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¿Se acabó la fiesta para la Unión Europea?

Fuentes: Rebelión

«Cada dos o tres generaciones, cuando se agosta la memoria y desaparecen los últimos testigos de las masacres anteriores, la razón se eclipsa y otros hombres vuelven a propagar el mal». (Olivier Guez: La desaparición de Josef Mengele)

La primera vez que viajé fuera de España se podría decir que el cadáver del dictador Franco aún estaba caliente en términos históricos (y de hecho se podría decir que tardó muchos más años en enfriarse, y que todavía hoy  hay quien a ratos lo mete en el microondas para darle un calentón). Fui de viaje de estudios con mi instituto a Londres. Toda una experiencia para un adolescente de clase trabajadora cuya mentalidad, aunque dotada de un cierto sentido crítico, rebelde e idealista, había sido moldeada por un sistema educativo en el que mandaba la moral nacionalcatólica, con sus pilares fundamentales del miedo y la culpa. 

Mis compañeros de clase y yo llegamos a la capital del Reino Unido en los inicios de la era Thatcher. Recuerdo que durante aquel curso tuvimos la fortuna de contar con una asistente de inglés nativa muy crítica con el proyecto político que para su país representaba la dama de hierro. Sus comentarios vehementes en contra de las primeras decisiones de gobierno que auguraban el giro histórico neoliberal, aunque entonces no fuésemos conscientes de ello, se conectan ahora en mi remembranza con imágenes de televisión en blanco y negro en las que se mostraba una masa de mineros huelguistas británicos a duras penas contenidos por nutridos cordones de esos iconos policiales ingleses, los Bobby.

Todo este giro de timón político con decisivo efecto histórico acontecía al mismo tiempo que se preparaba la inminente boda real del heredero al trono, el Príncipe Carlos con la jovencita y tierna Lady Diana Spencer. La ilusión se palpaba en el ambiente y se materializaba en los comercios en toda clase de mercancías con pintorescas referencias a las excelsas nupcias. Pero tengo que confesar que para mí fue más llamativa mi visita al Soho, barrio que por entonces aún estaba dominado por los sex shops, lugares de enorme atractivo para los españoles imberbes, quienes nos encontrábamos a medio camino por aquel entonces entre el catolicismo de sotana negra y las ínfulas del destape que ya había asomado en revistas y cines como expresión cultural popular de la transición democrática. Supongo que era una manera de encarnar eso, la democracia, que según se mostraba en la mayoría de los medios de comunicación de entonces –prensa, radio y televisión– era el nuevo proyecto en el que todos estábamos embarcados de consuno para dotar de nuevo propósito político a nuestra patria. 

En Londres me comí mi primera pizza. Entonces en España, las pizzerías no abundaban, y tampoco era costumbre comerlas, si es que económicamente te las podías permitir. En Londres pisé por primera vez Europa. Viajé desde un lugar a pocos kilómetros de la costa africana, cuyas gentes habían estado sometidas a una dictadura durante casi cuatro décadas a uno en el que la democracia era una costumbre centenaria. 

El adolescente que viajó allí hace cuatro décadas era un europeo de vocación y un español acomplejado por ser consciente de cuáles habían sido las trayectorias políticas de uno y otro país en lo que iba de siglo. Era algo que sentí, por ejemplo, cuando a un compañero y a mí, ambos repelentes aficionados a la música clásica, habiendo llegado tarde por muy poco al concierto de la importante sala Royal Albert Hall, nos dieron con la puerta en las narices. Yo quería que mi país se pareciese a esa sociedad civilizada que respetaba la puntualidad, que para mí era una de las pruebas más irrefutables del civismo y el correcto funcionamiento de una sociedad. Quería para mí esa libertad que allí se respiraba en todas sus facetas, como en la correspondiente a la libertad de expresión, tan francamente plasmada en el speaker´s corner, donde cualquier ciudadano sin ningún requisito previo puede hablar de lo que le venga en gana. 

