El incendio de abril pasado quemó el patio trasero de Valparaíso. Los sectores ubicados más arriba de la Avenida Alemania o del Camino Cintura. La parte alta de los cerros, zona que no es patrimonial y que muchos no ven. Tierra del abandono. El incendió reveló que, en los predios que constituyen la periferia de […]
El incendio de abril pasado quemó el patio trasero de Valparaíso. Los sectores ubicados más arriba de la Avenida Alemania o del Camino Cintura. La parte alta de los cerros, zona que no es patrimonial y que muchos no ven. Tierra del abandono.
El incendió reveló que, en los predios que constituyen la periferia de la ciudad, existían centenares de hectáreas de plantaciones de eucaliptus sin ningún tipo de manejo. Estos se sumaron a los basurales clandestinos, a la falta de planificación y años de empobrecimiento y corrupción administrativa: los factores que contribuyeron a desatar el peor incendio que ha padecido la ciudad-puerto.
Los predios que ardieron tienen dueños. El fundo El Pajonal, situado entre los cerros Ramaditas, Merced y Las Cañas, pertenece a Ursula Riegel. Su padre, Hermann Riegel, compró esas tierras en la década de 1920. Luego se cuentan los fundos pertenecientes a Mauricio Andreani, Roberto Galletti, Pablo Rivera, dueño del fundo Los Perales, y Rommel Schmidt. La Armada también posee hectáreas en la parte alta de El Vergel.
Se trata de terrenos que han permanecido en una burbuja especulatoria por años. En 2012, la prensa dio cuenta de un hipotético emprendimiento inmobiliario en el fundo El Pajonal, que inclusive contendría un parque urbano, edificios y teleférico. Nada se concretó. A fines de marzo pasado, semanas antes del siniestro, el reciente Premval (Plan Regulador Metropolitano de Valparaíso) determinó que las franjas altas de los cerros pasaron de ser Zonas Forestales a Zonas de Expansión Urbana, cuestión resistida por algunas organizaciones comunitarias (ver PF 803). En cada uno de esos predios periurbanos, las plantaciones de eucaliptus en abandono fueron el sendero por donde se desplazó el infierno hasta las casas, algunas situadas a metros de los árboles.
EL AMIGO DEL FUEGO
Las plantaciones de eucaliptus globulus en Valparaíso datan de inicios del siglo XIX, convirtiéndose en la primera zona litoral que adoptó esta especie procedente de Australia. A mediados del siglo XX, ya había masivos cultivos en los cerros que rodeaban la ciudad. Así, prácticamente desapareció la vegetación nativa, el bosque esclerófilo, quedando algunos reductos en ciertas quebradas y laderas. La destrucción de esta flora, constituida principalmente por quillayes, boldos, peumos y palmas, era una tendencia ya desde la Colonia, producto de la necesidad de leña y carbón. En los años 60, los gobiernos fomentaron la plantación de eucaliptus en los predios particulares que rodean la ciudad. Los mismos que, años después, quedarían sin manejo.
Al igual que el pino radiata , el eucaliptus ha sido la vedette de las plantaciones forestales chilenas. Crece rápido y, pese a los incendios, tiene una recuperación notable. Se trata de una especie pirogénica. Como señala Daniel Ariz, geógrafo especialista en prevención de incendios forestales de Conaf-Valparaíso, «es un vegetal que está predispuesto a quemarse con facilidad y, a su vez, irradia mucha temperatura. Los procesos de precalentamiento, secado y desprendimiento de alcoholes en terrenos combustibles, son muy rápidos cuando existe calor. Si se recorre una plantación de eucaliptus en un día de verano, se nota el olor del eucaliptol, que es un aceite esencial de dicha especie. Es decir, a los 90° de temperatura son capaces de desprender sustancias volatiles muy combustibles, lo que ayuda a que se inflamen muy rápido cuando una chispa o proyección de llamas los impacta, y así sucesivamente se va propagando el fuego entre árbol y árbol».
Pero los efectos ambientales del eucaliptus globulus son varios más: «Consume mucha agua. Eso ha provocado que las quebradas se queden secas», señala Rodrigo Villaseñor, biólogo y profesor de la Universidad de Playa Ancha (UPLA). No es lo único: Sus hojas al caer generan un manto de fácil combustión. «En Chile no está la fauna que degrade las hojas, por eso, cuando uno entra a estas plantaciones está lleno de hojas y de restos de madera que tardan años en descomponerse». El árbol tampoco produce suelo ni mantiene la humedad, como sí lo hace el bosque nativo con su hojarasca.
