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Entrevista al académico Carlos Alberto Ruiz Socha, asesor jurídico de la guerrilla

«Seguir así a las FARC es un suicidio»

Fuentes: Rebelión

Rebelión publica esta entrevista que fue realizada, a finales de marzo de 2018, al académico y jurista Carlos Alberto Ruiz Socha para el libro Final Abierto: 20 miradas críticas sobre los acuerdos con las insurgencias (2010-2018) (ver http://lanzasyletras.org/2018/04/19/negociaciones-con-las-farc-y-el-eln-pensar-lo-que-vendra; y Lanzas y Letras, La Fogata Editorial). Su opinión corresponde a la un asesor jurídico de la […]

Rebelión publica esta entrevista que fue realizada, a finales de marzo de 2018, al académico y jurista Carlos Alberto Ruiz Socha para el libro Final Abierto: 20 miradas críticas sobre los acuerdos con las insurgencias (2010-2018) (ver http://lanzasyletras.org/2018/04/19/negociaciones-con-las-farc-y-el-eln-pensar-lo-que-vendra; y Lanzas y Letras, La Fogata Editorial). Su opinión corresponde a la un asesor jurídico de la guerrilla, el único que ha participado en ambos procesos de paz, tanto con las Farc como en las actuales conversaciones con el ELN, organización a la que asesoró hace veinte años y con la que participó en la reunión del Acuerdo de Puerta del Cielo en Alemania (julio de 1998). Es conocida su posición frente a los acuerdos de La Habana suscritos por las Farc en 2016, que él cuestionó en algunas materias (ver sus artículos en www.rebelion.org), motivo que ocasionó su retiro de dicha asesoría. Este reciente aporte se produjo desde Quito días antes de la detención de Jesús Santrich, el 9 de abril de 2018 (http://lanzasyletras.org/2018/04/10/para-los-excombatientes-de-farc-se-viene-la-mas-pertinaz-y-vengativa-persecucion-judicial-jesus-santrich/), y de las contradicciones internas del partido político de las Farc, en las que por un lado se aboga por respetar sin fisuras el orden jurídico dominante que validaron totalmente sus dirigentes, y otras voces señalan por el contrario no acoger o someterse ante decisiones injustas en la alianza de entes estatales de Colombia y de los EE.UU., que continúan persiguiendo penalmente a líderes de la ex guerrilla de las Farc, en el marco de un desplome o fallida implementación de gran parte de los acuerdos entre el Gobierno de Santos y las Farc. Ruiz Socha asesora actualmente en La Habana al Ejército de Liberación Nacional, ELN, en la continuación del V ciclo de conversaciones en las que se busca llegar a un nuevo alto el fuego bilateral y al diseño de cómo será la participación de la sociedad civil-popular en el diálogo nacional para la paz con justicia social en Colombia.

1. Usted fue asesor de las negociaciones con las FARC y más recientemente es asesor del ELN. ¿Por qué cree que en La Habana se llegó a un acuerdo y en Quito no, qué circunstancias se dieron en el primer caso y estuvieron ausentes en el segundo?

Podemos afirmar como algo básico que las guerras son resultado de una sumatoria compleja de factores. Pero las llamadas soluciones a las guerras, ya sean salidas políticas, ejemplo El Salvador en los noventa, es decir con predominio de una negociación como etapa final y cumbre, o también las que se signan por una clara derrota militar, o de exterminio, como en Sri Lanka con el genocidio al pueblo Tamil en 2009, son por lo general ecuaciones todavía más complejas. La ecuación que llevó a la negociación de las Farc con el régimen, se fue configurando en diferentes planos en el curso de al menos seis años (2008-2014). Hubo exposición y efectos de trofeos militares como fue «dar de baja» a comandantes como Alfonso Cano, a Raúl Reyes, a Jorge Briceño, y a muchos mandos, más o menos cuarenta en alta o media jerarquía, en esos años en los que el modelo de esa guerrilla desembocó en un laberinto, por el peso o la presión militar enemiga acumulada en territorios en los que no había ya para dónde ir, en los que hubo desconexión con las bases históricas o aislamiento por la persistente persecución, no sólo de tipo bélico sino de rompimiento de canales con tejidos sociales afines, entre el campesinado y pueblos diversos, ya sea producto de errores propios así como el saldo de la guerra sucia.

