Las conversaciones de paz han vuelto a ponerse, con el beneplácito de una buena parte del establishment, en la agenda política colombiana. Una pataleta de Uribe, que denunció acercamientos del gobierno con las FARC-EP en Cuba, buscando con ello canalizar apoyo para su proyecto ultraderechista [1], bastó para que se generara toda una corriente de […]
Las conversaciones de paz han vuelto a ponerse, con el beneplácito de una buena parte del establishment, en la agenda política colombiana. Una pataleta de Uribe, que denunció acercamientos del gobierno con las FARC-EP en Cuba, buscando con ello canalizar apoyo para su proyecto ultraderechista [1], bastó para que se generara toda una corriente de opinión favorable a estos acercamientos. Le salió el tiro por la culata. Santos, frente al tema, se manejó con gran hermetismo pero este lunes TeleSur ya ha dado la noticia del millón: las FARC-EP habrían firmado el inicio de un acuerdo de paz con el gobierno colombiano [2]. Las expectativas son grandes cuando hace apenas unos días Gabino, máximo comandante del ELN, declaraba estar dispuesto a sumarse a una iniciativa de diálogo en la que tomaran parte las FARC-EP [3]. Pronunciamiento de gran importancia ya que entre las lecciones del pasado, está que no es posible hoy la negociación en paralelo con las distintas expresiones del movimiento guerrillero colombiano. En momentos en que escribo estas notas, estamos a la espera del pronunciamiento oficial de Juan Manuel Santos al respecto.
Este acercamiento no es gratuito ni nace de una buena voluntad del mandatario: es obvio que la tesis del «fin del fin» carece de sustento y que el Plan Colombia tocó techo. La insurgencia ha respondido al desafío planteado por el avance del militarismo y un nuevo ciclo de luchas sociales amenaza con el deterioro de la situación política en el mediano plazo, a un nivel que será difícil de controlar para la oligarquía. El escenario político parece, a veces, peligrosamente volátil. Por otra parte, tampoco sorprende la voluntad de la insurgencia para acercarse a una mesa de negociaciones: por una parte, porque es la insurgencia la que ha venido planteando desde hace 30 años, en todos los tonos posibles, la solución política al conflicto social y armado, y por otra parte, porque la insurgencia ha mejorado notablemente en los últimos años su posición de fuerza, no sólo en lo militar, sino sobre todo, en lo político.
Cuidarse de las falsas ilusiones
Aunque la firma de este acuerdo es un desarrollo positivo, no podemos ser excesivamente optimistas, ni mucho menos triunfalistas, pensando que la «paz», por sí sola, representará un triunfo para los sectores populares y sus demandas históricas, bloqueadas a sangre y fuego por más de medio siglo desde el Estado. Hay que tener plena conciencia de que el camino hacia un eventual proceso de negociaciones está plagado de contratiempos, así como de que existen diferencias sustanciales, de fondo, respecto al tema de qué esperar de estas negociaciones o qué se entiende por esa palabra en boca de todos, «paz». Hay que tener plena conciencia de que la oligarquía con la cual se negocia es la más sanguinaria del continente y que no entra a negociar por un súbito cambio de corazón.
Mientras que el conjunto de las organizaciones sociales plantean que la paz es mucho más que el cese al fuego, sino que consistiría en la resolución colectiva de problemas estructurales que originan la violencia, para el Estado sigue siendo un tema de desmovilización, reinserción y la discusión de formalidades judiciales relacionadas [4]. Santos quiere » una ‘paz express’, sumaria, mecánica. La quiere clandestina, sin la presencia de la multitud, sin sociedad civil, sin organizaciones populares. La quiere sin reformas, sin cambios de ninguna índole en la sociedad nacional. Para él es suficiente con el marco legal que se aprobó recientemente y tal vez las reglamentaciones que con dificultad podrá tramitar en un Senado hostil que se le sustrae aceleradamente ante el inminente proceso electoral» [5].