Antonio Ugalde, asesor de la Facultad de Ciencias de la UPLA acota: «No sólo es el monocultivo sino las altas densidades, es decir, 1.600 plantas por hectárea. Si no hubiera tal cantidad, los espacios intersticiales permitirían controlar el fuego. Imagínate que los cortafuegos debieran tener 500 metros de ancho, y acá son solamente caminos de ingreso a la faena. Tienen siete metros de ancho y si miras hacia arriba, ves que las copas de los árboles se tocan. Sobre un tocón (tronco base), la ley dice que deben crecer no más de tres varas. Aquí hay ocho o diez… Mientras más varas hay, mayor es el riesgo de incendio; el follaje está muy tupido, por eso está seco». El académico agrega: «Es el modelo forestal. No es el eucaliptus per se, sino cómo las empresas forestales generan una mirada de cortísimo plazo y una rentabilidad muy rápida».
A juicio de estos profesionales, en Chile las normas son buenas, pero la fiscalización es deficitaria. Ugalde ejemplifica: «No hay recursos. Piensa en la extensión de la superficie forestal y el número de fiscalizadores o los vehículos que tienen. Conaf fiscaliza con el Decreto 701 (Decreto Ley 701, de 1974. Nota de PF). Para un proyecto forestal tienes que tener un manejo, y eso incluye manejo de residuos para evitar la expansión del fuego, y eso normalmente no se fiscaliza. O puede que Conaf fiscalice y pase una multa, pero esta es baja respecto al costo del manejo… Y van al juzgado de policía local que tampoco tiene capacidad de perseguir».
REFORESTAR NO BASTA
En mayo pasado, en una columna en el diario digital El Mostrador , el arquitecto porteño Pedro Serrano propuso expandir un cinturón natural en Valparaíso que permitíría proteger la ciudad de aquel «dragón de fuego» que son estas plantaciones abandonadas. Mediante leyes y aportes financieros estatales proponía crear un área protegida cuyos polos serían el Parque Nacional La Campana, la Reserva Nacional Lago Peñuelas y el Santuario de la Naturaleza constituido por los acantilados Federico Santa María, en la zona sur de la comuna, aquellos ubicados a los pies del cerro Playa Ancha. Cercano a ese punto se encuentra el fundo Quebrada Verde, propiedad de las universidades regionales.
«Lamentablemente en Chile no existen los planes reguladores sino política de vivienda», indica Antonio Ugalde. «Se van expandiendo los territorios pero no se consideran los servicios y, dentro de estos, los ambientales, el agua, el oxígeno, el paisaje… En Valparaíso nadie habla del patrimonio natural. Se habla del material, que se lo están comiendo las termitas… Los acantilados Santa María y su vegetación son únicos. Es un santuario de la naturaleza que fue declarado en 2005 y no hay servicios turísticos hacia ese sector. La gente no lo conoce; no conoce el patio trasero».
Estanques de agua comunitarios, que permitan tener líquido en los cerros más apartados, es uno de los proyectos que Villaseñor y Ugalde bosquejan con miras a los cambios necesarios en el Valparaíso posdesastre. «Podría ser un sistema que se alimentara de las aguas lluvias de los techos o de las aguas grises de las propias viviendas. La idea es controlar el fuego donde surge», señalan.
Pero el control sobre los eucaliptus resulta clave. Proponen reforestar con especies que restauren la capa vegetal en las laderas quemadas. Señala Ugalde: «Las que tienen menos combustibilidad son los cactus y las suculentas, una de ellas es la doca. Estamos dándole vueltas y buscando literatura para presentarles un proyecto a las autoridades. También se podría pensar en un proyecto de seguridad alimentaria, donde la comunidad se preocupara de cuidar la ladera, y eso debiera surgir de darle valor a la tierra. Por qué no pensar en terraplenes con huertos, a la manera de los cultivos escalonados. O cultivos industriales orgánicos que pudieran ser provechosos para cooperativas vecinales, que los comercializaran. Por ejemplo, tunas, naranjas. Eso sería un proyecto de planificación y desarrollo, y estas plantaciones podrían ser regadas por los estanques que planteamos».
En todo caso, Ugalde indica que estas medidas, así como otras, deben estar vinculadas a una planificación. En este punto, es clave la organización social. «Si la comunidad está desorganizada, si bota basura, si no está empoderada, entonces la comunidad mantiene el statu quo . Lo que hay que hacer es entregar poder a los ciudadanos para que sean ellos mismos los que puedan controlar los incendios. No hay que echarle la culpa al eucaliptus. Alguien lo trajo, alguien lo plantó, y con estas densidades. Entonces, tenemos que mirar el territorio de forma integrada. Entre construir un parque ecológico y no hacerlo, yo prefiero hacerlo… porque genera cohesión social. Debiese haber una red social en un territorio si no, estas experiencias se transforman en un lunar», indica.