En esa realidad, se da un planteamiento esperado y plausible: dialogar, como lo había pedido el propio comandante Cano en 2010. Santos llega a la presidencia con esa propuesta en la manga de su brazo de fuerza, luego de golpes a las Farc que no quebraron su moral de lucha, pero que sí resintieron o tuvieron fuerte impacto. El gobierno sabía del alcance de esa oportunidad y como es lógico desarrolla en secreto esos contactos para tantear hasta dónde las Farc cedían. En 2011 Santos mata a Cano pero con la otra mano ofrece conversar. Las Farc no se amilanan, demuestran fe en su causa, siguen en esos encuentros confidenciales, en febrero de 2012 renuncian a retener o llevar a cabo lo que comúnmente se denomina «secuestro» por razones económicas, y acogen la fórmula de aproximarse sin derrotismo. Finalmente en agosto de ese año 2012 se firma la agenda de La Habana y se echa a andar un proceso que en mi opinión comenzó por tener en la mesa dos contendientes firmes en sus convicciones y posiciones, con el respaldo de sus respectivas realidades militares.

En lo que me consta, llegando en 2013 como asesor, es que había una fuerza rebelde que estando inmersa en muy duras circunstancias, ante un reto histórico de grandes proporciones e indudablemente de enorme responsabilidad, pues no podía rechazarse conversar, fue tomando nota de un balance político, externo e interno, y no coyuntural sino de orden histórico, y se vio así misma en una encrucijada de tipo realista, de cálculo, como lo conceptualizaríamos desde la ciencia política. Cualquier observador podrá comprobar con los discursos de las Farc en la mano, en 2013, en 2014 y parte de 2015, cómo se mantuvo en alto una beligerancia, cómo no se perdió el tono que distingue a una fuerza insurrecta, exigiendo y pensando más en ganancias reales para el país sometido que en garantías para ellos mismos, para los líderes guerrilleros. Sin dejarse de hablar de la problemática rural, de los cultivos ilícitos, de la participación, de la pobreza y de necesarias reformas, lo que sucedió en mi opinión es que hubo una fase en la que comenzó a primar la visión de favorabilidad a sus fuerzas, y en particular a la dirigencia, por lo cual el gobierno vio que era ahí donde acertaba, donde debía reforzar o centrar su propuesta y puso en la mesa, en medio de crisis y argucias, un cebo importante, referido sobre todo al tema de la judicialización de responsabilidades penales derivadas del conflicto.

Esa ecuación, pues, aparte de esos vectores militares y políticos, estuvo al final integrada por consecuencias múltiples, como los costos, incluyendo los éticos, de un tipo de articulación y relación accidental con determinadas economías y circuitos en el contexto de la guerra, me refiero en concreto al narcotráfico, tan presente en Colombia en cualquier lado; naturalmente el cansancio y el sufrimiento humanos, o diríamos inhumanos, tras años o décadas de una feroz guerra, que fue haciendo mella, con un Estado que usa el paramilitarismo y el terrorismo, que criminaliza el movimiento social, que tomó cientos de prisioneros para los que no había salida. Entonces, un Estado que había avanzado tantísimo en esas posiciones de fuerza bruta y directa, para persuadir; y que gozaba del apoyo de gran parte de la opinión y por supuesto de la comunidad internacional, contando con el concurso para ese empeño de países no amigos del Establecimiento, como Venezuela, en tiempos del comandante Chávez, ve que hay cómo imaginar unos compromisos de reformas constitucionales y legales.

Esa carnada es la promesa. Y cuando hay un ofrecimiento hay quien lo acoge o quien no lo acoge del todo y mantiene sus reservas. De ahí que se cuenta, como se diría en antropología, psicología o en filosofía, con una prueba de la estructura identitaria, y más siendo una estructura fustigada y atraída por la ficción de la ley, en transición de valores, de convicciones y de razonamientos que constituían una médula moral, y en este caso política, que dejó de ser tal al renunciarse a la rebelión, por nada materializado, salvo el cumplimiento de que no sería aniquilada. Sin que se vieran obligadas las Farc a consultar ampliamente y ver alternativas, en unos diálogos más o menos cerrados, entre cúpulas, en los que no estaba presente la diversidad del país o el conjunto social como parte, sino apenas como espectador lejano, las Farc fueron seducidas por esa promesa del más llano reformismo normativo, o sea sin cambios a la vista. No hubo demostraciones de voluntad real del régimen, sino firmas de cientos de páginas; no hubo avance de lo negociado, con mínimas transformaciones palpables, sino retroceso o recorte a partir de las realidades y sofismas de la juridicidad dominante, que se escudó en procedimientos de su ley o en el reparto de funciones, o sea que lo pactado debía ser convalidado después por el poder judicial y el legislativo, además de estar sometidos los acuerdos al plebiscito o refrendación del 2 de octubre del 2016, que fue un fiasco.

