León Rozitchner (1924-2011) ha sido esencialmente un pensador a contrapelo. Intenso, vital, polémico. Un filósofo comprometido socialmente a elaborar los fundamentos de la realidad política que le toca vivir. Su escritura se coloca siempre a contrapelo de su época: de la historia, de la militancia, de su generación. No contra ellas, sino en el corazón […]
León Rozitchner (1924-2011) ha sido esencialmente un pensador a contrapelo. Intenso, vital, polémico. Un filósofo comprometido socialmente a elaborar los fundamentos de la realidad política que le toca vivir. Su escritura se coloca siempre a contrapelo de su época: de la historia, de la militancia, de su generación. No contra ellas, sino en el corazón mismo de las inquietudes más difíciles de asumir. Sus intervenciones, tenaces y punzantes, apuntaban a señalar aquello que se había resguardado en el silencio. Aquello que quedaba impensado en la propia efusión militante que lo desbordaba todo. El mejor homenaje que nos queda en esta misiva es recordar ese carácter incisivo que nos advierte que su pensamiento sigue vivo hoy en día. No sólo en el gesto, impertinente e irónico, sino también en la problemática que revela.
El camino de la transformación social no puede ser construido con categorías provenientes de una cultura opresora. Esta es la punta de lanza de su pensamiento que se entromete en el corazón de los fundamentos materiales de toda praxis revolucionaria. Aquello que surge como una extensión de nuestro ser, ha sido previamente masticado y digerido en un terreno inconciente que nos acompaña siempre. Así, cuando en 1966 escribe «La izquierda sin sujeto» señala que la fusión entre masas peronistas y proletariado revolucionario no es inmediata. El sujeto no es una identidad impuesta, sino un campo donde se abren procesos históricos y políticos que es necesario pensar colectivamente. Se trataba (y se trata) de elaborar las afirmaciones que sostenían (y sostienen) la praxis política de transformación social. Cada situación lo requiere. Pues el horizonte de lucha se arraiga fuertemente justo allí donde menos lo percibimos. Justo allí donde no nos preguntamos por ello: en la cultura burguesa inserta en nuestra subjetivación. Una cultura ajena que aparece como propia, naturalizada, lógica, inapelable. En ese sentido, cuando afirma que «El sujeto es núcleo de verdad histórica», Rozitchner nos abre un campo sensible y pensante de indagación. Un campo que acicala sus trazos más profundos en los fundamentos subjetivos de nuestra existencia. Allí donde lo inconciente y lo político hacen mecha para que las fuerzas colectivas aparezcan como fundamento de lo social. Y no es que la izquierda se haya quedado sin sujeto, ni antes ni ahora. Sino más bien, que se ha formado como una izquierda sin (pensar el problema del) sujeto.
El trabajo entonces consiste en deshilvanar estos tejidos que nos conforman. De luchar también ahí donde nuestras propias actitudes, pensamientos, compromisos, declaran actuar en pos de la transformación política de la sociedad y terminan por mostrar una cara enajenada de su propio proyecto. La forma y organización política tienen su fundamento en ese sustrato subjetivo. Y la militancia no se escapa a esas determinaciones. «Cuando el pueblo no se mueve, el filosofo no piensa», solía decir.
En ese campo de lo inconciente político Rozitchner desplegó sus intervenciones más agudas. Pensar la distancia interior como una grieta abierta por la distancia (exterior) con el poder, introyectada en nosotros por la cultura, vuelta horizonte distorsionado de la revolución (Freud y los límites del individualismo burgués, 1972). En esta extensión, de lo exterior en lo interior y de lo interior en lo exterior, se llevan a cabo las transacciones políticas que se verifican históricamente. La composición de la subjetivación depende de ello. «La transacción de los militares con el pueblo argentino», por ejemplo, que hizo que «la democracia actual fue(ra) abierta desde el terror, y no desde el deseo» («El espejo tan temido», 1984). Ese terror militar de la «guerra sucia» que buscó el exterminio del «enemigo interno» se extendió a toda la sociedad como fundamento de lo político. La transacción delirante de ese poder que pone la muerte fuera de si, en el otro, cobró forma (contra el enemigo externo) en la Guerra de las Malvinas tratando de hacer olvidar las vejaciones del poder desaparecedor (Las Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia, 1985). Paradójicamente, en esos instantes siniestros, lo que no logaron con las armas, lo lograron con las palabras. Rozitchner lo denunció desde el principio: es un modo de ser político que, vestido de antiimperialismo, se extiende en una guerra para la que no están preparados.
