Como puedes ver, América del sur es un racimo andino de uvas bronceadas, semillas gredosas, ríos tormentosos, salares envejecidos, pampas infinitas, lagos somnolientos, selvas y bosques callados. Y fue primero a bofetón de hachazos y espadas de conquistadores que esa vid austral se fue desgajando entre escapularios, rosarios y sicarios. Cuando pensamos que el espasmo […]
Como puedes ver, América del sur es un racimo andino de uvas bronceadas, semillas gredosas, ríos tormentosos, salares envejecidos, pampas infinitas, lagos somnolientos, selvas y bosques callados.
Y fue primero a bofetón de hachazos y espadas de conquistadores que esa vid austral se fue desgajando entre escapularios, rosarios y sicarios.
Cuando pensamos que el espasmo de la avaricia no haría temblar más los árboles, los pájaros y las siembras, llegaron otros cargamentos de huéspedes extranjeros como huestes elegantes, finas e importantes. Ingleses, gringos y franceses.
Era la segunda mitad del siglo diecinueve, y los capitales ingleses eran capitanes y almirantes que hablaban muy bien el lenguaje del dinero y los intereses.
Capitanes que recorrían las tierras y los desiertos sembrando monedas, esperando pacientes recoger la cosecha y sus frutos.
Fueron dos indios olvidados, los cuales al encender una fogata, vieron como la tierra se quemaba, ardía y chisporroteaba. Un árbol albino enterrado llamado salitre, ardía boca abajo.
Los más entendidos recogieron el dato y de paso el nitrato. Lo lamieron, pesaron y enviaron allá lejos donde ciertos eruditos saben que hacer en estos casos.
Y el hombre blanco se sintió en rima inexorable del oro blanco.
Fue así que Antofagasta, provincia boliviana se convirtió en el centro de sus esfuerzos y llegadas insignes de extranjeros.
Invirtieron invencibles cantidades en acaparar lo mejor que pudieron los yacimientos.
Así también, el ferrocarril que llevaba y transportaba los cargamentos.
Chilenos, estadounidenses e ingleses unidos en pos de la extracción y la explotación de este alabastro nortino que germinaba las plantas y que también era cuerpo indispensable de la pólvora.
Pero no fue hasta que el dictador boliviano de aquel entonces, Hilarión Daza, subió los impuestos en ese paraíso explotador, que las cosas se tornaron de un color amargo.
Desde Londres y otras ciudades, órdenes de ceños fruncidos llegaron hasta el gobierno chileno. Y el salitre, en aquel entonces, por muy miserable que fuesen los impuestos y las ganancias, formaba y levantaba esa incipiente y dependiente economía chilena.
Amenazadas las pertenencias tanto de chilenos, ingleses y otros voraces peces. Siendo presidente de Chile, Aníbal Pinto, la escuadra nacional desembarcó en el puerto de Antofagasta para proteger los intereses y pertenencias de los señores capitalistas.
De esta manera comenzó la guerra del pacífico. Que a modo de resumen agenció grandes ganancias para Chile, que asesorados por los ingleses, usurparon e invadieron las localidades de Tarapacá y Antofagasta.
En este devenir, los ingleses obviamente se quedaron con la casi totalidad de los yacimientos salitreros. De ahí en adelante serían grandes amos del norte.
Interminables horarios, abusos, cepos y latigazos se impusieron en esta tierra de nadie.
Una inundación de injusticias históricas, independentistas, coloniales y ahora imperialistas fueron anegando poco a poco el desierto más seco del mundo. Tanto fue el desborde de bordes humanos, que la rabia fue secando y deshidratando hasta las lágrimas.
La pena y la impotencia se volvieron rabia y decisión.
Fue en 1907 mientras ocupaba el cargo de presidente de la república, Pedro Montt que las cosas llegaron a una situación tal, que ya no se podía tantas injusticias soportar.
Los Obreros y mineros exigían escuelas para ellos y sus cachorros. Desayunos contra los ayunos constantes impuestos por las circunstancias.
Eliminación del descaro hecho ficha de plástico insignificante como pago al trabajo. Un poco de honradez en las pesas y balanzas adulteradas la hora de pesar alimentos y sufrimientos en los lugares de trabajo y en las pulperías.
Es el 10 de diciembre de 1907 cuando se inicia la huelga en la oficina salitrera de San Lorenzo. Después se suma la oficina de Alto San Antonio y luego otra y otra.