En fin, que las Farc fueron embelesadas por la apariencia de la ley de su oponente, y recogió con inusitado entusiasmo la bandera de la falacia jurídica. Compró la lógica de la normativa o el funcionamiento estatal, que es la envoltura, y por ende se alimentó de lo que estaba adentro; acogió el contenido axiológico e ideológico que reproduce el orden de dominación. En junio de 2016, yo ya había dejado de ser asesor, las Farc se sometió explícitamente a la ley del Estado. Fue el punto de quiebre.

Hasta este momento, marzo de 2018, en Quito, hay una Delegación de Diálogos del ELN, la cual tengo el honor de asesorar en cuestiones jurídicas, que refleja una organización con dilemas, no golpeada militarmente como las Farc lo tuvo que vivir; una guerrilla que busca un modelo de salida política transformadora, es decir con cambios mínimos que el país viva ya y no que sueñe por décadas; se está desarrollando una propuesta de gran Diálogo Nacional, o sea un proceso participativo amplio y plural, de simbiosis vinculante; y además esta guerrilla conserva y rehace su propia juridicidad y proyección reguladora de su existencia y razón de ser, es decir no acoge ni respeta la ley selectiva de su adversario.

2. El diseño de Justicia Especial para la Paz surgido de La Habana fue cuestionado tanto por la derecha que se opone a los acuerdos como por sectores de izquierda que cuestionan la impunidad que otorga a responsables de crímenes de Estado. ¿Cuál es su valoración al respecto, cómo cree que debería ser un esquema efectivo de Justicia Transicional?

Tiene que ver mi respuesta sobre este tema con lo dicho anteriormente. Ese es el marco. Es decir, se fue cambiando no la realidad sino la percepción de la misma, y a partir de ahí, como es lógico, en parte las convicciones fueron mutando, o sea el orden de los principios, también por la percepción que el sujeto político insurgente fue teniendo de sí mismo y de lo que hoy día se sintetiza como fortalezas, debilidades, amenazas y oportunidades. La amenaza era ir a la cárcel aislado, con la derrota encima, como sería en algo el caso de Abdullah Öcalan del PKK, o Abimael Guzmán de Sendero Luminoso. Condenados, sin alegar de cara a un público en un proceso de paz. La oportunidad en cambio era como lo que finalmente se ha dado, digamos con un Gustavo Petro o un Navarro Wolf, del M-19. Hacerse senador, hacer política dentro de las reglas del sistema, sin pasar por la cárcel. Jugar a las elecciones, aspirar a la presidencia, intentar cuajar una formación política de izquierda en la legalidad, etc.

En 2013 otro asesor jurídico y yo, con base en las propias ideas de las Farc y en enunciados nuestros, formulamos la necesidad de un sistema de justicia que debería acoger las definiciones más progresistas del derecho internacional, obviamente del derecho penal más avanzado, estudiando los alcances de la Corte Penal Internacional, de otros tribunales, experiencias diversas, en conjunción con la propia entidad de la rebelión, de la política que se afirmaba en valores de resistencia a la opresión, de soberanía, de impugnación a cánones dominantes, incluso armonizando esa propuesta con posibilidades que se daban en ese momento en la UNASUR o en la CELAC. Recuerdo tuvimos un par de reuniones con el secretario general de la UNASUR, Alí Rodríguez Araque, así como con varios embajadores en La Habana. Diseñamos una propuesta autónoma pero abierta, de cara a requerimientos tanto internacionales como del país, referidos a la verdad, a la justicia, a la reparación y la no repetición. Obviamente para ese momento las coordenadas de afirmación ética y política eran otras, tanto que se produjeron guiños y decisiones para explicar y explicarse. Comenzamos a desarrollar pasos para el reconocimiento de responsabilidades por diferentes hechos que nunca debieron suceder. En un viaje a Estados Unidos en un grupo consultor, contactamos a quienes esperaban por años explicaciones de qué pasó y por qué con sus familiares, víctimas de acciones de las Farc. Hicimos lo mismo en Colombia. Yo me reuní como asesor jurídico de las Farc con obispos del litoral Pacífico y luego con víctimas de Bojayá para tratar por primera vez este caso y otros, en la perspectiva de lo que luego ocurrió: pedir perdón y trabajar un proceso con ciertos compromisos. Se hizo después en La Habana. Y en la lista fueron señalándose otras demandas.