He vuelto a viajar a Inglaterra en un par de ocasiones más. He llegado incluso a vivir en ella por unos meses cuando cursé un par de asignaturas en la Universidad de Hull, en North Yorkshire. Y volví para pasar unos días de vacaciones el verano pasado en la costa sur. Cómo ha cambiado. Por conversaciones con los amigos que allí tenemos y con algún español que trabaja en la isla desde hace años, y por las impresiones que obtuve de los servicios de los que tuve que hacer uso durante mi estancia, incluido alojamiento, traslado en ferrocarril y asistencia médica por un problema que nos surgió, me llevé la impresión de una sociedad sometida a un proceso irreversible de retroceso de su nivel de  bienestar. Nada en realidad distinto de lo que pasa en toda Europa. Ahora me pregunto, tras los resultados de estas últimas elecciones al Parlamenteo Europeo, si el Brexit no fue acaso el preludio del delirio que ahora parece apoderarse ineluctablemente de todo el continente. Como en aquel tiempo de los albores de la globalización neoliberal, Gran Bretaña puede ser una vez más el canario en la mina para el resto de Europa.

La primera vez que salí fuera de nuestras fronteras, cuando aún no formaba parte España del club de los privilegiados y estaba por alumbrarse lo que ahora es la Unión Europea, el proyecto europeo representaba mayormente un horizonte de esperanza. Europa era esperanza. Ahora es temor. Los resultados de estas últimas elecciones lo avalan. Celebradas en fechas prácticamente coincidentes con la conmemoración del desembarco de Normandía, cuando se llevó a cabo el sacrificio supremo de vidas jóvenes para asaltar la fortaleza nazi continental, volvemos a enfrentarnos al ascenso de partidos que, de una forma u otra acogen ideológicamente elementos que son ingredientes esenciales de la matriz de aquel fascismo del primer tercio del siglo XX. Otra vez. Y la Francia que fue liberada a tan alto precio ahora se ve abocada a unas inminentes elecciones que han llevado a la movilización política de los partidos que temen lo peor: una Asamblea Nacional de la República con mayoría de ultraderecha. 

Europa en estado de defensa (o de guerra como nos advirtió Josep Borrell, nuestra autoridad europea en asuntos exteriores y política de seguridad a propósito de la agresión rusa a Ucrania). Recelosa de quienes vienen a ella en busca de una vida mejor, condescendiente con el mensaje del sector más a la derecha de la derecha del espectro político. Europa se encuentra hoy por hoy debilitada a la vista de los resultados que arrojan las urnas en todo lo que constituye el complejo de valores fraguados históricamente en el Siglo de las Luces, siendo su núcleo esencial el reconocimiento de la aspiración a la buena vida de todo ser humano como un derecho universal. Para cumplir con esa tarea que se atribuyó a la política se entendió en el meollo de la modernidad que el conocimiento –es decir, el amor a la verdad– es ingrediente irrenunciable, siendo una dolorosa evidencia que el bulo se ha convertido de un tiempo a esta parte en un recurso normalizado a efectos del debate democrático. 

¿Cómo se defiende Europa? ¿Con armas y con fronteras militarizadas o con la promoción efectiva de los valores genuinos de la civilización europea al mismo tiempo que se mejora la vida real de los europeos? No veo cómo esto último es realizable desde un gobierno de la Unión condicionado por el nacionalismo identitario más conservador y populista que desprecia la verdad y la justicia social. Su propuesta carece de la luminosidad de esa Europa que tanto ha contribuido a que países como España hayan mejorado la vida de su ciudadanía. La misma Europa que aspiró a lo máximo en términos políticos cuando se propuso para su aprobación por cada Estado miembro el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Desde entonces la utopía de unos Estados Unidos de Europa ha desaparecido del horizonte de la historia con el cambio de siglo cuando a finales del pasado parecía una aspiración realista una vez consumada la reunificación de Alemania. 

Desde que dio comienzo este siglo la Unión Europea es un ente político valetudinario. En primer lugar, con el rechazo en grandes países como Francia y los Países Bajos a la propuesta de Constitución Europea, luego con la crisis de 2008 que expuso a las claras las fallas del diseño institucional que daba soporte al recién creado euro y que trajo la despiadada política económica “austericida”; en seguida el terrible trauma griego ante la insolidaridad institucional europea liderada por Alemania; luego, a renglón seguido, el Brexit, y desde entonces hasta hoy el crecimiento de la carcoma de las opciones políticas nacionalistas, conservadoras, identitarias y populistas. Que aunque Alberto Núñez Feijóo diga que Vox y Fratelli d´Italia no son lo mismo, básicamente comparten esos cuatro rasgos que ha señalado certeramente Juan Antonio Sacaluga (léase Hacia una pronunciada derechización en Europa).  Fue precisamente un filósofo italiano, Alessandro Ferrara, quien a finales del siglo pasado, escribió en su libro La fuerza del ejemplo: «la influencia política que una UE más integrada puede ejercer sobre el escenario mundial depende, más que de ninguna otra cosa, de la fuerza que le da el constituir un ejemplo de cómo la dignidad humana puede ser protegida de manera óptima y de cómo la diversidad puede reconciliarse con una unidad sin disolverse en la homogeneidad». 