Un razonamiento similar que procura trazar las extensiones subyacentes en cada transacción política aparece en su libro Perón, entre la sangre y el tiempo, 1985. Allí sostiene que el General «edipizó la política», es decir, que extendió la resolución de su Edipo a toda la sociedad guardándose el lugar de conductor para sí mismo, por fuera de la ley que él mismo imponía al resto. Y de modo más profundo aun, en La Cosa y la Cruz (1997), donde arguye que el cristianismo sometió al sujeto a su mínima expresión: lo hizo vivir eternamente en función de la culpa de un asesinato que no cometió. Sometió los deseos a la ley divina y preparó el cuerpo y la mentalidad para que el capitalismo pudiera tener mano de obra dócil y obediente. Y sobre este registro subjetivo, el capitalismo no sólo es una extensión del cristianismo sino que también se engarza como la articulación lógica de la dominación.
Todas estas capas de la subjetivación ayudan a pensar el fundamento histórico del sometimiento. Pero al mismo tiempo, dónde lo ominoso del terror se instala imperceptiblemente para combatir nuestros deseos, allí mismo, se encuentra cierta «materia ensoñada» que niega hacerse sutura. Para Rozitchner, el modelo de la transacción es el sueño, y no la vigilia: la exploración y el reforzamiento de los lazos con los deseos propios en lucha constante con las pautas culturales que lo moldean (1972). Las fuerzas colectivas que sustentan toda acción política habitan ese «lugar inasible de la resistencia». Rozitchner señala la relación originaria de los primeros años de vida entre madre e hijo (e hija?). La mater: relación anterior a la ley paterna que no puede ser eliminada completamente por ésta. Pero también reconoce los momentos de ruptura histórica, como los acontecimientos de diciembre de 2001 en Argentina.
Es en el elemento de esta última verificación que una generación de militantes surgió y se formó, combatiendo ese terror inculcado en la apariencia democrática. Una lucha silenciosa que procuró formalizar una transacción vital con la política en ese entonces expandiendo la imaginación política. Esa materia ensoñada que cobró forma en las asambleas, las tomas, los cortes de ruta, etc. no ha sido eliminada. Convive con nosotros como fundamento de la realidad política y la responsabilidad histórica. Los procesos de subjetivación que conlleva también se extendieron en la sociedad. La experiencia política de esa transacción pervive en el corazón de la militancia: sus avances y sus derrotas, su memoria y su desprendimiento. Buscar nuevamente la fuerza de lo colectivo que la sustenta, esa materia ensoñada que se abre a la imaginación política, permite establecer vínculos históricos y críticos entre distintas generaciones. La de los setenta revolucionaria, a la que Rozitchner pertenecía en la figura del intelectual comprometido; la que se gestó alrededor del 2001 en torno a la autogestión y la autonomía -tal vez en la figura del investigador militante propuesta por Colectivo Situaciones; la que surge en estos comienzos de la segunda década de milenio y que va forjando su nombre, en la experiencia de los indignados españoles o en el movimiento estudiantil chileno. Asumir la necesidad de pensar lo militante en su encarnadura histórica. Tal parece ser el sello de su impronta, a contrapelo de las articulaciones políticas más sólidas y en las transacciones históricas que acicalan nuestra propia subjetivación.
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