El campo se prepara para una temporada de movilizaciones en protesta por los bajos precios de venta y la subida generalizada de costes, circunstancias que ponen en lógico peligro la viabilidad de las explotaciones. Algunas agrupaciones extremeñas han preparado la huelga para este 2 de diciembre y, a partir de ahí, es previsible que diferentes sindicatos y gremios del campo de todo el país se vayan sumando en fechas posteriores, lo que augura unas navidades trepidantes si tenemos en cuenta que otros sectores también prevén acciones similares.
Ante el anuncio de los parones campesinos, algunos prebostes de la política de laboratorio se han lanzado a desacreditar la huelga tachándola de paro patronal, precisión terminológica que vuelve a poner de manifiesto el eterno desprecio de los científicos sociales por la gente que pisa la tierra. Que la huelga la convoque ASAJA, falange de peones al servicio de los señoritos bajo la apariencia de sindicato, no debería cegarnos, sino aumentar nuestra curiosidad política, porque nos va la vida en ello. Es cierto que estas movilizaciones, orquestadas desde arriba para derrumbar al gobierno, huelen a la típica maniobra para soliviantar al personal de cara a elecciones próximas y son fruto de las eternas querencias golpistas de la derecha ibérica, pero lo cierto es que ASAJA está ganando algo parecido a eso que llamamos consenso en las zonas rurales. Que en la cooperativa agraria de un pueblo como el mío, cuya asamblea la componen dos centenares de pequeños olivareros sin trabajadores al cargo y con una de las rentas más bajas del país, el seguimiento de la huelga convocada por la derecha vaya a ser del 100% debería hacer saltar las alarmas de toda izquierda que aspire a no morir de olvido. Claro que la huelga es ininteligible y disparatada en el terreno de las propuestas concretas, puesto que los mismos que hace tan sólo una semana votaron a favor de la PAC (PP, PSOE, Vox y Ciudadanos) dentro de unas horas han llamado a la movilización de sus figuras agrarias en contra de ella, puesto que los mismos que votan ultraliberalismo desaforado mañana pedirán ambiguas medidas estatales para garantizar precios mínimos, pero repito, imploro y suplico: pongámonos a comprender y frenar la sangría de (falso) sentido común en beneficio de la derecha; una derecha que, para más inri, en los últimos tiempos hace gala de un dominio nada simbólico de la violencia, sensación terrible que remite a las épocas que usted y yo sabemos. Nos estamos jugando el pellejo, el trabajo, el ostracismo y la muerte civil en los pueblos, pero todavía algunos colegas tienen el valor de venir con displicencia a hablar de paros patronales, cuando no a vendernos con lisérgico afán que el futuro pasa por convertirnos todos en guías de rutas ornitológicas para burguesitos domingueros.
Antes de esbozar algunas razones de nuestra derrota, déjenme que les diga a aquellos marxistas con orejeras que, desde hace décadas, el campesino profesional medio no es dueño de sus medios de producción, puesto que estamos todos endeudados hasta el tuétano, sino una suerte de falso autónomo al servicio de bancos, administraciones públicas y consumidores. Al igual que los docentes que compran su plaza en una cooperativa, el único horizonte próspero del campesino pasa por llegar a la jubilación con todo pagado y vender su patrimonio agrario a la generación venidera para disfrutar así, quizás, de una jubilación digna. La diferencia con respecto al docente es que, en el ínterin, cualquier vaivén del mercado, un cálculo inexacto de las posibilidades, una serie de malas cosechas encadenadas, una desgracia ambiental tomada con chulería por el seguro, un brote epidémico o los inescrutables designios de la legislación te pueden llevar por la calle de la amargura eterna. Yo no diría, por tanto, que el campesino es ni siquiera un patrón de sí mismo, pero qué sabe uno a estas alturas, si ya hasta nos dicen que el lobo es un gran aliado de los pastores porque ayuda a controlar las enfermedades del ganado. Aunque hay que reconocer que entre el lobo y el veterinario, muchos preferimos al lobo, pero ese es otro tema.