Los recientes resultados de estas últimas elecciones demuestran bien a las claras que Europa no camina en esa dirección. El voto, el principal recurso de la ciudadanía para mandar mensajes al poder político, no ha sido aprovechado por prácticamente la mitad de los europeos con derecho a ejercerlo. 

El caso de Grecia sirve muy bien para entender esa falta de compromiso ciudadano con el proyecto que representa la UE: ¿quién le puede reprochar a los griegos que no hayan superado el 41% de porcentaje de voto en esta última convocatoria electoral cuando la primera vez (año 1987) que votaron a sus representantes al Parlamento Europeo esa cifra era el doble (81%)?  Su historia se halla recogida, con honestidad y por tanto sin ahorrar patetismo, en ¿Y los  pobres sufren lo que deben? Este es el título que escogió Yanis Varoufakis para su libro publicado en 2016, un año después de que dejara su cargo de ministro de finanzas de Grecia. Su abandono del gobierno al frente del cual se encontraba el partido de izquierdas Syriza (acrónimo griego de Coalición de la Izquierda Radical) tiene que ver con los acontecimientos del convulso verano de 2015, cuando se celebró el referéndum para que la ciudadanía helena eligiera si aceptar o no el proyecto de acuerdo presentado a Grecia por la Comisión Europea, el Banco central Europeo y el Fondo Monetario Internacional en el Eurogrupo del 25 de Junio de 2015. Lo que pasó es historia, y muy reciente aunque muy olvidada, de la Unión Europea. Entonces la oligarquía financiera le echó un pulso a la democracia griega. La dramática victoria fue de la primera. Entonces Europa ofreció su peor cara, la más cruel, insolidaria e injusta. La así llamada Troika europea se puso del lado de la defensa de la riqueza de la minoría prestamista, mostrando las debilidades del diseño institucional del euro, el cual –como advierte Varoufakis en su libro– acabó dividiendo a los pueblos europeos que hasta entonces se habían unido en la esperanza de la prosperidad común en un estado de paz duradera. La crisis del euro trocó ese luminoso estado de ánimo en tristeza, «porque –sostiene el exministro griego– la solidaridad de 1970 fue transformada en una serie de rescates tóxicos que abrieron fisuras psicológicas a lo largo de los Alpes y Rin arriba. Y peligro, porque un mal incontenible asomaba por estas fisuras con la capacidad de devastar el proyecto Europeo y, además, de desestabilizar el mundo en general. Estas nuevas divisiones nos recuerdan que sería una locura olvidar cómo Europa ha sido capaz, en dos ocasiones durante el siglo pasado, de desquiciarse tanto como para infligirse un daño tan tremendo a sí misma y al mundo entero». 

Aquellas angustiosas semanas de 2015 fueron trasladadas al cine por el director franco-griego Costa-Gavras en su película Adults in the room estrenada en 2019; en España, bajo el título de A puertas cerradas. El filme está inspirado en otro libro de Yanis Varoufakis titulado Comportarse como adultos: Mi batalla contra el establishment europeo. Al final del filme, una vez rechazada por la mayoría de la ciudadanía la propuesta de la Troika, el Primer Ministro griego, Alexis Tsipras, empieza a asumir la idea de que no va a poder cumplir con la decisión manifestada por la mayoría de sus compatriotas. Paradójicamente el referéndum griego no certifica la fortaleza de la democracia europea, sino el triunfo del orden global neoliberal que exige la anulación de las decisiones populares. Europa se reveló en aquel momento como guardiana de la constitución económica global, plasmada institucionalmente también en la Europa del euro, que tiene por misión principal mantenerla a salvo de las reivindicaciones colectivas de justicia social (esa aberración según Javier Milei) e igualdad redistributiva. Consciente de ello, el Varoufakis de aquel aciago verano de 2015 sentencia lapidariamente en el desenlace de la película: «si la izquierda permanece hará una política de derechas. Es mejor que la izquierda desaparezca para que pueda renacer». A juzgar por la derechización imparable que tiene lugar en toda Europa, y que los resultados electorales certifican, puede que se esté cumpliendo esa desaparición.