Daniel Ariz, de Conaf, indica que remover los troncos de eucaliptus desde la zona siniestrada podría ser peor por la erosión que causaría. Quizás el remedio -parcial- fuera cortar las ramas de los árboles. Sin embargo, enjuicia: «En este tema, todos se lavan las manos. La municipalidad dice que los predios son particulares…».
EL PARQUE CONSUMIDO
El sábado 12 de abril, varios integrantes del Centro Comunitario Las Cañas se encontraban en una quebrada, situada más arriba de la toma de El Vergel, en lo que se conoce como fundo El Molino. Bajo un sol y un viento inclementes, peleaban con palas contra un incendio que engullía el pedazo de terreno que ellos mismos habían declarado como Parque Ecológico, y que poseía los últimos vestigios de un bosque de peumo, quillayes y boldos.
«Fue en 2006 cuando el Yerko (González) (ver PF 803) vino a conversar conmigo. Quería ayuda para un proyecto que tenía para realizar cabalgatas turísticas en esa zona», recuerda Mauricio Salazar, director del centro. «Lo acompañé pa’llá porque cuando chico yo siempre jugaba allí. Bueno… Cuando llegamos quedé loco. Vi la vegetación que existía. Era un sitio para realizar una recuperación natural. Le tomé el valor al lugar. A partir de ahí, los paseos recreativos con los niños del Centro, en el verano, los hacíamos pa’ allá».
Al lugar se arriba atravesando la toma El Vergel, y bordeando un vertedero clandestino. El llamado sector de «La Medialuna» del Club de Huasos El Molino. El mismo que fue denunciado por los jóvenes pobladores, años antes del siniestro, como foco de insalubridad y peligro de incendio; según ellos, incluso camiones municipales tiraban desechos de todo tipo, escombros, neumáticos, madera. Hoy, a meses del siniestro, hay evidencia que los desechos continúan… En medio de hectáreas de plantaciones de eucaliptus quemadas.
Tras caminar algunos metros, se accede a un terreno que tiene un letrero que indica que la Armada es la dueña y prohibe el ingreso. Es el fundo El Molino, o el lugar donde antiguamente estaba instalada la medialuna antes aludida. El entorno sobrecoge: tierra y troncos de eucaliptus quemados. Si uno se fija puede advertir cómo desde el terreno abrasado resurge lentamente la vida… Brotes de algunas plantas y flores, incluso papas silvestres. Más allá, en un tronco, la evidencia de la resistencia del eucaliptus globulus : el pimpollo de una nueva rama. Seguimos caminando en lo más alto de la zona alta de Valparaíso. Debemos estar a unos 300 metros sobre el nivel del mar. El fundo El Molino está al interior de la Quebrada Jaime, que divide los cerros La Cruz y Monjas y que luego se transforma en la Avenida Francia que desciende al plan. Los cursos de agua se han secado en gran parte de esta zona. Algunos metros cerro abajo, se puede observar cómo un estero se embanca. Efectos del eucaliptus.
Recordando algunas acciones que hubo en el Parque Ecológico, Mauricio Salazar acota: «No tuvimos mucho tiempo de sembrar nuevas especies; sacamos un poco de eucaliptus. Además, hablamos con los huasos que hacen carbón para que no ocuparan árboles nativos. Habían unos cabros que hasta se ‘pitearon’ un canelo. Nosotros queríamos ordenar un poco, que la gente mantuviera su trabajo, pero decirles los árboles que podían sacar y los que no». Un área verde, con especies nativas, de uso gratuito para la población más modesta de estos cerros, era el plan de estos jóvenes. El objetivo era significativo en una ciudad que justamente carece de este tipo de lugares de recreación y conocimiento.
Al final del recorrido, tras descender por una ladera, llegamos a una meseta. Salazar y sus compañeros se impresionan con la destrucción. Contemplan los restos de un boldo; o los muñones carbonizados de un grupo de quilas. Como es invierno, una delgada frazada verde cubre la tierra que ardió. En el lugar no se escuchan pájaros. Un joven descubre una culebra. «Serían años de reforestación», piensa en voz alta Mauricio Salazar. En la charla bosquejan planes y anhelos. Pero es difícil proyectar algo que se encuentra en un limbo.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 810, 8 de agosto, 2014