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A 50 años del golpe de Estado

Salvador Allende en la historia

Fuentes: Rebelión

En 1933, un año después de licenciarse como médico cirujano, participó en la fundación del Partido Socialista, una fuerza heterodoxa por su adscripción al marxismo y su distanciamiento tanto de Moscú como de la Segunda Internacional.

Salvador Allende es una personalidad política singular en el siglo XX. Nacido el 26 de junio de 1908 en Santiago, en el seno de una familia acomodada, nieto de un médico ilustre y progresista, Ramón Allende Padín, descendiente de aquellos tres hermanos Allende Garcés que combatieron por la independencia nacional e incluso con Bolívar, se aproximó a las ideas revolucionarias siendo un muchacho, guiado por un carpintero anarquista de origen italiano, Juan Demarchi, en aquel Valparaíso de mediados de los años 20.

Después de realizar el servicio militar de manera voluntaria, ingresó en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile en 1926 y pronto, en el contexto de la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, asumió un compromiso con la causa democrática como miembro de la Federación de Estudiantes y posteriormente como militante del Grupo Avance. En 1933, un año después de licenciarse como médico cirujano, participó en la fundación del Partido Socialista, una fuerza heterodoxa por su adscripción al marxismo y su distanciamiento tanto de Moscú como de la Segunda Internacional. Su carrera fue ciertamente meteórica, ya que en marzo de 1937, a los 28 años, fue elegido diputado y en septiembre de 1939 fue designado ministro de Salubridad en el Gobierno del Frente Popular por el presidente Pedro Aguirre Cerda.

Fue en los difíciles años 40, un periodo de divisiones ásperas en el socialismo chileno, atravesadas también por la situación internacional (la Segunda Guerra Mundial, el inicio de la Guerra Fría), cuando empezó a plantear el proyecto que encabezaría a partir de 1951: la alianza entre el Partido Socialista y el Partido Comunista para conquistar la presidencia de la República y desarrollar un programa de transformaciones profundas que superaran el capitalismo. En ningún otro país del hemisferio occidental socialistas y comunistas trabajaron y lucharon unidos durante tanto tiempo y Allende, senador desde 1945, contribuyó de manera decisiva a articular esa confluencia, que resistió las derrotas 1952, 1958 y 1964 y, al mismo tiempo, fue creciendo hasta alumbrar un impresionante movimiento político, social y cultural en torno a la Unidad Popular.

En una época marcada por la Revolución Cubana y la agresión abierta (Guatemala, 1954; Cuba, 1961; República Dominicana, 1965) o encubierta (Brasil 1964) de Estados Unidos a diferentes países en su cruzada anticomunista, Allende defendió que en Chile era posible construir el socialismo a partir de la institucionalidad vigente y evitando el enfrentamiento cruento entre clases sociales. El 4 de septiembre de 1970, alcanzó la victoria con el 36,2%, en una coyuntura en la que la derecha se había quedado aislada y la Democracia Cristiana, el otro vértice del «triángulo» político, había presentado un candidato de su fracción progresista, Radomiro Tomic, y un programa similar en varios aspectos relevantes.

En las semanas posteriores, la dirección de la DC reconoció su triunfo y rechazó pactar con la derecha en el Congreso Nacional para impedir su investidura y elegir a Jorge Alessandri, quien había quedado segundo en las urnas. El acuerdo entre la izquierda marxista y el centro socialcristiano, plasmado en el denominado Estatuto de Garantías Democráticas, franqueó a Salvador Allende las puertas de La Moneda.

Por su parte, las Fuerzas Armadas se mantuvieron al margen de la contingencia y el alto mando del Ejército desoyó los mensajes incesantes, más o menos velados, que procedentes de la derecha, el sector afín al presidente Eduardo Frei y la CIA les instaban a impedir la llegada de la UP al poder. El comandante en jefe del Ejército, el general René Schneider, pagó con su vida su respeto irrestricto de la Constitución. La vía chilena al socialismo, uno de los proyectos políticos más fascinantes del convulso siglo XX, concitaba ya la atención del mundo.

De inmediato, el Gobierno de la Unidad Popular desplegó su programa. Había llegado el momento largamente esperado por la izquierda y en un país con un sistema político marcadamente presidencialista fue posible desarrollarlo sin grandes complicaciones durante el primer año.

Inicialmente, además, se mantuvo el diálogo entre Allende, la UP y la Democracia Cristiana y ello hizo posible que prosperara la reforma constitucional para la nacionalización de las minas de cobre, la gran riqueza natural del país y su principal fuente de ingresos.