¿Cómo no reparar, en la coyuntura presente, en el hecho de que hace tan solo diez años Podemos apareció en el panorama electoral precisamente en las elecciones europeas obteniendo un sorpresivo resultado de cinco escaños y que en estas de hace unos días es Se Acabó La Fiesta la propuesta política que asalta los cielos con sus tres escaños, superando el número que los sondeos más optimistas le otorgaban? En ambos casos fue la pulsión del descontento democrático la que aupó a estas dos formaciones a la relevancia electoral. Ambas, estando en extremos del espectro ideológico opuestos, obtienen su seña de identidad de su crítica al establishment, a “la casta”, como gustaba de decir el Pablo iglesias de los más apasionados tiempos. Comparten así mismo que en sus respectivos nombres late un ánimo disruptivo fundacional: Podemos es la aspiración a cambiar de verdad la jerarquía de poderes, a subvertir el orden establecido que se pretende inamovible, pétreo, rompiendo con la conformidad y el sometimiento al mismo; Se Acabó La Fiesta sugiere que reconozcamos nuestra minoría de edad en su sentido kantiano, que aceptemos que alguien que sabe lo que verdaderamente nos conviene ponga freno a nuestros desafueros. De acuerdo a su tesis, el poder político se ha desmadrado, tornándose demasiado tolerante con aquellos que erosionan los valores que definen la moral patriarcal más rígida. Su líder, el tal Luis “Alvise” Pérez, se muestra como un justiciero impenitente que afirma que su formación va a «reventar las urnas» prometiendo «mano dura» contra la corrupción y la «partitocracia». Todo muy machote; por eso no es de extrañar que, según el análisis de especialistas de datos como Kiko Llaneras, más de la mitad de los votantes de Vox y Se Acabó La Fiesta son varones jóvenes. Según he leído en internet, en una discoteca de Madrid el tal Alvise llegó a decir que «España se ha convertido en la fiesta de los criminales, de los corruptos, mercenarios, pedófilos y violadores». Aparte de estas soflamas sin fundamento poco o nada sabemos de sus propuestas políticas. No hay rastro ninguno de pensamiento argumentado (es decir, lógico y basado en hechos) en su ideario. Congruente en alguien que tiene a gala ser un «analfabeto académico». En esto hay una notable mutación (para mal) respecto del antecedente que supuso Podemos cuando apareció como expresión del descontento democrático. El partido de izquierdas sí que tenía tras de sí todo un elaborado trabajo de pensamiento político definido por figuras de reconocida altura intelectual, se estuviera más o menos de acuerdo con sus propuestas; entre ellos se hallaban Juan Carlos Monedero, Carolina Bescansa y, en el apartado económico, Juan Torres López. Y desde luego que no forma parte del modus operandi político de Podemos el uso sistemático de la mentira y el bulo, algo que el llanero solitario Alvise Pérez tiene por recurso habitual a la hora de ejecutar su misión justiciera. 

El éxito de Se Acabó La Fiesta es el escalofriante epítome del devenir más reciente de la política europea y, por ende, española. Sé que existe una gran distancia, más que cronológica cultural, entre mi generación, la de esos jóvenes que veíamos en Europa el horizonte aspiracional que les permitía vislumbrar apenas iniciada la Transición española la promesa de libertades y derechos democráticos, y la de los jóvenes de hoy, abrumados por un panorama futuro en el que predomina la incertidumbre cuando no las visiones apocalípticas. En este angustioso contexto, los políticos se les muestran como una élite que poco tienen que ver con las vidas que ellos enfrentan. La política es entonces vista  como la fiesta de aquéllos, sufragada a costa de todos los demás, y la democracia como su máscara más mendaz. Así que nos proponen, en vez de cuidarla y mejorarla, provocar que salte por los aires. Su mensaje simplista y rayano en el nihilismo oculta la verdad que estas últimas elecciones europeas revelan, que estamos en serio riesgo de dejar de disfrutar la fiesta de la democracia. A fin de cuentas esa fiesta es una anomalía histórica, tan preciosa como frágil.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.