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Soberanía popular y movimiento cívico

Fuentes: Rebelión

En la mejor tradición democrática, desde la Revolución Francesa, el pueblo es la base de la legitimidad del poder político, es el fundamento de la soberanía popular, de sus instituciones representativas y de los poderes del Estado.

Por tanto, es la mayoría social y ciudadana, de forma directa en las elecciones y expresiones públicas o a través de su representación institucional, libremente elegida, la que tiene la legitimidad democrática para decidir las políticas públicas y el tipo de Régimen político, así como los ejes del contrato social y cívico de país.

Existe una amplia tradición popular latinoamericana, desde hace un siglo, expresada en la idea de que ¡Sólo el pueblo salva al pueblo!. Ha cobrado relevancia política y mediática por las victorias de las fuerzas populares progresistas y de izquierda en Chile y Colombia, que con amplios procesos participativos, unitarios y democráticos también se han acogido a una idea similar: ¡El pueblo unido jamás será vencido!. Suponen una experiencia variada pero con una característica común: la diferenciación política frente a los poderosos y sectores reaccionarios, junto con la activación cívica popular.

Podemos aludir a la tradición marxista y de la izquierda de que son las propias clases trabajadoras en conflicto con los grupos de poder capitalistas las que conforman su propia liberación.

Estas ideas básicas del protagonismo popular a través de su participación democrática son relevantes para la formación de los movimientos cívicos y la recomposición del espacio del cambio en España y la renovación el conjunto de fuerzas progresistas. Parto de un enfoque realista: son las personas y grupos sociales discriminados los más interesados en suprimir sus desventajas y acceder a los recursos sociales y materiales y el estatus ciudadano en condiciones iguales y libres.

Para la acción colectiva es importante la experiencia relacional, vivida e interpretada, pero no de la resignación y la adaptación a esa dinámica de subordinación sino, partiendo de esa realidad, de los esfuerzos individuales y las prácticas colectivas para superarla. Es decir, la cultura igualitaria y emancipadora se configura a través del comportamiento real y sustantivo por salir de la discriminación y avanzar en unas relaciones libres e igualitarias.

Esto último, es lo que va conformando la identificación colectiva progresista y la dinámica transformadora con un perfil emancipador, reforzado, en todo caso, con la explicación teórica del conjunto del proceso y sus conexiones estructurales y contextuales. Por tanto, es decisiva la vinculación, de forma directa o solidaria, con esa realidad doble: vivencia e interpretación de la injusticia y actitud de superarla.

Pero volviendo al hilo conductor sobre la formación del sujeto sociopolítico transformador, hay que desechar ese determinismo mecanicista de cierto estructuralismo, a veces considerado un materialismo vulgar, y que de hecho es un idealismo que no refleja una parte decisiva de la realidad como es la práctica social de esas capas subalternas en su contexto e interacción. O sea, ese enfoque se aleja de la gente concreta, infravalora la experiencia relacional y comunitaria que configuran los procesos de identificación colectiva y comportamiento sociopolítico.

A esa variante idealista y abstracta, de cierto mecanicismo economicista de clase se opone otra corriente idealista de carácter liberal o postmoderno, también inadecuada: la infravaloración de las condiciones concretas de la gente, materiales, relacionales y culturales, la desconsideración de su situación particular de subordinación / dominación, junto con el tratamiento formal de las personas y grupos sociales como sujetos abstractos, supuestamente iguales y libres. Se separan el ser y el deber ser, priorizando el formalismo del segundo aspecto e infravalorando la realidad social. Y todo ello con la prevalencia de las élites políticas o intelectuales que son las que elaborarían el discurso que construiría la realidad del pueblo, siempre pasivo a la espera de la agencia y la articulación promovidas por su liderazgo.

Ambas corrientes teóricas, el estructuralismo determinista y el posestructuralismo culturalista, todavía influyentes, han fracasado social e históricamente. Y se impone la necesidad de un pensamiento realista, relacional, sociohistórico y crítico frente a la gran deriva neoliberal y reaccionaria, que desborda incluso al socioliberalismo que aparecía en los años noventa como tercera vía ascendente y hoy en retirada. Se trata de otra posición en conflicto desde los años sesenta y setenta con esas tres tendencias principales, en la estela, entre otros, del pensador y líder pacifista E. P. Thompson.

La experiencia de los movimientos sociales, viejos y nuevos, de estas décadas, en particular los últimos procesos populares en diversos países latinoamericanos, así como en Europa y EEUU, han puesto en evidencia las limitaciones interpretativas y las dificultades de orientación estratégica de los procesos concretos de articulación de los sujetos colectivos por parte de esas corrientes de pensamiento. Hay cierto vacío teórico y estratégico que ha afectado también, primero, al eurocomunismo y, después, a la socialdemocracia y su dominante orientación socioliberal, ambos en fuerte declive, tal como manifiestan los casos italiano y francés, respectivamente.

Especialmente, la dinámica transformadora en España de indignación popular, protesta social cívica y configuración de un campo sociopolítico y electoral progresista y de izquierdas, de fuerte contenido social, feminista, ecologista y democratizador, exige un nuevo proceso interpretativo y de desarrollo teórico y político, abordado por las fuerzas del cambio, ahora en situación de recomposición y todavía no resuelto, tal como he explicado en el libro “Dinámicas transformadoras. Renovación de la izquierda y acción feminista, sociolaboral y ecopacifista”.

En consecuencia, el problema analítico y sociopolítico a abordar es la formación de las fuerzas sociales y políticas de progreso, de base popular y en confrontación con los poderosos, superando la desconfianza popular en los partidos políticos.

El propio Presidente socialista del Gobierno, Pedro Sánchez, ha comprendido, aunque sea parcialmente y a efectos discursivos y de estrategia electoral, la nueva realidad y la conveniencia de su reorientación política hacia un reformismo fuerte, aunque sin abandonar del todo algunas pretensiones centristas y cierta moderación.

Por otro lado, las fuerzas del cambio y su nueva configuración de frente amplio, junto con el proyecto SUMAR, aparte de su adecuación y responsabilidad política y orgánica, deberían conseguir una mayor consistencia y unidad estratégica, con un debate abierto y unitario que permita profundizar en un proyecto progresista de país, fortalezca un movimiento cívico e impulse las dinámicas transformadoras y de renovación de las izquierdas. Es el reto que se está ventilando ahora: combinar una dinámica participativa ciudadana con la recomposición de la representación política.

Y para ello, aunque sea un ámbito complejo y costoso y, en cierto sentido, periférico respecto de la tarea principal del impulso de un movimiento ciudadano y el refuerzo de una formación política alternativa, hay que realizar un esfuerzo de investigación y debate teórico: superar las interpretaciones y discursos de economicismo mecanicista y de culturalismo elitista o socioliberal, ambos idealistas y disfuncionales por su desarraigo popular cuando, sobre todo, se trata de desarrollar un nuevo sujeto de cambio de progreso con un proceso reformador sustantivo que supere el continuismo liberal y la involución reaccionaria. Y eso sólo es posible con la activación y el protagonismo de las capas populares.

Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.