Y las injusticias son pasto seco que se encienden en cualquier momento al menos chispazo de rebeldía.
Y largas columnas de seres humanos atraviesan el desierto más seco del mundo, rebelándose contra su destino de esclavos.
La bolsita con pedacitos de pan racionados para el viaje. Los peniques estratégicamente cuidados. Manos sucias y callosas que suavizan la mirada de los niños. Mujeres arreando hombres con sonrisas y palabras de aliento. Y es que en este peregrinaje de obreros explotados no caerán manjares, ni ningún maná desde ningún cielo.
De día el sol va horneando más y más a esos hombres de barro. De noche el frío viento sopla los huesos como flautas ocres perforadas. Acaso una camanchaca neblina bondadosa
Que mezcle el agua de su cuerpo con el sudor de esos cuerpos recostados sobre las sombras.
Hilvanadas y cocidas por el mismo hilo de injusticias ondean las banderas. Bolivianos y peruanos, hechos chilenos por decretos, caminan decididos hacia el puerto de Iquique.
Un río de demandas impostergables arrasa todo a su paso. Y se les unen los sindicatos, federaciones y agrupaciones.
Unos descansan sus tendones moreteados en el Hipódromo de la ciudad, otros buscan refugio en la Escuela Santa María.
Y son precisamente a estos los que el destino les tiene preparada una carnicería de proporciones.
Ordenes, estafetas, timbres, administradores aúllan entre escritorio y escritorio. Líneas, palabras y oraciones donde se esconde la muerte en cada palabra.
Tranquila y decidida la muerte cabalga a su encuentro.
Se acerca la navidad, pero más se acerca la celebración del fallecimiento de miles.
Ducho y experimentado en el trato de obreros exaltados. Un adalid empresarial-militar vocifera tranquilo y desafiante que se larguen.
Y esa gran masa reunida, no quiere escuchar más cuentos. Si se rinden ahora, se rendirán para siempre, todo lo hecho será sólo recuerdos.
Saben de los muertos que en días anteriores abandonaron la escuela. No se irán. Y ciertos oradores forjados a palazo sobre la tierra, enarbolan más potentes sus voces, banderas y cantos.
Y desde hace rato ya que Jotes con picos de acero y botones dorados afilan sus garras en las azoteas cercanas.
Tienen hambre de muertos, de aquellos que los patrones matan de hambre.
El distinguido militar mira a su ayudante, encumbra una ceja hacia el vació de su testa y sin decir media palabra, de sus ojos emana una mirada de muerte.
Obediente y servil, su ayudante no malentiende las órdenes.
Se petrifica el momento, se desgarra el caliche escondido.
El esqueleto rosado de un pájaro negro observa colgado desde el andamiaje de un tamarugal moribundo como la muerte se aposta en los alrededores.
Uniformes y deformes hombres rodean las salidas, bota a tierra pisan y presionan intestinales pasajes calles y plazas. La escuela está cercada.
El ambiente endurece sus tendones más y más.
La línea lineal social se ha transformado en soga de ligamentos.
De un lado tiran los pobres, que son más pero indefensos de cuerpos, del otro los ricos y su brazo armado subvencionado. Y las circunstancias y las ganancias producen un nudo y punto ciego en las conversaciones. Comprender las demandas es y será mala fama.
Entender sus causas será peticiones sin pausa.
Los tendones del ambiente se tensan más y más, los obreros no se rinden, no piensan irse.
Entonces se endurecen los silencios, hasta ese momento nadie sabe de carnicerías, matanzas o degollinas. Exageraciones de los enemigos del Gobierno.
No es hasta que la muerte preñada de sables de acero inglés exhala un grito forrado de padecimientos que lo entienden más claramente.
Y cae la ráfaga dejando un trino de palomas rotas sobre una escuela. Tan pesada cae la sangre sobre la tierra, que corta las mejillas de esta, trepana el rostro del norte y largas cicatrices se extienden y crecen a lo largo y ancho de los ranchos, de poblaciones y generaciones que por el mismo desierto de miedos, injusticias y avaricias que secan y queman las manos, que escaldan pies sobre pies sigue caminando igual, como antes, como hoy.
El plomo desploma la sangre arrancándola de su manantial sagrado y la escupe brutal e indolente boca abajo. Y entre grito, alarido y sangre un filoso brebaje inicia un viaje inconcluso, amortajado de susurros empolvados de todo aquello que no fue, que no pudo ser.
