Ver a mi pueblo humillado huyendo, pisoteado, gaseado, baleado, apaleado, es mi derrota. Ver a mi pueblo desesperado buscando una salida, es mi derrota. ¡Nosotros y nuestras derrotas somos invencibles! Mauricio Redolés «Protesto por tanta injusticia, por tanto abuso y porque nuestra voz no es escuchada jamás», dice una persona anónima, un perfecto y corriente […]
Ver a mi pueblo humillado huyendo, pisoteado, gaseado, baleado, apaleado, es mi derrota. Ver a mi pueblo desesperado buscando una salida, es mi derrota.
¡Nosotros y nuestras derrotas somos invencibles!
Mauricio Redolés
«Protesto por tanta injusticia, por tanto abuso y porque nuestra voz no es escuchada jamás», dice una persona anónima, un perfecto y corriente desconocido en la Plaza Ñuñoa de Santiago. Ya es sábado 19 de octubre y las protestas populares que arrancaron con el alza del pasaje del Metro, se han tornado en expresión de los derechos sociales inexistentes en un país que representa la caricatura del manual del liberalismo ortodoxo más doctrinario. Las relaciones sociales, vueltas mercancía; los bienes comunes privatizados; una oligarquía conservadora culturalmente y rabiosamente liberal en el plano económico. Un orden sintetizado desde la dictadura militar como Estado policial y antipopular; fiesta de la concentración capitalista, y dominio de los grandes grupos económicos que brutalmente destruyen competencia, imponen los precios y subordinan a las pymes en la cadena de valorización, de acuerdo a la proyección de su tasa de ganancias. Chile primario exportador, plataforma financiera de buena parte de Sudamérica, agobiado por el extractivismo y sus consecuencias nefastas sobre las comunidades y la naturaleza. Chile desigual, que importa no sólo las tecnologías que no producen sus industrias ausentes, sino que hasta los alimentos y los bienes textiles. Chile dependiente de la economía China, estadounidense, de Europa y al final, del intercambio con los países de la región. Chile grisáceo, suicida, explotado y expoliado: viejos que no quieren jubilar porque los espera la miseria, y jóvenes sin porvenir con o sin títulos de educación superior.
«Yo voy a protestar hasta que se arregle la vida», afirma una joven que golpea una cacerola ante la cara de un militar. Sí, un militar. Porque el presidente de ultraderecha Sebastián Piñera, una de las piezas de Washington en el continente, y su equipo de gobierno, con el fin de terminar con las poderosas manifestaciones populares del 17 y sobre todo del 18 de octubre, en la madrugada del 19 decretó el estado de excepción en su forma de estado de emergencia constitucional. ¿Qué significa? Además de aumentar todavía más la dotación de Fuerzas Especiales de Carabineros, la seguridad nacional queda en manos del general Iturriaga del Campo durante 15 días y tropas militares se toman las calles de la Región Metropolitana. Se prohíben las protestas, las reuniones públicas y la movilización. Es un virtual estado de sitio y con posible toque de queda basado en la Doctrina y Ley de Seguridad Nacional Interior del Estado. O sea, el enemigo político militar del Estado y sus administradores es el propio pueblo chileno. Aunque el pueblo, en este caso, sólo se manifiesta pacíficamente. Está desarmado. Su izquierda política está diezmada. La institucional y la otra. Claro que el pueblo tomó la precaución hace mucho tiempo de no tener ninguna confianza con ninguna institución, desde la nomenclatura de la iglesia católica hasta el sistema de partidos políticos tradicionales. Lo cierto es que la toma de las calles por el ejército, en vez de amedrentar al pueblo de Santiago, ha multiplicado su indignación. Así, pese a que más de algún militar hace puntería sobre la gente, los manifestantes se les acercan, les sacan fotografías y los emplazan a volver a los cuarteles. Pero las fuerzas de guerra en vez de marcharse, provocan a la ciudadanía realizando ejercicios bélicos en plena Plaza Italia de la capital chilena.
La consigna inmediata es «Fin al estado de emergencia». El miedo ya no derrota la protesta. Por cadena nacional, Piñera informa que presentará una propuesta para «amortiguar» el alza del pasaje. Pero además de ofrecer represión, no existen soluciones, mientras el mandatario se encuentra reunido con su equipo.
Hace un par de días nadie habría imaginado que Chile sería protagonista de un levantamiento popular pacífico no sólo contra el mal gobierno, sino que contra la totalidad del régimen profundo chileno y sus relaciones sociales. Subterráneamente, de manera invisible, el malestar de las mayorías sociales se acumuló durante largos años, expresándose de manera parcial mediante luchas desagregadas.
Tras las protestas no hay partidos políticos ni organizaciones sociales puntuales. De hecho, la oposición institucional llegó tarde y nadie la ha llamado, más allá de que ha opinado de manera tibia y distante sobre una medida gubernamental extraordinaria, como si viviera en otro mundo.
Los personeros de gobierno hablan de unidad nacional y de mesas de diálogo. Pero la desigualdad social, la precarización general de la vida y los atropellos acumulados son los condimentos que explicitan la lucha de clases de manera multidimensional, más allá de reivindicaciones estrictamente económicas que motorizan parcialmente el movimiento. Y no habrá comisiones ni mesas de diálogo que resuelvan contradicciones irreconciliables.
Como naranjos encendidos y luego de décadas, amanece el pueblo chileno. Y no hay que olvidar jamás que este mismo pueblo hace casi medio siglo eligió con el voto al primer presidente marxista en la historia. ¿No será la consciencia popular de la sociedad mayoritaria chilena un estado de latencia que se despierta como irrumpe un relámpago en mitad de la noche?
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