El historiador hizo un análisis del actual proceso de movilizaciones que vive el país, además, entregó una comparación histórica con las agitaciones que ha tenido Chile a lo largo de los años, señalando que el estadillo iniciado en octubre de 2019 es único por su duración y profundidad
¿Cuáles son las grandes diferencias con el resto de las movilizaciones que ha vivido el país?
La gran diferencia radica en el hecho de que esta rebelión popular ha tenido una duración y una profundidad nunca vista. Estallidos ha habido muchos en nuestra historia, pero han durado días, a lo más, semanas. Este, en cambio, se extendió durante cinco meses a lo largo y ancho del país, y solo la emergencia sanitaria le puso un paréntesis momentáneo en marzo de 2020 debido a las restricciones decretadas por el Gobierno. Con la llegada de la primavera, cuando hubo una baja relativa de la cantidad de personas contagiadas y en la víspera del plebiscito, la gente volvió a la calle. Evidentemente este movimiento no ha sido aplastado, continuó durante el verano del presente año. Basta recordar el nuevo estallido que se produjo como consecuencia la muerte del malabarista en Panguipulli y las manifestaciones en torno al tercer retiro de los fondos de las AFP. Hay una situación fluida, que no está cerrada, es un proceso en curso.
Lo que más se asemeja a las movilizaciones actuales son las jornadas de protesta nacional contra la dictadura entre 1983 y 1987 por su larga duración y por la cantidad de actores y personas involucradas. Otro ciclo de movilizaciones con algunos rasgos similares fue el que se produjo entre 1918 y 1919 a través de las convocatorias de las marchas y meetings contra el hambre; la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional (AOAN) movilizó en aquel bienio a muchas personas, principalmente en Santiago y Valparaíso, aunque también en numerosas otras ciudades. El resto de los estallidos sociales de nuestra historia involucró tan solo unas cuantas ciudades con una escasa duración. A diferencia de los movimientos anteriores, el actual se caracteriza por una enorme cantidad de demandas y de actores, lo que hace difícil que políticas focalizadas de un determinado gobierno puedan poner fin a un ciclo de protestas.
¿Por qué cree usted que en este movimiento social no existe la figura de un líder?
Creo que el problema no reside en la falta de un líder carismático sino en la inexistencia de conducción unificada del movimiento social, en la ausencia de una articulación de sus variados segmentos, que no han podido dotarse de un “estado mayor” capaz de tener una interlocución con el poder. Esta ha sido una rebelión dispersa, heterogénea y desarticulada, que ha sido atravesada por contradicciones internas que la han hecho ineficiente por carecer de la capacidad política y organizativa para articularse y dotarse de una cabeza colectiva. Por ejemplo, luego del paro nacional del 12 de noviembre de 2019 -que fue exitoso a tal punto que apenas tres días después obligó a la casta política a sacar su “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”- las direcciones de este movimiento, que parecía tan promisorio, no estuvieron a la altura del desafío para responder al “Acuerdo” y profundizar las movilizaciones a fin de contrarrestar la jugada maestra de la elite política destinada a desviar por un callejón la tremenda energía social que se venía acumulando durante un mes. Hubo un problema de conducción, una incapacidad de este fragmentado mundo social de dotarse de una dirección unificada. Más allá de culpar a los políticos profesionales, hay que reconocer la responsabilidad de los diferentes actores sociales que no estuvieron a la altura de las circunstancias.
¿Cree que la convocatoria a plebiscito fue la solución que esperaba el movimiento?
La gente que estaba en la calle pedía respuestas concretas a sus demandas y reivindicaciones; de eso prácticamente nada se ha obtenido, ha pasado más de un año y medio, hay un proceso constituyente en curso, azaroso por cierto, no solo por el COVID, sino, principalmente, por los términos en que fue diseñado, totalmente favorables a los partidos políticos y a los intereses sistémicos. Porque cuestiones como el quórum de 2 /3, la prohibición de discutir los tratados internacionales y las trabas a los candidatos independientes, hacen extremadamente difícil que este proceso constituyente culmine con la satisfacción de las necesidades más urgentes de los sectores que se han movilizado.
Chile necesita una nueva Constitución, pero no cualquier Constitución; necesita, efectivamente, una Carta magna democrática, que facilite la salida del neoliberalismo y que fomente la soberanía popular. Una Constitución de este tipo debe ser gestada por un proceso altamente democrático. Si no es así, si prevalecen las trampas y cortapisas que solo dificultan las transformaciones que necesita el país, no podemos esperar grandes resultados.
¿Cuál es su pronóstico en cuanto al desarrollo del movimiento en el corto plazo?
Soy muy reacio a las predicciones. Si revisas los vaticinios, principalmente de los economistas, te darás cuenta de errores tremendos. A lo sumo se pueden trazar algunas tendencias, por lo tanto, lo que se puede decir es que la situación en Chile es, en gran medida, impredecible. Todo lo que ha ocurrido a partir de octubre de 2019 era aparentemente inesperado. No es que me sume al “no lo vimos venir”, puesto que muchos dirigentes sociales y analistas sí lo vimos venir. Lo que no sabíamos era el momento ni la forma precisa que tendría este estallido. Con esto quiero afirmar que aquí hay problemas estructurales que no pueden ser solucionados con medidas parches focalizadas o políticas de Estado parciales. Es un sistema global el que está haciendo agua, no solo el modelo neoliberal sino también el sistema político. Si hay que hacer un pronóstico, diría que la inestabilidad social, política y económica, agravada por el COVID-19, se va a prolongar durante varios años, que no se va aplacar con la Convención Constitucional, a pesar de que esta puede dar soluciones al problema de fondo si es que los delegados actúan de acuerdo con los intereses de la mayoría ciudadana y no en función de los intereses de los poderes fácticos.
Latinoamérica ha sido una región que los últimos años ha tenido fuertes movilizaciones sociales. ¿Cuál cree usted que es la diferencia con lo sucedido en Chile?
Me parece que el caso de Colombia es parecido, ya que el movimiento de protesta en ese país ha persistido bastante. Además de temas comunes, los hermanos colombianos se han inspirado en algunos lemas, consignas y canciones del movimiento desarrollado en Chile. El elemento diferenciador del caso chileno es la larga acumulación de dolencias surgida de la aplicación implacable del modelo neoliberal más extremo del mundo que está íntimamente ligado con un sistema político poco democrático. Esta articulación entre ambos aspectos se viene gestando desde hace décadas y ha habido explosiones anteriores que debieron haber servido de campana de alerta. Esto no comenzó el 2019, antes -el 2011- tuvimos las movilizaciones estudiantiles por la educación pública, movimientos regionales en Magallanes y Calama, movilizaciones ambientalistas en contra del megaproyecto de Hidroaysén, movimientos por la diversidad sexual; en 2006 la “Revolución de los pingüinos”; el “Mochilazo” secundario en 2001; el alza del movimiento mapuche desde 1997; la reactivación de las luchas sindicales y por demandas laborales con el consiguiente aumento de huelgas y, más recientemente, el movimiento feminista, entre otros. Una acumulación muy larga de dolencias y protestas a las cuales el sistema no ha sido capaz de dar respuesta. Ello explica su profundidad y persistencia.
¿Cómo cree que será recordado este movimiento social en el futuro?
Como una gran rebelión anti neoliberal, un gran movimiento por la soberanía popular, independientemente de sus resultados. Ello será así tanto si logra concretar sus reivindicaciones más importantes o si es aplastado y desviado por un callejón sin salida que solo aumentaría el resentimiento y la violencia que existe en nuestra sociedad.