El informe de los responsables de educación de la Comunidad de Madrid ha suscitado un interesante debate acerca de la formación que reciben los futuros maestros y por extensión sobre el estado en que se encuentra la universidad española. No cabe duda que estos resultados – e incluso me temo que la iniciativa del propio […]
El informe de los responsables de educación de la Comunidad de Madrid ha suscitado un interesante debate acerca de la formación que reciben los futuros maestros y por extensión sobre el estado en que se encuentra la universidad española. No cabe duda que estos resultados – e incluso me temo que la iniciativa del propio informe – han sido instrumentalizados en beneficio de la agresiva y premeditada estrategia que el gobierno de la Comunidad de Madrid viene impulsando contra la educación pública y sus trabajadores. Si embargo, esto no quita que los informes remitan, aunque sea con la peor de sus intenciones, a una realidad difícil de negar, como es el descenso en muchos aspectos del nivel formativo de los estudiantes de Magisterio, una apreciación que, por otra parte, es extensible a la de la mayoría de los universitarios de todas las titulaciones en general.
A criticar esta situación e indagar en algunas de sus causas iba orientado el excelente y oportuno artículo que hace unos días publicó el profesor Enrique Moradiellos, quien atribuía esta situación no sólo, pero sí en buena medida, a la primacía que ha tenido en los ámbitos académicos una cierta forma de entender la pedagogía y la didáctica[i] El artículo ha suscitado algunas reacciones que se han movido entre la defensa corporativa de los especialistas en estas materias, la reivindicación tácita de su exclusiva capacidad profesional para reflexionar sobre el tema y la afirmación de que esas apreciaciones críticas pudieran contribuir involuntaria o voluntariamente a la agresiva campaña de la Consejería de Educación madrileña. Lo sorprendente es que algunas de estas reacciones al artículo han venido de reputados profesionales que en varias ocasiones han sostenido planteamientos críticos parecidos.
Creo que esta actitud a la defensiva obedece a uno de los efectos más perversos que está teniendo la crisis económica, social, política y cultural actual: el de idealizar la situación previa que vivíamos al compararla con la salida reaccionaria que se está procurando a la quiebra del modelo anterior. Así como algunas críticas a la contraofensiva laboral y los recorte brutales en derechos sociales acometidos por el gobierno parecen añorar un potente Estado de Bienestar que nunca existió, así también algunas críticas contra la ofensiva privatizadora del gobierno en educación parecen añorar un modelo educativo completamente público, socialmente igualador y de calidad que también brilló por su ausencia. Que estemos peor no significa que antes estuviéramos bien, y la crítica a lo que de malo viene de atrás no implica favorecer a quienes aspiran a terminar de estropearlo. Es más, creo que esa crítica es necesaria para una defensa efectiva de lo público, porque los recortes y privatizaciones actuales son una intensificación de políticas que vienen de muy lejos. Aunque el incremento cuantitativo de esas acciones de acoso a lo público en los últimos meses esté derivando en una nueva campaña cualitativamente distinta, de aquellos polvos vienen estos lodos.
Por otra parte, el debate ha querido polarizarse idealmente entre unos partidarios de la defensa de los contenidos disciplinares en la educación de supuesta tendencia conservadora y los partidarios de las nuevas pedagogías supuestamente progresistas. Muchos de quienes reivindicamos la centralidad de los contenidos disciplinares en la enseñanza no lo hacemos ni mucho menos desde una actitud «antididáctica» y «antipedagógica», entre otras cosas porque algunos de nosotros nos dedicamos también al desarrollo de ambas disciplinas. Sí que lo hacemos contra una forma de entender la didáctica y la pedagogía que suele presentarse con los ropajes del progresismo y que en última instancia reproduce, conciente e inconscientemente, unos valores pragmatistas y competitivos que escandalizaría a quienes como Paulo Freire cultivaron magistralmente la pedagogía en un sentido emancipador[ii].
