La monarquía sigue siendo incapaz de aportar algo significativo a la resolución de problemas relacionados con la corrupción, la desigualdad social o la convivencia. Y tampoco está sirviendo para crear nuevos vínculos con los gobiernos latinoamericanos
El triste gesto de Felipe VI en la toma de posesión del nuevo presidente colombiano, Gustavo Petro, ante el paso de la espada de Simón Bolívar, no es algo excepcional. Bolívar ha sido siempre un dolor de cabeza para los Borbones. Desde Fernando VII en adelante. Cuando estaba vivo y cuando se convirtió en leyenda. Nunca han sabido qué hacer con él. Cómo reaccionar al oír su nombre. Si ponerse de pie o ignorarlo. Si atacarlo o elogiarlo con algo de distancia. Lo han intentado todo. Pero el fantasma del libertador de América no ha dejado de jugarles malas pasadas.
Todo comenzó con Fernando VII
El primer enfrentamiento de Bolívar con los Borbones se remonta a la revolución americana que siguió a la invasión de España por parte de Napoleón.
Durante aquella invasión, Fernando VII de Borbón fue obligado a abdicar y forzado a vivir en el castillo de Vallençay a cuenta de Bonaparte mientras este se mantuvo en Europa. Aprovechando el cautiverio dorado del ancestro de Felipe VI, muchos dirigentes americanos decidieron emprender su propia lucha por la emancipación. Bolívar fue uno de ellos.
Vástago de una familia aristocrática de Venezuela, Bolívar fue por su maestro, el rousseauniano Simón Rodríguez, un admirador de la revolución francesa. Durante un iniciático viaje a Europa, juró en una colina italiana, el Monte Sacro, entregar su vida a la liberación de América. Hacia 1810, tras conocer en Londres al patriota venezolano Francisco de Miranda, se ratificó en este propósito. A partir de entonces, tuvo en su vida dos objetivos: llevar a cabo una revolución que asegurara la libertad de la América hispana, y mantenerla unida, evitando su fragmentación.
Como muchos americanos de su tiempo, Bolívar creyó que las libertades de América podían prosperar al amparo de una monarquía hispana más o menos liberal. Fernando VII, uno de los más canallas y crueles entre los Borbones, se encargó de desengañarlo. Cuando Napoleón cayó, retornó al trono como monarca absoluto. Lo hizo rebosante de odio y dispuesto a hacer retroceder varias décadas el reloj de la Historia. Fernando VII desconoció a la Constitución de Cádiz de 1812. Canceló libertades. Mandó fusilar a los mejores generales y oficiales hispanos de la guerra contra Francia. Y por supuesto, ordenó reforzar a los ejércitos realistas en América para reprimir cualquier exigencia de autogobierno que se suscitara en el nuevo mundo.
Ahí vino el primer choque entre los Borbones y los líderes de la emancipación americana, como Bolívar, José de San Martín o José Gervasio Artigas. En un primer momento, muchos de ellos seguían luchando formalmente contra las tropas realistas tras “la máscara de Fernando”. Sin embargo, la actitud despótica de este último los convenció de que la única forma de afirmar la propia libertad era oponiéndose a él de manera frontal. Para ello, republicanizaron sus propios ejércitos. Tanto San Martín como Bolívar incorporaron a sus filas, emancipándolo, al “pueblo de color”: negros, indios, zambos, mulatos, que constituían la mayoría de la población, sea como esclavos, como siervos o como campesinos sin tierras. De ese modo, el contenido social de la revolución americana se convirtió en condición imprescindible para impulsar las reivindicaciones nacionales contra los Borbones.
Desde luego, hubo momentos en los que ese proyecto emancipatorio americano contó con aliados en la propia península. Por ejemplo, en 1820, cuando el ejército de Andalucía, bajo las órdenes del general Rafael de Riego, desobedeció al pérfido Fernando y se negó a embarcarse a América para reprimir la insurrección.
En ese momento, quizás sin ser consciente de ello, Riego contribuyó a la causa de la libertad en América con la misma fuerza que Bolívar y San Martín, al enfrentarse al absolutismo de los Borbones, impulsaron el avance de las libertades en España.
