No creo que haya quien se sienta más afectado personalmente por el cambio climático que el meteorólogo. Sobre todo si está entrado en años. Su seguimiento de la progresiva disminución de las precipitaciones, de la alteración estacional de las temperaturas, de la asimismo progresiva ausencia de una significativa uniformidad en los fenómenos atmosféricos, a buen […]
No creo que haya quien se sienta más afectado personalmente por el cambio climático que el meteorólogo. Sobre todo si está entrado en años. Su seguimiento de la progresiva disminución de las precipitaciones, de la alteración estacional de las temperaturas, de la asimismo progresiva ausencia de una significativa uniformidad en los fenómenos atmosféricos, a buen seguro le debe resultar patético mientas desempeña su oficio… No sé si el Montes de Oca que publica en «Rebelion», «Detengamos el holocausto», es aquel que fue el paradigmático hombre del tiempo de la televisión pública, pero aunque éste no fuese él, vale lo que digo acerca del meteorólogo.
En todo caso, el título del artículo publicado se explica por sí solo y no puede referirse sino a lo que pensamos y sentimos sobre la biosfera todo espíritu que no esté aletargado. Y a su contenido no podemos por menos que adherirnos sin condiciones todos cuantos no cometemos el error o el pecado de negar la mutación climática a la que venimos asistiendo hace muchos años. Concretamente yo empecé a sospecharlo un día de marzo de 1992. Estando en mi jardín donde tengo un termómetro, un buen día me sorprendió que por aquellas mismas fechas de marzo nunca hasta entonces se había alcanzado a las 11 de la mañana la temperatura dos o tres grados por encima de la que estaba viendo. Y como tengo la sensibilidad del pastor de ovejas casi exacerbada, me vino repentinamente la inspiración/visión de lo que ha ido ocurriendo después. Desde entonces, sin poder evitarlo, el ritmo de la Naturaleza lo siento como quien tiene un marcapasos que funciona, pero funciona intermitente o defectuosamente. Y desde entonces no he dejado de prestar atención al asunto. Es más, tengo que hacer esfuerzos para no obsesionarme como el Michel del film «El reverendo».
Así es que casi desde entonces ya pensé que escribir alertando del peligro que corre la Humanidad, arengando a los responsables de males futuros para que los eviten o haciendo esfuerzos poéticos para inspirar confianza al lector y de paso uno a sí mismo, es muy hermoso. Además si se hace con fundamentos, solidez documental y belleza expresiva transmite al lector consuelo y esperanza. Pero me siento incapaz de intentarlo. Sé bien, por tanto, que el catastrofismo y el alarmismo son nocivos y que la esperanza y el espíritu positivista es lo más adecuado para la comunicación, y aún más para la comunicación de masas. Pero creo que la suerte está echada. En este asunto del cambio climático, sus causas y las consecuencias catastróficas que está originando y las que habrá de causar, no hay nada qué hacer. Mejor dicho, habría tanto que hacer, que no es imaginable la sinergia suficiente entre los poderes del mundo, de los que el poder político es el que menos fuerza tiene pese a ser de creencia superficial que es el que puede y debe imponerse sobre los demás poderes.
Porque los poderes reales del mundo que lo dominan son inasibles. Son inmunes a las leyes, carecen de las propiedades de los mecanismos, más bien los órganos dotados de la sensibilidad y humanismo que hacen posibles los cambios, y mucho menos los que harían posibles los cambios enérgicos y casi súbitos requeridos por las condiciones medioambientales y climáticas perdidas. Pero la psicología profunda nos revela que hay acciones aparentemente racionales del hombre que están gobernadas en realidad por fuerzas que él mismo ignora o que están ligadas a un simbolismo absolutamente ajeno a la lógica corriente. No se puede detener el holocausto. Creo que hemos llegado al punto de no retorno. Aunque de pronto todos los gobiernos del mundo adoptasen acuerdos para reducir drásticamente la producción de objetos superfluos (y superfluo en este contexto extremo sería todo lo que no es indispensable para la vida), y no sólo los gases nocivos, aunque súbitamente dejasen de fabricarse, en el hipotético proceso regenerador a partir de ahí de las condiciones de equilibrio de la biosfera de las que se supone partimos y hacia las que desearíamos dirigirnos, haría acto de presencia, primero el principio de incertidumbre de Heisenberg, luego la ausencia de la «lógica» corriente inaplicable a los hechos de la Naturaleza, y luego, el impredecible número de décadas o centurias a priori necesarias para intentar restablecer las condiciones anteriores al desastre.
De modo que el llamamiento a la sensatez que hagamos Montes de Oca y yo y todos los ya apuntados y que quieran apuntarse a quienes en apariencia la han perdido por la obsesión de suministrarse y suministrar beneficios a unos cuantos a cualquier precio, son resueltamente inútiles. Está demostrada la inutilidad de antemano. Por la respuesta ya expresa de los mandatarios negacionistas y por el resultado inoperante de los mandatarios que no siéndolo, no pueden hacer nada frente a ellos y sólo pueden lucir su buena voluntad. Porque los llamados a cambiar de paradigma, a renunciar al paradigma de la ganancia como única y legítima aspiración del ser humano, están a su vez dominados por esas fuerzas que ignoran. Están atenazados o abducidos por el fatalismo de esa parte atroz de la condición humana. Hay dos clases de depravación: elegir lo que impide o destruye nuestra existencia y organizar la sociedad por la ley de más fuerte porque es la que rige en la Naturaleza. Por ésta se guían los dominadores. Y los dominadores, ya lo sabemos, son los capitalistas, los mayores enemigos del capitalismo, ahora envalentonados por el neoliberalismo y resueltos a privatizar el aire que respiramos. La resistencia a su dominación en el mundo, es la que es, pero demasiado débil comparada con su fuerza y su determinación. Pues la fuerza del dinero y de las finanzas con la que cuentan es abstracta, transversal y se extiende subterráneamente por todas las naciones. Y como esto es así, nada puede cambiar… a menos que la Humanidad sin tapujos les declare urbi et orbe la guerra. Por lo menos la guerra a su falta de conciencia y a esa ambición…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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