Ponencia presentada en el Simposio «Salud Mental: ¿es posible una intervención en nuestra ciudad?», organizado por la Municipalidad de la ciudad de Guatemala el 10 de octubre de 2013.
El título del presente Simposio es por demás de provocativo: «Salud mental: ¿es posible una intervención en nuestra ciudad?». La forma en que se formula una pregunta puede deslizarnos ya hacia su respuesta. Eso, en definitiva, fue lo que enseñó Sócrates hace dos milenios y medios en la Grecia clásica: la pregunta contiene ya el germen de la respuesta.
La pregunta que da título a este encuentro puede ser la invitación a abrir una crítica, profunda y constructiva, o puede cerrar la discusión. Esto depende de cómo la tomemos. ¿Es posible intervenir en salud mental? Preguntémoslo al revés. Quienes estamos aquí esta mañana hacemos parte del oficio de los trabajadores de la Salud Mental. Es decir: nuestra práctica cotidiana se relaciona justamente con este campo. Preguntémonos mejor: ¿qué estamos haciendo? ¿Sirve nuestra práctica? ¿A quién y de qué manera sirve? ¿Por qué es necesario y pertinente intervenir en el campo de la Salud Mental en un contexto urbano como el de la ciudad de Guatemala?
Así planteada, la pregunta abre varios cuestionamientos. El primero, y sin dudas más importante, es acerca de qué entendemos por Salud Mental. En segundo lugar, pero no menos trascendente, deberíamos ver qué hacemos en torno a ella, qué hacemos cuando intervenimos. Pero desde ya adelantemos que sí, por supuesto que sí, partimos de la convicción que es posible intervenir en ese campo. Posible, y necesario. ¿Qué otra cosa estamos haciendo si no día a día quienes nos movemos en esto?
Si se nos permite, podríamos parafrasear aquello que dijo Jacques Lacan en su Seminario 10, «La angustia»: «La cura viene por añadidura». Formulación que causó revuelo y llevó a considerar a más de uno que había un cierto desdén por la práctica clínica en la formulación del psicoanalista francés. Por todo lo cual el mismo Lacan aclaró, a la semana siguiente de esa formulación, que eso debía entendérselo en su contexto: para quienes se dedican a la práctica clínica, la intervención terapéutica está en el centro de su actividad, es el centro de su quehacer. Si bien hay que cuidarse de lo que Freud llamó el «furor curandi«, esa manía de creer que todo es diagnosticable y curable (¿decimonónico mito positivista?), la razón de ser de quienes trabajamos en este ámbito, tiene que ver con la salud. Entonces, reformulando la cuestión, deberíamos decir: ¿para qué nuestras intervenciones? ¿Para qué hacemos lo que hacemos como trabajadores de este oficio? Dado que el horizonte de lo terapéutico, o en otros términos: dado que una determinada noción de salud está siempre presente, ¿para qué trabajaríamos si no fuera posible plantearse la salud mental, o la salud en definitiva, como un bien integral?
Todo esto nos lleva, una vez más, a la pregunta de fondo: salud mental, ¿qué entender por eso?
Salud Mental: concepto problemático, intrincado, polémico, porque no es una noción médico-biológica. Ponernos de acuerdo en torno ella implica abrir cuestionamientos sobre la ideología, sobre los poderes. La noción de «normalidad» en este dificultoso y siempre resbaloso campo de la Salud Mental no es un asunto bioquímico, anátomo-fisiológico. Por eso cuesta tanto definir qué hacer y qué no hacer cuando se interviene ahí. Medicar, practicar electroshocks o promover la prevención y grupos de contención no son cuestiones sólo biomédicas. Como no lo son, sólo por tomar algunos ejemplos orientadores sobre los que volveremos, la homosexualidad o la tortura, ámbitos que nos convocan y nos preguntan.
¿Qué es ser un enfermo mental? Esa es otra manera de preguntar por la Salud Mental. Se consideran enfermos a quienes no entran en la norma. Y ahí nacen los problemas: el paradigma para determinar quién entra en esa norma y quién no, es una delicada cuestión ideológica. En la antigüedad clásica griega la homosexualidad era un privilegio, un lujo de los aristócratas varones. No de las mujeres, aunque fueran aristócratas; no de los plebeyos, aunque fueran varones. Hasta hace algunos años era una entidad patológica en las clasificaciones de las Enfermedades Mentales (el CIE, el DSM estadounidense). Hoy día ya no lo son. ¿Son una opción sexual? ¿Sería mejor decir «una tendencia»? ¿O constituyen un pecado?…, pues hay gente que sigue pensando eso. Y si es un pecado, ¿es venial o mortal? Como vemos, no se trata de referentes biomédicos los que lo deciden.