Santos ha sostenido una posición ambigua ante el tema de la paz: por una parte, dice tener las llaves de la paz, que un día se le pierden y al día siguiente aparecen en una caja fuerte; por otra parte profundiza la guerra sucia mediante el fortalecimiento de la militarización de las comunidades rurales (los llamados planes de Consolidación Territorial); mediante el fortalecimiento de los golpes a los mandos medios de la insurgencia y una estrategia de judicialización de las «redes de apoyo» del movimiento guerrillero que somete al poder judicial a las necesidades del proyecto contrainsurgente (esencia del Plan Espada de Honor); y por último, mediante el fortalecimiento de la impunidad para las acciones de las fuerzas armadas dentro de una estrategia sistemática de terrorismo de Estado (la resurrección del llamado fuero militar, acuerdo al que llegaron Santos y Uribe recientemente).
Desde la perspectiva santista, paz o guerra no son sino estrategias para imponer un insostenible proyecto económico-social neoliberal, basado en el Plan de (Sub) Desarrollo Nacional del santísmo, cuyos pilares son la agroindustria y la megaminería. Si se logra convertir esta oportunidad para abrir negociaciones en un espacio desde el cual impulsar las transformaciones sociales que demanda el pueblo colombiano, dependerá de la capacidad de presión y movilización del propio pueblo, y tal cosa sucederá a pesar del Estado, no gracias a él.
¿Paz? ¿Qué paz?
Hay una cosa que el bloque dominante no pierde de vista. Es que la negociación con la insurgencia hoy no es lo mismo que las negociaciones de 1990-1994 . Acá no hay organizaciones cuyo espectro ideológico es un liberalismo radicalizado; no estamos ante grupos reformistas en armas, cuya dirección está copada por la «socialbacanería»; tampoco las demandas políticas de estas organizaciones insurgentes serán satisfechas con promesas de reformas constitucionales cosméticas ni con garantías generosas para desmovilizarse, ni aceptarán una «agenda restringida». Estamos ante movimientos revolucionarios que representan a los más pobres de los más pobres. Estamos ante movimientos guerrilleros que representan las aspiraciones históricas de ese campesinado que siempre se quedó debajo de todas las iniciativas de «paz». Estamos ante insurgentes cuyos pies se confunden con la tierra que pisan. Estamos ante quienes no han tenido nada y lo merecen todo.
Tampoco estamos ante grupos derrotados militarmente como los que se desmovilizaron en 1990-1994, sino que estamos ante organizaciones fuertemente arraigadas en amplias regiones del país, con capacidad operativa en casi todo el territorio nacional, con una renovada capacidad de golpear a las fuerzas armadas del Estado; en amplias regiones del país, la insurgencia es una realidad política insoslayable, un auténtico doble poder, que es legitimado en otras comunidades pisoteadas por la consolidación territorial del Ejército y el flagelo paramilitar. Aunque se quieran convencer de lo contrario algunos comentaristas[6], si la insurgencia negocia hoy es porque puede negociar, porque tiene fuerza y capacidad para hacerlo. Y bien saben en la Casa de Nariño que la desmovilización y la rendición anhelada por el uribismo no son una opción política.
Esto lo reconoce un artículo del 25 de Agosto de El Espectador:
«Es claro que las Farc no son un interlocutor fácil. Quieren reforma agraria, así sea basada en la Ley de Tierras y la Ley de Víctimas; pretenden que se debatan las formas de contratación con las multinacionales petroleras y mineras; requieren espacios políticos para avanzar hacia un contexto más democrático, y creen que hoy la paz pasa también por el manejo óptimo del medio ambiente. Lo demás son detalles de forma, como el inamovible de que en caso de concretar una negociación, tiene que hacerse en el territorio nacional.«[7]
Resulta apenas obvio que el discurso de las FARC-EP como una organización «terrorista», «bandolerizada», «convertida en cártel del narcotráfico», «lumpenizada», es insostenible, pura propaganda, aún cuando puedan cuestionarse ciertos métodos que utiliza. Nadie en su sano juicio puede negar que todos los aspectos que la insurgencia reclama (tierras, recursos naturales, democracia, medio ambiente, educación, salud, seguridad social, etc.) son temas de crucial importancia, donde las políticas del gobierno hacen agua y que requieren de la más amplia participación del conjunto de la sociedad. Que la insurgencia tome estos temas y los convierta en elementos indisociables del avance de cualquier tentativa por superar el conflicto social y armado de raíz, es una auténtica pesadilla para los sectores más recalcitrantes de la oligarquía. No es la supuesta bandolerización de la insurgencia, tan bullada por los medios oficiales, lo que aterra a la oligarquía, sino su carácter político y revolucionario, así como su capacidad para articular las demandas de diferentes sectores sociales.