Para tomar conciencia de que la crítica más incisiva a estos enfoques supuestamente pedagógicos no ha venido precisamente de sectores conservadores basta releer las contribuciones de los universitarios anti-Bolonia[iii], quienes tuvieron la habilidad de denunciar que la introducción de criterios mercantiles en la organización de los estudios superiores se estaba disfrazando con esos ropajes. El resultado, que ya tiene graves antecedentes en primaria y secundaria, es la imposición de unas pautas de ordenación de la docencia que repelen el análisis científico y la reflexión crítica en torno a contenidos materiales concretos, es decir, en torno a lo único que se puede reflexionar con garantías. En lugar de eso se viene imponiendo una jerga corporativa de objetivos, competencias, destrezas y evaluaciones: un metalenguaje vacuo y autorreferencial que reproduce los valores mercantiles del funcionalismo y la competitividad y confunde la necesaria organización de la enseñanza con su burocratización. El caso es que entre tantas directrices plagadas de fríos tecnicismos se disipa aquello que Emilio Lledó reivindica como las coordenadas básicas de la enseñanza: el amor por lo que se enseña y el amor a quien se enseña. El gran humanista nos recuerda también que la libertad de expresión es papel mojado si no va acompañada de la libertad de pensar que debería promover una enseñanza plural, rigurosa y de calidad, no utilitarista y sobre-pautada[iv]. En un libro ya clásico el filósofo Francisco Fernández Buey nos advertía de lo ilusorio que resultan aquellas metodologías o reflexiones teóricas y procedimentales que operan autónomamente y no están referidas a realidades concretas ni vinculadas al trabajo empírico[v]. En este sentido, no se está planteado que no tenga sentido, ni que no sea muy importante, que lo es y mucho, una reflexión teórica y metodológica en torno a «cómo», «por qué» y a «quién» se enseña, pero sí que esta reflexión no puede ser independiente del «qué» se enseña, y que el primer principio didáctico lógico y fundamental es que no se puede enseñar aquello que se desconoce.
El problema no es sólo que algunos de estos enfoques educativos reproduzcan los valores teóricamente neutros del funcionalismo, sino que también vienen acompañados de una pretensión adoctrinadora. Este adoctrinamiento tiene dos caras complementarias: la cara bronca del conservadurismo moral, la enseñanza confesional y el darwinismo social y la cara ingenua de la llamada educación en la tolerancia. Por distintos que sean, ambos enfoques vienen abonando el terreno a los mismos valores del utilitarismo y la competitividad. No se trata de infravalorar la expansión de las ideas retrógradas que la derecha trata expresamente de difundir a través de la instrucción pública; pero también resulta muy peligrosa la expansión que por el currículo de primaria y secundaria tiene ese otro pensamiento moralizante, cándido y políticamente correcto que proclama ideas tan peregrinas como el «respeto a todas las ideas», dado que inevitablemente entre éstas habría que incluir las ideas creacionistas sostenidas por diferentes sectas religiosas o la idea de la superioridad de la raza aria del Mein Kampf. Y es que la alternativa al pensamiento reaccionario no puede ser un pensamiento blando y melifluo. Frente a aquel es un error promover una educación moralizante a la contra. En lugar de eso sería más efectivo promover un conocimiento riguroso que fuera amplio, positivo y crítico, pues creo sinceramente que una consigna no se combate con otra consigna, sino con una buena tesis.
En cualquier caso, el gran problema que estamos sufriendo en la actualidad es el del desdoblamiento del sistema educativo, en todos sus niveles, en centros públicos masificados y desasistidos para estudiantes que serán carne de cañón del paro, la precariedad o la emigración y unos pocos centros privados muy mimados por el gobierno de turno y concebidos como espacio para la formación de élites gestoras. Si además de tolerar esta situación que condena a la mayoría de los estudiantes a la subalternidad les educamos mientras tanto en metalenguajes técnicos y en una tolerancia mal entendida, en lugar de hacerlo en una comprensión material, científica, rigurosa y crítica de la realidad existente y también en metodologías útiles para intervenir educativamente sobre ella, estaremos contribuyendo a que sean, además de más precarios, menos libres y más conformistas.
De todas formas a veces terminamos idealizando los debates. Indudablemente hace falta un fortalecimiento de los contenidos disciplinares, así como metodologías didácticas y enfoques pedagógicos realmente novedosos. Sin embargo, el incremento de la calidad de la enseñaza y su capacidad para promover la igualdad social no vendrán sólo de esas reorientaciones, sino también de la imprescindible apuesta por lo público, de la mejora de las condiciones laborales de sus trabajadores, de la dotación de mayores recursos y de una financiación digna…que podría salir de todos ese dinero de la gente común que se ha derivado a salvar a los bancos o de aquellas fortunas patrias que anidan en paraísos fiscales.
Notas:
[i] Enrique Moradiellos, «Primero aprende, después enseña», El País, 22 de marzo de 2013.
[ii] Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 2012.
[iii] Véase la recopilación de trabajos en Luis Alegre y Victor Moreno (coord.), Bolonia no existe. La destrucción de la universidad europea, Hiru, Hondarribia, 2009.
[iv] Emilio Lledó, Ser quien eres. Ensayos para una educación democrática, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 2009.
[v] Francisco Fernández Buey, La ilusión del método. Ideas para un racionalismo bien temperado, Barcelona, Crítica, 2004.
Juan Andrade Blanco. Doctor en Historia Contemporánea y Profesor de Didáctica de la Historia en la UEx