Cambia todo cuando lo que reina ya no es un proceso equilibrado de búsqueda de las dos partes de un nuevo y coherente sistema de justicia frente a hechos del conflicto, sino la imposición que una de ellas va haciendo, en este caso sutilmente el Estado, orientando a partir de sus premisas. Ya había sido aprobado el Marco Jurídico para la Paz, como reforma constitucional en el 2012, el cual fue fragmentado y puesto de bajo perfil, pero que sirvió como referente de arranque, con efectos simbólicos y discursivos, para partir de una posición estatal aparentemente hacia otra, poco a poco convergente con las Farc, que creyó en 2015 y 2016 que había logrado mover al Estado, cuando en realidad sólo ellas se estaban deslizando y comprometiendo con algo que les cambiaba la perspectiva. Al régimen no. Se pactó en septiembre de 2015, en una trampa de sugestión, que tenía que ver con la promesa mencionada de nueva institucionalidad, y en un ejercicio de aceleración y conminación, la hoy denominada «Justicia Especial para la Paz», que en una sucesión de reformas constitucionales y legales, logra dos objetivo de alto valor para el sistema.

El primero: desvertebrar la rebelión no sólo materialmente llevando al desarme y la desmovilización, sino en la mente y los corazones de los que dejaban de ser insurgentes, que aceptaron renunciar a lo que en términos penales asumimos como delito político y su complejidad lógica, pues el Estado ganó ahí que se convalidara la criminalización de actos propios del alzamiento armado y tachar como crímenes amplias conexidades. Me explico: que acciones naturales de la rebelión se vean como crímenes, cuando no lo son si están en ese orden de coherencia y valores que definen ese derecho y sus límites ontológicos y éticos. Esto lleva a que el guerrillero o la guerrillera sea re-criminalizado/a en ese nuevo sistema especial de justicia. No ya con consecuencias personales o individuales, que se ocultarán o se notarán cada vez menos y cada vez menos entre más se suba en el rango de responsabilidades, cuando lo elemental es que la dirigencia las asuma, hipótesis ésta que veremos si se constata según el proceso político y sus blindajes. Las consecuencias a las que me refiero más, pues esto es más profundo, es el mensaje al mundo, a las luchas de los pueblos y para la historia: que levantarse contra la opresión es un crimen. Que sólo cabe hacerlo aceptando la extrema simplificación de la rebelión. Esto es algo repudiable.

Y el segundo efecto trascendental, entre varios fines logrados por el sistema, también bajo esa jurisdicción especial, es el refuerzo de la impunidad de los crímenes de Estado y de su lógica, pues las altas responsabilidades bajo esta justicia y sus reglas, nunca serán puestas al descubierto, no con ese modelo, ya que se desechó el imperativo de la cadena de mando, salvándose así tipos como Uribe Vélez, ministros y generales en la cúspide de esa jerarquía no sólo nominal sino funcional por adscripción más allá de lo normativo, o sea por conocimiento directo y omisión eficiente al cometerse cientos y cientos de crímenes de lesa humanidad y de guerra. Los llamados terceros civiles, como jefes del paramilitarismo en el empresariado o la política, igualmente están de plácemes. No serán tocados.

De dónde vienen las críticas de la extrema derecha. De ser precisamente extrema derecha. Hoy dispuesta a controvertir, por fundamentalismo, cualquier evidencia. Así como niega la eclosión medio ambiental o la usa para sus fines discursivos en su racionalidad económica, está resuelta a defender el negacionismo y la visión más radical del castigo penal, pero para los ex guerrilleros, a los que no quisiera ver participando en ningún espacio político legal, sino en la cárcel o muertos. Así mismo su posición sobre las responsabilidades de militares o policías, pues sabe que así como pasó en el sistema empleado en la etapa del reciclaje paramilitar, con la ley de «justicia y paz», puede suceder con la «justicia especial para la paz»: algo de tanta barbarie, algo de esas estrategias, por tanto del volumen, se tendrá que conocer, así el régimen logre controlar las verdades cualitativas que afloren; es tanto el horror que finalmente una capa de eso se va a conocer. Pero es normal, con o sin este aparataje, por las luchas de las víctimas, por la abundante prueba de cargo contra algunos funcionarios o prácticas estatales, y por los pocos funcionarios que no la descartarán; no todos son corruptos o ineptos.