El presidente confiaba en que perdurara este entendimiento, pero el asesinato del dirigente democratacristiano Edmundo Pérez Zujovic el 8 de junio de 1971 por un grupo ultraizquierdista, posiblemente manipulado, modificó el escenario y empezó a abrir un abismo entre la izquierda y el centro. A pesar de la oposición de la dirección de su propio partido, el Socialista, y de otras fuerzas a un entendimiento estable con la Democracia Cristiana, Salvador Allende buscó en diferentes momentos, y hasta el final, un acuerdo, primero para despejar de obstáculos el tránsito hacia el socialismo; en el invierno austral de 1973 para preservar la democracia. Fue en junio de 1972 cuando estuvo más próximo, pero entonces el peso del sector más conservador ya era decisivo en la DC, que se alineaba de manera definitiva con la derecha.

El paro patronal en octubre de aquel año terminó de dividir al país en dos bloques antagónicos y las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, en las que la Unidad Popular aumentó su apoyo electoral, mantuvieron el empate político entre el Congreso Nacional, dominado por la oposición, y el Gobierno.

El 22 de agosto, la mayoría antisocialista de la Cámara de Diputados aprobó una declaración que constituyó un llamamiento abierto al golpe de Estado. Y veinticuatro horas después, el comandante en jefe del Ejército, el general Carlos Prats, tras sufrir una larga campaña de asedio psicológico, presentó su dimisión al presidente Allende, quien designó al general Augusto Pinochet al frente de la más importante de las tres ramas de las Fuerzas Armadas.

Con un discurso centrado en la soberanía nacional, el Gobierno había intentado incorporar a las instituciones armadas al proceso de transformaciones, respetando su independencia política; incluso, en sus discursos, de manera recurrente Allende ensalzaba su carácter profesional y su supuesta excepcionalidad en un subcontinente donde los cuartelazos estaban a la orden del día.

Los planes de defensa de la democracia ante una amenaza golpista cada vez más evidente pasaban, necesaria y principalmente, por la lealtad de un sector de las Fuerzas Armadas. Desde mayo de 1973, Allende y el Partido Comunista advirtieron del peligro de una guerra civil, posibilidad que también admitían, y previnieron, los oficiales y los civiles involucrados en la conspiración que condujo al 11 de septiembre.

Aquella mañana, el presidente Allende tenía previsto convocar al país a un plebiscito. Para conjurar el peligro de un enfrentamiento violento, iba apelar a la voluntad democrática de la ciudadanía, aun siendo consciente de la posibilidad cierta de una derrota en las urnas que pondría fin al proyecto político al que había consagrado un cuarto de siglo de su vida. Su resistencia en La Moneda condenó para siempre a los facciosos.

El Gobierno de la Unidad Popular recuperó para Chile las grandes minas de cobre y profundizó la reforma agraria hasta erradicar el latifundio; nacionalizó la banca y los grandes monopolios industriales; desarrolló una política social avanzada, con el reparto de medio litro de leche diario a todos los niños y niñas como una de las medidas más emblemáticas; abrió paso a la participación de la clase obrera en la dirección de la economía; desplegó una política integral en áreas como la salud y la educación; promovió una gran obra cultural, con la Editora Nacional Quimantú como uno de sus mascarones de proa; favoreció el protagonismo histórico de «los de abajo», que demostraron una conciencia revolucionaria y una capacidad de organización y resistencia heroicas en momentos tan duros como octubre de 1972; y desarrolló una política internacional ejemplar en el mundo de la Guerra Fría, que convirtió a Allende en uno de los líderes del Tercer Mundo.

Durante aquellos mil días (1.044 exactamente), el pueblo chileno trabajó y luchó, con las armas de la democracia, para construir una sociedad más justa, más igualitaria y más participativa. Tuvieron enemigos poderosos, dentro y fuera de las fronteras nacionales. No solo el Gobierno de Richard Nixon y Henry Kissinger, no solo los generales que traicionaron la Constitución. También aquella trama civil, que, desde el fascismo de Patria y Libertad a la derecha oligárquica del Partido Nacional, la dirección de la Democracia Cristiana presidida por Patricio Aylwin en 1973 y las organizaciones empresariales, preparó las condiciones políticas y sociales precisas para la sublevación militar.

Las estremecedoras imágenes del bombardeo de La Moneda, la belleza y el dramatismo de sus últimas palabras a través de Radio Magallanes y su muerte en defensa de un siglo y medio de desarrollo democrático de Chile otorgaron al nombre de Salvador Allende una dimensión universal: es sinónimo de valores como democracia, justicia social, pluralismo, derechos humanos, libertad, socialismo. Su memoria, y la de la Unidad Popular, ha derrotado al paso del tiempo.

Fuente: Mundo Obrero

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