Es por ello que el bloque dominante sabe que la gran lucha que se viene a futuro es en el plano político, más que en el militar. Voceros del empresariado se han pronunciado a favor de una agenda de negociación restringida moldeada en la negociación con el M-19, es decir, una negociación sin cambios estructurales[8]. Esperan salir de las negociaciones con el menor número de concesiones y reformas posibles, y saben que esto los pone en contradicción no solamente con la insurgencia, sino con un sector importante del pueblo organizado. Por esto, debemos estar alertas ante el recrudecimiento de la guerra sucia y de los ataques en contra de las organizaciones populares en lucha por el cambio social que, tradicionalmente, han acompañado los procesos de diálogo en Colombia.
Se agota, momentáneamente, la estrategia militarista
Pero aunque esa oligarquía tenga mucho recelo de abrir las puertas a negociaciones que, con toda seguridad, terminarán en un debate nacional sobre proyectos antagónicos de país, sabe también que el persistir en el rumbo guerrerista es ponerse la soga al cuello; la insurgencia se fortalece y existe hoy una escalamiento del conflicto social y de la movilización popular en todo el país, que de persistir, podría amenazar seriamente la hegemonía del bloque dominante. El país se encuentra al borde de un nuevo ciclo de violencia precipitado por el desplazamiento forzado, el despojo violento de campesinos y comunidades, la penetración de la megaminería y la agroindustria en todo el país. La violencia con la que se viene imponiendo el modelo santificado en el Plan de (Sub) Desarrollo Nacional de Santos, genera, necesariamente, resistencia. Y la resistencia, en un país como Colombia, se da de múltiples formas, siendo caldo de cultivo para una situación potencialmente explosiva.
Negociar con la insurgencia le puede servir a la oligarquía, en sus más optimistas proyecciones, para lograr la paz neoliberal que permita el avance del proyecto neoliberal agro-extractivista, reduciendo los niveles de resistencia, al menos, de los proyectos insurgentes. En una encuesta a empresarios colombianos hecha por la Fundación Ideas para la Paz, » La gran mayoría dejó claro que descarta una agenda de negociación que incluya reformas estructurales y con múltiples actores, como sucedió en el Caguán. Prefieren una restringida al desarme, la desmovilización y la reintegración donde el Estado puede ser ‘generoso’. «[9]. O sea, paz para facilitar la explotación de las masas y del medio ambiente colombiano.
En las proyecciones menos optimistas de la oligarquía, las negociaciones servirían al menos para ganar tiempo y prepararse para enfrentar, de manera más letal y eficiente, el siguiente ciclo de violencia que se cierne sobre el horizonte. Tal fue la intención real del gobierno de Pastrana al enfrentar el proceso de negociaciones de San vicente del Caguán. El propio Pastrana, que hablaba de paz, mientras negociaba el Plan Colombia y daba rienda suelta a la herramienta paramilitar del Estado, reconoció cínicamente en un artículo a los diez años del quiebre de los diálogos del Cagúan este hecho:
«[El] Plan Colombia (…) [nos] permitió sentarnos a la mesa de diálogo en desventaja inicial, prácticamente desarmados, con la certeza de que se habría de concluir, tras éxito o fracaso, con un Estado armado hasta los dientes y listo, como nunca antes, tanto para la guerra como para la paz.«[10]
En ambos casos, sea que la oligarquía busque la pacificación del país sin cambios sustanciales o sea que busquen ganar tiempo para seguir con el negocio de la guerra, cualquier paz que se logre será efímera, será apenas la calma que anteceda la violenta tempestad que arreciará de la mano de los excluidos, de los despojados, de los violentados, de los oprimidos. Y son ellos los que deben movilizarse para imponer la necesaria voluntad de cambios estructurales y de fondo: el viento sopla a su favor de momento, pues la movilización popular va en alza y existe una saludable tendencia a la unidad de los que luchan. Estos dos elementos favorecen la posibilidad de que el bloque popular se convierta en un factor de peso en las negociaciones, más aún cuando el bloque dominante presenta contradicciones internas que, sin ser antagónicas, son bastante agudas y le generan una crisis de hegemonía.
