemala, Irán, Cuba o Vietnam fueron justificadas como «reacciones» al imperialismo comunista, nunca como reflejo de sus propios impulsos de dominación.
Sin embargo, tras la victoria sobre la ex Unión Soviética, y más recientemente a raíz de los atentados contra las torres gemelas de Nueva York, en 2001, aparecieron en Estados Unidos diversas obras donde se plantea sin falsos pudores el carácter imperial de la actual administración de la Casa Blanca.
Aunque la construcción de una ideología imperial con eje en el papel de árbitro o «policía mundial» de Estados Unidos venía desarrollándose de tiempo atrás, el 11 de septiembre de 2001 dio paso a lo que Philip Golub calificó como una nueva «gramática imperial», que tiene a Roma como espejo lejano de la nueva derecha y las actuales elites estadunidenses.
Así, la nueva «República imperial», remedo de la fase expansionista del imperialismo yanqui de la época de Theodore Roosevelt, ha encontrado un eco legitimador en la academia y la gran prensa norteamericana, que han dado un tácito visto bueno para que Washington actúe de manera agresiva y unilateral, derrocando a los gobiernos de los «Estados ilegales» o «canallas», y poniendo bajo tutela a los Estados poscoloniales «fracasados».
En tal perspectiva, según escribió el profesor Golub en 2003, Europa se encontraría inserta en «una nueva división internacional del trabajo imperial vertical, según la cual los estadounidenses hacen la guerra, mientras los franceses, británicos y alemanes controlan las zonas fronterizas y los holandeses, suizos y escandinavos sirven de auxiliares humanitarios». Una idea análoga había sido concebida hace unos años por el halcón Zbigniew Brzezinski. Según él y otros estrategas de Washington, el objetivo de Estados Unidos debe ser «mantener a nuestros vasallos en estado de dependencia, asegurar la docilidad y la protección de nuestros contribuyentes y prevenir la unificación de los bárbaros».
Ahora, Cullen Murphy analiza las causas de la declinación del imperio romano, y ubica como semejanza con el imperio actual, la tendencia a considerarse un pueblo excepcional, favorecido por una fuerza superior, divina. Lo que da lugar al mesianismo y puede llevar a rebasar los límites de lo posible.
Además, provistos de un complejo de superioridad como el de la Roma imperial, los círculos que toman las decisiones en Washington asumen una actitud muy romana, en el sentido de subestimar siempre al «otro», allende fronteras, lo que incluye el aspecto militar, consustancial a los grandes imperios. La expansión del antiguo imperio de los césares requirió de un ejército cada vez mayor, y su equipamiento y manutención terminaron por dejar exhaustas las arcas de Roma. Incluso, al final, el emperador tuvo que echar mano de las legiones de mercenarios visigóticos, con efectos contraproducentes.
Algo de eso ha comenzado a pasar con Estados Unidos, a quien Murphy aplica el concepto de «imperial overstretch» (estirar al máximo la cuerda). Hoy día, el Pentágono debe mantener un complejo de 700 bases militares en 60 países y tiene que «subcontratar» agentes de compañías de seguridad privadas, es decir, mercenarios, muchos de ellos extranjeros, para desarrollar tareas propias del ejército.
Es obvio que Bush Jr. no es Diocleciano y los valores de la vieja Roma y los de los estadunidenses son muy diferentes, pero Murphy concluye que ambos imperios comparten hábitos mentales, conductas y ciertas circunstancias que son muy peligrosas. Al respecto, cabe apuntar que aunque el pasado nunca se repite, siempre deja lecciones para quienes saben leerlas.