Bolivianos, chilenos y peruanos adquieren la nacionalidad indestructible de la sangre reventada, esa que no sabe de límites, banderas, razas, colores ni sabores.
Faltaron balas, faltaron más sables, más bayonetas para realizar el trabajo perfecto. Que no queden testigos, mire que los muertos ni hablan ni tienen reclamos posteriores. No así, los sobrevivientes.
Y es que haciéndose el muerto por entre los cuerpos, parapetado de cadáveres encima se esconde la vida. Y a palos contra las balas, a palazos contra los sablazos, de diez, nueve son muertos y el último huye por entre los techos. Las mujeres cubriendo sus críos con su cuerpo, humedeciendo sus rostros pequeños con sangre caliente.
Todos cayendo, uno tras otro, uno tras otro. Van muriendo lentamente, para que no se les olvide su propia muerte.
A lo lejos los indiferentes, los reacios, los callados, los enemigos escuchan un oleaje de lamentos. Olas de dolor se arrastran por entre las piedras, retumban en las calles, las casas, el desierto y estalla en espuma ensangrentada hasta nuestros días.
Una vez más, el bravo ejército chileno se enfrenta y envalentona contra gente desarmada e indefensa.
Las fuentes más confiables y fidedignas establecen que los muertos superaron los dos mil.
Otros, los más mesurados indican que los muertos no pasarían de doscientos. Meras exageraciones y mentiras de los enemigos del la patria.
Las carretas llenas de muertos no paraban de andar, no daban abasto. Toda la tarde y la noche se repitió el carretero de la muerte sobre las calles.
Los sobrevivientes fueron conducidos a sablazos y abandonados en algún páramo.
Desde ese entonces, los perros lloran y aúllan por las noches contándose esa vieja historia de hombres, niños y mujeres asesinados.
Según el gobierno, los alzados incurrirían en asaltos, robos y escándalos.
Repitió mil veces los supuestos descalabros que cometerían los pampinos, buscando justificar su propio accionar.
Ni siquiera justificación para las eventuales cosas que vendrían La orden de reprimir era más que obvia y ya estaba planificada, se buscaba solamente justificar la manera en que sería ejecutada
Sagradas personas anunciaron cierta profecía sangrienta muchos días antes.
Sólo había que cumplir el vaticinio de homicidios.
La represión y la matanza como mecanismo de control social, de freno a las demandas sociales, es parte indesmentible e inherente de la larga tradición histórica de Chile, basada en represión, asesinatos y masacres.
Valparaíso (1903), Santiago (1905), Escuela Santa María (1907), La Coruña y Pontevedra (1925), Copiapó (1931), Ranquil (1934), Santiago (1946), Valparaíso y Santiago (1957), El Salvador (1967), Puerto Montt (1969) y el riñón ensangrentado como guinda de la fiesta pastel dominante del año 1973 contra le nación completa.
Sistema institucional, método oficial, que se instauró desde un principio en suelo nacional y que se sería guadaña institucional cada vez que los más necesitados y humildes pidiesen mejoras
La violencia, los asesinatos, las matanzas, los destierros, los azotes, el exilio es a lo largo de la historia de Chile el método favorito cuando ha fallado el discurso, la palabrería y la monserga.
Las astillas de los huesos de mujeres, obreros, indios y campesinos han sido baldosa suave para no importunar el elegante calzado de los ricos.
La burguesía nacional, capitalistas extranjeros, y todos los patrones se pusieron de acuerdo de antemano para contrarrestar la huelga
Silva Renard fue enviado inoculado e infectado de la peste negra de la muerte. Sobre sus hombros llevaba la responsabilidad de proteger a los verdaderos hombres en contra de los animales. Se recuerda su honorable gesta con una hermosa callecita en el centro de Santiago.
De lo que se trataba era de dar un escarmiento, de los buenos. Las leyes con sangre entran, fue la máxima.
Prevenir y ese prevenir se repitió horrorosamente el año 1973. Ninguna de las matanzas o masacres efectuadas en Chile han sido producto del azar sino del más frío, calculador e inmisericorde plan,
La posición obrera fue pacífica, ordenada. Solidaria. Respetuosa.
Pero para los militares a cargo, en meros futuros verbos potenciales se cernía una amenaza de proporciones, la amenaza obrera.
A lo largo de la historia se ha practicado el sagrado sacramento del olvido y la omisión. Ciertos hechos funestos es mejor no saberlos, se evitan las explicaciones y de paso que ciertos futuros posibles afectados tomen ciertas precauciones.
