Lo ocurrido en Chile el 4 de septiembre de 1970 aún no ha desplegado toda su profunda trascendencia histórica. Tal como lo dijera esa noche desde el balcón de la Fech (Federación de estudiantes de Chile), el nuevo presidente electo Salvador Allende, emergía de lo más profundo de la historia el primer gobierno auténticamente democrático, […]
Lo ocurrido en Chile el 4 de septiembre de 1970 aún no ha desplegado toda su profunda trascendencia histórica. Tal como lo dijera esa noche desde el balcón de la Fech (Federación de estudiantes de Chile), el nuevo presidente electo Salvador Allende, emergía de lo más profundo de la historia el primer gobierno auténticamente democrático, popular, nacional y revolucionario de Chile. Se detonaba un momento único en la aporreada vida del pueblo que desde su anonimato incansable y fértil hizo lo posible por ese triunfo largamente buscado, que tantos obstáculos debió superar y tanta traición tuvo que sortear. Lo excepcional del gobierno de Salvador Allende fue el hecho de que por primera vez los más pobres sabían que ese médico, socialista de verdad, los representaba y no buscaba abusar de su esperanza. Esa fe nacía de una marginación centenaria, de sueños eternamente postergados.
Salvador Allende dejó latiendo un pulso histórico que ha tardado en ser entendido en su cabal mensaje y compromiso: el honor, la lealtad, la fidelidad a la palabra empeñada, el sentido de coherencia. El triunfo de Salvador Allende representa un momento único e irrepetible. Inaugura mil días en que cada uno pareció ser el primero, pero también el último. Y sería el pueblo allendista, el marginado, el explotado, el hombre y la mujer sin futuro, quienes entendieron mejor su profundidad revolucionaria. Pero la victoria de Salvador Allende detonó el odio más profundo de los poderosos. Movió rencores y prejuicios anidados en quienes toda medida es riqueza, y todo valor tiene un precio.
Esa noche heroica e irrepetible notificó al imperialismo norteamericano, el enemigo de todos los pueblos, que en este pequeño país comenzaba un proceso que trascendería la geografía y la historia y que por su impronta popular y el despliegue inusual y original de su optimismo, se alzaba como un peligroso ejemplo. La victoria del 4 de septiembre de 1970 fue ante todo la victoria de los más desposeídos. Desde su ejemplo Allende sigue exponiendo en su vergüenza la cobardía de militares traidores y rastreros que sucumbieron a potencias extranjeras, al dinero de la oligarquía y al odio de clase.
En estos días hemos visto la irrupción de empresarios del transporte en un intento de provocar al gobierno aprovechando su debilidad y vacilaciones. No olvidamos el rol de esos sectores en el derrocamiento del gobierno popular, financiados por la CIA y con apoyo de políticos que hoy lucen vestimentas democráticas. El pueblo jamás abandonó a Salvador Allende. Sí lo hicieron algunos de los que se dijeron sus compañeros. Y lo siguen haciendo con singular entusiasmo. Es que el ejemplo de Salvador Allende se transformó en una valla difícil de sortear para quienes lo olvidaron al amparo de los goces del poder. Allende es para la memoria de algunos un recuerdo incómodo, un destello que molesta. Para muchos es solo una estatua. No para el pueblo. Para la gente humilde es un ejemplo que impulsa, un recuerdo que emociona, un muerto imbatible.
A cuarenta y cinco años de aquel triunfo de la gente pobre, vivimos el contraste inimaginable entre el Programa Popular y el país que la mayoría sufre, y que ha sido perfeccionado con el concurso de quienes se dijeron sus camaradas. Las riquezas que fueron rescatadas para beneficio del país, hoy son propiedad de capitales extranjeros que dejan un hoyo estéril donde estuvo la viga maestra de nuestra economía. Se depreda el mar para goce de un puñado de familias que arrasan con sus riquezas. Destazaron la incipiente industrialización del país, dejando que en otras latitudes se fabrique lo que se podría hacer aquí. Se carcomió la tierra, se envenenó el aire, el agua y destruyeron los glaciares. La «cultura» que se entronizó con apoyo de algunos allendistas conversos, pulverizó todo intento por restituir los derechos humanos que hacen de la existencia algo grato de vivir.