Los «enemigos (no tan) agazapados»: Santoyo y las contradicciones interburguesas
La hegemonía del bloque dominante, consolidada durante casi una década de Plan Colombia y la mal llamada «Seguridad Democrática» (de la cual Santos fue un continuador), se ve afectada no solamente por la creciente movilización y descontento popular, sino que por la erosión de la unidad del bloque dominante. Cada vez se vuelven más frecuentes los choques entre el uribismo atrincherado entre los elementos enardecidos de las fuerzas militares, de los ganaderos, de la narcoburguesía y del gamonalismo, todos los cuales ven en la guerra su gran negocio, y el santismo que representa los intereses supremos de los cacaos y del Capital transnacional, que buscan la «paz» para abrir paso a sus negocios e inversiones en el area agro-extractivista. Aunque estos últimos sectores también hayan recurrido al paramilitarismo para asegurar la «confianza inversionista» y al despojo violento para enriquecerse, privilegiarían una manera menos costosa de garantizar sus ganancias, lo que los pone en una situación un tanto diferente a los sectores de la burguesía que dependen, estructuralmente, del despojo violento para acumular Capital.
El columnista Alfredo Molano, hace unos meses, analizaba esta contradicción en el bloque dominante y el impacto que tendría sobre un eventual proceso de negociación:
«al presidente le queda más fácil negociar con la guerrilla que con los militares, los empresarios y los gamonales para no terminar derrotado en otro Caguán. Fue esa carencia el verdadero obstáculo de la negociación entre Pastrana y Marulanda. El error del expresidente no fue el despeje de 30.000 kilómetros, fue no haber negociado previamente con el establecimiento y con los militares el precio que esas dos poderosas fuerzas estaban dispuestas a pagar.«[11]
Mientras se profundiza la crisis de hegemonía del bloque en el poder, y mientras avanzan las luchas populares así como la insurgencia, sería insensato para Santos no reaccionar ante la agitación que el uribismo lleva adelante en los cuarteles y su trabajo de polarización al interior del establecimiento. Ni Santos (ni los cacaos a los que representa, ni el imperialismo que lo respalda) aceptarán que Uribe se convierta en un factor de desestabilización. Todos ellos apoyaron a Uribe mientras éste les sirvió y les ayudó a recomponer la maltrecha hegemonía de una oligarquía decadente. Pero ni el imperialismo ni la oligarquía tienen amigos, sino que sólo intereses. En el momento en que deja de cumplir ese rol, Uribe se convierte en un «desechable».
En este sentido debe leerse el acorralamiento general al que la justicia está sometiendo al círculo íntimo del uribismo, con la condena de Rito Alejo, los crecientes señalamientos de paramilitares como Mancuso entre sus nexos con las AUC, los líos de los familiares narcos del ex presidente y la deportación del general Santoyo. No es que recién nos estemos dando cuenta de lo podrido del entorno de Uribe; eso se sabe desde hace tiempo, pero ahora el contexto es otro. Particularmente el caso Santoyo parece ser un apriete importante contra Uribe: si alguien puede compremeterlo en el narcotráfico y el paramilitarismo, es él. Ya ha empezado a hablar de algunos generales, incluido el brazo derecho de Uribe, Mario Montoya, y ha amenazado con «cantar» sobre políticos[12]. ¿Será Santoyo la carta del santismo para intentar poner a Uribe bajo control? Habrá que ver la reacción de Uribe al anuncio de paz, lo que probablemente hará a través del Twitter. Pero si decide seguir jugando a la desestabilización, su caída, muy probablemente será solamente cosa de tiempo.
