Los recientes sucesos del Oriente Medio y la criminal agresión israelí contra el pueblo Palestino, ha traído nuevamente al debate en nuestro país un asunto que se pensaba zanjado: el del sionismo y el antisemitismo, expresiones de una deformación de sentimientos, o de odios contra pueblos y naciones. La cosa ha llegado al extremo que […]
Los recientes sucesos del Oriente Medio y la criminal agresión israelí contra el pueblo Palestino, ha traído nuevamente al debate en nuestro país un asunto que se pensaba zanjado: el del sionismo y el antisemitismo, expresiones de una deformación de sentimientos, o de odios contra pueblos y naciones.
La cosa ha llegado al extremo que no han faltado quienes -denigrando sistemáticamente las ideas y la práctica de José Carlos Mariátegui, el introductor del pensamiento socialista en el Perú- han acudido ahora a él con la baja intención de colocarlo de «su lado», sindicándolo poco menos que como un «defensor de Israel».
Probablemente avergonzados de la conducta genocida del gobierno de Tel Aviv, pero empeñados también en desacreditar a la izquierda peruana solidaria con Palestina, han desarrollado una idea sibilina y falsa: «José Carlos Mariátegui fue decididamente pro judio», han dicho. Y a esa afirmación, han sumado otra: «Luchador contra el anti-semitismo y entusiasta en los años 30 de una Palestina hebrea», adicionalmente, han sostenido que la izquierda peruana «fue muy afín al laborismo israelí, lo que recién se rompió con Nasser y el fascismo nacionalista de éste».
Es bueno que para el análisis, se tome en cuenta el contexto histórico, y no se pierda de vista el sentido de la lucha de los pueblos. Ni tampoco el aporte de los comunistas a la lucha por una sociedad mejor.
Para el deslinde correspondiente, hay que precisar lo que constituye el Sionismo como movimiento internacional que propugnó desde un inicio la formación de un Estado Judío, y que alcanzó fuerza en el mundo cuando en 1948, finalmente, la Organización de Naciones Unidas proclamó la integración del Estado de Israel en territorio Palestino.
En esa circunstancia, la idea de la ONU fue otorgar reconocimiento a dos Estados hermanos y pacíficos empeñados en la lucha común por el progreso y el desarrollo. El Estado Israelí debía vivir en paralelo con el Estado Palestino y ambos, aportar la iniciativa de sus pueblos a la lucha por la paz. Hasta ahí, el ánimo de los forjadores, el mismo que se vio prontamente distorsionado por la política norteamericana que abrió cauce a lo que el mundo conoció como «la guerra fría». En ella, el Estado de Israel asumió una otra función, que no estaba prevista en los acuerdos que sustentaron su origen
Para la administración israelí la tarea pasó a asegurar su papel como «muro de contención» a las luchas de los pueblos árabes enfrentados al Poder Imperial y a las transnacionales, en defensa de sus recursos naturales, en particular el petróleo. En el empeño por asegurar ese «nuevo rumbo», el Estado de Israel desplegó el Sionismo como estrategia, para convertirlo en una herramienta de supervivencia a la sombra del Imperio.
El Sionismo pasó a ser así en un movimiento político que exaltó la tradición del pueblo judío y lo convirtió en instrumento de dominación imperialista en el Asia Central. Bajo el pretexto de garantizar la «Seguridad del Estado Judío» se desplegó una peligrosa carrera armamentista y una vasta ofensiva económica desplegada por el capital financiero. La idea era asegurar que Israel fuera una «gran potencia» local capaz de «mantener a raya» a los pueblos árabes, desalentando su resistencia a la voracidad creciente del Imperio en la región. El Mossad -uno de los servicios secretos más eficientes del mundo- fue diseñado para esta misma idea. De ese modo, el expansionismo israelí estuvo en la base de cualquier predicamento, y el antisemitismo fue su carta de presentación.
Como un modo de contrarrestar la resistencia árabe a estos planes de dominación, la administración de Tel Aviv recurrió, en efecto, al expediente del anti semitismo. Denunció una supuesta hostilidad al pueblo judío en función de su raza o religión, y recordó que ésa fue la política de la Alemania Nazi en los años anteriores a la II Gran Guerra y en el desarrollo de la misma.