En cuanto a las críticas de la «izquierda», diría poco. En realidad gran parte de ese espectro, por seguidismo, mediocridad o clara intención de una apuesta gaseosa por cansancio y fe política en una promesa de nueva institucionalidad y oportunidad de anclarse ahí, no hizo a tiempo sino tardía, tímida y de manera oportunista algunas observaciones, que debían haberse producido mucho antes, cuando esos acuerdos se estaban cociendo en secreto. Mucha gente se supone lúcida, instruida y comprometida, guardó silencio cómplice, para no entrar en desavenencias con la dinámica y la nueva visión de las Farc, que remedó lo que la izquierda española hizo en los años setenta y ochenta, validando con pragmatismo la transición del franquismo y la protección de sus herederos. Sólo gente como el Equipo Jurídico «Pueblos», en un excelente documento de febrero de 2016, el padre Javier Giraldo y algún intelectual como Luis Jorge Garay, llamaron acá en Colombia a tiempo a estar alerta y señalaron que esos acuerdos de La Habana se encaminaban al refuerzo de la impunidad del orden establecido.

Y finalmente diría: justicia transicional es la del tránsito o transición real a una nueva y positiva situación. Hoy la nueva situación es la de una Colombia sin la insurgencia de las Farc. Con un pie en el lodazal institucional y el realismo de un país descompuesto. En todo lo otro sigue igual o peor. Otro modelo de justicia superior, es la que verdaderamente apunte a ser transformadora de esta inmundicia que nos circunda, por lo tanto la que devele las verdades más sustanciales, por ejemplo sobre el paramilitarismo y el direccionamiento histórico del terrorismo de Estado, sobre sus fuentes y alcances doctrinales, acerca de la concepción de seguridad que ha imperado, que haga justicia con el reconocimiento de esas verdades, que repare con visión de integridad a las víctimas renunciando a las estrategias de victimización o persecución de las luchas sociales, y construyendo reales garantías de depuración y no repetición. Nada serio de eso se ha dado. Ni pienso, con base en lo objetivo a mano, que pueda darse; no con las pautas establecidas o instituidas. Tendrá que ser otro proceso instituyente el que las defina y eche a andar.

3. El concepto «derecho a la rebelión» que usted fundamenta jurídicamente es sostenido por el ELN, en cambio FARC optó por una vía más pragmática de negociación. ¿Reside allí una diferencia conceptual que permitió llegar a buen puerto al proceso de La Habana, y que explica por qué en Quito el diálogo no ha encontrado mayores avances?

En teoría hablamos de un concepto que por los procesos históricos tiende a ser universalizable, es decir la rebelión como hecho complejo, y su configuración como derecho, ha estado presente no sólo en la propia constitución e identidad cultural y política de los pueblos y en la diversidad de las sociedades, sino que, más en el fondo, corresponde a las dinámicas de desarrollo y luchas como especie que sobrevive contra circunstancias y causas opresoras, o sea a forcejeos que subyacen a nuestra condición humana actual. Como pasa hoy día y pasará frente a la destrucción de las fuentes de vida a nivel planetario. En ese sentido, no hay un solo ser humano que haya escapado a la fuerza de procesos liberadores. Hasta Trump es heredero de la revolución americana de independencia que labró Washington. Y también la posibilidad de sobrevivencia está y estará ligada a la capacidad de resistir a la lógica depredadora global. Así que la fundamentación de la rebelión está relacionada con la conciencia que construimos sobre cómo son y cómo pueden cambiar las estructuras de injusticia que afronta un pueblo o un conjunto social. Se basa en la demostración objetiva de cómo es preciso combatir ese orden dominante injusto que por sí mismo no cambia, un orden urgente de ser interferido, por la muerte que genera para amplios sectores o incluso para mayorías que ven menguada su existencia, y hacerlo tiene que ver con la capacidad de impugnar esa situación en nombre de valores superiores a los del sistema. Hay pues una razón en la dimensión subjetiva, en la entidad moral del rebelde. Esa perspectiva jurídica, política y ética es la de la rebelión como derecho y obligación.

