1.- El lenguaje de la dictadura Pocas veces se ha advertido cómo una dictadura militar no solo prescribe las conductas de acuerdo a estrictos bandos y decretos donde se juega el control inmediato de las conductas. Esta coerción, mezcla de amenaza y castigo, posee, no obstante un rostro mucho más sutil que se proyecta en […]
1.- El lenguaje de la dictadura
Pocas veces se ha advertido cómo una dictadura militar no solo prescribe las conductas de acuerdo a estrictos bandos y decretos donde se juega el control inmediato de las conductas. Esta coerción, mezcla de amenaza y castigo, posee, no obstante un rostro mucho más sutil que se proyecta en el largo plazo. Se trata de una militarización de lo sensible, aquello que atañe, precisamente, a qué es lícito decir, qué está permitido ver y, desde luego, qué prácticas son alentadas en detrimento de otras. Diríase que en una dictadura la regimentación física de la población corre paralela con su regimentación de lo sensible, aquellos modos de significación que construyen una circunstancia tenida por realidad en un momento dado de la historia.
Lo primero en desparecer es, ciertamente, el carácter mismo de la asonada militar, el asalto ilegal de un poder constituido, mediante la felonía y la traición. El origen de toda dictadura entraña un crimen, sin embargo, es ese crimen y sus secuelas lo que es borrado de inmediato. De este modo, un golpe de estado, con toda su carga vergonzante, es desplazado por una «eufemía», aquel silencio por miedo a usar palabras inconvenientes. Un golpe de estado será nominado «pronunciamiento militar», término con el que se quiere borrar de la memoria lo infamante de la infamia.
Todo decir será tamizado por un lenguaje, pretendidamente, aséptico y neutro, teñido de constitucionalismo. No olvidemos que la tarde misma de aquel 11 de septiembre de 1973, el entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Enrique Urrutia Manzano, avala por televisión el golpe de estado, afirmando su plena legitimidad conforme a derecho. Este acto inicia un proceso de limpieza e instituye de suyo un orden de lo decible. Notemos que no se trata de una negación lisa y llana de los acontecimientos sino de una nueva significación de los mismos. Diríase que si toda realidad se afirma en una ficción, asistimos al nacimiento de una nueva «ficción hegemónica», según la cual el crimen ha sido el mal menor ante un peligro inminente, cuyos héroes, desde luego, son los golpistas.
Hasta el presente se discute si acaso los textos escolares deben hablar de «gobierno militar» o «dictadura militar», señalando las fisuras de la «ficción hegemónica» construida durante diecisiete años de dictadura. Lo que pudiera parecer, a primera vista, una discusión bizantina, adquiere su real alcance si lo pensamos como una tensión, una disputa, no resuelta entre distintos modos de significación de la realidad. Lo decible fue ordenado desde un poder que excluyó el disenso. Todo lo que pudiera poner en cuestión el nuevo orden militar fue calificado como un decir impropio, en rigor, un «decir subversivo» Notemos que la subversión no remite, tan solo al decir político sino también a los chistes y al humor.
2.- Lo visible, lo invisible
Si la prensa periódica regimentó lo decible, no es menos cierto que fue la televisión y sus noticieros los que se encargaron de administrar lo visible y lo invisible. En las noticias de la época se transmite una imagen de Pinochet como la de un presidente constitucional, asediado por enemigos externos y la complicidad de los «malos chilenos». Se trata de una imagen que construye un esquema actancial arquetípico, el que divide el universo entre «amigos» y «enemigos», un universo dual y funcional a un «estado de guerra interna».
Lo que llama la atención es el desplazamiento de un gobierno colectivo, una Junta militar hacia la de un caudillo, el capitán general Augusto Pinochet. La prensa rastrera ensalzará la imagen del nuevo líder, convirtiendo las noticias en espacio propicio para un ejercicio de «propaganda», tal como enseñó Goebbels. La dictadura adquiere así un carácter personalista, una imagen que ordena el mundo político en la sociedad chilena y que marcará a una generación completa.