¿Y la tortura? ¿Es normal practicarla? Se la condena por todos lados, pero sabemos que hace parte de las prácticas comunes de las distintas fuerzas armadas en cualquier parte del mundo, y día a día mejora sus técnicas de aplicación. ¡Hasta existe una tecnología militar que enseña cómo resistirla en casos extremos! ¿Hay que ser un enfermo mental, un psicópata perverso para dedicarse a ella, o hace parte del entrenamiento normal de un guerrero contemporáneo?
Sólo por ejemplificarlo con dos casos paradigmáticos -y con ellos abrir el debate- puede verse que las conductas humanas son mucho más complejas que simples respuestas a estímulos. ¿No hay deseo acaso? Todos sabemos que si fumamos podemos contraer cáncer… pero la gente fuma. Y todos sabemos que si se mantienen relaciones sexuales con un desconocido sin protección hay alto riesgo de contraer enfermedades infecto-contagiosas, VIH incluido. De todos modos, 3,000 personas por día contraen este virus a nivel mundial, en muchos casos debido a prácticas sexuales de riesgo. ¿Puede explicar eso algún dispositivo instintivo-biológico? Y así podríamos plantearnos una lista enorme de preguntas/problemas: ¿por qué ser «sexoservidora» no ofende tanto, pero ser «puta» sí? ¿Y qué fuerza «instintiva» decide el racismo? ¿Cómo entender, desde disparadores biológicos, la monogamia oficial de Occidente -que incluye «canitas al aire» extraoficiales- o el harem de la tradición musulmana?
A partir de presupuestos biológicos centrados en el campo de la enfermedad, en el proceso mórbido que rompe una normalidad, una homeostasis, se pudo haber construido toda una edificación diagnóstica que sanciona quién está «sano», quién está «en equilibrio», y quién se sale de esa norma. Y ahí tenemos el nacimiento de la psiquiatría clásica. Decir esto no es nada nuevo; ya se ha dicho y criticado en infinidad de oportunidades. Pero nunca está de más recordarlo. Las clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida -y nada crítica- idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma propuesto como normal puede ser enfermo.
Idea limitada, sin dudas, que merece ser repensada. ¿Qué clasifican las clasificaciones psiquiátricas? O dicho de otro modo: ¿de qué enfermedad nos hablan? La ideología psiquiátrica parte de supuestos, de una determinada normalidad, una homeostasis psíquica podría decirse, que se rompe y que puede ser restaurada. Incluso hay toda una Psicología que aborda el tema con similar ideología. Y ahí tenemos el amplio campo de lo que, quizá provocativamente, podría llamarse «apapachoterapias»: hay una normalidad por un lado, feliz y libre de conflictos, y hay enfermedad en su antípoda. La misión de quien trabaja en el campo siempre complicado de definir de la Salud Mental sería el técnico que restaura la felicidad o el equilibrio perdido. Las clasificaciones psiquiátricas serían el manual para el caso.
Profundizando en la crítica, intentando mostrar la cuota de ideología cuestionable que pueden guardar esas clasificaciones -y por tanto la idea de salud y enfermedad subyacentes-, Néstor Braunstein, psicoanalista argentino radicado en México, citaba un texto de Jorge Luis Borges muy elocuente al respecto. Decía el poeta en su libro Otras Inquisiciones: «En las remotas páginas de cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas». La taxonomía psiquiátrica, aquella que mide y decide sobre quién está sano y quién está enfermo en este resbaladizo campo, no pareciera muy distinto. Se clasifica el malestar, podríamos decir; se clasifica el eterno conflicto que nos constituye, siendo que todo eso no es «una enfermedad» en sentido biológico sino nuestra humana condición. ¿Se le puede poner números, valores, niveles al malestar? ¿Nos ayuda a resolverlo esa ilusión métrica? Por cierto, no otra cosa son los tests a que estamos tan acostumbrados los psicólogos, que bien podríamos definirnos como «auxiliares médicos tomadores de tests».
