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Sobre Augusto, Lucía y el 10 de diciembre

Fuentes: Rebelión

La muerte le llegó a Pinochet el 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos. A nosotros nos llegó mucho antes, la muerte empezó el 11 de septiembre de 1973, y vino de la mano del dictador. La parca en muchos sentidos no se ha ido, es puntual en su lucha contra la vida, […]


La muerte le llegó a Pinochet el 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos. A nosotros nos llegó mucho antes, la muerte empezó el 11 de septiembre de 1973, y vino de la mano del dictador. La parca en muchos sentidos no se ha ido, es puntual en su lucha contra la vida, es permanente, como el modelo neoliberal que impuso el tirano en Chile y la Concertación administra, como la constitución del 80 que en lo medular todavía nos rige.

¿Por qué entonces me siento tan rara cuando la gran noticia sale por la radio en un boliche donde con Juan, mi pareja, compramos dos empanadas a modo de almuerzo, pues tendríamos un asado por la tarde? La joven vendedora se ríe feliz, y maliciosa, me pregunta cuánto tiempo creo que se demorará Pinochet en entrar al infierno.

Llegamos a casa y de inmediato, empieza a sonar el teléfono. El primer llamado es de Fireley Elgueta, mi amiga ex presa política, que me dice: «Tremendo regalo de cumpleaños que recibiste». Y le contesto «Ese miserable, se va sin pasar un día en la cárcel, al menos podía haber escogido otro día, hasta en eso es artero, nos apuñala, nos mete la mano en la herida, es el día de los derechos humanos y es mi cumpleaños!»

Luego llama Eva María, mi hija embarazada y feliz: «Mamita, mamita, tu regalo de cumpleaños, ¿no lo encuentras fantástico?» Horas después, Víctor, mi hermoso nieto de cuatro años me entrega solemnemente su regalo, una cajita circular de madera que él ha pintado color naranja, para que guarde mi tarot (redondo) Madre Paz, el tarot feminista de Vicky Noble.

Es domingo, cumplo años. Igual que Lucía Pinochet. Estaré de «santo» el 13, igual que la vieja Pinochet.
Augusto y Lucía, el dictador y la primera dama.

Augusto y Lucía, la pareja de periodistas miristas viviendo, peleándose y amándose en la clandestinidad.

La segunda llamada es de Bernarda mi ex cuñada, la hermana de Augusto, el Pelao Carmona. Me dice: «Yo lo único que quería era que el innombrable no se muriera el día 7, rezaba por eso, era lo único que pedí cuando fui al cementerio a visitar a Augustito».

El 7 de diciembre de 1977 Pinochet mandó a la flamante CNI a matar a Augusto, al Pelao Carmona, mi compañero, el padre de mi hija Eva María.

Claro, en ese tiempo él no se llamaba Augusto, era «Oslo» en la clandestinidad, y yo tampoco me llamaba Lucía, era «Isaías». La caída de Oslo me dio más motivos para seguir adelante con el MIR, con la lucha, con los compañeros, con mi pueblo, todo lo que pude, todo lo que pudo el MIR también…Y no dejé que me asesinaran el 87 después que el miserable no murió en el Cajón del Maipo y siguió matando, después que ejecutaron a mis amigos y compañeros Pepone, (José Carrasco) y al Paulo, el Guatón Vidaurrazaga. Salí acosada de Chile, mordiéndome de rabia y de pena, con mi hija, y con Juan, mi compañero mapuche mirista con quien viví hasta entonces en la clandestinidad, a Argentina.

Y qué difícil se me hizo llamarme Lucía de nuevo al volver a Chile desde Moreno, donde era «Carmen Olate», siempre esperando volver. Pero retorné sólo el 92 a mi país y a la vida legal, con Pinochet en la comandancia en jefe, con Pinochet en el Senado, con Pinochet encarcelado en Londres y liberado gracias a los buenos oficios del gobierno chileno, con el crápula protegido por la Concertación y por los jueces, con Pinochet y el pinochetismo empresarial reinando siempre desde las sombras.

Sin embargo ahora, en mi cumpleaños número 59, recuerdo que sí hubo una vez que sentí alegría y felicidad en relación a Pinochet, y eso fue durante los días que pasó detenido en Londres en la London Clinic. Entonces sí me sentí dichosa, reparada, y llena de esperanza en la justicia.

El proceso abierto contra el dictador y otros por la ejecución de Augusto Carmona, lo tiene el ministro Alejandro Solis, pero hasta ahora sólo se está tomando -por primera vez en 29 años- declaraciones a los testigos. La impunidad ha seguido reinando y fui conociendo el dolor de muchos, los efectos de las desapariciones y ejecuciones en otros, que nunca sentí de cerca por vivir en la clandestinidad, ocupada en tareas que no tenían que ver con la lucha por los derechos humanos sino con la búsqueda del derrocamiento de la dictadura, un objetivo más integral.

Trabajar en estos años en la investigación para el libro «119 de nosotros» fue asomarme a un pozo insondable de sufrimiento de madres, hermanas, hijos, y familiares de nuestros compañeros desaparecidos. Contribuir a la recuperación de la memoria histórica es una tarea que emprendí con nuevas fuerzas asumiendo el dolor de madres como Otilia Vargas, que perdió a cinco de sus hijos y ahora estaba esperando que condenaran a Pinochet en el proceso por la Operación Colombo, que incluía la desaparición de Carlos Pérez Vargas.