Meterle pueblo a la negociación
Aún cuando debamos ver las negociaciones sin ingenuidad y con bastante realismo, es indudable que el actual momento abre un potencial enorme para superar las condiciones estructurales que han llevado al conflicto social y armado en Colombia, y que han alimentado a este modelo de capitalismo mafioso que acumula en función del despojo violento. Tanto Santos como los empresarios rechazan, o son reacios a aceptar, la participación de «múltiples actores» en el proceso de paz. Es decir, buscan excluir al pueblo de la resolución de un conflicto que le afecta directamente, dejando así intactas las condiciones para el estallido de nuevas violencias, como las que crónicamente azotan a las sociedades del post conflicto centroamericano. Aún cuando el movimiento guerrillero en Colombia sea parte de un acumulado importante de luchas populares en Colombia, y aún cuando tenga un nivel de legitimidad muy importante en muchas regiones del país, está claro que ni la insurgencia, ni ninguna expresión del movimiento popular colombiano pueden tomar la representación exclusiva del movimiento popular.
La propia insurgencia se ha manifestado en múltiples ocasiones en acuerdo con esta posición, la cual ven como consistente con sus postulados históricos. En su respuesta al profesor Medófilo Medina, el comandante máximo de las FARC-EP, Timoleón Jiménez, explica el sentido de la lucha de política, » por el poder para el pueblo «, de esta guerrilla comunista: » Ni en [el] Programa Agrario, ni en ningún documento posterior de las FARC hasta la fecha de hoy, se ha planteado jamás que como organización político militar nuestra meta sea la toma del poder tras derrotar en una guerra de posiciones al Ejército colombiano, como se repite una y otra vez por todos aquellos que insisten en señalarnos la imposibilidad de ese objetivo. Desde nuestro nacimiento las FARC hemos concebido el acceso al poder como una cuestión de multitudes en agitación y movimiento. «[13]
En esa linea, el citado artículo de El Espectador plantea claramente, como un problema para la negociación, que:
«De antemano se sabe que otro de los aspectos difíciles es la agenda de las Farc. Al respecto, está claro que en principio la pretensión de la guerrilla es meterle sociedad civil al asunto. Es decir, que los movimientos sociales, la academia o las minorías políticas tengan la misma vocería que puedan tener los gremios económicos. Por eso el denominado movimiento de la Marcha Patriótica puede cobrar protagonismo. Se trata de crear espacios políticos donde la discusión no se limite únicamente al pulso entre el Gobierno y la guerrilla. (…) Sobre el tema del Cauca las Farc tienen un pensamiento claro: si se llega a dar un proceso de paz con el Gobierno, los indígenas de ese departamento tienen que tener una vocería especial en la mesa de diálogo.«[14]
Es necesario que el pueblo reclame y exija su derecho a tomar parte de este proceso y lo convierta en un diálogo nacional en el que se discutan los proyectos de país que están confrontados en un conflicto que no es solamente armado, sino ante todo social. Sobre la solución política, la misma respuesta del comandante Timoleón Jiménez establece que ésta:
«no puede entenderse sino como un replanteamiento del orden existente. No se trata de que guerrilleros arrepentidos y previamente desacreditados en extremo, entreguen las armas, se sometan al escarnio mediático y jurídico, para luego, con la espada pendiendo de un hilo sobre sus cabezas, ingresar al mercado de la política partidista a fin de hacer coro a las mentiras oficiales. De lo que se trata es de reconstruir las reglas de la democracia para que se debatan ideas y programas en igualdad de oportunidades. Sin el riesgo de ser asesinados al llegar a casa. O desaparecidos y torturados por una misteriosa mano negra que ya se anuncia que existe, como aquellas fuerzas oscuras que exterminaron a la Unión Patriótica bajo la mirada impasible de la clase política colombiana. Es justo que se abra un debate público y libre sobre estos asuntos, que se pueda hablar de estos temas sin ser arrollados de inmediato por los monopolios informativos concertados.«
Hay que meterle pueblo a estas negociaciones, aunque le moleste a la oligarquía ver a tanto patirrajado copando el debate político, terreno reservado por dos largos siglos de vida republicana a una élite dorada, a estirpes moribundas y decadentes cuyos apellidos se repiten una y otra vez ocupando todos los cargos de poder. Se trata de copar ese espacio, de llevar el debate político sobre la paz y la guerra, sobre el modelo político y económico a todas las plazas públicas de Colombia, a todas las facultades y escuelas, a todos los centros de trabajo, a las minas y las veredas rurales. Se trata de utilizar este debate para impulsar un proyecto de país que recoja y armonice las demandas más sentidas de todos los sectores populares que hoy luchan contra el modelo económico de muerte y saqueo impuesto por los de arriba.