¿Quién puede estar sano de inhibiciones, síntomas y angustias varias? Retomando algunos de los ejemplos que más arriba se mencionaban: ¿quién es más «normal»: el que fuma o el que no fuma? ¿El homosexual declarado, el que lo fustiga, el que lo acepta? ¿Y qué debe hacerse si nuestro hijo o hija nos declara que es homosexual?
El campo de la llamada «enfermedad mental» es, sin lugar a dudas, el ámbito más cuestionable y prejuiciado de todo el ámbito de la salud. «Yo no estoy loco» es la respuesta casi automática que aparece ante la «amenaza» de consultar a un profesional de la Salud Mental. Aterra al sacrosanto supuesto de autosuficiencia y dominio de sí mismo que todos tenemos, la posibilidad de sentir que uno «no es dueño en su propia casa», como diría Freud. Pero Sigmund Freud, justamente, fundador de la ciencia psicoanalítica, jamás escribió una definición acabada de normalidad. Cuando fue interrogado sobre ello, escuetamente se limitó a mencionar la «capacidad de amar y trabajar» como sus notas distintivas. Por cierto que «lo normal» es problemático; eso remite obligadamente a la finita condición humana, donde los límites aparecen siempre como nuestra matriz fundamental. Muerte y sexualidad son los eternos recordatorios de ello, más allá de la actual ideología de la felicidad comprada en cápsulas que el mundo moderno nos ofrece machaconamente. Y recordemos que existe toda una «ingeniería humana» dedicada a buscar ese estado de no-conflicto. Las terapias que buscan ese paraíso, por cierto, son funcionales a esa búsqueda.
La recientemente aparecida V Edición del DSM, en buena medida «libro sagrado» de la Salud y la Enfermedad Mental, al menos en nuestra región donde la presencia cultural-académico-científica del Gran Hermano es casi total, presenta en forma creciente «cuadros psicopatológicos» producto más de la mercadotecnia que de la práctica clínica, «inventados» en los departamentos de mercadeo de grandes firmas farmacéuticas que, en realidad, oculta tras ello la voracidad de los laboratorios por vender psicofármacos. Ante ello, cerca de 2,000 trabajadores de la Salud Mental de distintas partes del mundo, encabezados por el psiquiatra infantil Sami Timimi, a través de la plataforma Change.org reaccionaron reciamente abriendo una dura crítica contra esta ideología. De esa cuenta dieron a conocer un fuerte comunicado titulado «No más etiquetas diagnósticas» , donde llaman a desconocer las clasificaciones psiquiátricas. «E l diagnóstico en salud mental, como cualquier otro enfoque basado en la enfermedad, puede estar contribuyendo a empeorar el pronóstico de las personas diagnosticadas, más que a mejorarlo» , dirán enérgicos en su proclama. «En lugar de empeñarnos en mantener un línea de investigación científica y clínicamente inútil , debemos entender este fracaso como una oportunidad para revisar el paradigma dominante en salud mental y desarrollar otro que se adapte mejor a la evidencia » . Es así que proponen un enfoque de «recuperación» o «rehabilitación», en vez de un modelo de enfermedad y de clasificación diagnóstica .
Sin dudas, lo sabemos, el «Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales» de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, más conocido por su sigla inglesa DSM, en cualquiera de sus versiones, pasó a ser palabra sagrada en este campo siempre resbaladizo de las «enfermedades mentales». Ejemplos sobran. El hoy día tan conocido «trastorno bipolar» hace unos años ni siquiera figuraba en las taxonomías psiquiátricas. Cuando apareció, se calculaba que el 1% de la población lo padecía; en la actualidad esa cifra subió al 10%. Y el trastorno bipolar pediátrico en unos pocos años creció «¡alarmantemente!» Pero… ¿estamos todos tan locos…., o se trata de puras estrategias de mercadeo? Antes de la aparición de los antidepresivos, por ejemplo, en Estados Unidos se consideraba que padecían «depresión» 100 personas por cada millón de habitantes; hoy día, esa cantidad subió a 100 mil por un millón. Es decir: un aumento del 1,000%; por tanto, 10% de su población consume antidepresivos, el doble que en 1996. Repitamos la pregunta: ¿estamos todos locos…., o son muy aceitadas estrategias de mercadeo? ¿Cuál es el modelo de Salud Mental que está a la base de todo esto y posibilita estas acciones?