Convergieron, en ese esquema, dos fenómenos. Por un lado el ascenso de los pueblos árabes en la lucha por defender y preservar sus riquezas naturales. Y, por otro, el obsesivo afán de Israel de buscar su «espacio vital», arguyendo la necesidad de extender su dominio territorial. Ese fue el origen de las guerras que tomaron forma a partir de los años 60 y que aún se extienden. Ampliar el dominio territorial de Israel a expensas de la población Palestina y su suelo, fue un caro anhelo. El expansionismo se hizo notable y se convirtió en ideología. La paparrucha de la «raza superior» y el «pueblo elegido», vendría luego. Menachen Beggin le daría forma, en un discurso ante el Knesset, diciendo: «nuestro destino, es gobernar sobre las razas inferiores»
El Movimiento Comunista, que enarboló siempre la lucha de los pueblos por sus derechos fundamentales, nunca estuvo en contra de un Estado Judío. Por lo demás, numerosos revolucionarios a lo largo de los siglos XIX y XX, fueron judíos, comenzando por el propio Carlos Marx.
En el Comité Central del Partido Bolchevique que tomara el Poder en la Rusia de los Zares en 1917, se destacaron varios revolucionarios judíos, algunos de los cuales incluso tomaron nombres rusos en su accionar, pero no por eso renunciaron a su verdadero origen. Fue el caso de Gregori Zinoviev, apellidado realmente Radomylski; o Lev Kámenev -Rosenfeld-, o Volodarski -Golsdshtein-, y Trotski, en realidad «David Brostein». Sverlov y Uritsky también lo fueron.
Ellos jugaron un papel decisivo en la historia de sus pueblos. Tuvieron aciertos, y errores, pero ni unos ni otros tuvieron que ver con su condición de judíos, ni fueron adjudicados a ella.
¿Hubo tendencias antisemitas en la antigua URSS? Los estudiosos del tema convienen en señalar que no. Que hubo en Rusia «pogroms» en los años del zarismo. Y que se registraron brotes antisemitas después de la caída del régimen soviético. Pero la política de la URSS, se orientó siempre a consolidar la amistad y la hermandad entre las naciones, sin discriminación alguna.
No obstante, hubo un atisbo de antisemitismo en los años postreros de Stalin, cuando se denunció la llamada «conspiración de las batas blancas» y se señaló a un prominente grupo de médicos judíos como supuestos responsables de una conjura contra Stalin. Denunciado en 1952, poco tiempo duró ese cargo. Al año siguiente, el Dr. Vinogradov -figura de la Academia Médica- fue liberado de toda responsabilidad, lo que se hizo extensivo a quienes fueran indebidamente acusados con él. Pero incluso en el caso, el cargo no tuvo relación directa con la condición de «judíos» de los afectados.
En otros países ocurrió algo similar. En los años de la Guerra Civil Española judíos sefarditas jugaron un papel notable en la defensa de la República contra la subversión franquista. Comunistas, socialistas, anarquistas o simplemente republicanos, lucharon a pecho descubierto contra los planes genocidas del nazismo, que extendió sus garras como un modo de afirmar lo que sería después su agresión armada contra la URSS.
En la construcción del socialismo, en países de Europa del Este, prominentes dirigentes comunistas de origen judío jugaron también un rol destacado. Así sucedió sobre todo en Polonia, Bulgaria y en la Yugoslavia de Tito.
En ese marco, en el Perú hubo judíos -y también árabes- que desempeñaron un papel similar. Bernard Regman, comerciante judío, fue uno de los colaboradores de Mariátegui, del mismo modo que lo fue también Miguel Adler, Noemí Milstein o Jacobo Hurwitz, uno de los más lúcidos revolucionarios de aquellos tiempos, poeta exquisito y luchador ejemplar, injustamente relegado.
Que Mariátegui vio con simpatía la lucha del pueblo judío, no hay ninguna duda. No podría haber sido de otra manera. Pero eso no lo hizo nunca sustentador de una tesis sionista ni defensor de la política de la casta dominante enquistada en Israel.
José Carlos Mariátegui habría sido plenamente solidario con los judíos bárbaramente exterminados en la Alemania Nazi y hubiese respaldado su causa sin reservas cobardes. Pero, al mismo tiempo, hubiese condenado toda forma de odio judío contra el pueblo Palestino y las naciones árabes, hoy amenazadas por el extensionismo del Estado de Israel, alimentado por el Imperio.
Si el antisemitismo es sinónimo de barbarie, también lo es el sionismo. Y de eso, el Amauta siempre tuvo plena conciencia.
Gustavo Espinoza M. es miembro del colectivo de Dirección de Nuestra Bandera: http://nuestrabandera.lamula.
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