El mercado es el nuevo fetiche religioso de la sociedad en que vivimos. Antiguamente nuestros abuelos consultaban la Biblia, la palabra de Dios, ante los acontecimientos de la vida. Nuestros padres, el servicio de meteorología: «¿Lloverá?» Hoy se consulta el mercado: «¿Se desvalorizó el dólar? ¿subió la Bolsa? ¿qué tanto osciló el mercado de capitales?» […]
El mercado es el nuevo fetiche religioso de la sociedad en que vivimos. Antiguamente nuestros abuelos consultaban la Biblia, la palabra de Dios, ante los acontecimientos de la vida. Nuestros padres, el servicio de meteorología: «¿Lloverá?» Hoy se consulta el mercado: «¿Se desvalorizó el dólar? ¿subió la Bolsa? ¿qué tanto osciló el mercado de capitales?»
Ante una catástrofe o un acontecimiento inesperado dicen los comentaristas económicos: «Vamos a ver cómo reacciona el mercado». Y entonces me imagino a un señor, Sr. Mercado, encerrado en su castillo y gritando por el celular: «¡No me ha gustado lo que dijo el ministro; estoy enojado!». A la misma hora destacan los noticieros: «El mercado no reaccionó bien ante el discurso ministerial».
Para las agencias de publicidad el mercado en el Brasil abarca unos 40 millones de consumidores: En este país de 190 millones de habitantes apenas una minoría tiene acceso a los bienes superfluos. Los demás sólo a los de indispensable necesidad.
El gran desafío de las personas en edad productiva, hoy, es cómo insertarse en el mercado. Deben ser competitivas, estar cualificadas, disputar los espacios. Saben que el sistema recomienda no tomar en serio las connotaciones éticas y mirar como quimérica una planificación de inclusión de las mayorías. El mercado es ahora internacional, globalizado; se mueve según sus propias reglas y no de acuerdo con las necesidades humanas.
La crisis de la modernidad es por tanto también la del racionalismo. Al comienzo de la modernidad, principalmente en la época de los iluministas, la religión era considerada superstición. Los campesinos en la Edad Media regaban sus campos con agua bendita, agradecían a los sacerdotes (que, dígase de pasada, cobraban por el agua bendita) y después alababan a Dios por la buena cosecha. Hasta el día en que apareció un señor ofreciéndoles una sustancia negra, el estiércol, que también costaba dinero, pero no dependía de la ira o del favor divino; bastaba con aplicarlo a la tierra y aquello facilitaba la cosecha.
¡El estiércol funcionó mejor que el agua bendita! Muchos campesinos perdieron la fe, porque la concepción de Dios predominante en la Edad Media era la de un Ser utilitario. (Por eso se suele decir, en teología, que Dios no es ni necesario ni superfluo; es gratuito, como todo amor).
Antes se hablaba de producción. Quien tenía un capital necesitaba invertirlo, producir. Hoy se habla de especulación. El dinero produce dinero. Cada día, a través de los ordenadores, miles de millones de dólares vagan por el planeta en busca de mayores ganancias. Pasan de la Bolsa de Singapur a la de Tokio, y de ésta a la de Buenos Aires, de ésta a la de Sao Paulo, de ésta a la de Nueva York, y así sucesivamente. Ahora en Singapur probablemente estarán discutiendo qué hacer con US$ 6 mil millones disponibles en el mercado.
Antes se hablaba de marginalización. Alguien marginalizado en el empleo todavía tenía esperanza de volver al centro. Hoy la marginalización cede el puesto a otro término: exclusión; el ser humano excluido no tiene esperanza de volver, porque el neoliberalismo es intrínsecamente excluyente. La exclusión no es un problema para él, tal como la marginalización era para el liberalismo: es parte de la lógica de crecimiento del sistema y de la acumulación de riquezas.
Antes se hablaba del Estado, lo importante era fortalecer el Estado. Un ministro de la dictadura militar llegó a declarar: «Vamos a hacer crecer el pastel, después veremos cómo lo repartimos». Sólo que el pastel aumentó y el gato se lo comió, y no se vio el resultado. Aquellos mismos políticos que preconizaban el crecimiento del Estado defienden hoy su destrucción, con el sofisticado lema de la ‘privatización’.
No soy radicalmente contrario a la privatización, ni estatista a ultranza. Hay países ricos -como Francia y el Reino Unido- en los que los servicios públicos estatales funcionan muy bien. No es por ser públicas que las empresas y los servicios deben funcionar negativamente. La historia es otra: muchos políticos, que debieran ser personas públicas, están prioritariamente ligados a empresas privadas, de modo que no tienen interés en que las cosas públicas, estatales, funcionen bien. El mayor ejemplo de esto es el servicio de salud del Brasil. Son US$ 8 mil millones por año circulando en las áreas privadas de la salud, que atienden apenas a 30 millones de personas de una población de 190 millones. ¿Por qué el SUS habría de funcionar bien? Antes alguien se enfermaba y daba gracias a Dios por conseguir una plaza en el hospital. Ahora las personas mueren de miedo al tener que ir al hospital. El hospital se ha convertido en la antesala del cementerio.
La privatización no sólo es económica; es también filosófica, metafísica. Tiene reflejos en nuestra subjetividad. También nos volvemos seres cada vez más privatizados, menos solidarios, menos interesados en las causas colectivas y menos movilizables ante las grandes cuestiones. La privatización invade incluso el espacio de la religión: proliferan las creencias ‘privatizantes’, que tienen conexión directa con Dios. Esto resulta estupendo para quien considera que el prójimo incomoda. Es la privatización de la fe, destituyéndola de su dimensión social y política.
En fin, hoy se habla de globalización; qué bien que el planeta se haya transformado en una aldea. Lo preocupante es constatar que ese modelo es, de hecho, la imposición al planeta del paradigma anglosajón. Por eso, ¡mejor llamarlo globocolonización!
– Frei Betto es escritor, autor de «Hotel Brasil. El misterio de las cabezas degolladas», entre otros libros. http://www.freibetto.org/ > twitter:@freibetto. Traducción de J.L.Burguet