Tratando de sintetizar lo dicho, podría preguntarse entonces si la Salud Mental consiste, en definitiva, en lograr llegar a ser «feliz», o habría aún que darle alguna vuelta de tuerca a ese concepto. ¿Ser feliz será sinónimo de «adaptarse»? ¿Salud Mental es no delirar ni tener alucinaciones? Quizá sea muy pobre esta definición, hecha desde nuestra normalidad neurótica. Una vez más: el concepto en juego nos remite a posicionamientos ideológicos, socio-políticos. Hasta ahora el voto de castidad que hacen religiosos y religiosas de la tradición católica es normal, aunque muchas veces se viole por debajo de la mesa. ¿Dejará de serlo si, finalmente, se deroga el celibato? Es decir: estamos ante una dificultad insalvable en cuanto a la posibilidad de fijar taxativamente dónde empieza y dónde termina la normalidad. Por supuesto, está por demás de claro: un referente biológico en sentido puro -si es que pudiera existir- no nos ayuda para nada en esta problematización. Antes bien: nos complica las cosas (recordemos la clasificación de Borges que citábamos). Sólo para ilustrar la dificultad en ciernes: para 1996, año de la Firma de la Paz en Guatemala, en la ciudad capital trabajan por sus calles ofreciendo sus servicios sexuales, básicamente de la zona céntrica, alrededor de 35 travestis. Hoy, más de una década y media después, ese número se ha decuplicado: son 350. ¿Cómo entender el fenómeno? ¿La sociedad está más «enferma» ahora? ¿O somos más pecadores? ¿Los travestis se reproducen más que los no travestis? Por el contrario, podríamos preguntarnos: ¿somos más permisivos? ¿O habrá que pensar que la bisexualidad de muchos «machos», que siempre estuvo ahí, ahora «sale más del closet»? No hay duda que el fenómeno existe: la oferta trepó en forma exponencial, lo que habla, por tanto, de un similar aumento en la demanda. Sólo para traerlo como un provocativo -y quizá molesto- ejemplo, hablar sobre Salud Mental nos remite a ámbitos político-ideológico-culturales.
Y para rematar estos ejemplos algo «traviesos», para definirlos de algún modo, tomemos otro concepto hoy tan a la moda -proveniente también del ámbito académico estadounidense y de su visión adaptacionista de la Salud Mental – tal como es el de resiliencia. Habitualmente se le asocia con una visión positiva. Por allí puede leerse de los beneficios que la misma trae aparejados. Si se trata de beneficios, ¡buena noticia!, por supuesto. ¿Y qué beneficios aporta? «Las personas más resilientes tienen una mejor autoimagen, se critican menos a sí mismas, son más optimistas, afrontan los retos, tienen más éxito en el trabajo o estudios, están más satisfechas con sus relaciones, están menos predispuestas a la depresión». Ahora bien: estos mentados beneficios abren interrogantes. ¿Es un beneficio «criticarse menos»? ¿En qué sentido entender lo de «más éxito»? ¿Estamos seguros que entronizamos el optimismo -lo cual puede sonar a propaganda de refrescos-, o más cautamente seguimos a Antonio Gramsci, quien proponía «el optimismo del corazón junto al pesimismo de la razón»? Una vez más, aún a riesgo de reiterativos, la definición de Salud Mental plantea problemas que quizá ninguna clasificación psiquiátrica responde; ni tampoco responde alguno de los numerosos tests que circulan por allí.
Quizá conviene plantearnos modelos no tanto centrados en la «enfermedad», siempre de dificultosa definición (¿quién de los varones presentes habrá sido cliente de alguno de los 350 travestis que trabajan por allí?, ¿son enfermos los que, eventualmente, lo hicieron?) sino en la promoción de la salud. Pero, ¿cómo promover Salud Mental? ¿Llenando de pastillas psiquiátricas, tal como el DSM (¿por qué no llamarlo en español?, me pregunto) induce? En Estados Unidos se consumen psicofármacos en cantidades industriales, y eso no habla de una excelente Salud Mental (también es el país del mundo con mayor porcentaje en consumo de drogas prohibidas, y el que tiene la mayor tasa de población encarcelada -¡el país de la libertad!, vaya ironía-. ¿Es mentalmente sano Homero Simpson, su ícono representativo?
Si hablamos de una posible intervención en Salud Mental en nuestro medio urbano, partamos de la base que sí es posible, pues es eso lo que estamos haciendo. La cuestión es revisar los paradigmas desde los que lo hacemos: ¿desde el electroshock, desde los tests, desde las apapachoterapias, desde la promoción de espacios de palabra para hablar de prejuicios y tabúes, desde la práctica manicomial o derribando los muros del asilo?
