Llevo casi 4 décadas ejerciendo la profesión de médico en Colombia, casi todas como obstetra y ginecólogo. Soy profesor titular pensionado de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia y actualmente hago parte del comité de Ética del hospital Universitario San Vicente Fundación y del grupo Nacer-Salud sexual y reproductiva, de mi universidad, […]
Llevo casi 4 décadas ejerciendo la profesión de médico en Colombia, casi todas como obstetra y ginecólogo. Soy profesor titular pensionado de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia y actualmente hago parte del comité de Ética del hospital Universitario San Vicente Fundación y del grupo Nacer-Salud sexual y reproductiva, de mi universidad, desde donde con un grupo de profesionales, desarrollo actividades de capacitación a personal de la salud en buena parte del territorio nacional, en especial en los municipios más pobres del país en salud sexual y reproductiva y en programas de prevención de aborto inseguro; y a algunos países de América Latina, llevamos una estrategia de tratamiento y prevención de la hemorragia obstétrica para contribuir a reducir muertes maternas evitables por esta causa.
Como médico, he sido testigo de los horrores cometidos a nombre de nuestro miserable sistema de salud. Vi parir la miseria en las salas de maternidad de importantes hospitales públicos y privados de Medellín y pude constatar la inequidad en la atención materna cuando ejercí mi profesión atendiendo el proceso reproductivo de las mujeres en elegantes clínicas privadas de la ciudad. Fui testigo del nacimiento de un engendro maligno llamado Ley 100, el cual según el actual Procurador General de la nación «ha matado más colombianos que el conflicto armado» que por más de 50 años hemos padecido. El 31 de diciembre de 1993 leí con asombro un titular de prensa que me horrorizó, en el que un ministro de salud -QEPD- decía «bienvenidos al negocio de la salud». Hoy no puedo dejar de reconocer que lamentablemente sus palabras fueron proféticas: hoy el sistema es un lucrativo negocio que mata y por esa razón es rentable. Los muertos no gastan, no exigen no cuestionan.
Vi nacer y denuncié «el paseo de la muerte» juego diabólico en el cual las maternas con enfermedades graves eran vulgarmente chutadas de una clínica a otra, para luego morir en el camino… ¡!y nada pasaba ¡!. Conocí salas de maternidad atestadas de mujeres jóvenes, víctimas del aborto inseguro, mutiladas y muchas de ellas muertas, agravando una tragedia de desolación y abandono a familias pobres y dejando con su ausencia cientos de huérfanos que surtían y continúan surtiendo las esquinas de Medellín en el miserable negocio de la explotación infantil y la violencia.
Asistí al nacimiento de la sentencia C355 de 2006 que despenalizó el aborto en Colombia en tres circunstancias especiales, para hacer justicia a los derechos y la dignidad de las mujeres y como asesor en el tema, veo con asombro las barreras que se siguen imponiendo para que ellas accedan al derecho fundamental de la interrupción voluntaria del embarazo, cuando cumplen alguna de las causales despenalizadas por la Corte Constitucional colombiana.
He visto con asombro la discriminación y los juicios de valor a que son sometidas estas mujeres cuando reclaman sus derechos en hospitales públicos y clínicas privadas, casi todas estas de carácter confesional, en donde se supone que debería prevalecer la doctrina cristiana del perdón, la reconciliación y la caridad humanas.
Presencié la lapidación mediática de que fue víctima un hermoso proyecto llamado «Clínica de la mujer», que pretendía hacer atención integral a las mujeres más vulnerables de Medellín, en materia de salud sexual y reproductiva y con asombro fui testigo de cómo las políticas públicas que buscaban proteger sus derechos, sucumbían ante los discursos incendiarios emitidos desde los púlpitos de iglesias de la ciudad.
He sido testigo de la forma como son explotados los profesionales de la salud en todos los rincones de Colombia y de la manera miserable como se atiende la población más pobre y vulnerable del país, en instituciones que carecen de lo más mínimo para garantizar un atención digna.
Conocí el valor de la factura sobrepuesto a las necesidades, la salud y hasta a la vida de los pacientes.
Vi como aparecían los carteles de la Hemofilia, de las enfermedades mentales, del SIDA, de los medicamentos de alto costo; la aparición de la funesta integración vertical y como los dineros de la salud se desviaban hacia la construcción de elegantes condominios campestres y lujosas canchas de golf ante el silencio cómplice las autoridades colombianas. Escuché de un cartel de alto nivel que inducía la quiebra financiera de clínicas para luego comprarlas muy por debajo de su costo real.
En este sistema de salud !¡creí haberlo visto todo¡!. Pero el 16 de abril de 2018 fui testigo de un acto aberrante en una importante EPS de la ciudad cuya central de urgencias está ubicada en las instalaciones de la IPS de la universidad donde me formé y ejercí la docencia durante varias décadas, participando en la formación del talento humano en salud de nuestro país.
Ese día acompañé a un ser querido de 71 años de edad al servicio en cuestión en un estado de deterioro avanzado por cáncer de próstata metastásico a huesos; con una lesión tumoral en pulmón e hígado; con cuadro de cefalea intensa de 6 meses de duración, que le impide dormir; con pérdida de 11 kg de peso en 4 meses; con un grado severo de atrofia muscular por su enfermedad y con una cara de angustia que atormenta como consecuencia del dolor insoportable que padece. Luego de un periodo de espera de una hora le piden pasar a lo que se conoce como «triaje»; donde una enfermera le toma la presión arterial sin siquiera invitarlo a sentarse y le pregunta si tiene hematuria (sangre en la orina). El paciente responde que no, que la cefalea intensa lleva 4 meses y que no duerme del dolor. La enfermera con una frialdad y deshumanización que aturden de la impotencia y la rabia que producen, le dice que lo suyo no es urgente. Como médico y acompañante le pido que me permita explicarle y me dice que el paciente no es urgente que la presión arterial es normal, que eso no explica la cefalea que pida cita por consulta externa y nos ordena desocupar el consultorio. La atención en este servicio duró aproximadamente 30 segundos.
Salí más preocupado de lo que entré por la suerte del paciente y porqué allí se está formando una generación de médicos que serán quienes seguramente van a atender a la enfermera de esta historia cuando le llegue el turno, pero igualmente pensé que a lo mejor este sería en excelente campo de practica para los estudiantes de mi universidad, para que aprendan como no se debe atender un Ser humano en ninguna circunstancia y menos en lo que mal llaman un servicio de salud.
Como todo no es tristeza en este sistema, horas más tarde este hombre gravemente enfermo recibe otra mirada idónea y humana en el servicio de urgencias del Hospital Manuel Uribe Ángel de Envigado, donde rápidamente comprendieron su condición y su sufrimiento y decidieron hospitalizarlo. Hoy recibe una atención humanizada y respetuosa de su dignidad por parte de un excelente grupo de profesionales médicos de la ciudad.
Hace años me convencí de que este sistema solo se endereza con educación de alta calidad «de la cuna hasta la tumba», en el cual la ética haga parte de un eje transversal en la formación del talento humano, además de la existencia de un sistema judicial fuerte y transparente, alejado de la corrupción que hoy lo asfixia.
Si bien no comparto para nada el comportamiento y mucho menos las ideas de un importante líder político colombiano ampliamente conocido, estoy plenamente convencido que ¡! el actual sistema de salud de Colombia si sería un buen muerto!!
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.