Y ahora, cien años después, desde todos los rincones, incluso aparecen buitres gubernamentales y de todos los colores a pelearse los huesos de esos obreros muertos.
Homenajes, actos, distinciones y cortesías para ese cortejo hundido a balazos y sablazos allá en el desierto. Las Banderas a media asta no sirven para nada.
¿Y la pobreza que aún vive, pervive y sigue en el Norte? ¿Cuántas empresas extranjeras siguen aún llevándose gratis nuestras riquezas? ¿La educación de esclavos, la salud un disparate, las viviendas miserables? ¿
¿Con cuántos discursos mejora la calidad de la vida?
Y aquí estamos, una vez más como a principios de siglo, o quizás mucho peor. El detalle es que las matanzas son menos y menos sangrientas, aunque de vez en cuando asesinen a un trabajador que se organiza y rebele contra el abuso.
Digo peor, porque lo poco que tenemos es incierto, inservible a ratos. La gran mancomunal, mancomunada con los explotadores muchas veces. Una parodia repugnante a veces.
Y desmembrados, divididos y lejanos empezamos principio de siglo nuevamente.
Lo bueno es que por lo menos hay intentos pequeños pero honestos de empezar ciertas corrientes clasistas, obreras, e independientes de intereses escondidos.
La Matanza de Iquique, callada, velada, oculta y escondida. Los libros en los colegios no imprimían una sola sílaba al respecto, los profesores callaban. Para los grandes medios no fue más que un insignificante pleito entre patriotas contra vagabundos. Prohibido recordar, prohibido.
No mintamos, no tenemos nada. Nada hemos ganado. Un mero ramo de experiencias amargas y marchitas que se deshoja en hojas insípidas y cobardes cada vez que las circunstancias o los momentos históricos lo requieren.
Un siglo atrás, vosotros estabais mejor organizados que nosotros. Había cientos de gritos distintos pero todos coreaban la misma palabra. Los Honramos, pero con vergüenza. Las matanzas han sido muy pocas y poco numerosas como para calibrar no sólo el temperamento, sino también los fundamentos y ciertos destacamentos.
Es cierto que los degollaron a balazo y bayoneta como a corderos. Creyeron en los modelos y modales aristocráticos de los caballeros. No estamos mejor cien años después.
Allí quedaron fábricas y oficinas salitreras como dinosaurios extinguidos y carcomidos por el viento, el tiempo y ciertos lamentos fantasmales que se escuchan venir de la oscura boca del desierto sin explicación aparente.
Y el portazo de fin de siglo sobre nuestras narices no impide que escuchemos como todas sus manos llaman a la puerta de la historia, no impiden verlos caminar entrando alguna vez por el arco del triunfo, ese que aún no se construye ni siquiera sobre planos de locos de atar.
Y es que en Chile somos sedientos adictos de sombras subterráneas. Es el único nutriente que conocemos…
Como si el brebaje de sombras es la única pócima que sacia la sed de justicia y anhelos.
Como si el recordar muertos es lo único que nos mantiene vivos.
Somos demasiado buenos en denunciar y lamentar, pero muy poco listos a la hora de precaver ciertos zarpazos lejanos. Muy poco dados a la autodefensa permanente. Livianos de miedos, seguros de tranquilidad. Como si realmente creyésemos a pie juntillas en la pacífica solución de todos nuestros problemas. Sin entender que el sistema habla bastante, pero sólo eso. Habla. Pero cuando las cosas no son como ellos quieren, vienen los atropellos.
Y es que están aquellos que sólo celebran, cantan y honran a los que ya partieron, a los que un día fueron, y entre esos, a ellos mismos. Especialmente a razón de «haber sido» y ya no ser.
Y es que caminan en dos calles distintas, la de los recuerdos, meros saludos a la bandera, abrazos a los mástiles enterrados y sumidos en aquella tarea de modernizar a tal punto los ideales, que ya no son ellos mismos, sino otros.
Meras hiedras con piel de clavel, agiotistas de su pasado, cantando y recitando con estadísticas monetarias y gubernamentales bajo el brazo. Vacíos de principios.
Los escenarios los seducen, cierta muchedumbre ignorante de apostatas los llama.
El mejor homenaje, no es con llantos, ni discursos.
El mejor homenaje es luchando, organizando, creando, poder popular.
Andrés Bianque