Se destina a los viejos a sufrir la última parte de sus vidas en la pobreza más indigna para que de su trabajo disfruten empresarios abotagados de riqueza levantada sobre la base de pensiones de horror. La infancia no es lo que fue en el ideario de Allende. Los niños ya no nacen para ser felices, sino para ser considerados clientes del consumo y la estulticia, cuando no de la droga y otras lacras hijas del desprecio y la pobreza. Se privatizó la educación, la salud, las carreteras, los puertos, las cárceles y todo cuanto genere beneficios a los que lo controlan todo. Las ciudades se han transformado en una geografía anárquica, a expensas del clima, de edificaciones que asfixian a los habitantes, creando guetos abominables donde van a parar los más pobres de los pobres. El negocio inmobiliario rompe todas las reglas de la civilización.
El país se ha poblado de industrias tóxicas que generan medioambientes sucios, contaminados, trasminados de olor a mierda, de residuos sobre los cuales se construyen casas, escuelas y calles. El pueblo mapuche sigue con sus tierras militarizadas, lamentando de tarde en tarde el asesinato de sus jóvenes. Y cada una de estas desgracias que pagan día a día los más desposeídos, es la forma que adquiere en su proyección histórica la venganza de los poderosos por esos tres años tan lejanos y sin embargo tan cerca en el recuerdo. Y en ese tránsito hacia un país diseñado para una oligarquía, encabezando un proyecto antipopular, burlando los derechos más elementales de la gente y mediante represión, se sitúan algunos que un día dijeron ser compañeros del presidente Allende.
En el fondo, la trenza de poderosos que ha instalado esta cultura inhumana y ajena, intenta imponer la certeza de que no es posible un intento siquiera parecido al que ganó aquella noche del 4 de septiembre de 1970. A cuarenta y cinco años de ese día heroico, las esporas de aquella Izquierda compañera y decidida se debaten en la nada, sin atinar a generar una idea que permita un nuevo horizonte. Peor aún, sin entender este mundo en que vivimos. Entregados en cuerpo y alma al sistema, los otrora combativos partidos que conformaron la Unidad Popular trastocaron la trinchera por el directorio y el puño en alto por el traje de marca. Y de lo que hubo, no queda sino algún afiche desteñido.
De esas maquinarias electorales ávidas de poder jamás va a salir una opción que retome las antiguas banderas y sume las contemporáneas. Serán otros quienes demuestren que nada es eterno, que ningún sistema es capaz de aplastar a un pueblo provisto de una idea y de una decisión de futuro.
Late fuerte la esperanza en las nuevas generaciones que hacen sus primeras armas en la lucha social y política, opuestas a un destino que parece inevitable. La juventud chilena que fue vanguardia en esa gran batalla de los 70, según dijera el mismo Salvador Allende, ha hecho bastante por desnudar esta cultura avasalladora y miserable. Pero no todo lo necesario. Con las organizaciones de trabajadores en el atolladero de la politiquería, cooptadas sus organizaciones, sus dirigentes y estructuras, son los jóvenes los llamados a empujar la historia y ofrecer un camino de lucha a este presente que a veces parece irremediable y definitivo. Innumerables colectivos, agrupaciones, frentes, iniciativas y coordinadoras de Izquierda pululan en escuelas, Facultades, poblaciones y sindicatos sin que se logre un lenguaje común y un camino a compartir.
Y olvidado de casi todo, a la espera de su hora, está el pueblo. En este extravío que a veces abruma, la figura de Allende y su porfía trascendente es un buen punto de partida. Su decisión por cambiar un destino que parecía inmodificable lo hizo un campeón de la unidad, capaz de comprender las diferencias como propias de la riqueza humana, más que como insalvables fronteras. Supo que la unidad requería de una alta dosis de generosidad, de voluntad y decisión y por sobre todo, de una especial preocupación por el que nunca es tomado en cuenta: el pueblo. En tiempos de brumas e incertidumbres haría muy bien el ejercicio de sentirse allendistas, no solo para reivindicar un heroísmo que transciende nuestro tiempo, sino como un imperativo que urge considerar: que el pueblo de Chile es el legatario indiscutible del inmortal ejemplo de Salvador Allende.
Editorial de «Punto Final», edición Nº 836, 21 4 de septiembre, 2015