Definamos entonces, ante todo, cuál es nuestro medio urbano y cuáles son sus problemas de Salud Mental: ¿la violencia, la pobreza, el alcoholismo, la dependencia cultural respecto al Gran Hermano, la cantidad creciente de travestis que se registra, los prejuicios y tabúes que nos atraviesan, los suicidios? Complejo, sin dudas.
La cuestión central en el asunto es ver para qué trabajamos, para qué hacemos lo que hacemos cuando nos decimos parte del gremio Psi. En grandes términos podría decirse que hay dos modelos en juego: por un lado, trabajamos para acallar el malestar (y ahí están las pastillas y todos los dispositivos que ven en el conflicto un «cuerpo extraño», una molestia que hay que quitar de en medio). O, por otro lado, trabajamos para permitir que ese conflicto, esa cuota de insatisfacción siempre presente en lo humano -que se puede tapar con pastillas quizá, pero que sigue actuando-, esa inestabilidad que tenemos en tanto sujetos que deseamos, no se vea como «enfermedad» a combatir. Que haya problemas, conflictos, diferencias, malestares, es lo que nos pone en marcha como sujetos. La cuestión es poder procesarlos, permitir que se expresen, darles su lugar, y no taparlos. No creer que la felicidad se consigue con alguna «técnica apropiada». ¿Qué decimos cuando decimos «adaptación»? ¿Resignación ante la realidad, o transformación de la misma? Eso es lo que está en juego en la noción de Salud Mental, por eso es siempre un campo en discusión, una pregunta abierta (y que quizá no se logre cerrar nunca: ¿hay que prohibir los travestis o no?, ¿hay que permitir el matrimonio homosexual?, ¿por qué los varones se creen con más derechos que las mujeres?, ¿por qué seguimos transgrediendo leyes aunque sabemos que eso está prohibido?, ¿por qué construimos la moral que construimos?)
Quizá sea imposible evitar que esos conflictos que definen nuestra humana condición dejen de provocar distintas manifestaciones: inhibiciones, síntomas, angustias. El punto está en cómo abordar todo eso, qué lugar darle, qué espacios reales desde los sistemas de salud existentes, incluso los de educación, se abren para abordarlos, para prevenirlos, para enmarcarlos sin estigmatizarlos. Los objetivos planteados para el presente foro van en esa dirección, y esperemos que de aquí puedan salir propuestas concretas al respecto.
La atención primaria es el mejor camino para promover la salud. Desde la histórica conferencia de la OMS de Alma-Ata en 1978, ese es el camino trazado para promoverla, y que los países que presentan los mejores índices han seguido. La pregunta abierta es cómo plantearse esta estrategia cuando se trata de Salud Mental. Sin dudas eso es difícil, y ya se ha dicho muchísimo al respecto. Si algo podemos aportar hoy en este simposio es dejar indicado que una atención que no niegue ni tape los conflictos en la esfera psicológica debe apuntar a hablar de ellos. Por allí debería ir la cuestión: no estigmatizar los problemas -quizá incorrectamente llamados «mentales»- sino permitir que se expresen. Dicho en otros términos: priorizar la palabra, la expresión, dejar que los conflictos se ventilen. Esto no significa que se terminarán las inhibiciones, la angustia, el malestar que conlleva la vida cotidiana, las fantasías, los síntomas. ¿Cómo poder terminar con ello, si eso es el resultado de nuestra condición? La promoción de la Salud Mental, urbana para el caso que nos convoca hoy, es abrir los espacios que permitan hablar del malestar. ¿Qué significa eso? No que podamos llegar a conseguir la felicidad paradisíaca, a evitar el conflicto, a promover la extinción de los problemas. En tanto haya seres humanos habrá diferencias, y eso es ya motivo de tensión.
La Salud Mental es, en definitiva, el propiciar los espacios de diálogo, de palabra y de simbolización para que el malestar no nos inunde, no nos inmovilice ni tampoco para que sea motivo de estigmatización de nadie. Espacios de palabra, por último, significa lugares donde se pueda hablar libremente. Eso pueden ser grupos, dispositivos que faciliten abordajes individuales sin estigmatizar, trabajo con parejas, charlas, espacios comunitarios. La Salud Mental no está encerrada en un consultorio: está en la palabra que permite conocerse a sí mismo. Y eso, en definitiva, se puede dar en cualquier lado, en las calles, en la comunidad toda.