En realidad, Bolívar no renunció nunca a mantener un vínculo fuerte con la península ibérica, basado en el reconocimiento recíproco de pueblos libres e iguales. Tal es así que cuando Fernando VII, forzado por el movimiento de Riego, juró hipócritamente hacer cumplir la Constitución de Cádiz, Bolívar envió de inmediato una delegación para iniciar gestiones de paz.
Bolívar tenía un plan claro: plantear la necesidad de una Confederación entre América y España basada en el reconocimiento explícito por parte de la nueva monarquía “constitucionalizada” de las jóvenes repúblicas independientes. De lo que se trataba era de configurar una suerte de mancomunidaden la que todo español residente en América adquiriría automáticamente los derechos de ciudadano americano, y viceversa.
A pesar de su ambición, o precisamente por eso, el proyecto fue rechazado. Al final, Bolívar murió doblemente frustrado. Por un lado, no consiguió encontrar en España una contraparte dispuesta a establecer un vínculo fraterno, republicano y no colonial con los pueblos de América. Por otro, acabó traicionado por las propias oligarquías criollas que se hicieron con lo que el peruano José Carlos Mariátegui llamó las nuevas “repúblicas falseadas”, repúblicas políticamente independientes, pero internamente desiguales, racistas, y con unas élites siempre dispuestas a subordinarse económicamente a los intereses de las grandes potencias extranjeras.
A pesar de todos estos obstáculos, el libertador nunca renunció a su sueño en vida: lograr una confederación de repúblicas americanas unidas, socialmente justas e independientes de cualquier imperio, incluido el ya por entonces amenazante imperio estadounidense (“Los Estados Unidos –llegó a escribir en 1829– parecen destinados por la providencia a plagar América de miserias en nombre de la libertad”).
Esta confederación republicana, en opinión de Bolívar, debía llamarse Colombia, en homenaje a Cristóbal Colón, y debía tener por capital una ciudad que se llamara Las Casas, como tributo al fraile sevillano defensor de la población amerindia.
Cuando Juan Carlos I se hizo bolivariano
Aunque la relación entre Bolívar y los Borbones nació marcada por el conflicto, estos últimos intentaron apropiarse de la figura del libertador y desactivar su mensaje emancipador. El momento estelar de este tipo de operaciones fue el que en 1983 llevó a Juan Carlos de Borbón a hacerse con un premio que llevaba el nombre del libertador.
En ese momento, el llamado juancarlismo vivía su momento de apogeo. Habían pasado poco más de dos años del intento de golpe de Estado del 23-F de 1981. Con el apoyo de los grandes medios y otros poderes fácticos, Juan Carlos I había pasado de ser el rey designado por el dictador Francisco Franco a convertirse en el monarca “salvador de la democracia”, que, además, había “permitido” la existencia de un gobierno socialista.
Con este pase mágico, Juan Carlos consiguió borrar no solo su vínculo con el franquismo sino con otras dictaduras latinoamericanas como la de Augusto Pinochet, Jorge Videla o el peruano Francisco Morales Bermúdez. Es más, un mes antes de recibir el Premio Simón Bolívar, no tuvo empacho en visitar al dictador uruguayo Gregorio Álvarez.
Decenas de intelectuales y expresidentes latinoamericanos protestaron por la concesión de un galardón que coincidía con el bicentenario del nacimiento de Bolívar, y que Juan Carlos compartía nada menos que con Nelson Mandela. A pesar de ello, el heredero de Franco, nieto lejano de Fernando VII, lo recibió encantado. Es más, pronunció un hábil discurso en el que se deshizo en elogios hacia el patriota americano, al tiempo que lo presentaba como un amigo de la nueva monarquía española.
La descripción de Bolívar del Juan Carlos de 1983 fue mucho más generosa que la que el propio Karl Marx dedicó al libertador en un discutible artículo de 1858. Contra lo que se hubiera esperado de un descendiente de Fernando VII, Juan Carlos sostenía que Bolívar era la “personificación de todas las ansias de libertad y justicia” del continente americano e incluso… ¡Alababa su programa de reparto de tierras!
En su sorprendente alocución, acaso sugerida por algunos ministros socialistas de la época, Juan Carlos I defendía la necesidad de una “reconciliación” entre América y España. Esta debía tener como base el espíritu de las constituciones monárquicas de Cádiz, de 1812 y de 1978. Para reforzar este necesario “reencuentro”, el discurso citaba favorablemente al diputado de ultramar en las Cortes gaditanas, Dionisio Inca Yupanqui, quien en 1810 había apelado a Fernando VII “como inca, indio y americano” para exigirle el respeto de sus derechos.
Lo que Juan Carlos no recordó en su interesado arrebato bolivariano es que los reclamos de Yupanqui fueron desoídos en España tanto por los defensores de su tatara-tatarabuelo como por los liberales moderados, que lo acusaron de defender el “federalismo”. Esto obligó a Yupanqui a demostrarles su hipocresía y a recordarles, con una frase que se haría célebre, que “un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”.
El entonces rey de España tampoco recordó en su discurso que Fernando VII, forzado por las circunstancias, había prometido ser el primero en seguir “la senda constitucional”. Y que, sin embargo, apenas pudo sacudirse ese incómodo corsé, se dedicó a perseguir y a liquidar a todos los partidarios de la Constitución de Cádiz, comenzando por el propio Riego, y a reprimir a las colonias sublevadas en América.
A pesar de aquella inconsistente pero astuta puesta en escena, los elogios de Juan Carlos a Bolívar de 1983 no supusieron ningún cambio en su actitud con América Latina. Por el contrario, su principal preocupación siguió siendo, como hasta entonces, actuar en el continente como mediador en negocios que le reportaran algún beneficio privado.
Del “por qué no te callas” al “por qué no te levantas”
A pesar de estos intentos de neutralizar el papel histórico de Bolívar, su fantasma continuó recorriendo América con aire rebelde y reivindicativo.
Ya en la década de 1970, como respuesta al fraude sistemático practicado desde el Estado, apareció en Colombia un grupo guerrillero conocido como Movimiento 19 de abril o M-19 que reivindicaba abiertamente el ideario del libertador. A poco de su nacimiento, y convertido en la primera guerrilla nacionalista no marxista del país, el M-19 sustrajo una de las espadas de Bolívar del museo-casa Quina del Libertador, en Bogotá. Con aquella acción simbólica, ejecutada poco después del golpe contra Salvador Allende en Chile, el M-19 pretendía mostrar al país y al mundo que el proyecto de emancipación política y social de América se hallaba inconcluso, y que, por tanto, la espada de Bolívar no podía permanecer envainada.
Ese Bolívar reivindicativo también inspiró otros procesos de cambio en el continente. Entre ellos, el que condujo décadas más tarde al fracaso del acuerdo multilateral de comercio (conocido como ALCA) que los Estados Unidos pretendían imponer al continente y a la constitución, a instancias del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA).
Cuando los Borbones tuvieron que enfrentarse a este nuevo bolivarianismo no supieron cómo lidiar con él. Así, en 2007, en una cumbre iberoamericana celebrada en Santiago de Chile, Chávez denunció la implicación del expresidente español José María Aznar en el golpe de Estado perpetrado en su contra cinco años antes. Olvidando los términos de su discurso de 1983, Juan Carlos de Borbón perdió los papeles y le mandó callar, como si se tratara de un súbdito de la Corona. Seguidamente, cuando otros presidentes criticaron el papel de algunas grandes empresas españolas en América, el rey se levantó irritado y abandonó la cumbre, algo que ni siquiera el entonces presidente de Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, se planteó hacer.
Ese “¿por qué no te callas?” paternalista y neocolonial del descendiente de Fernando VII es justamente el que volvió a resonar este 7 de agosto, en la toma de posesión de Petro y Francia Márquez, en Bogotá, cuando Felipe VI decidió no levantarse ante el paso de la espada del libertador.
La orden de que la espada de Bolívar, por entonces guardada en un rincón de la Casa de Nariño, regresara a la plaza, había sido directamente impartida por el nuevo presidente de Colombia. Minutos antes, este había recibido la banda presidencial de manos de la senadora María José Pizarro, hija de Carlos Pizarro, un comandante del M-19 que, tras firmar la paz, fue asesinado en 1990 siendo candidato a la presidencia de la república con casi un 60% de intención de voto.
La orden de Petro, que también había pasado por el M-19, encerraba un alto valor simbólico. Por primera vez en la historia, un candidato de la izquierda colombiana conseguía ganar unas elecciones sin que hubiera fraude en su contra o lo asesinaran. Sin embargo, el propio triunfo de Petro y Márquez eran el producto de innumerables agravios sociales pendientes de reparación. Por eso, la espada de Bolívar debía regresar al pueblo. Para recordar que, mientras la injusticia social permaneciera en Colombia y en América toda, no podía ser envainada.
Si Felipe VI se hubiera levantado, mostrando el mismo respeto protocolario que recibió de las autoridades republicanas colombianas, no habría sido noticia. El arrogante gesto borbónico heredado pudo en él. Como monarca constitucional, el también descendiente de Fernando VII estaba obligado a seguir discretamente la política exterior del Gobierno. No lo hizo. Decidió actuar como un miembro de la casa Borbón con inclinaciones de derechas. Y se volvió en su contra. Fue una de las figuras más abucheadas a lo largo de la ceremonia de toma de posesión. Su reunión con la vicepresidenta Francia Márquez, primera mujer afrocolombiana en ocupar ese cargo, fue fría, entre otras razones, porque como ella misma nos refirió “lo que hubo fue un encuentro entre una vicepresidenta descendiente de mujeres y hombres esclavizados y un rey descendiente de sus esclavizadores”.
Por un nuevo iberoamericanismo republicano, no colonial y fraternal
Las reacciones en España de las derechas dinásticas, y de algún representante del PSOE, han acabado por mostrar que la figura de Bolívar se les sigue atragantando.
Vox, el partido de los nuevos encomenderos y hacendados de ambos lados del océano, justificó la reacción de Felipe VI con el “argumento” de que la espada de Bolívar estaba manchada de sangre española. Solo les faltó sugerir que los orígenes vascos de Bolívar lo emparentaban con ETA, o que no era casual que el segundo apellido de su compañera, la célebre general Manuelita Sáenz, fuera Aizpuru, como el de la actual portavoz de Euskal Herria Bildu en el Congreso.
La derecha del PP no fue más sutil. A pesar de haber participado en reconocimientos oficiales al libertador, esta vez decidió justificar a Felipe VI por no haberse inclinado ante las “ocurrencias de un exterrorista”, en referencia al presidente Petro, y de un “esclavista”, en alusión a un Bolívar que fue un partidario del abolicionismo y que liberó a sus propios esclavos, heredados del patrimonio paterno.
Sea como fuere, lo cierto es que el fantasma del libertador, rehabilitado por la victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez en Colombia, ha vuelto a convertirse en un dolor de cabeza para los Borbones descendientes de Fernando VII y para sus aliados dinásticos.
Con menos habilidad que su padre en 1983, Felipe VI ha persistido en situarse junto a unas derechas radicalizadas que ven en América Latina no un territorio de pueblos soberanos, sino a una simple esfera de influencia, esto es, una “iberoesfera”, como plantea Vox, integrada por antiguas colonias a las que hay que mantener bajo control.
Con ello, la monarquía borbónica no sólo sigue siendo incapaz de aportar algo significativo a la resolución de los problemas estructurales relacionados con la corrupción, la desigualdad social o la convivencia territorial. Tampoco está sirviendo para plantear un vínculo con la nueva ola de gobiernos democráticos en México, Argentina, Bolivia, Honduras, Perú, Chile, Colombia, y, muy posiblemente Brasil, si Lula derrota a Bolsonaro.
Esa deriva de la monarquía borbónica y de las derechas que la sostienen vuelve más actual que nunca el anhelo bolivariano de una unión de repúblicas latinoamericanas capaces de relacionarse con la vieja metrópolis en condiciones de igualdad. Para que ello sea posible, sin embargo, sigue haciendo falta, como en el pasado, que también en la península se abra camino un iberoamericanismo democrático, no colonial, basado en el respeto entre pueblos y en la defensa de un proyecto compartido de paz, de prosperidad y de justicia social, ambiental y de género.
Esto fue, precisamente, lo que el propio Petro, en la línea de Bolívar, defendió en Madrid en enero de 2022, cuando abrió su campaña a la presidencia en el exterior. Esto es, asimismo, lo que hoy tendría sentido defender desde el Sur del Norte: alianzas iberoamericanas fraternas y no coloniales que, a estas alturas, solo pueden ser creíbles si se inspiran en las mejores tradiciones republicanas democráticas, no oligárquicas, surgidas de uno y otro lado del Atlántico.