Creo que huelga decir que las causas de cualquier deriva ideológica en una zona o sector concreto suelen obedecer a una multiplicidad de factores complejos. Tratar de describir todos los motivos en un artículo es una osadía, así que tomen lo que les voy a decir a continuación como un despotrique personal al abrigo de un foro cibernético en el que nos juntamos personas con ciertas afinidades ideológicas. No se extrañen si en otro foro me ven esgrimir lo contrario (¡hasta yo he defendido radicalmente al lobo ante la derecha!), pero entre nosotros, como hay confianza, me voy a permitir apuntar hacia algunos temas de cariz cultural que, en mi opinión, pueden tener y han tenido efectos devastadores entre aquellos que no tienen tan clara su filiación política como este pobre iluso escribiente. En muchos casos, de hecho, el error de la izquierda estriba en una simple cuestión táctica, lo cual se arreglaría con una miaja de empatía con los indígenas del campo antes de lanzar ciertas consignas maximalistas, pero parece pedir mucho. Resultaría tan sencillo hacerlo bien, que duele ver el empecinamiento ilustrado en dilapidar el prestigio de la izquierda en el campo.
La gente del campo se siente agraviada, desprovista de toda muestra de cariño, pelele al albur de cualquier contingencia y especie amenazada de muerte. Les aseguro que a diario, aun entre gente querida, siento la mirada inquisitorial de aquellos que han abrazado una suerte de nueva moral progresista, escucho desvaríos sobre el sector agroganadero, huelo el tufillo clasista de los que se creen que trabajan con sus neuronas y percibo esa ignorancia terriblemente lacerante del que se aventura a intentar encajar tu forma de vida en sus paradigmas mentales, no al revés. El viacrucis puede empezar por la mañana temprano cuando abres tu diario digital favorito y constatas que se ofrece información naturalista como información rural, con el agravante de que suele ir ligada al establecimiento de un falso maniqueísmo. No falla: busquen información rural en su medio de referencia y encontrarán artículos sobre el lobo, el lince o la cigüeña negra, ¡pero pocos sobre los precios del campo y los problemas de sus habitantes! Muchos de esos reportajes son bellísimos, pero cuando se enfrenta de manera un poco artera al animal en cuestión con el desarrollo tradicional de una actividad agraria, de forma instintiva los indios tendemos a un ejercicio de corporativismo especista que consiste en tener en cuenta las circunstancias y necesidades materiales de los seres humanos. Hasta hace poco eso se conocía como empatía y era una de las soluciones a la maldad en el mundo, pero ahora me temo que está mal visto. Dicho lo cual, el 99% de la información noticiable sobre el rural no pasa por los animales salvajes, se lo aseguro, así que nos extraña y nos duele la asimetría a la hora de tratar nuestra realidad. Hagan una sección de naturaleza, otra de gente que vive en el campo y dejen de enfrentarnos de forma peliculera, ¿es tan difícil de entender? Las ciudades suponen más obstáculo a la biodiversidad que Villafresno de la Comarca y no veo los artículos sobre el lince en la sección de urbanismo.
A la par que estas noticias sobre hermosos animales es común encontrar comentarios que claman por la poca eficacia de los cuerpos, fuerzas y mafias del Estado ante alguna supuesta agresión al medio ambiente. No sé a ustedes, pero a mí me duele el alma cuando compruebo que el Seprona, los guardias forestales o su cuerpo de mercenarios favorito ha pasado a ser el mejor amigo de esos que se autodenominan ecologistas. Desconozco en qué punto la izquierda ha pasado a ser obscenamente punitiva, pero ha pasado. Créanme si les digo que sobrevivimos a duras penas a una brutal persecución burocrática, que implica a múltiples administraciones (desde la local hasta Bruselas), con diferentes legislaciones (muchas veces, absurdas y cambiantes) y una digitalización forzosa de muchos trámites, todo lo cual hace que cualquier trabajador del campo pueda ser denunciado en cualquier momento porque incumple alguna normativa, del tipo que sea: ambiental, de tráfico, administrativa… Que en esas circunstancias le demos pábulo a los elementos de represión del Estado, siempre tan pulcros a la hora de tratar a los de arriba y tan sádicos con los de abajo, es desolador. Usted no sabe, de verdad que no, que por regar un almendro con una garrafita de agua traída de casa para que no se seque en verano le pueden encasquetar, en mi comarca, miles euros de multa, porque es un delito contra el medio ambiente. Cuando pasa eso, ¡que pasa!, no falla quien grita que les está bien empleado a los que tienen pozos de sondeo sin declarar (ay, el prejuicio…), haciendo caso omiso a los detalles del caso: una garrafa de agua mineral, amigo, no un pozo: observe la realidad antes de describirla, hombre. Aquí está prohibido hasta coger piñas del campo para encender la estufa, a pesar de que se supone que son grandes propagadoras de los incendios y es convenientes limpiar los suelos, pero si el arbitrio benemérito opina que puedes lucrarte con ellas, ¡zas!, multa al canto y que viva el medio ambiente. En paralelo a las prohibiciones tenemos los permisos, oh, ¡los permisos! Hay que pedir permisos para todo: para mover una oveja, para podar una chaparra que amenaza la pobre con caerse, para quemar el ramón de tus olivos, para transportar tus aceitunas, para plantar cualquier tipo de árbol… Es exasperante e imposible de cumplir a rajatabla, por lo que no deberíamos celebrar el arte estatal de freírte a sanciones que te arruinan la vida.
Si el ecologismo punitivo aliado de la Guardia Civil no fuera suficiente para acabar con la credibilidad de la izquierda en el campo, hay que sumar los efectos del ecologismo mágico: ese que propugna que todo metro de campo debe estar protegido y que ello es bueno para los habitantes de las zonas rurales, de hecho, es nuestra única vía de supervivencia. Las zonas ZEPA, ZEC, Reservas de la Biosfera y demás sólo son palos en los lomos de la gente humilde, porque suponen una miríada de trámites y estudios para cualquier minúscula intervención en tu parcela, cosa que, al final, casi siempre te prohíben. Como dice mi madre, si no nos dejan vivir de nuestra tierra, ¡que nos la expropien, que nos paguen por hacer un beneficio al mundo! Pero que no nos prohíban la subsistencia. Actualmente, algunos estamos obligados a dejar corredores naturales en nuestras pírricas fincas, como si nos sobrara la superficie de cultivo, como si fuera barata comprar más. La política de protección de espacios es una de las herramientas más clasistas que se han perpetrado jamás en estos lares. ¿Saben por qué? Porque a las zonas ricas, y no miro a nadie, nunca les protegen nada. Pero aquí, suerte que tenemos, nos conminan a ser conservados. Nos obligan, fíjense lo que les digo, a trabajar sin maquinaria en algunos casos, a podar con serrucho. No nos merecemos el progreso, somos indignos de él porque somos naturales. Extremadura nunca podrá dejar de ser una ruina porque está protegida de arriba abajo. Nos han comprado los derechos de emisión de carbono, pero en versión europea, que es más cruel porque implica que tenemos que vivir como en la Edad de Piedra mientras nos visitan los alemanes en todoterrenos blancos para ver buitres negros.
Por si fuera poco partido que remontar, el ecologismo mágico se ha empeñado en convencernos de que vivir en la prehistoria se compensa con el turismo rural. Sí, sí, han oído bien. Llevamos décadas intentado deconstruir el fenómeno nocivo del turismo sobre el medio y sobre las gentes, pero luego nos lo sirven en la mesa como promesa de futuro. También se han empeñado en convencernos de todo tipo de proyectos peregrinos que, aun cargados de sentimientos hermosos, no son más que dislates de gente un pelín desubicada, siendo suaves. Hay artículos por ahí, que prefiero no enlazar, en los que defienden que el lobo (nuestro quijote de hoy) puede servir para frenar la despoblación y dinamizar el entorno rural. En serio, no es broma: es una desfachatez ignominiosa y una falta de respeto descomunal hacia todos los que sudamos la gota gorda para ganarnos el pan en el campo. ¿Cómo carajo va a servir el lobo para fijar población? ¿Queréis dejar ya la vaina del ecoturismo, os lo pedimos por favor?
Pero la izquierda aún puede acabar de tirar los puentes que la conectan con el campo, con la realidad de la gente humilde que habita pastos y montes. Lo hace cada vez que olvida que la producción ecológica sólo está al alcance de algunos capitales y tierras privilegiadas, así que debería dejar la mirada enfurruñada hacia quien, de momento, no ha podido hacer la transición. Lo hace cada vez que acepta, sin más ni más, que un producto vegetal es menos contaminante que uno cárnico, o cuando olvida que en la mayoría de las fincas hortofrutícolas de ecológico extensivo se emplea a mano de obra medio esclava, engranaje perverso al que no deberíamos contribuir. Lo hace cada vez que nos niega el derecho antropológico a comer animales que criamos y nos injuria mediante campañas manipuladoras y taimadas, a pesar de lo cual entendemos perfectamente las razones de las personas que deciden alimentarse de otra forma y de que compartimos luchas como las que nos enfrentan con las macrogranjas o con el carnivorismo de chuletón rojigualdo. Lo hace cada vez que nos ponen como ejemplo de futuro para todo un sector productivo a su primo el informático que tiene una huerta ecológica con cuatro tomates que vende injustificadamente caros a tres incautos, porque la salvación individual no tiene por qué servir de modelo para la salvación colectiva. Y lo hace cada vez que pone otro ladrillo más en la construcción de discursos y teorías sin considerar la verdadera realidad agraria. Si se fijan, el campesino es el único colectivo con el que no se cuenta nunca a la hora de debatir sobre su propio futuro. Cuando la izquierda rupturista quiere hablar de campo suele llamar a un ecologista, como si eso significara algo al respecto de lo que nos ocupa. Se trata de un episodio paranormal que aún trato de explicarme, honestamente. ¿Por qué no llaman a un ecologista y sólo a un ecologista cuando hay que hablar sobre el futuro de la metalurgia? ¿Es que la industria incide menos en el medio natural que la agricultura? ¿Para cuándo un Ministerio de Industria y Medio Ambiente? Yo he visto jornadas sobre agricultura y ganadería sin campesinos profesionales, se lo juro, sólo con aficionados al huerto en el barrio. Me encanta el huerto en el barrio, pero no sé si quiero que esa gente marque las directrices de la política de izquierdas sobre el campo, para qué engañarles.
Tantos y tantos errores, fruto de la estulticia, la soberbia, el clasismo o la nula visión táctica son munición potente y gratuita para el enemigo, que no es tonto y nos está barriendo en la batalla cultural del campo. No les hacen falta gurús maquiavélicos ni dos neuronas bien puestas para lanzar eslóganes como cañonazos: “Se moviliza más gente para que no muevan un nido de cigüeña de un tejado particular que para frenar un desahucio”. Sabemos que es demagogia barata, pero, por si acaso, no intenten refutar con datos la afirmación anterior, no vaya a ser que nos llevemos un tremendo chasco.
El futuro está lleno de incertidumbres y todos los sectores productivos tienen que ir rumiando las medidas de encaje en el nuevo orden económico mundial. Sabemos que habremos de lidiar con conflictos y contradicciones que pondrán a prueba incluso las propias formas de vida. Somos conscientes de que tenemos que prepararnos para enmendar con humildad multitud de usos y costumbres, pero échennos una mano en la disputa política que damos parcela a parcela, pueblo a pueblo, mientras nos jugamos el pescuezo. No nos bombardeen ni nos dejen solos. Necesitamos una izquierda, un ecologismo, una academia y una ciudadanía que empatice con la realidad de la población rural, que dispense a nuestra forma de vida el mismo respeto antropológico que a cualquier otra tribu del mundo, que tenga presente en primer plano las circunstancias materiales, sociales, históricas y políticas de la gente. Jamás nadie fue convencido a palos. Somos Numancia y a veces ustedes nos vienen a hablar de las bondades de Roma de la mano de una legión armada con jabalinas.
No les regalemos el sentido común a los que responden a esta coyuntura histórica con la cancamusa de patria, familia y trabajo, vaguedades que serían inofensivas si no fuera porque llevan implícitas altas dosis de odio, patriarcado y matonismo.
Hoy, más que nunca:
¡Tierra y libertad!
Pedro Lópeh es musicólogo especializado en folclore, cultura popular y flamenco. Hombre del campo que escribe y toca el acordeón.
Fuente: https://ctxt.es/es/20211101/Firmas/37996/agricultura-huelga-asaja-izquierda-ecologismo.htm