Todo eso me da vuelta en la cabeza mientras atiendo la otra llamada. Es Caro, la hija de Germán Cortés, que me dice si ya sé de alguna actividad en la Villa Grimaldi o en otro lado, y me cuenta que tiene sentimientos encontrados, que no entiende por qué se supone tendría que estar feliz. Tampoco ha habido justicia por la ejecución del padre de Carolina, Germán Cortés, asesinado un mes después que el Pelao.

El siguiente telefonazo es de Buenos Aires, de Dora Barrancos, la historiadora amiga que llama para felicitarnos por la noticia. Y no puedo explicarle mucho, ahora acepto el saludo, aunque el reo por la Operación Cóndor se escapó sin sentencia. Después de cortar, pienso qué estará pensando mi tía Blanca Troncoso y su hijo Juan en Costa Rica, con el recuerdo de mi prima Marcela Sepúlveda, desaparecida sin que nadie siquiera la viera nunca después de su detención por la DINA en los primeros años de dictadura.

La próxima vez que suena el teléfono es Luis Astorga, cabeza virtual del Coordinador de Derechos Humanos de los Colegios Profesionales, organismo que integro y en el que soy la ‘redactora oficial’ de comunicados. Obviamente me pide que redacte nuestra posición y me habla de la amnistía, y de la necesidad de que llamemos a no caer en provocaciones. Yo mientras tanto me pongo a pensar que lo de Pinochet me estropea la otra declaración que planeaba hiciéramos para esta semana, sobre el caso del joven mapuche Waikilaf Cadín, preso en la Cárcel de Alta Seguridad sin haber sido juzgado ni tener sentencia alguna sino solo con una medida cautelar de alguno de los fiscales racistas de la novena región, de los que protegen a los empresarios forestales. En las comunidades del sur hoy se tortura, los allanamientos son como en tiempos de dictadura… Eso me recuerda también que Pinochet estaba declarado reo en la querella por torturas presentada por nuestros compañeros ex presos políticos en Villa Grimaldi.

Termino de hablar y Juan me cuenta que nuestro vecino, un estudiante con quien nunca hemos hablado de política, se acaba de asomar por la reja a preguntar: «¿Van a celebrar, van a hacer un asado? Yo me voy a festejar donde unos amigos.»

La siguiente llamada es de Silvia Quiroga, mi amiga, familiar de Máximo Gedda, con quien trabajamos en TVN antes del golpe, desaparecido. «Justo se muere ahora el miserable. Pero igual, no lo habrían sentenciado nunca…».

Y ahora, en el teléfono está Jorge Flores, terapeuta en shiatzu como yo, con quien solíamos intercambiar sesiones de masaje. Con su voz dulce y bien modulada, como de locutor, me aclara que me llama para felicitarme por mi cumpleaños (¿cómo pudo recordarlo? Me sorprende y conmueve el detalle), y sin que le diga nada, capta la energía del momento y entiende cómo me siento por lo de Pinochet.

Juan y yo seguimos como autómatas limpiando la casa, preparando ensaladas, viendo en la tv que el pueblo empieza a manifestarse y que van todos hacia la plaza Italia y otros a La Moneda, pero aquí en Peñalolén empiezan a organizarse las barricadas en Grecia, un poco más allá. Y Juan que al principio tampoco dijo nada y se quedó con la misma mirada rara y vacía que yo, me dice ahora «Porque nosotros también habríamos ido a la Plaza, ¿no? si no tuviéramos planificado esto…»
«Yo habría preferido ir a la Villa Grimaldi», le respondo, creo que allá habría ido, tal vez haya algo mañana», le respondo.
Mi familia en pleno (mi madre, cinco hermanos, sobrinos) me visita una vez al año. Mi madre tiene 87 años, está frágil pero todavía entera y quiero estar a su lado por todo el tiempo que le falté y por todo el tiempo que le quede. Normalmente soy yo quien la visito a ella. Hemos reconstruido una relación que se interrumpió en los 17 años de dictadura, por seguridad, y también porque ninguno en mi familia aprobó mi camino político. Pero los quiero y me quieren. No era cosa de decirles que no vinieran tampoco…

Seguí pelando tomates, picando cebolla para el pebre y el guacamole curiosamente sin llorar una lágrima, haciendo brochetas de fruta, ordenando mesas y sillas y preguntándome si todos llegarían o alguno se iría al Hospital Militar. Me puse un vestido blanco invierno, un color que en el yoga que practico sé que ayuda para rebotar todo lo malo.

Llegaron casi todos, a partir de las siete, menos un cuñado que efectivamente fue con su madre a hacer su duelo, y otros pocos que se excusaron. Víctor dijo que el asado que hizo Juan estaba «delicioso» y todos estuvieron de acuerdo. Se fueron temprano, a las diez, por temor a lo que podía pasar en Peñalolén. Del tema no se habló ni en el brindis que Eva María formuló con su copa de buen vino tinto -que no podía probar, por cierto- agradeciendo mi apoyo de abuela y recordando que ya en enero llegará la bebita, la nueva vida que se abre paso y que se movía en su vientre este 10 recordándonos el ciclo maravilloso de la vida.