Lo que no se ve, aquello que no está permitido ser visto, lo invisible, es, justamente, la violenta represión del menor atisbo de oposición. No se vé los allanamientos ni las torturas a las que son sometidos los «malos chilenos», tampoco los asesinatos en medio de la noche. Solo el rumor restituye de oídas los siniestros episodios cotidianos. Lo visible transmite una mirada alegre y optimista de un país en paz y en progreso gracias al general en el poder. Todo ello aderezado por una acentuación del «entertainment» en la parrilla televisiva y una hiperbólica presencia del fútbol.
Es importante señalar que si bien la llegada de la Concertación fue una transición negociada y, en extremo, condicionada, no es menos cierto que se trató de una profunda transformación de lo sensible. Por primera vez, después de muchos años, nuevos rostros, nuevos paisajes, nuevos temas, ocupaban el espacio de la vida diaria. Se puede afirmar que los límites de lo decible y lo visible fueron conmovidos aunque, habría que consignar, esto no significó una ampliación de los límites de lo factible. Paradojalmente, el nuevo espacio del decir y de lo visible fue ocupado, principalmente, por la expansión simbólica del consumo y no por una escena de disenso. Tras diecisiete años de dictadura, la sociedad chilena redefine los términos de un consenso que atiende a una sensorialidad publicitaria y cosmopolita en que la noción misma de democracia se mercantiliza, transformando ciudadanos en consumidores.
A excepción de ciertas «marcas políticas duras», de carácter extra parlamentario, la corriente principal fue ocupada por una escena de consenso. Serán los «spots» y los «escaparates» los que derramarán, como Warhol, «polvo de diamante» sobre las cabezas de millones de chilenos. De este modo, el «glamour» logra opacar toda posibilidad de «memoria» y, en el límite, oculta las restricciones del hacer. La sociedad chilena sigue el rutilante camino de una «democracia de baja intensidad», otra forma de decir, un pinochetismo sin la imagen omnipresente del dictador, pero con las mismas reglas del juego.
3.- Lo sensible político
Cuando en una sociedad se instala una unidad primordial entre las palabras y las cosas que refiere, cuando se asume un consenso en cuanto a las percepciones y sus significaciones, estamos ante un «sentido común» Así, en el Chile de hoy se admiten nociones que están reñidas con cualquier ética cívica y, sin embargo, se han «naturalizado» sin que a nadie se le ocurra tomar una distancia crítica. A nadie llama a escándalo una forma política escasamente democrática, tan clasista como excluyente. A nadie llama a escándalo que en cada ciudad se practique una celosa «ecología de clases» que separa a ricos y pobres, que lo mismo acontezca en relación a la educación o a la salud.
Lo mismo ocurre con temas tan sensibles como los derechos humanos y el estado de impunidad de muchos civiles y uniformados que participaron de hechos deleznables. La gran mayoría de la sociedad chilena sigue sumida en los cánones de un «sentido común» que no alcanza a dimensionar el ultraje de que ha sido objeto. A pesar de casi dos décadas del «retorno a la democracia», no se ha sedimentado en nuestro país una genuina escena de disenso, aquella que ponga en cuestión las percepciones y sus significaciones, única manera de pensar otra sociedad posible. Se trata, por cierto, de un problema cultural que está determinando el horizonte político de lo concebible.
En esta escena, nada tiene de extraño que lo político haya devenido una farsa, un espectáculo, a ratos grotesco, que excluye el disenso. De este modo, asistimos, cada tanto, a eventos electorales en que cada cual vota, pero no elige. La constitución vigente delimita los posibles del hacer, acotando toda posibilidad otra de concebir el presente histórico. En este estado de cosas, el cambio es percibido por el «sentido común» como infracción o amenaza, cuando no como un delirio provocado por el opio. Lo que advertimos como conservadurismo duro o, en términos institucionales, como una democracia oligárquica, no es otra cosa que un mundo en que una ficción hegemónica asentada en lo sensible político, percepciones, significaciones, nos impide pensar. La dictadura chilena no solo nos legó una constitución que cristaliza un orden social sino que, sobre todo, nos impuso límites sensibles que, hasta hoy, impiden el hacer.
– El autor es investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS.