Pocas veces se advierte en Chile la inmensa estatura que ha alcanzado la figura histórica del presidente Salvador Allende. Su nombre se encuentra en las más diversas latitudes, en diversas ciudades del planeta. En nuestro país, todavía hoy, se insiste en la burda caricatura con que la propaganda de derechas estigmatizó al que fuera el […]
Pocas veces se advierte en Chile la inmensa estatura que ha alcanzado la figura histórica del presidente Salvador Allende. Su nombre se encuentra en las más diversas latitudes, en diversas ciudades del planeta. En nuestro país, todavía hoy, se insiste en la burda caricatura con que la propaganda de derechas estigmatizó al que fuera el líder de una de las primeras revoluciones democráticas en el mundo entero. La experiencia chilena mostró que el reclamo por justicia social puede conjugarse con los cánones de una democracia. Esta idea fundamental, que no ha perdido en absoluto su pertinencia en América Latina, se adelantó varias décadas a los debates de las izquierdas en las postrimerías de la ex Unión Soviética y a los aportes teórico-políticos del llamado «euro-comunismo».
Se ha pretendido escindir la figura del presidente Allende en la de un demócrata tradicional, senador de la república, de aquella de un revolucionario apasionado. Dos rostros que,- como el dios Jano – no obstante, coexisten en una misma cabeza, sin advertir que allí radicó, precisamente, la profunda lozanía y novedad de la experiencia chilena. El desafío que planteó el doctor Allende a la sociedad chilena, y por el que dio su propia vida, no es otro que insuflar de su pleno sentido el concepto de «democracia», una tarea que sigue pendiente en nuestro país. Construir un orden social más justo en que la dignidad humana sea la medida de todas las cosas y no el lucro y la codicia. Construir un orden social y político plural, diverso, en que todos encuentren su lugar. Tal como señaló Salvador Allende en un palacio presidencial bombardeado y envuelto en llamas: «La historia la hacen los pueblos»
En la actualidad, las nuevas generaciones de estudiantes, trabajadores, hombres y mujeres, conscientes o no de ello, vuelven sobre un camino que es, paradojalmente, distinto y sin embargo, el mismo: Construir una democracia amplia e inclusiva en que la educación, la salud y la previsión social no estén sometidas a la lógica del dinero, castigando a la clase media y a los más pobres. Cada generación es convocada a protagonizar su historia, retomando la senda hollada por el sufrimiento de tantos. Los chilenos de hoy están convocados a escribir su historia, una nueva constitución que deje atrás los decretos militares redactados en los sótanos de una dictadura.
Cada marcha en las calles, cada pancarta y cada grito testimonia en el «ahora» de esta historia, los ecos de un «otrora» acallado por mucho tiempo. La voz de Salvador Allende resuena hoy como la de un hombre digno que contrasta con las miserias de la política contemporánea. Como toda figura histórica universal, su propia estatura minimiza aquella de sus verdugos y detractores interesados. Finalmente, en la perspectiva de la historia es su voz valiente la que se hace eterna y silencia para siempre la de quienes en nombre de sus sórdidos intereses encarnaron la infamia, la mentira y la traición.