Sus novelas, diarios y memorias revelan una relación con la escritura casi mística.
Simone de Beauvoir escribe como una araña teje su tela. Ella misma decía que no podía vivir sin escribir y, de hecho, lo hacía desde que era una niña, creando una vida que fue un relato, desdoblándose en la otra Simone, la Simone personaje. Ensayos, novelas, cuentos, diario, artículos, panfletos… todo forma parte del mismo impulso de acción, del mismo espíritu constructivo que le valió el apodo de ‘Castor’. «Construiré una fuerza en la que me refugiaré para siempre».
Su trabajo de memoria fue intensísimo: desde las Memorias de una joven formal a La ceremonia del adiós, pasando por América día a día y todas sus cartas íntimas, todo fue pensado para su publicación, porque no le parecía «inútil» explicar cómo se revelaba el mundo ante su conciencia. Hay en sus diarios una evidente voluntad de comunicarse, de abrirse a los otros y también de apresar algo del tiempo que se va.
Escribir un diario es «escribir en el tiempo», dice Blanchot, tratar de contar un pasar, un devenir, sabiendo que eso mismo es imposible. Beauvoir intenta laboriosamente fijar ese tiempo, esa vida, para fijar el escenario del recuerdo y reconocerse en él. «La literatura me aseguraba la inmortalidad que compensaría la eternidad perdida. Ya no había un Dios que me amara, pero yo ardería en millones de corazones».
Tanto su vida como su obra están en permanente estado de construcción y ambas facetas son una sola: la de la creación de su identidad. Sus relaciones afectivas y eróticas, su compromiso político, su extensísima creación literaria y filosófica son el resultado de una férrea y narcisista voluntad de ser, de ser ella misma malgré tout, sin miedo a la contradicción y con una ambición máxima: la autenticidad.
Por eso toda su escritura tiene esa misma intención, la de reflejar su proceso de descubrimiento de la vida y del enigma de la condición humana. La invitada, Los mandarines, ¿son novelas o diarios? Cuando predomina lo espiritual y La mujer rota, por ejemplo, hablan de la estupefacción, del desvelamiento, del choque espiritual que se produce en las vidas de unas mujeres víctimas de sí mismas.
En las entrevistas que le hicieron con motivo de la publicación de La vejez, vemos a una señora septuagenaria, de rostro casi japonés, que defiende sus posiciones con respuestas extremadamente afiladas, rápidas e incluso arrogantes, sabiéndose fundadora de una mirada sobre la mujer y sobre la vejez, y que reconoce haber investigado ese campo de la misma manera que, 20 años antes, había tratado el problema de ser mujer en El segundo sexo: desde la conciencia de sí. Eso es lo que Beauvoir quiere comunicar escribiendo: su idea de mundo, su sorpresa ante la ambigüedad de las cosas, ante los demás seres humanos, y su voluntad de seguir creando su espacio de libertad a través de una producción que revierta en la sociedad. En resumen, definir su posición moral desde una idea de novela metafísica que «diga la verdad sin decirla», que busque la trascendencia conciliando lo absoluto y lo relativo, lo intemporal y lo histórico.
Simone de Beauvoir es vitalista y testaruda, se agarra a las cosas y a sí misma para justificar su existencia, para llenar de sentido la contingencia mediante la arriesgada construcción de un sí-mismo. «Acepto la aventura de ser yo misma».