Es cierto: las Farc optó por una vía pragmática de negociación, sin que esa realidad social y política haya comenzado a cambiar positivamente. Es lo dramático, o más bien la tragedia. Finalizó su ejercicio de un derecho, como es la rebelión, aceptando una trama jurídica institucional y sus rúbricas. No se trataba de la «revolución por decreto», por supuesto. Nadie inteligente esperaba eso. Pero sí que tantas décadas de lucha y de dolor causado en la confrontación, por ejemplo al desatar el Estado la guerra sucia, hubiesen tenido un mínimo sentido de refutación del orden vigente, y no su convalidación moral, como se hizo; que parte de esas fuerzas acumuladas y encarnadas en diferentes planos y movimientos populares, sus planes de vida, sus mandatos, hubiesen tenido expresión mínimamente instituyente; que toda esa evidencia científica, objetiva, verificable, respecto de la descomposición del Establecimiento, del poder mafioso, del empobrecimiento, del saqueo, y de cómo somos un país miserable y servil, hubiesen tenido sentido exigiendo los rebeldes de las Farc el cumplimiento de unos mínimos creíbles y de reformas necesarias o básicas, sin conformarse con pactos volátiles, además recortados, que sólo les garantizan a sus dirigentes ciertas prebendas de participación política y raquíticos proyectos productivos.

Todo esto lo digo sin desconocer que su bandera o discurso es la defensa del cambio social, como está claro lo siguen sosteniendo. De eso no hay duda. Pero ya sin tener medios de coerción, de resistencia, de defensa, y de construcción de otras realidades sociales como insurgencia en una confrontación que decidieron abandonar; para emplazar a su oponente a cumplimientos deben acudir a la legalidad que éste les presta. El Establecimiento, las multinacionales, el gran capital, las elites, los grupos de poder, valoran este proceso de pacificación de Santos y su inteligencia, por haber sido el logro de una paz barata, que no supone transferencias o cesiones de poder real, culturalmente la instauración de una paz que he dado en llamar en un artículo «paz McDonald´s, negativa y señorial». Negativa, al decir del noruego Johan Galtung, significa que nos referimos a la terminación del conflicto, en medio de la violencia estructural, no a la paz basada en la redistribución de riqueza y de las oportunidades de vida digna. Erich Fromm, Albert Camus y otros humanistas del pasado siglo dieron valor a la paz, pero señalando la necesidad de procesos de emancipación; un humanismo social al que la rebelión alimenta con sus valores, y una rebelión que debe orientarse por el humanismo social que invoca y conlleva límites.

La rebelión y su fundamento jurídico tienen una base inteligible, comprensible por cualquier ser humano sencillo que ve la injusticia y se indigna por lo que mira. Unos actúan porque ejercen un derecho humano; se ven obligados moralmente a ello. Otros nos quedamos contemplando el cuadro. De ahí que predicar el fin de la rebelión, el ocaso de las guerrillas, sin ver la realidad misma, la persecución y la opresión, ondear éxitos como el desarme y la desmovilización de las Farc sin hablar de la guerra sucia, y del incremento de la corrupción y el pillaje, es una posición, pero no es humanismo social. Decir que el ELN debe parar su lucha basado en promesas, como si fuera cerrar un libro de García Márquez, que fue lo que dijo a finales de marzo de este 2018 el señor Tom Koenigs, enviado especial de Alemania para la paz de Colombia, abogando para que el ELN se desmovilice siguiendo el ejemplo de las Farc, eso es proponer un paso que puede ser suicida. No se refiere él al terrorismo de Estado, a la cadena mafiosa que detenta estructuras de poder; no. Se refiere a cómo una de las partes debe renunciar, y no a la otra. Afirmó: «el Eln debe darse el espacio para hacer el cambio a la política pacífica». Cuando lo correcto éticamente es otra proposición: el régimen debe dar espacio para hacer el cambio a la política pacífica.

Entre los valores de la rebelión está la propia idea de finitud. La guerra no puede durar siempre. No debe prolongarse sin necesidad. Pero no depende de ponerle fecha como a una caja de medicinas. Será perecedera cuando los objetivos básicos se vayan logrando. Y una de las vías es la negociada, el diálogo para concertar cambios. La resistencia a los nazis tenía que ver con la propia intensidad de la agresión que su maquinaria de ocupación y barbarie suponía. Si una acción violenta causal cambia, la respuesta a esa violencia debe cambiar. Si el Establecimiento colombiano tiene voluntad de mínimos cambios democráticos, la razón de ser de la lucha armada de resistencia o rebelde se diluye. Si el régimen no transforma parte de esa realidad que está en sus manos, fundamenta que los de abajo ejerzan un derecho humano y de los pueblos.

Veo hasta ahora en Quito que el ELN persiste en su fundamento de la rebelión, siendo el ejercicio de un derecho colectivo y personal. Pero no lo ha ejercido nunca ni lo piensa continuar desarrollando de cualquier manera. Hay una pulsión humanista, una política y una eticidad con la que por lo general actúan sus unidades, que le define al ELN esa necesidad de cumplir unos límites, de una autocontención y disciplina, que corresponden a los requerimientos del derecho internacional humanitario, de acuerdo a su propia juridicidad y compromisos con las clases populares. Y creo no es negarse a lo que sigue insistiendo: que las conversaciones deben construir un pacto de paz transformadora; no renuncia a buscar la salida política negociada al conflicto.

Antes de cerrar esta respuesta, a modo personal debo subrayar cómo por inercia, por el peso de diferentes factores, en Colombia falta fundamentar con coherencia que la rebelión es un derecho, y explicarlo, en las condiciones de guerra irregular popular, de guerrillas, de resistencia. Y cómo tendrá que ver con las posibilidades de vida y de bienes comunes, de comunidades y territorios, en los próximos lustros, si no llegamos a un acuerdo nacional de transformaciones básicas. Antes teníamos los ejemplos de grandes juristas de altura, como Eduardo Umaña Luna, Eduardo Umaña Mendoza, compañero y maestro a quien hace 20 años asesinó el Estado colombiano. Hoy está la voz y obra del padre Javier Giraldo, quien fundamenta y estudia la realidad de la rebelión. Y unos pocos o pocas juristas insobornables, que no han caído en las lógicas del silencio, de la compra venta de conciencias que ronda en Ongs y otros espacios. Es preciso en Colombia recobrar la lucidez de la necesidad de que la rebelión sea reconstruida y no vapuleada con las exigencias de la conciencia de lo público y del bienestar general, y que se reconozca la posición del beligerante, del insurgente, del rebelde, como interlocutor válido, sujeto político en la redefinición de un humanismo social para la defensa de la vida en tiempos en los que nosotras y nosotros tenemos la responsabilidad de preservar sistemas de vida colectiva ante la destrucción planetaria que sobre todo golpea a los más empobrecidos.

4. ¿Qué valoración general tiene usted como jurista, en función de su experiencia internacional, de los procesos de negociación con ambas insurgencias llevados a cabo durante los últimos 8 años?

Creo sinceramente que debemos respetar con ahínco el derecho de las Farc de pasar a ser una guerrilla a ser una formación política legal e intentar hacer política abierta en medio de esta putrefacción del sistema. Ya veremos en unos años su respuesta a los desafíos conocidos. Si en la balanza histórica, en aplicación de la justicia especial que pactaron, defendieron el derecho a la rebelión como derecho humano, si lo ayudaron a destruir, si lograron develar las verdades esenciales del terrorismo de Estado y a sus máximos responsables, o si por el contrario se les devolvió como arma política, teniendo que responder penalmente en estrados judiciales que los dirigentes de las Farc ayudaron a diseñar y a los que reconocieron autoridad, concediendo validez a un sistema de justicia, anidado en la podrida institucionalidad dominante.

Es cierto que el DDR, el desarme, la desmovilización y la reinserción, son un éxito. Esto se celebra. Me imagino los discutirán las elites en sus clubes sociales. Seguro brindarán por el éxito de desarmar, desmovilizar y reinsertar a la guerrilla de las Farc, en su momento la más poderosa del continente, sin haber hecho ellos, esas castas, como Establishment, ninguna reforma seria y con proyección al servicio de los sectores populares, imbuidos muchos millones de personas en la supervivencia, en la escogencia de los canales de la televisión que les distrae, cómo estirar los créditos o conseguir un trabajo para alcanzar lo básico. Ha sido, insisto, una paz barata para el régimen. Y en términos sociológicos, para el pueblo, un resultado alienante.

Mientras los de arriba hacen negocios en zonas ya liberadas de la amenaza de las Farc, el proceso de paz no le ha impactado cultural o significativamente la vida a la gente empobrecida que está sometida a unas estructuras de violencia por las que votan cada cuatro años en las urnas, sabiendo que se presentan como candidatos muchos ejemplares de verdaderas asociaciones de malhechores. Sí ha dado tranquilidad esa pacificación relativa a algunas franjas por la disminución clara de los niveles de violencia, ante todo en el campo, donde en todo caso sigue el statu quo en sus ramificaciones matando líderes sociales, a decenas, así como a ex guerrilleros de las Farc y a familiares de ex insurgentes, pues el régimen continúa amenazando comunidades y amedrantando a todo aquel que sea sospechoso u ose oponerse a circuitos más extensos o locales atravesados por la lógica de la acumulación de capital, ya sea legal o ilegal, como el narcotráfico.

El ELN propone desde hace más de veinticinco años un proceso de creación de consensos nacionales desde la participación abierta, plural, diversa, vinculante, incluyente, resolutiva respecto de las reformas necesarias, las básicas de la ciudadanía real, o sea las que atañen a la democratización que pueda defenderse desde el sentido común. Recuerdo cómo en Alemania hace 20 años, donde estuve participando, el ELN propuso en Maguncia que el país se abriera a una Convención Nacional. De ahí su apuesta hoy de Gran Diálogo Nacional que reconozca y vehicule todos los sectores, a los de abajo, las voces sociales, los territorios, en un anclaje que no es institucional y de sumisión pragmática como lo han sido otros procesos, sino de implementación o compromisos vivos, activos, verificables, duraderos, con mecanismos de exigibilidad o cumplimiento, ya mismo, no remitidos a un futuro sin garantías. Es decir, demostrando el régimen que sí abandona la exclusión y la violencia, o sea que no va a perseguir a quienes se levantan para impulsar mandatos sociales.

Al tiempo el ELN, sin desdeñar en absoluto, sino dando total valor y actualidad a la perspectiva de los diálogos para esos consensos, propone la humanización del conflicto, la regulación de las fuerzas contendientes, que se respeten los derechos de la población no combatiente, y está dispuesto a llegar a acuerdos tanto con el adversario como con las comunidades o pueblos en territorios que viven afectaciones por el enfrentamiento armado. También a pactar planes de vida que brinden mejores condiciones y no descompongan más los tejidos sociales.

Este camino constituye un derrotero bien distinto al que siguió las Farc, que no tomó muchas veces en cuenta exigencias del derecho humanitario o que accidentalmente se implicó por acción de algunos en actividades que tienen luego un coste en la credibilidad política y ética. Que terminan creando una cultura no distinta a la del orden dominante. Esto determina con qué fortalezas o con qué debilidades se llega a un proceso de diálogos y de negociación, y por lo tanto con qué expedientes puede ser chantajeado un grupo político.

Las Farc, hoy como partido, y el ELN, sin dejar de ser insurgencia, tienen futuro en sus respectivos procesos de re-fundación histórica si logran articularse al torrente de demandas sociales y promoverse con sus identidades y aperturas por la defensa de la vida concreta de grandes mayorías que para la supervivencia deben movilizarse. Ahí la negociación con una, las Farc, que se desmovilizó, enseñará qué estuvo mal, y de qué debe aprenderse, y servirá para entender el intento de salida con la otra, con el ELN, que pide en su propuesta razonable que el Estado cumpla lo que firma, haga honor a la palabra empeñada, que sea el que se reinserte por definición en las necesidades de democratización y paz transformadora. No tiene que ser siempre que la oposición rebelde ceda ahora y que el régimen prometa que lo hará después. No. La clave está en que sea procesual esa dinámica de obligaciones, y no formal e ilusoria la obligación estatal. Que lo que se pacte se cumpla en forma sincrónica, con garantías reales. Así, si el Estado falla, si el régimen se burla, la otra parte tiene derecho a tomar otra vía y a tener medios legítimos para exhortar a las elites y a sus cuerpos armados a que cumplan. O a desarrollar alternativas.

Ojalá la confrontación no sea la senda de Colombia en el próximo medio siglo. Ya no hay tiempo para equivocarse. Entre otras razones por exigencias que devienen de la propia destrucción medio ambiental y de nuestra situación existencial y de capacidad como género humano para construir un buen vivir como lo formulan los pueblos en lucha, que es no una idea caprichosa sino de resistencia y conservación colectiva. Por eso no sólo debe exigirse la finitud en la dimensión utópica de la rebelión. No. Lo que hay que hacer es instar enérgicamente a los de arriba a que cedan en sus estructuras de poder y codicia. Lo decía Camilo Torres Restrepo sobre la necesidad de que esos grupos acostumbrados a su inmunidad e impunidad, definan cómo van a realizarse los cambios. No puede valer que ellos, los ahítos que decía Camus, a sus anchas no tengan límites ni restricción de medios. Y millones de seres sean despojados de condiciones de una vida digna.

Carlos Alberto Ruiz Socha es Doctor en Derecho, autor de «La rebelión de los límites» y numerosos ensayos, actual asesor jurídico del ELN en el proceso de conversaciones de paz con el gobierno de Juan Manuel Santos.