El anuncio del inicio de este nuevo camino en búsqueda de la solución política, no debe significar que haya que desmovilizar al pueblo. Muy por el contrario, indica que es hora de que el pueblo salga a luchar aún con más decisión , que se profundice la movilización social y que se fortalezcan los espacios de unidad del pueblo en lucha. Debemos rodear, más que nunca expresiones como la Marcha Patriótica para evitar un nuevo genocidio y proteger los espacios desde los cuales el pueblo movilizado hace sentir su voz y su apuesta por una nueva sociedad. Debemos apoyar las luchas de los campesinos, de los trabajadores, de los presos políticos, que hoy se encuentran en desobediencia y huelgas en todo el país. Debemos exigir el cese a la estigmatización, la persecución y el encarcelamiento de luchadores sociales. Hay que exigir el levantamiento del mote de «organizaciones terroristas» a los insurgentes para así garantizar las condiciones óptimas para el diálogo franco y libre. Debemos exigir que de este acuerdo inicial se avance a un cese al fuego bilateral y al desmonte del paramilitarismo como una manera de proteger la vida y la integridad de ese pueblo que hoy debe convertirse en el actor protagónico de este proceso.
Solamente la movilización popular garantizará que este proceso de paz que se vislumbra en el horizonte concluya con las transformaciones estructurales que reclaman amplios sectores en Colombia. Y a la luz de los enormes desafíos planteados desde el poder, esta lucha por la paz no será nada menos que una lucha abiertamente revolucionaria. Es hora de hablar claramente sobre la naturaleza revolucionaria de esta lucha, que compromete la confrontación de un modelo basado en la explotación, el saqueo, la muerte y la exclusión, con un modelo que crece en el corazón del pueblo, basado en la inclusión, en el respeto a las comunidades y al medio ambiente, de carácter sostenible para proteger la vida, la dignidad y la autodeterminación de las personas. No es nada más ni nada menos que el tipo de Colombia que se quiere construir lo que está en juego.
NOTAS DEL AUTOR:
[1] http://www.elespectador.
[2] http://www.telesurtv.net/
[3] http://www.semana.com/
[4] Para un artículo que refleja las actitudes predominantes en el Estado sobre los alcances limitados que esperan de una eventual negociación, ver http://www.elespectador.
[5] http://www.rebelion.org/
[6] Ver, por ejemplo, la última columna de Humberto de la Calle http://www.elespectador.
[7] http://www.elespectador.
[8] http://verdadabierta.com/
[9] http://verdadabierta.com/
[10] http://www.eltiempo.com/
[11] http://www.elespectador.
[12] http://www.elespectador.
[13] http://prensarural.org/
[14] http://www.elespectador.
(*) José Antonio Gutiérrez D. es militante libertario residente en Irlanda, donde participa en los movimientos de solidaridad con América Latina y Colombia, colaborador de la revista CEPA (Colombia) y El Ciudadano (Chile), así como del sitio web internacional www.anarkismo.net. Autor de «Problemas e Possibilidades do Anarquismo» (en portugués, Faisca ed., 2011) y coordinador del libro «Orígenes Libertarios del Primero de Mayo en América Latina» (Quimantú ed. 2010).
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.